Transformar el
destino en diseño
Xavier RUBERT de VENTÓS
Queríamos meter el mundo en
un puño al tiempo que empuñábamos nuestro
propio destino. Deseábamos reducir el imperio de
la Necesidad ampliando el de la Libertad: transformar el
Futuro en Proyecto, el Destino en Diseño. Aspirábamos
a salir de lo ineluctable para alcanzar lo posible: "Sed
razonables, pedid lo imposible", rezaba aquel eslogan
del sesenta y ocho, tan propio de adolescentes que no quieren
dejar de serlo.
Todo esto deseábamos, es cierto,
o por lo menos creíamos desearlo. Pero ya de nuestro
inmediato pasado nos llegaban dos inquietantes advertencias
al respecto.
Una decía: Vigilad lo que
deseáis... porque lo vais a conseguir -nueva versión
de la Sátira X de Juvenal ("cuando los dioses
te quieren perder se limitan a atender tus ruegos"),
que recoge luego Santa Teresa, y de ella Truman Capote ("se
derramarán más lágrimas por las plegarias
atendidas que por las no atendidas...") y sobre la
que ya Oscar Wilde dijo la última palabra: "una
plegaria atendida ya no es una plegaria: es correspondencia".
La otra advertencia dice así:
"La desgracia del hombre jamás proviene del
hecho de no ser dueño de su destino; este dominio,
por el contrario, es lo que le haría absolutamente
desgraciado.
El significado de estas profecías,
que pudo parecer críptico, se ha hecho hoy más
claro que el agua. Apenas comenzamos ahora a empuñar
la antorcha de nuestro destino biográfico o cósmico,
y lo primero que sentimos es que nos quema la mano, que
no sabemos cómo desprendernos de ella. En efecto,
muchas cosas que estaban desde siempre en manos de Dios
están y estarán cada vez más en manos
del hombre. Dios nos daba los hijos y se llevaba a nuestros
abuelos. Hoy vamos teniendo que decidir sobre el sexo de
nuestros hijos o sobre la desconexión de nuestros
ancianos antes de que su cura se transforme en innecesaria
tortura. Y ello es así, por mucho que tratemos de
sacarnos las pulgas de encima pidiendo que sea la Naturaleza
o la Ciencia, o el Especialista o cualquier otro Dios de
ocasión quien tome tales decisiones.
Yahvé había creado
el mundo y luego la selección natural se había
encargado de fabricar las distintas especies. Pero hoy esta
selección natural va mutándose en cultivo
artificial. El propio destino del mundo está en nuestras
manos, de modo que podemos aniquilarlo a discreción:
bien rápidamente, con bombas, o más parsimoniosamente,
con la contaminación. De espectadores pasamos a ser
autores. Nuestra cosmovisión de criaturas va transformándose
en cosmodecisión de creadores. Y la necesidad de
ejercer esta responsabilidad no va a darnos respiro cuando
lo que hoy es tecnología punta se banalice definitivamente.
Necesidad, por ejemplo, de decidir si nos reproducimos sexualmente
o por partogénesis; sobre el grado de diversidad
biológica o genérica que deseamos mantener;
sobre el derecho que tiene una familia pobre a vender un
hijo -o un padre a vender un riñón- para dar
de comer al resto de la familia, etc.
Ésta es, pues, la cuestión.
Si la sexualidad pasa un día a ser una forma de reproducción
optativa, si los varones son entonces dispensables (como
ya lo son en un 85%) y si todas las especies resultan manifiestamente
mejorables gracias a la clonación, los cruces genéticos
y a la estabilidad mitótica de los cromosomas artificiales,
¿cuánto sexo, cuántos varones, cuántas
especies optaremos por conservar?; ¿y quiénes
van a ser, entre nosotros, los encargados de decidirlo?
Hasta ahora Dios y las mutaciones adaptativas habían
hecho el trabajo: hoy nos han pasado las herramientas.
No, no estamos todavía aquí.
Pero los primeros atisbos de este horizonte han provocado
ya una cascada de denuncias entre líricas y apocalípticas:
"no la toquéis, que así es la vida".
Por donde se ve que no es verdad que quisiéramos
hacer de nuestro destino nuestra obra; más bien deseábamos
no poder, para permitirnos desearlo impunemente.
De ahí que apenas nos vemos
con ese poder en las manos corramos a decir que "no
estamos preparados", que "no se nos puede dejar
solos". Que Dios o el azar podrán no estar muy
bien, pero que peor y más peligroso es mi vecino,
o el mercado, o el Estado o incluso el tener que hacerme
yo corresponsable de la horrible carnicería en la
que andamos metidos, y que encima la tele me obliga a presenciar.
Poder hacerse una réplica
o clon de uno mismo, educado a su vez por uno mismo (o una
réplica del padre de uno, a la que se encargue de
devolverle la educación recibida), eso es algo que
no se afronta (y menos se soluciona) limitándonos
a prohibirlo o a denunciarlo como un atentado a la dignidad
humana -o como una perversa paradoja por la que fabricamos
entropía a fuerza de información y con la
que acabaremos creando réplicas sexuadas cuando la
sexualidad sea ya inútil. No es así como se
conjura aquello que responde a profundos y perversos deseos,
es decir, a deseos específicamente humanos como lo
son el de inmortalidad o el de venganza. Algo, además,
que va a cambiar la idea misma que de la identidad, del
derecho, o de la humanidad tenemos. De ahí que convenga
discutir sobre los abusos posibles, ciertamente, pero también
anticipar su previsible impacto sobre nuestros usos y creencias,
sobre nuestra autopercepción y nuestros "reflejos"
morales. Usos y reflejos formados todos ellos a lo largo
de un extenso período en el que, desde el neolítico,
la distinción entre lo dado y lo manejable, entre
lo que es natural y lo que es artificial, había aparecido
como relativamente inalterable.
La domesticación de plantas
y animales provocó en el neolítico el primer
gran "despegue" histórico, con el paso
de la cueva a la cabaña, de la trashumancia al asentamiento,
de la piel al lino, de la piedra a la cerámica (que
permite la cocción de los alimentos, la reducción
de la mandíbula y la ampliación del área
craneal), de la horda a la tribu, del alimento ocasional
al horario y la dieta fija, de la carroña a la incineración
y el culto a los muertos. Hombres y dioses cambiaban de
piel y poco hubiera servido entonces una ley "antineolítica"
que tratase de mantener los viejos hábitos o creencias.
Una ley que prohibiera, por ejemplo, la reutilización
de semillas ya cultivadas o el volumen de la cabaña
estabulada.
Pero algo parecido es lo que proponen
hoy muchos filósofos o legisladores ante ese nuevo
neolítico (más propiamente "neogénico")
que se nos avecina, y en el que el mismo patrimonio genético
pasará a estar en nuestras manos. Hemos penetrado
el núcleo del átomo y estamos penetrando en
el núcleo de la vida. Nos creíamos instalados
en el asiento trasero de nuestra identidad cósmica
o biológica y ahora resulta que nos encontramos al
volante. ¡Qué susto, Dios mío!
Poco nos vale ya pedir que nos siga
conduciendo Dios o el Destino: un nuevo, inmenso territorio
se desprende del reino del azar y entra en el de la moralidad.
Incluso los grados y formas de aleatoriedad habrá
ahora que programarlos. Somos cautivos de nuestra propia
competencia por la que recreamos aquello que sólo
que queríamos representar, o transgredimos el orden
natural que sólo pretendíamos reparar. Los
que puedan permitirse corregir los defectos de su genoma
y modificar su carga genética tenderán probablemente
a constituirse en una nueva casta privilegiada (new breed),
con una mayor calidad y esperanza de vida, "y con tendencias
probablemente endogámicas" (J. Harris, L.M.
Silva). Habrá que rehacer sin duda el concepto mismo
de vida humana y de persona, tortuosamente reconstruidos,
hasta ahora con un discurso legal-médico-religioso-científico
que no contaba con estas posibilidades. Ahora bien, responder
a todo ello haciéndole ascos a las réplicas
humanas o a los "nuevos modelos" de vida, no es
sino un síntoma de nuestro miedo a la libertad y
nuestra búsqueda de la inocencia perdida. Es haber
desoído las advertencias de Santa Teresa, de Wilde
y de Kierkegaard para seguir porfiando con hombrecitos que
juegan a Superman porque no se atreven a imitar a Proteo.
Es no creer a la humanidad capaz de asumir su propio poder.
¿Pero dónde queda entonces el Proyecto Ilustrado
que aquí, precisamente aquí, debería
mostrar su decisión y su temple? ¿O es que
desde siempre sabíamos que tal proyecto no era más
que eso: una "ilustración" recreativa y
marginal en la gran Enciclopedia de nuestras tan queridas
como cultivadas incompetencias?
Yo, por mi parte, sólo desearía
llegar a tiempo para clonarme y llegar a ser el hermano
menor de mis hijos. Ésta es la más espontánea
y cándida de mis aspiraciones: una trascendencia
"a este lado del paraíso". Y seguro que
algún nieto mío tendrá la misma aspiración.
Sólo que él se verá obligado a decidir
lo que yo sólo puedo fantasear.
FRAGMENTO DE: "DIOS ENTRE OTROS INCONVENIENTES"
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