Desde mi más tierna infancia me entusiasmaron especialmente los perros y los astronautas. Laika era las dos cosas, de modo que podría decirse que fue mi primer héroe o, mejor dicho, heroína. Luego le siguieron Gagarin y otros. Pero Laika fue la primera.
Nunca quedó claro qué fue de ella, y eso
contribuyó
a crear a su alrededor una aureola de gloria. Quizá por eso me
interesé
por el espacio antes que por el cielo, hasta el punto de llegar
a decir, muy convencido, que quería ser astronauta, y que cuando
dijesen:
¡Catalanes a la Luna!
sería el primero en hacer cola.
El recuerdo de sus ojos negrísimos, brillantes, está incrustado en lo más profundo de mi memoria.
Me acercaba gateando hasta donde estaba echada. Alargaba la mano acercando el índice hacia su ojo derecho, lentamente. Ella miraba para otro lado, pero no huía. Se limitaba a cerrar los ojos en el último momento, cuando estaba a punto de tocárselos. Y los volvía a abrir, parpadeando. Y se repetía el proceso, hasta que me cansaba, porque ella no se cansaba nunca.
¡Ah, si tuviera una pizca de la paciencia que aquél animal demostraba tener con un molesto cachorro que ni siquiera era suyo!
Se puede aprender de los perros... al menos de algunos, en algunas
ocasiones...
Admiro su fidelidad incondicional.
Admiro su capacidad de conectar en pocos segundos con un desconocido
que les hace un mimo.
Admiro su espontánea y contagiosa alegría.
Y esa forma con que te reciben, como diciendo:
¡Estoy feliz de verte, de
que seas bueno conmigo, de estar aquí y de que estés
conmigo!
Esa manera de comportarse es amor instintivo. Dicen que lo
experimentan
las mujeres cuando son madres. No sé... yo nunca lo he sido.
Es algo muy distinto del candor infantil: algo que sólo se puede
adquirir a base de años de lucha entregada.
Ya desde niños somos recelosos, desconfiados, egoístas...
Hay algo contradictorio en nuestra naturaleza, en nuestro modo de ser.
Somos sociales, pero podemos hacernos inaguantables. Anhelamos ser
amados,
incluso mimados, o, por lo menos, respetados. Pero somos tacaños
con nuestras muestras de afecto.
Quizá la propia capacidad que tenemos de ser auto-conscientes
implica una cierta tendencia hacia el egocentrismo.
Y necesitamos vencer el egoísmo para amar de modo genuinamente
humano, libre, para llegar a la auto-donación.
La
casa en que vivíamos era de una sóla planta, con un
pequeño
sótano, que más bien parecía una cueva. En la
parte
de atrás había una pequeña terraza, desde la que
se
podía acceder a un patio abriendo una portezuela y bajando una
corta
escalera. El patio era una especie de arca de Noé en miniatura.
En el centro había una higuera y, al fondo, un limonero. Junto a
las paredes había jaulas con gallinas, patos, conejos...
Una tarde, salimos a pasear y nos llevamos a Perla. Mi tio y mi padre iban hablando por el arcén de la carretera. Perla iba a lo suyo, deteniéndose a olisquear quién sabe qué, volviéndonos a alcanzar con un galope... Un camión le dió un golpe, la tiró a la cuneta, y puso punto final a su corta vida.
Mi padre la enterró al pie del limonero, supongo que con la
idea
de que sirviera de abono.
Ahora que lo pienso, quizá heredé algunos de sus
átomos a través de las limonadas que me daban para
merendar...
pero, ¡qué idea más tonta!
Al fin y al cabo, todos los átomos de nuestro cuerpo
están
de paso.
En aquellos tiempos, la recogida de desperdicios era un negocio
rentable.
El combustible de los camiones de la basura era una bolsa de
algarrobas,
que el chofer colgaba al cuello del caballo, durante las paradas.
Tocaba
una trompetita en forma de cuerno, que sonaba más o menos como
un
matasuegras, y gritaba:
¡Basureeeero!
mientras iba de puerta en puerta con un capazo en la cabeza. De
regreso,
vertía su cargamento en el carro, le quitaba al caballo la bolsa
de algarrobas, que se habían convertido en semillas como por
arte
de magia, y se largaba con la música a otra parte. Un buen
día,
mi padre visitó la granja y volvió a casa con un
lechoncito,
producto del reciclaje de la materia orgánica. Le pusimos por
nombre
Chonín. Era tan pequeño que tuvimos que alimentarlo con
biberón
durante algún tiempo.
El
gorrino hizo enseguida muy buenas migas con Kety, la perra que
sucedió
a Perla.
Era limpio y ordenado. Ensuciaba sólo una pequeña zona
en un rincón del patio, y nunca se revolcaba en ella.
Kety jugaba con él como lo haría con cualquier
congénere,
correteando alrededor y mordisqueándole el cuello. Al poco
tiempo,
las orejas del cerdito parecían unos zorros, cortadas a flecos.
A pesar de todo, se llevaban muy bien. Debe tener poco sensibles las
orejas,
pensé, o quizá perdonan fácilmente.
En pocos meses se acabaron los juegos, sencillamente porque
Chonín
devoraba todo lo que le ponían delante, y crecía
exponencialmente.
La comida se compraba a sacos. Sus colmillos, comparados con los de la
Kety, eran el doble de largos.
Un día, al volver de compras a media mañana, nos
encontramos
a Chonín con las pezuñas delanteras apoyadas en una de
las
tapias que separaban nuestro patio del de los vecinos.
¡Señora!
, dijo un individuo desde el otro lado, asomando la cabeza por encima
de
la tapia, sin quitarle el ojo al cerdo que, a su vez, no le quitaba el
ojo a él, luciendo de vez en cuando su colosal dentadura.
¿Podría devolvernos esa herramienta que se nos ha
caído?
Hemos intentado saltar, pero no nos hemos atrevido.
Creo que ni siquiera esperaron a que llegase San Martín. Se
había
planteado un dilema:
O el cerdo, o nosotros
dijo mi madre .
Probablemente, el animalito ya estaba condenado desde que lo compraron.
Se presentó un tipo pertrechado con correas, ganchos y
grandes
cuchillos, que desplegó sobre una mesa.
Las mujeres me dijeron:
Tú,
vete. Mejor que no lo veas.
Bajé al patio con mis bichos, y me quedé allí
esperando. El matarife dio la orden:
Cuando quieran.
El cuto jamás había franqueado los cinco escalones que
subían a la terraza. En cuanto intentaron empujarle escaleras
arriba,
como no era nada tonto, se negó a acompañar a aquella
chusma.
Se opuso a subir al cadalso con todas sus fuerzas, que no eran pocas.
Los
hombres se pusieron casi tan nerviosos como el cerdo, y se gritaban
unos
a otros:
¡Cógele de esa pata!
¡Cuidado, que muerde!
Chonín chillaba como un poseso. La Kety, que estaba
gimoteando
a mi lado, no pudo contenerse más y salió
desesperadamente
en defensa de su amigo.
En esto de la guerra, los perros son bastante inútiles.
Desconocen
la importancia del factor sorpresa, y en estas circunstancias siempre
cometen
el mismo error: atacan sin convicción, y ladrando. Más o
menos como los policías de las películas, que van tocando
la sirena y así dan ocasión a los ladrones para que
escapen.
Cerraron la puerta y nos dejaron abajo, en el patio.
En cuanto cesaron los gritos de socorro subí despacito las
escaleras.
Estaba inmóvil, atado a la mesa, estirado, con la cabeza
colgando.
La sangre caía del cuello a chorro, en un cubo, salpicando.
Entonces hicieron algo que me sorprendió: lo rociaron con
alcohol
y le prendieron fuego.
Así, se queman los pelos
, dijeron.
Trabajaron rápido. Lo colgaron del dintel de la puerta trasera
con un gancho. Estirado y abierto en canal me pareció
gigantesco,
más grande que un ser humano.
La cabeza casi tocaba al suelo, y se balanceaba sobre un balde lleno
de sangre, que removían con un palo. Anochecía. Una
bombilla
de bajísima potencia proyectaba su luz mortecina sobre la
macabra
escena, digna de una aguafuerte de Goya. En medio de semejante
aquelarre,
la gente parecía animada, como si se tratase de una fiesta.
Se me debió pasar pronto la impresión, porque al sacrificio siguió una temporada de festines, en los que se comentaba con satisfacción las excelencias del cerdo, del que se aprovecha todo, o casi todo. Al comer las cortezas pude comprobar que los pelos seguían allí. La pirodepilación, aunque rápida y espectacular, no era tan radical como decían.
No quise probar a qué sabían unos órganos que, según me explicaron, sólo tienen los machos.
Periódicamente,
nos
visitaba un señor que venía para ponerle una
inyección
a la Kety. Mamá me explicó que era el veterinario, y que
estaba vacunando a la perra para que no cogiese la rabia.
También
me explicaron con todo lujo de detalles cómo se pone un perro
cuando
está rabioso. La aversión inicial que me había
producido
aquél buen hombre se convirtió a partir de ese momento en
admiración y agradecimiento.
Mi padre solía decir: Si
estudias
farmacia te pondré un negocio. Y también:
Cuando te saques el carnet de conducir te compraré un coche.
Era como soñar despiertos. En primer lugar, porque yo no
tenía
ni seis años. Y además, porque tampoco atábamos
los
perros con longanizas.
Una vez apareció por casa un folleto con propaganda de
automóviles
Mercedes.
¿Por qué no tenemos uno
como éste?
pregunté
.
Porque somos pobres, hijo
replicó mi padre .
Eso me hizo pensar.
Hasta entonces pobre era para mí el mendigo andrajoso
que iba pidiendo algo para comer, y que se alegraba por el pan duro que
le dábamos. No había considerado nunca que otros pudieran
permitirse lujos que nos estaban vedados, y mucho menos que pudieran
ser
más felices por esa razón.
Papá
le dije , yo no quiero ser
farmacéutico.
Quiero ser veterinario.
Pasaron los años y no llegué a ser astronauta, ni
veterinario:
acabé estudiando Zoología, y, más tarde, me
aficioné
a la Astronomía. Pero eso es otra historia.