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La Corza blanca 5/5 |
Bécquer en la red | ||||
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mujeres todas a cual más bella, que la ayudaban a despojarse de sus ligerísimas vestiduras, creyó ver el objeto de sus ocultas adoraciones: la hija del noble don Dionís, la incomparable Constanza. Marchando de sorpresa en sorpresa, el enamorado joven no se atrevía ya a dar crédito ni al testimonio de sus sentidos, y creíase bajo la influencia de un sueño fascinador y engañoso. No obstante, pugnaba en vano por persuadirse de que todo cuanto veía era efecto del desarreglo de su imaginación; porque mientras más la miraba, y más despacio, más se convencía de que aquella mujer era Constanza. No podía caber duda, no; suyos eran aquellos ojos oscuros y sombreados de largas pestañas, que apenas bastaban a amortiguar la luz de sus pupilas; suya aquella rubia y abundante cabellera que, después de coronar su frente, se derramaba por su blanco seno y sus redondas espaldas como una cascada de oro; suyos, en fin, aquel cuello airoso, que sostenía su lánguida cabeza, ligeramente inclinada como una flor que se rinde al peso de las gotas de rocío, y aquellas voluptuosas formas que él había soñado tal vez, y aquellas manos semejantes a manojos de jazmines, y aquellos pies diminutos, comparables sólo con dos pedazos de nieve que el sol no ha podido derretir y que a la mañana blanquean entre la verdura. En el momento en que Constanza salió del bosquecillo, sin velo alguno que ocultase a los ojos de su amante los escondidos tesoros de su hermosura, sus compañeras comenzaron nuevamente a cantar estas palabras con una melodía dulcísima:
"Silfos invisibles, dejad el cáliz de los entreabiertos
"Escarabajos de esmeralda, luciérnagas de fuego, mariposas negras, ¡venid!"
Garcés, -que permanecía inmóvil, sintió al oír aquellos cantares misteriosos que el áspid de los celos le mordía el corazón, y obedeciendo a un impulso más poderoso que su voluntad deseando romper de una vez el encanto que fascinaba sus sentidos, separó con mano trémula y convulsa el ramaje que le ocultaba, y de un salto se puso en la margen del río. El encanto se rompió, desvanecióse todo como el humo, y al tender en torno suyo la vista, no vio ni oyó más q e el bullicioso tropel con que las tímidas corzas, sorprendidas en lo mejor de sus nocturnos juegos, huían espantadas de su presencia, una por aquí, otra por - allá, cuál salvando de un salto los matorrales, cuál ganado a todo correr la trocha del monte. -¡Oh!, bien dije yo que todas estas cosas no eran más que fantasmagorías del diablo -exclamó entonces el montero-; pero, por fortuna, esta vez ha andado un poco torpe dejándome entre las manos la mejor presa. Y, en efecto, era así: la corza blanca, deseando escapar por el soto, se había lanzado entre el laberinto de sus árboles, y enredándose en una red de madreselvas pugnaba en vano por desasirse. Garcés le encaró la ballesta: pero en el mismo punto en que iba a herirla, la corza se volvió hacia el montero, y con voz clara y aguda detuvo su acción con un grito, diciéndole: -Garcés, ¿qué haces? El joven vaciló y, después de un instante de duda, dejó caer al suelo el arma, espantado a la sola idea de haber podido herir a su amante. Una sonora y estridente carcajada vino a sacarle al fin de su estupor; la corza blanca había aprovechado aquellos cortos instantes para acabarse de desenredar y huir ligera como un relámpago, riéndose de la burla hecha al montero. -¡Ah!, condenado engendro de Satanás -dijo éste con voz espantosa, recogiendo la ballesta con una rapidez indecible-; pronto has cantado la victoria, pronto te has creído fuera de mi alcance -y esto diciendo, dejó volar la saeta, que partió. silbando y fue a perderse en la oscuridad del soto, en el fondo del cual sonó al mismo tiempo un grito, al que siguieron después unos gemidos sofocados. -¡Dios mío! -exclamó Garcés al percibir aquellos lamentos angustiosos-. ¡Dios mío, si será verdad! Y fuera de sí, como loco, sin darse cuenta apenas de lo que pasaba, corrió en la dirección en que había disparado la saeta, que era la misma en que sonaban los gemidos. Llegó al fin; pero al llegar, sus cabellos se erizaron de horror, las palabras se anudaron en su garganta, y tuvo que agarrarse al tronco de un árbol para no caer a tierra. Constanza, herida por su mano, expiraba allí a su vista, revolcándose en su propia sangre, entre las agudas zarzas del monte. |