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El hálito que todo lo informa
El aliento del Cosmos, del mundo, de la Vida

El Tao oculto

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La filosofía perenne pretende proporcionar indicaciones prácticas orientadas a que saboreemos el sentido profundo de la vida a través de nuestra propia experiencia. Nos adentramos en la sabiduría imperecedera: ciertas intuiciones presentes en todas las culturas y tiempos pueden ser relevantes para nosotros aquí y ahora. Algunos de los términos que utilizamos son símbolos de experiencias e intuiciones universales. Uno de esos términos es «Tao», un término que nos permite un acceso diferente a la realidad… un conocimiento diferente al acostumbrado del Todo; equivale a Naturaleza, Camino, Vía o Sentido. El «Tao» es el Camino o Vía por el que procede el universo; la Naturaleza íntima de todo lo que es; el Sentido, la Fuente y el Curso de la Vida. Tao es la esencia primordial o al aspecto fundamental de la Realidad, del universo y el ser humano; es el orden natural de la existencia. Hay un flujo en el universo que se llama Tao. El tao fluye lentamente, pero nunca para, manteniendo las cosas del universo en orden y equilibrio. Se manifiesta a través de cambios de estaciones, ciclos vitales o mutaciones de poder u orden. El Tao es la ley de todo. El que sigue al Tao se hace uno con el Tao. Además, conviene comprender el chi (término chino para ‘vapor, aliento o energía’), porque el chi y el Tao van de la mano, ya que el chi es la energía que circula en el universo, por lo que se puede decir que el tao es flujo de chi.

El Tao es el fundamento y origen de los seres del Universo. Es un ente (ser) metafísico eterno, absoluto; trasciende la diferencia entre objetividad y subjetividad, y también las categorías de la experiencia: el tiempo, el espacio, el cambio y la causalidad; es un ente absoluto que no se puede ver, ni oír, ni expresar ni imaginar. El Tao en sí es una realidad abstracta que no se puede describir, no tiene ningún atributo. El Tao es por tanto una realidad metafísica, no es un ente aislado e independiente, separado completamente del mundo; el Tao es una «cosa en sí» infinita que trasciende el espacio, el tiempo y todo lo demás; nada hay que no abarque, nada donde no esté, se manifiesta en todas y cada una de las cosas. El Tao como representación de lo primordial o el aspecto fundamental del universo y del hombre, en el hinduismo presentaría una "equivalencia" con el concepto abstracto del Absoluto Brahman de la escuela Vedanta, así como también a las enseñanzas (vías o caminos) que llevan a la unión con él.

El Tao por naturaleza es indefinible, indescriptible e inalcanzable por el pensamiento humano. De manera que, aunque el Tao es trascendente eterno, inconmensurable e indescriptible, antecede a la multiplicidad, lo contiene y lo sustenta todo también es inmanente y se encuentra presente en la pluralidad de todas las cosas impermanentes. El Tao tampoco es temporal o limitado; al intentar observarlo, no se lo ve, no se lo oye ni se lo siente. Es la fuente primaria cósmica de la que proviene la creación. Es el principio de todos, la raíz del Cielo y de la Tierra (la madre de todas las cosas).

Se le llama invisible porque los ojos no le pueden ver. Imperceptible porque los oídos no le pueden oír. Impalpable porque no se le puede atrapar... (Lao Tse)

El mundo es la evidencia del Tao. Cuando veo una mesa, cuando percibo un sonido, cuando siento alegría o dolor, lo que veo, percibo y siento es, en último término, el Tao. Pues no hay nada más que Él. Ahora bien, lo veo, lo siento y lo percibo como veo, siento y percibo a una persona determinada a través de su apariencia. Cuando oigo su voz, oigo a esa persona. Cuando rozo su piel, rozo a esa persona. Pero, a su vez, dicha persona es lo que queda siempre oculto detrás de ese roce, de ese sonido. Es lo que en ellos se expresa y, simultáneamente, más allá de ellos se retiene. Ésta es la gran paradoja del Tao: todo lo que conozco es el Tao, pero el Tao, considerado en sí mismo, es inaprensible, inefable.

Las olas son expresión del océano; cuando veo una ola, lo que estoy viendo es océano. Pero, a su vez, el océano no equivale a esa ola, ni es afectado por el aparecer o el desaparecer de la misma. El mundo es el Tao, pero el Tao es independiente del mundo. Del mismo modo en que la Vida se manifiesta en cada vida particular, pero la Vida no es idéntica a ninguna de ellas, ni ninguna de ellas la agota.

Nada, vacío, Perfección, Plenitud

Quizá lo dicho hasta ahora nos ayude a comprender por qué ciertas tradiciones de sabiduría han denominado a la Realidad última Nada o Vacío. Estas expresiones —Nada, Vacío— no suponen algo así como una negación de la realidad y de la efectividad del Tao. Por el contrario, buscan indicar que todo lo que podemos conocer como un objeto, todo lo que los sentidos asociados a las palabras y a los conceptos pueden apresar, nunca es el Tao; que para la mente, que sólo conoce objetos, el Tao es necesariamente una nada o un vacío.

El Tao se manifiesta como «mundo», pero se oculta y permanece en sí mismo como Tao. En este retenerse o ausentarse del Tao radica su Nada o su Vacío. Un vacío que es Plenitud, pues precisamente porque el Tao no es un objeto o una «cosa», puede serlo todo; sólo porque no es una entidad particular, puede ser la fuente de todas ellas, es decir, puede albergar posibilidades ilimitadas y ser el Origen y la realidad de la diversidad de los fenómenos.

La Vida

¿El Tao del que nos habla la sabiduría es el Dios del que nos hablan las religiones? ¿Es el Tao lo mismo que Dios? Sí y no. Si por Dios entendemos la esencia o realidad última de todo lo que existe, el Tao es asimilable a Dios. Si por Dios entendemos un Ente supremo, una realidad particular distinta del mundo y de las cosas del mundo, al Tao no le conviene el nombre de Dios.

El Tao no es una «cosa» ni un ente particular; ni siquiera un Súper-ente, un Ser supremo distinto de los seres y cosas que componen el mundo. En Occidente, la religión se ha apartado de la intuición del Logos que tuvo la sabiduría de la antigua Grecia, cuando lo ha concebido como un Ente particular, aunque excelso, un Ente-supremo separado del mundo, al que la mente y el deseo del hombre han revestido con rasgos y atributos humanos —eso sí, presentes en Él en grado eminente—, un Otro cuya aprobación es preciso merecer e implorar.
¿Es el Tao el Ser del que nos hablan los filósofos? Sí y no. No lo es allí donde la filosofía, apartándose también del sentido originario que los filósofos griegos atribuyeron al término «Logos», ha hecho de Éste un Ser abstracto, un concepto de la razón, algo que ésta puede apresar y penetrar, un objeto del pensamiento especulativo.
El Tao o el Logos de los sabios no es el Dios separado del mundo que postulan ciertas religiones. El Tao — y quizás sea éste el nombre que con menos equívocos lo designa— es la misma Vida.

El Dios de ciertas religiones no ha favorecido la afirmación directa de la vida porque ha sido ubicado en el «más allá», no en el aquí y en el ahora, en el corazón del presente. El Tao no es un Ente supremo distinto de los seres, del hombre y del mundo. No es tampoco el Ser abstracto que puede concebir nuestra razón. Es lo más real de lo real, lo más cercano, concreto y efectivo, el corazón de todas y cada una de las cosas, visibles o invisibles, la realidad más íntima de cada ser humano:

Es lo que vive en nosotros, lo que respira en nuestra respiración y pulsa en el rítmico fluir de nuestra sangre; aquello que ríe cuando reímos y danza cuando danzamos; lo que arde en nuestra ira y en nuestro deseo. Es lo que mira por nuestros ojos, piensa en nuestro pensamiento y nos inspira palabras cuando hablamos. Es el vigor que late en la semilla, que asciende como savia y se celebra en el fruto y en la flor. Es la matemática armonía del cielo nocturno, de la estructura del cristal, de los arabescos de los mundos subatómicos, réplica analógica de las galaxias celestes. Es aquello que nos fascina en el andar alerta y grácil del tigre, en la creatividad y elegancia insuperables del color de los peces y del plumaje de las aves. Lo que une a estos peces y aves en bandadas. La voluntad única que los hace moverse y danzar al unísono, formando un solo cuerpo... Es la hermandad invisible que nos permite adivinar lo que sintió algún hombre del pasado, y compartir el dolor que adivinamos en la mirada de otro ser humano o en la mirada afligida de un perro. Es la insólita belleza de la música y lo que se conmueve en aquel que la escucha. La misteriosa armonía que, enlazando lo más sutil y lo más grosero, permite que nuestro espíritu necesite de la mate­rialidad del oído para sentir esa mística familiaridad. Lo que hace acordar el alma con lo que sólo son ondas sonoras... Es la Inteligencia ilimitada e insondable que todo lo rige y en todo se manifiesta.

Ocho son las formas visibles de mi naturaleza: tierra, agua, fuego, aire, éter, mente, razón y conciencia del «yo». / Pero aún mucho más allá de mi naturaleza visible está mi Naturaleza superior, el fundamento de la vida, gracias al cual este universo tiene existencia. / Todas las cosas dotadas de vida obtienen su vida de esta Vida. Yo soy el principio y el final de todas las cosas que existen. / En todo este inmenso universo no hay nada que sea superior a Mi. Soy el soporte de todos los mundos del mismo modo que el hilo mantiene juntas todas las perlas del collar. / Soy el sabor de las Aguas Vivas, soy la luz de la Luna y del Sol [...] Soy el sonido del silencio; la fortaleza de los hombres. / Soy la fragancia pura que desprende la tierra. Soy el resplandor del fuego. Soy la vida de todas las criaturas vivas, y la austeridad en aquellos que fortalecen su alma. / Soy, y desde siempre he sido, la semilla eterna de todos los seres. Soy la inteligencia del inteligente. Soy lo bello de la belleza. / Soy la fuerza de los vigorosos [...]. Soy el deseo [...]. (Bhagamd Gita VII, 4-11)

Las palabras «Dios» y «Ser» han sido tan desvirtuadas en nuestra cultura por una religión y una filosofía alejadas de la sabiduría, que es preciso, de cara a comprender la naturaleza del Tao, acudir a términos o metáforas menos contaminadas y más vinculadas a nuestra experiencia directa. A ello nos puede ayudar la palabra «Vida». No es posible escapar de la Vida. Nadie puede concebirla como algo «Otro», distinto del mundo o de sí mismo. Somos la Vida. O, más propiamente, Ella nos es. No hay que demostrarla. Nadie puede negarla. Puede ser conocida por su absoluta cercanía: no es un Ideal supremo que alcanzar, porque todo está permeado por Ella; y Ella, a su vez, no tiene más fin que Sí misma. El único ritual que le es acorde es aquel que la celebra y que, al hacerlo, permite comprender su íntimo sentido, porque la Vida es una constante celebración de Sí misma. La Vida no es lo sagrado, frente a lo mundano o lo profano, porque la Vida es todo, y es indisociable de sus manifestaciones. El vuelo de un ave es sagrado si se sabe ver en él una expresión de la Vida. Una brizna de hierba también lo es, porque su esencia, el Tao, es inmortal. Y no es más sagrado un templo que la intimidad de nuestro dormitorio, la calle por la que diariamente transitamos o un valle sesteando al sol, siempre que se comprenda que todos esos espacios son símbolos del único Espacio en el que todo tiene lugar: la Vida.

La corriente única de la Vida

Lo que llamamos «mundo» son las olas del Océano del Tao. Nuestra mente ordinaria, en complicidad con los sentidos, sólo puede conocer esas olas fugaces y volubles. Pero más allá de ese vaivén, posibilitándolo y sosteniéndolo, la Vida, insondable, ilimitada, inagotable, permanece. Sólo es el Tao, la Vida. Este mundo cambiante propiamente no es: sucede, acontece en el seno de lo único que es, como la onda que surge, espontánea y fugaz, en la quietud de un estanque. Cuando contemplamos las ondas que se forman en la superficie del Océano del Tao, nos es dado conocer el mundo de las diferencias. Cuando advertimos que esas ondas son la expresión mudable de un único Océano, sabemos de la unidad. De nuevo, no hay dilema o conflicto entre unidad y diferencia, no lo hay entre ser y devenir, apariencia y realidad.

Explícitamente, en el nivel de realidad accesible a nuestra mente ordinaria, somos diferentes. Implícitamente, en nuestra esencia, estamos unidos, somos uno. La Unidad se manifiesta y se celebra como diferencia. La realidad íntima de la diferencia es la Unidad. En el reconocimiento de esta Unidad que late en las diferencias y que es la realidad íntima de las diferencias, radica, según la sabiduría, la culminación del conocimiento y la llave de la liberación. Descubrir esa Totalidad esencial que nos sostiene, superar la ilusión óptica que nos hace creer que nuestra vida es sustancialmente otra que la de los demás, que el «yo» es esencialmente diferente del «tú», que nuestra inteligencia particular es distinta de la inteligencia que advertimos en la naturaleza, es el comienzo de la verdadera vida y la puerta de la plenitud. Pues descubrir que somos uno con la totalidad de la Vida, es sabernos básicamente plenos, «totales».

No hay vidas. Hay una única Vida. La totalidad del universo es un gesto único de la Vida. Cada realidad particular es parte de ese gesto; comparte con las demás un mismo sentido, una misma intención gestual. Por eso, el universo en su integridad y cada una de las cosas y de los hechos que lo componen, en una oculta connivencia, están apoyando y sosteniendo nuestra existencia.

No somos nosotros los que vivimos. La única Vida vive en nosotros. El sabio no siente que «viva su vida», pues se sabe vivido por la corriente única de la Vida. No se siente en último término responsable de lo que él es — ¿quién ha elegido ser quien es?— . Y descansa en esta certeza, sorprendido y maravillado ante la obra que la Vida realiza a través de él y a través de todo lo existente.

En la medida en que permanecemos absorbidos en la apariencia de la realidad e identificados con nuestra propia apariencia, esa totalidad o plenitud esencial nos parecerá ajena a nuestra experiencia cotidiana; será, efectivamente, algo «Otro» que situaremos en un «más allá». Cuando despertamos a la realidad de esa única Vida, y comprendemos que es Ella nuestro verdadero Yo — lo que es, piensa, quiere y actúa en nosotros—, ese supuesto «Otro» se nos revela como lo más propio, y como la verdad y la realidad íntima de todo «aquí» y de todo «ahora». No estamos arrojados a la vida, a la existencia. Somos ex­presiones de la Vida, estamos siendo sostenidos por Ella.

Un océano único de Inteligencia

Decimos habitualmente: «Yo, Fulano, respiro». Pero ¿es realmente así? ¿Cada inspiración o cada espiración que realizamos es un acto consciente, fruto de nuestra capacidad de auto-determinación? Evidentemente, no. Entonces, ¿quién es ese yo que respira en nosotros? Decimos: «Yo (agréguese un nombre propio) pienso y hablo». Pero ¿estamos seguros? ¿Elegimos cada pensamiento que tenemos? Cuando hablamos, ¿elegimos conscientemente cada palabra que sale de nuestra boca?... Parece que no. Entonces, ¿de dónde surge ese pensamiento? ¿Quién es ese yo que piensa cuando decimos «yo pienso»? ¿Cuál es el origen de nuestras palabras?

Ese Yo es la Vida que anima todo lo que vive, desde la brizna de hierba más insignificante hasta la estrella más conspicua. Es la Inteligencia que hace que todo sea lo que es y llegue a ser lo que está destinado a ser. Ese Yo es mucho más amplio que lo que ordinariamente entendemos por yo: un yo particular que tiene nombre propio; aunque esto no es óbice para que este último crea habitualmente ser sujeto exclusivo de lo que él denomina «su» pensamiento y «su» acción. Pero este yo superficial no equivale al misterioso Yo que respira en nosotros, que piensa en nosotros, que vive en nosotros, que actúa en nosotros, sin necesidad de que nuestro yo particular tenga plena autoría sobre ello.

Ahora bien, ante esto tendemos a pensar que, efectivamente, nuestro yo con nombre propio sí es el responsable de nuestro pensar, hablar, sentir o actuar. Pero ¿es esto así? Volvamos a la reflexión anterior: ¿Elegimos conscientemente cada pensamiento que tenemos y cada palabra que pronunciamos? ¿Elegimos querer lo que queremos o anhelar lo que anhelamos?... Una observación detenida y libre de prejuicios nos puede ayudar a vislumbrar que todo nuestro obrar, externo e interno, es una actividad espontánea que sucede a través de nosotros, pero no en virtud de nosotros; que podemos libremente dirigir u orientar, pero no originar; una actividad, en definitiva, que tiene un origen impersonal, si bien, el filtro que es nuestro organismo, nuestra estructura psicofísica particular, dota a ese pensamiento, a esa acción, etc., de rasgos idiosincrásicos y personales.

Todo lo que sucede es expresión de una única acción, la de la Vida. El mundo natural expresa ineludiblemente ese único obrar. Es el Tao el que hace que el capullo se abra en flor, que el polluelo quiebre el cascarón en el momento justo, que el sol complete su ciclo cada día; ellos no han de hacer nada por sí mismos para lograr tal cosa. Ahora bien, el ser humano, puesto que es auto-consciente, no se limita a ser cauce de la acción del Tao, sino que puede saber de Éste y puede saberse partícipe de esa actividad espontánea de la Vida — que sucede a través del individuo, pero no en virtud de él—. Puede encauzarla, respetarla, apoyarla, o bien resistirse a ella y distorsionarla, pero no crearla ni originarla.

El surfista se mueve gracias al impulso del mar y a su favor; la energía que lo moviliza no es suya, sino de la ola que él «cabalga». Pero no por ello es pasivo; todo lo contrario, «se deja llevar» en la misma medida en que se mantiene máximamente lúcido, en un estado de vigilancia o atención plena. Sólo el respeto activo — consciente, atento— al flujo «inteligente» de la ola, le hace posible cabalgarla. Un respeto pasivo no sería tal respeto, sino una resistencia. El surfista pasivo no es el más dócil, pues se resiste a dejarse llevar. Análogamente, el yo particular es un colaborador, por ser auto-consciente, pero no un hacedor. Es un cauce, pero no un origen. Es un cocreador, pero no un creador. En la medida en que el individuo no crea, es pasivo; en la medida en que esa creación sólo puede expresarse plenamente a través de él si se mantiene vigilante, es máximamente activo.

Pero ¿por qué la sensación de ser el hacedor último, no un co-creador, sino un creador, es algo tan arraigado en el yo superficial? El ser humano, como acabamos de señalar, frente a las demás realidades naturales, tiene la peculiaridad de ser auto-consciente, de poder saber de sí y de reflexionar sobre sí. Por eso, cuando surge un pensamiento (emoción, impulso, etc.) en el ámbito de su conciencia, sabe que ese pensamiento ha surgido. Este movimiento circular de la reflexión es la «grieta» por la que se cuela el yo superficial para apropiarse de lo que ha sucedido espontáneamente. El yo superficial, a posteriori, dice: «Yo pienso», «yo siento», «yo quiero» ...; se apropia de cada acción, pensamiento, sentimiento, deseo... Pero no es él el agente, autor o responsable último de todo ello, aunque así lo crea. Comenzamos a vislumbrar qué quiere expresar la sabiduría cuando afirma que hay una única Vida, una única Inteligencia, una única Voluntad, un único Yo, que se manifiesta en todo y a través de todo, también en lo que tendemos a concebir como nuestro pensamiento particular y nuestra voluntad independiente y autónoma. Todo es la expresión inequívoca de esa Inteligencia. El hombre, a diferencia de otras manifestaciones de la vida — mineral, animal, vegetal...—, no se limita a ser una expresión de la Razón única. Tiene la capacidad, además, de ser conscientemente uno con Ella. Puede saberse partícipe en la danza de la Vida. Pero no puede disociarse de Ésta, aunque así lo crea.

Todo está vivo. Todo es Mente

Hay una única Inteligencia —nos enseña la sabiduría—, de la cual nuestra inteligencia particular es expresión. El Tao, el Logos, no es una energía o fuerza ciega, es Vida y es Inteligencia. En otras palabras, no hay nada inconsciente o muerto. Todo está vivo; todo es inteligente.

La Inteligencia o Conciencia única se manifiesta en los reinos no humanos —en el mundo animal, vegetal y mineral— de una forma inferior, jerárquicamente, al modo en que se manifiesta en el ser humano, pues, como acabamos de señalar, sólo el hombre es auto-consciente. Es esta diferencia jerárquica la que nos lleva a calificar al mundo natural — muy en particular, al mundo vegetal y mineral— de no-inteligente o de inconsciente. Pero en realidad, la Inteligencia y la Conciencia no son una manifestación particular dentro del cosmos cuya «sede» sea el hombre, sino el entramado y la sustancia misma del universo. No son un producto tardío de la evolución del cosmos — aunque sí lo sean la inteligencia y auto-conciencia específicas del homo sapiens— sino su mismo origen, naturaleza y sustrato, pues…

El Tao es Inteligencia y Vida. Es Logos o Razón, afirmaba la Grecia antigua. Es Mente viviente, sostiene la enseñanza hermética. Es Conciencia, nos dice el pensamiento de la India. De aquí la metáfora unánimemente presente en todas estas tradiciones: lo que llamamos mundo es algo así como un pensamiento del Todo, un sueño de Brahmán, una ideación de la Mente universal. Sin esa Mente, sin la Conciencia única, ese «pensamiento» — el mundo— no sería. La sustancia de ese «pensamiento» que llamamos «mundo» es la Mente única que lo piensa.

Fuente: M. CAVALLÉ: La sabiduría recobrada


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