Conocí a los Curtis en una calçotada, una
comida
típica de Cataluña a base de brotes tiernos de cebolla.
Algunos consumieron montañas de calçots. No suelo
asistir a este tipo de eventos sociales. Más bien me quitan el
apetito.
Me comí uno, como un cumplido. Bueno... dos, porque Bernal
Curtis,
mi compañero de mesa, que ya tiene cinco años, no pudo
acabarse
el suyo.
Había más niños, pero Bernal era el más
pequeño, y se le notaba un poco cohibido entre tanta gente
mayor,
de modo que le dije:
Soy un dinosaurio. Veo que
estás
muy tiernecito y estoy pensando en devorarte, así que me tienes
que dar algo de comer, para
calmarme.
Pinchó un trocito de pollo, me lo alargó y lo hice
desaparecer
instantáneamente. Se confió, y me dió otro trozo,
sujetándolo con los dedos. Craso error. Salvó la mano
cuando
mis colmillos rozaban ya su pulgar.
Le costó poco domesticarme. Consiguió que le levantara
con una sola mano, que le dejase pellizcarme los mofletes, que le diese
la yema de mi huevo frito, que aplaudiese sus chistes, que lo rescatase
de la nube tóxica nicotínica de sobremesa para
enseñarle
los animales de la granja, que abriese la jaula de los hurones, y hasta
que me llevase a su casa.
Sólo le desobedecí una orden:
Si eres mi dinosaurio, ataca a
mi papá.
Su papá es policía. A los ojos de Bernal, es el hombre
más fuerte del mundo. A mis ojos, por lo menos, es un dinosaurio
bastante más fuerte que yo. Al menos, lo era antes del accidente
que le ha dejado fuera de combate.
Me caí por una escalera.
Pensé que me mataba...
Pero ahora pareces recuperado...
No creas. Mi trabajo exige estar
en perfecta forma: ¡Hay que correr más que los malos!
Las secuelas me han obligado a aceptar la baja permanente.
Lo siento...
La semana pasada volví a
casa de los Curtis. Los niños no
estaban, y nos sentamos a charlar en la sala de estar, en penumbra, los
dos dinosaurios. Entre ambos había una mesita, con un
tablero
de ajedrez. Hablamos de lo humano y de lo divino, del bien y del mal.
Señalando
el tablero le dije:
Algunos ven el mundo como un
campo
de batalla. Piensan que el bien y el mal son dos poderes en lucha. No
saben
que Cristo ya ha vencido en la última batalla, ya ha ganado la
guerra.
Las escaramuzas en que nos vemos envueltos ahora no son más que
el epílogo de una partida que se decidió para siempre:
blancas
juegan y ganan. Se están recogiendo las fichas. Muchos parecen
no
haberse enterado de que Satán y sus simpatizantes ya
están
condenados.
Es un hombre acostumbrado a ver de todo, pero le cambió la
voz
al recordar la ocasión en que tuvo que tomar las impresiones
digitales
a un preso, enfermo de SIDA, que se había suicidado en la celda:
Mientras me ponía los
guantes,
me di cuenta de que el cadáver tenía el torso cubierto de
tatuajes.
Cuando quiera
me dijo el juez.
Me acerqué, sin poder
evitar
pisar la sangre coagulada. Al ponerme en cuclillas pude ver de cerca
los
dibujos: Pero... ¿qué es ésto...?
Una cruz al revés, una cabeza de macho cabrío, una
estrella
pentagonal invertida... ¡símbolos satánicos!
¿Cómo puede un hombre caer tan bajo?
Dicen que el diablo es como un perro rabioso atado. Si no te
acercas
no te podrá hacer nada. Pero si te atrapa...
“A los cielos y a la tierra llamo por testigos hoy contra
vosotros.
Os he puesto delante la vida y la muerte, la bendición y
la maldición;
escoge, pues, la vida, para que vivas tú y tu descendencia”
Deuteronomio 30:19