EL HOLOCAUSTO
POLÍTICA
Y POLÉMICA EN TORNO AL HOLOCAUSTO
Las generaciones
que han vivido inmediatamente después de la II Guerra Mundial
han sabido, todavía de manera directa y erizada, de la magnitud
monstruosa del Holocausto. Las que hoy viven, en cambio, comienzan a
olvidarlo. A pesar de los intentos de refrescar una memoria amarga (en
el cine, en la literatura, la televisión o la prensa); a
pesar de reflexiones varias sobre el racismo y la xenofobia y de
actuaciones políticas y ciudadanas contra ellos; a pesar de
alguna que otra voz alarmada sobre la existencia en nuestros
días de campos de concentración, el Holocausto les parece
a muchos de nuestros contemporáneos muy lejano. Hay no obstante,
frecuentísimos cursos regulares sobre la persecución y el
exterminio judío (distintos a los cursos de Historia general)
en la mayoría de las universidades americanas y en algunas
europeas, más una intensa y esforzada cantidad de libros que
vuelven una y otra vez sobre el horror desencadenado bajo Hitler,
tratando - al explicarlo- de evitar su retorno.
Pero lo cierto es que la propia inmensidad de
la tragedia causada por los nazis ha facilitado la incredulidad o la
banalización, cuando no la indiferencia, y, hasta incluso, de
manera tan incomprensible como odiosa, la justificación moral
del genocidio. Sabido es que, desde no hace mucho, prospera la
negación rotunda de ese exterminio masivo y criminal por parte
de algunos historiadores que dicen avalar con métodos
científicos su reinterpretación de los hechos. (Las
llamadas escuelas revisionistas, a pesar de lo que pudiera creerse por
la burda entidad de sus mistificaciones y la endeblez de sus
argumentos, gozan de adeptos).
Mientras duró la creencia generalizada
en el progreso, el Holocausto se consideró por la mayoría
de los observadores como una interrupción nefasta del curso de
la historia, como una especie de execrencia cancerosa surgida en el
cuerpo de la sociedad civil, una locura momentánea en un marco
político occidental que, en general, era bastante
democrático y gozaba de una salud satisfactoria, un espacio
privilegiado en el que la igualdad de derechos entre los individuos era
reconocida como un derecho. La tragedia, que había sacudido de
manera muy especial a los judíos, movía a
compasión, también, a los que no lo eran. Se olvidaba,
sin embargo, por lo general, que ese mismo horror colectivo lo
habían padecido también gitanos, eslavos, comunistas y
homosexuales. Que el exterminio colectivo, aunque en proporciones
menores, había alcanzado mas allá de los hijos de
Sión...
UNA
POLÉMICA ABIERTA
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Los propios
judíos han tendido a representar también el Holocausto
como un asunto interno de su propio pueblo, sino de su exclusiva
competencia, como una peripecia criminal que es decisiva para su
historia interna y solo a ella vincula en desafío perpetuo,
inolvidable. Al pueblo judío habría afectado intensamente
- varios millones de muertos- el genocidio, y a él
correspondería tanto la reparación como la venganza.
Mucho se ha discutido no obstante a este propósito, pero
todavía no se haya dicho posiblemente la última palabra:
Cristianizar el Holocausto, se argumenta por los más radicales,
conduce a diluir su significado real - aquel agravio inconmensurable
al pueblo hebreo- en un conglomerado indiferente, el ámbito
difuso de la humanidad, lleva a desvanecer -voluntariamente- culpas y
responsables.
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El estado de Israel
intentó, por su parte, utilizar el recuerdo de la tragedia como
garantía de su supervivencia, como razón de su
legitimidad política y, casi también, como excusa y pago
por adelantado para sus futuros atropellos. Y eso contribuyó
también a dar a la experiencia concentracionaria nazi, en la
memoria de los supervivientes tanto como en la de la mayoría de
los historiadores, una peculiar naturaleza hebrea, un aire
inconfundiblemente étnico y religioso, nacional en fin.
No todos los supervivientes, judíos
incluso, se oponen sin embargo, a un reconocimiento extenso del
territorio amplio, de los grupos sociales variados, a los que
afectó el horror. Yehuda Elkana, un importante historiador de la
ciencia que entró a los diez años en Auschwitz,
levantó polémica en 1988 al proponer en un
periódico israelí - Ha'retz -, y en lengua
hebrea, empezar a olvidar: la historia y la memoria
-escribió- son parte inseparable de cualquier cultura, pero el
pasado ni es ni debe convertirse en el elemento determinante del futuro
de una sociedad y un pueblo. Sin embargo, ese olvido, predicado por
el hebreo Elkana, no parece ser el de que aquello no deberá
suceder nunca más, sino de modo bien distinto, el más
estrecho y circular de que eso no vuelva a sucedernos a nosotros...
Hay otros autores (como Zygmunt Bauman)
que, desde la sociología, prefieren por su pensar - y
argumentar - que el Holocausto fue un producto previsible de nuestra
sociedad racional moderna, un espanto burocrático pensado
y ejecutado en la culminación del desarrollo cultural humano,
un desarrollo sólo comprensible en medio del proceso de
civilización occidental. Es decir, que aquella aberración
suscitada por la barbarie nazi, ha de ser entendida como un
fenómeno típicamente moderno, incomprensible fuera del
contexto de las conquistas técnicas y de la mentalidad
cientifista. Por lo mismo sería, todavía, algo posible,
por desdicha en la sociedad avanzada y tecnológicamente ritual
en la que nos movemos. Al contrario de lo que pudiera parecer, esta
reubicación de una página oscura -sin parangón
amarga- de la historia Europea del siglo XX, no diluye en
ningún sentido la memoria viva del Holocausto. La actualiza y la
exige mas aún, trayéndola al presente sin posibilidad de
absolución alguna. Y convirtiéndola, para los confiados y
los incrédulos, sobre todo, en aviso alarmante de futuro, en
poderoso antídoto contra cualquier especie de inercia moral,
contra toda indiferencia política.
Pero, ¿qué fue exactamente del
Holocausto? ¿Que quedo concernido en el ámbito del
Universo concentracionario nazi?
LAS
CIFRAS INCONFESABLES
El
más prestigioso biógrafo de Hitler e historiador
del III Reich, Alan Bullock, en su obra Hitler y Stalin, vidas
paralelas, publicada en Londres en 1991, eleva a 18 millones las
víctimas del terror nazi. En esta cifra se incluirían los
civiles muertos en los bombardeos, en los ataques contra los
ciudadanos, en las represalias contra las acciones guerrilleras, en las
persecuciones étnicas contra judíos y gitanos, en el
agotamiento hasta la muerte de poblaciones deportadas y prisioneros de
guerra. Aunque las cifras siguientes son solo orientativas, dan una
idea clara del inmenso crimen nazi.
|
Unión Soviética |
7.500.000 |
Polonia |
5.000.000 |
Yugoslavia |
1.500.000 |
Francia |
300.000 |
Hungría |
250.000 |
Benelux |
150.000 |
Checoslovaquia |
110.000 |
Grecia |
100.000 |
Italia |
70.000 |
Reino Unido |
60.000 |
Alemania |
2.000.000 |
EL
UNIVERSO CONCENTRACIONARIO NAZI
Ana Frank, la autora
adolescente de un Diario que dio la Vuelta al mundo cuando su padre
Otto, tras escapar del campo de concentración y de la muerte,
decidió publicarlos en 1947, había desaparecido en uno de
aquellos campos de horror, Bergen-Belsen, entre finales de
febrero y principios de marzo de 1945. Hace ahora de esto poco
más de cincuenta años.
Ana
era judía, vivía en Amsterdam, a donde se habían
trasladado sus padres desde Alemania, y tenía sólo trece
años cuando, huyendo de las tropas de Hitler que
habían invadido el país, se refugió (junio de
1942) junto con su familia y otras personas en una buhardilla
contigua al lugar donde trabajaba su padre, comerciante. Allí
descubrió y anotó muchas cosas, cosas que antes
quizá no había siquiera sospechado a propósito de
si misma y de quienes la rodeaban, y quiso convertirse en escritora -
publicar su Diario- el día en que llegara la paz.
Había oído al ministro de Educación
Holandés en el exilio, por la radio, decir que ello
serviría a otros muchos, para no repetir tanta desgracia, para
no ceder a la barbarie. Algo después de que se cumplieran dos
años del encierro, sin embargo, a principios de agosto de 1944,
todos los ocupantes de la casa de atrás, Ana incluida, fueron
detenidos por las SS hitlerianas y por la Policía Verde
holandesa, conjuntamente, quizá después de que
algún vecino hubiera denunciado a los refugiados.
Tras
pasar por varias estaciones para detenidos políticos en la misma
Holanda, los Frank y sus amigos fueron deportados hacia el Este, en los
últimos trenes que salieron a principios de septiembre en
dirección a Auschwitz, en Polonia. De allí en adelante
sufrirían destinos distintos. Ana, deportada a finales de
octubre a Bergen-Belsen, al norte de Alemania, sucumbió en la
epidemia de tifus declarada en el campo poco después de que
muriera su hermana Margot, y a lo sumo, sólo mes y medio antes
de que las tropas inglesas entraran en el campo liberando a los
supervivientes. Los restos de las dos yacen, seguramente, en la fosa
común. Su padre, que por el contrario no había sido
trasladado a Auschwitz, iba a ser, de todos los personajes que Ana
Frank recrea en su Diario, el único en vivir para dar
testimonio.
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