Te llaman del pueblo...
¿Diga?.
Soy la Manola. Llamo desde
Benatae.
¿Cómo está tu madre?.
Supongo que bien. Hace
días
que no tengo noticias. ¿Por qué lo preguntas?
¿Cómo? ¿No
lo sabes? Vino una ambulancia la otra noche y se la llevaron a
Úbeda.
Conseguí el teléfono del hospital, llamé, y me dijeron que ingresó en urgencias por peritonitis, y que llevaba allí tres días.
¿Mamá?
¿Cómo
estás?
Con dolor... No se atreven a
operarme,
porque ya estoy muy vieja. Me están dando antibióticos.
¿Por qué no me
avisaste?
Porque no quería
molestarte...
¡Por favor...!
¿Vendrás?
He hablado con Maximino y Pilar.
Pasado mañana irán al pueblo, para pasar allí las
fiestas de san Ginés. Iré con ellos.
Salimos
de madrugada. Maximino condujo más de mil kilómetros de
un
tirón.
A media tarde llegamos a Úbeda. Ciudad monumental, colgada en
la ladera de un cerro, como una isla en un mar de olivos.
Encontré a mi madre delgada y pálida, muy
débil.
Convence a tu padre para que se
vaya con Maximino. Lleva aquí cinco días sin salir, sin
cambiarse,
sin quitarse la pierna ortopédica... Ayer quedó una cama
libre y las enfermeras se la prepararon para que pudiese dormir
estirado.
Les daba pena.
Me quedé esa noche, y el día siguiente, y la semana
siguiente...
Maximino hacía cada día el viaje de ida y vuelta desde
Benatae, que está a más de cien kilómetros.
Solía
venir con su mujer, Pilar, y con mi padre.
Compartíamos la habitación con otra enferma. Le
dieron
de alta, y poco después trajeron a Carmen. Durante el día
recibía muchas visitas, pero por las noches nadie se quedaba a
acompañarla.
Mi madre pasaba largos ratos sentaba, cerca de la ventana, y
conversábamos
horas y horas. Se le secaban los labios, porque no podía tomar
ni
un sorbo de agua, pero seguía contándome infinidad de
cosas.
Me daba instrucciones:
Cuando tu padre y yo faltemos...
Se detuvo y bajó la cabeza:
Este dolor aquí... no se
va. Ayúdame a acostarme.
Los santos, ante el dolor, se
alegran
de compartir un poquito de la cruz de Jesús.
Yo no soy fuerte... Me da miedo
el dolor... Ahora, echa la manta por encima. Así, gracias...
Me gusta oírles
hablar...
intervino Carmen ver
cómo
le mima su hijo.
¿Usted no tiene hijos?
¡Ay...! No. Me quedé
viuda bastante joven...
Les
dejé conversando. Subí a la capilla y, a la vuelta, nada
más sentarme, mi madre me dijo:
¿Sabes? Carmen tiene mucha
devoción a san Josemaría. ¿Tienes alguna estampa
para
regalarle?
¡Oh, lo siento! Aquí
no tengo ninguna, pero se la conseguiré, no se preocupe.
Y también le tengo mucha
devoción a la Virgen de Guadalupe...
San
Josemaría era muy devoto de esa advocación de la
Madre
de Dios. ¿Conoce la historia de su imagen
milagrosa?
Nooo...
Me acerqué a la cabecera de la cama y le expliqué
con
detalle las apariciones en el cerro Tepeyac,
la
incredulidad del obispo, las rosas que la Virgen entregó como
prueba
a Juan Diego, en pleno invierno, y la imagen que quedó grabada
en
su poncho. También le conté que, en un viaje a
Méjico,
san Josemaría se fijó en un cuadro que representaba al
indio
Juan Diego recibiendo las rosas en la tilma, y dijo:
Cuando muera, me gustaría
que la Virgen me diera un beso y me regalase una flor.
Pasó la enfermera repartiendo pastillas:
El Orfidal debajo de la
lengua, Josefina. Así le hará efecto más deprisa y
se dormirá.
Ay... si el dolor no me deja
dormir.
Por eso no me la tomo, pensé. Es mi secreto para estar bien
despierto.
¿De qué sirve un centinela dormido?.
Pasaron las horas. Carmen resoplaba, pero mamá estaba
silenciosa.
Doblaba las piernas, las volvía a estirar...
De repente, se agitó:
Ay... ¡Ah!
¡Mamá!,
¿qué
pasa?
No me duele... ¡No me duele
nada! ¡Dios mío!
Se sentó en la cama, y dijo:
Estoy curada. Lo noto. No me
duele
ni la espalda.
¡Gracias a Dios!
Me dormí rezando a san
Josemaría....
Por
las mañanas, durante la visita de los médicos,
aprovechaba
para pasear un rato.
¡Cómo calienta el sol de agosto, en Andalucía!
El día antes de acabar el tratamiento con antibióticos,
me fijé en unos rosales con casi todas las flores marchitas.
Aún
quedaba una que estaba en todo su esplendor: con el corazón
amarillo
y orlada de rojo, como le gustan a mi madre. Se la llevé.
No sabes la ilusión que
me
hace. No sólo por la flor, que es muy bonita, sino por lo que le
contaste a Carmen. Es como si fuese... un regalo del cielo.
Una ambulancia nos llevó a Benatae, surcando el mar de olivos.
Mi madre contemplaba sonriente el paisaje, con la rosa en la mano,
apoyada
sobre el pecho. Al llegar a casa, me la devolvió y la puse a los
pies de una imagen de la Virgen.
Tuvimos que esperar unas horas el taxi que nos había de llevar
hasta Barcelona.
Voy a dar una vuelta por la
Solana.
¿Con el sol que hace?
Quiero comprobar si desde
allí
tengo cobertura, para avisar que volvemos. De paso, veré si
encuentro
algún pedrusco interesante. ¿Por dónde cayó
el meteorito?
Por allí, detrás
de la Cooperativa del aceite...
Como
suele ocurrir cuando uno regresa después de muchos años a
los lugares que visitó de niño, todo me parecía
mucho
más pequeño, más cercano.
Observé que seguían creciendo matas de regaliz en la
bajada al barranco. Arranqué una y vagué entre las
higueras
y los olivos, mordisqueando la raíz del regaliz. Algunas parras
trepaban por los ribazos, ofreciendo sus racimos saturados de
azúcar.
Parecían de pasas, más que de uvas.
La ladera estaba totalmente recubierta de piedras, millones y millones
de piedras. Al pie de cada olivo las habían apartado para
facilitar
la recolección de las aceitunas, amontonándolas en un
gran
círculo alrededor. Buscaba alguna que fuese algo más
oscura,
pesada, o con marcas de fusión, pero pronto me di cuenta de que
el agua y los años lo habían pintado todo del mismo color
ocre.
Empezaba a perder la esperanza cuando me fijé en una de aspecto
algo distinto, al borde de un camino. La recogí y la lance
contra
el suelo. Estalló en varios fragmentos. Recogí el
más
cercano y comprobé que parecía carbón
grisáceo,
como el que suelen regalar por estas fiestas a los niños que se
han portado mal. Contenía unas bolitas que se desprendían
con facilidad. ¡Era una condrita
primitiva!
Un regalo caído del cielo...