Luego vino la adolescencia, esa especie de metamorfosis kafkiana
en
que el tirano que es cada niño se da cuenta de que no es capaz
de
hacer todo lo que quiere. ¿Porque no le dejan?... ¿Porque
no sabe?...
Porque no puede. Porque el tirano sigue exigiendo lo que le apetece.
Aprenent de tot i mestre de res! 1
decía mi abuela materna
la 'iaia' , que era valenciana. Y
también:
Arrancà de cavall i
parà
de burro! 2
Me fui convirtiendo en un pelele de los propios caprichos:
inconstante,
cabezota, suspicaz, vanidoso, lujurioso...
Al volver la espalda a Dios, me hice esclavo de las cosas. Y, poco
a poco, me fui olvidando de Él...
Pero no del todo. Porque cuando un compañero de Universidad
me dijo que conocía a un sacerdote que era físico, y que
me gustaría hablar con él de los astros, le
espeté:
Mira: Lo que yo quiero es
confesarme.
Me presentó al cura, y me confesé. Y, contra todo
pronóstico,
me puse a hacer un rato de meditación cada día.
Leía un libro de tema espiritual, o la Biblia, y le daba
vueltas
a lo que acababa de leer.
No hacía oración. No era una conversación
con el amigo, con el amor. Eran monólogos, salpicados de vez en
cuando con una petición.
¿Y qué pedía? Fundamentalmente una cosa: fe. La
fe que necesitaba para hablar con Dios confiadamente. La fe de aquellos
ciegos que se acercaban a Jesús de Nazaret:
¿Qué quieres que
te haga?
!Qué pregunta!
¡Señor, que vea!
Que vea el sentido de la vida. Que vea más allá de las
cosas. Que te vea.
No lo sabría explicar de otra manera: la gracia de Dios
dominó
al tirano.
Yo quería y no podía. Él puede, y quiere.
¿Y le habló Dios?
No le dejó oír ninguna voz, ni siquiera interior. San
Francisco regresó de su retiro cubierto de llagas. Estigmas,
dicen.
Bueno, pero llagas, al fin y al cabo.
Porque antes de poder hablar con Dios hay que reconocer quiénes
somos, y quién es Él. Hay que escucharle y responderle,
antes
que hablarle y esperar respuesta.
Habitualmente nos habla sin palabras. La vida nos habla de
Él,
de la Vida...
El dolor, la enfermedad y la muerte nos hablan de nosotros, de la nada.
A veces se deja entender claramente. Como una voz interior: un
pensamiento
que inmediatamente se reconoce como captado, no producido. La primera
vez
que tuve una experiencia de ese estilo me dirigía en
autobús
a casa de un conocido. Iba en busca de una pistola para colocar
remaches
de aluminio, para un bricologe astronómico que
había
planeado.
No pienses que vas sólo
a por la pistola. Vas para algo más importante.
¿?
A veces advierte, a veces corrige, y a veces se presenta como un
mensaje que no se capta del todo hasta más tarde, que se
despliega
poco a poco ante el entendimiento, iluminándolo. Como un regalo
del cielo. Como una caricia de Dios.
Estaba en una pequeña habitación de un caserón inmenso, acabando de leer Las Moradas de Santa Teresa. Pasaba los primeros dias de invierno, como acostumbro a hacer, retirado a meditar. El arcaico estilo de la santa de Ávila me resultaba pesado de digerir, y sus metáforas, un tanto oscuras. Por si no has leído el libro, te aclararé que intenta describir el trato de un alma que se va acercando a Dios como un irse mudando de morada, Inicialmente habita en un lugar inquietante, lleno de sabandijas. En la última morada habita con Dios mismo, totalmente transformada. De oruga en mariposa, que vuela hacia la luz y acaba consumiéndose en ella.
San Pablo dice algo así como que no sabemos orar como
conviene,
y que el Espíritu Santo clama por nosotros.
Clamé como un gusano que cae en la cuenta de que por sí
mismo jamás se convertirá en mariposa, jamás
podrá
volar:
¡Mata el gusano!
Y sentí su presencia como un zarpazo que arrebata el alma, con
una intensidad inefable...
A partir de entonces puedo decir que no me pertenezco, no vivo para
mí: soy suyo.
El gusano sigue siendo un gusano, pero se sabe instrumento, y parte de un plan eterno.
Que bien entendí luego aquello que pedía San Juan de
la
Cruz:
Dame lo que me diste el otro
día.
Ya sé que Santa Teresa enseñaba que no se deben pedir
ese tipo de gracias. Pero, de vez en cuando, se me escapa ese: "dame lo
que me diste el otro día".
Un buen día, me puse cerca del Sagrario y le dije:
¡Enséñame a
amar!
y, al instante:
Ya sabes amar. Lo demuestran tus
obras... Te sobra amor propio.
Me costó digerirlo.
Hablé con un amigo sacerdote, de esta y otras gracias.
Agradece a Dios esas luces.
Hablé con otros sacerdotes y amigos con criterio y experiencia.
El consejo fue el mismo, o muy parecido.
Empecé a luchar por poner en práctica esta escala de
valores:
Dios.
Los demás.
Las cosas.
Y deseché la antigua, que tenía el mismo orden, pero
con un escalón intermedio entre los demás y las
cosas: ese YO que tiende a darle la vuelta a la escala, para quedar
más arriba, conviertiéndose en esclavo de las cosas y
desconectando
de los demás, y de Dios.
Vivir con el "prejuicio psicológico" de pensar en
los
demás: valorar mucho lo tuyo y nada lo mío.
Servirles como desean ser servidos: amar con obras.
Quererles con sus defectos: comprender, disculpar.
Sonreir...
Y sabes que te digo: que me he quitado un gran peso de encima.
No se cambia de vida de la noche a la mañana. No te hagas
ilusiones...
De nada sirve decirse la última noche de año, de siglo,
o de milenio:
¡Año
nuevo, vida nueva!
Al día siguiente todo sigue igual.
La libertad externa es relativamente fácil de conseguir. Se
rompe con lo que haya que romper, y ya está. Pero adquirir
virtudes,
hábitos buenos, requiere lucha constante durante años.
Las almas, como el buen vino, mejoran con el tiempo.
Hay que tener paciencia, y no sólo con los demás.