El hombre como argumento
[Cap. 1 º]
"El método filosófico en Antropología"
Miguel MOREY (Barcelona, 1950)
Si intentáramos determinar
algo mejor la cuestión de qué es lo que convierte
en filosófica a una antropologia, atendiendo a la
materialidad textual de lo que se nos presenta bajo tal
nombre, podrían establecerse tres estrategias generales
como las que, de hecho, más frecuentemente pretenden
ser las idóneas para tal fin.
Una primera estrategia haría
reposar el carácter de filosófica en su nivel
de generalidad -la AF sería tal en tanto que espacio
de encuentro interdisciplinar y superficie integradora de
las verdades (parciales) de las diferentes disciplinas antropológicas,
o del conjunto de las ciencias humanas. E. Morin parece
querer llevar esta tendencia hasta su consumación
paródica cuando afirma (1960): "En la actualidad,
la antropología no puede prescindir de una reflexión
sobre:
1.- El principio einsteniano de la
relatividad
2.- El principio de indeterminación de Heisemberg
3.- El descubrimiento de la "antimateria" desde
el antielectron (1932) hasta el antineutrón (1956)
4.- La cibernética, la teoría de la información
5.- La química biológica
6.- El concepto de realidad".
Sin llegar a extremos tales, parece
sin embargo que es un criterio como éste el que guía
las particiones en las que suele escindirse la AF en buena
parte de los manuales universitarios -para los que la AF
se resuelve en una antropología biológica
o física, más una antropología social
o cultural, más una antropología que podríamos
denominar "simbólica" (en un sentido próximo
al de Cassirer); o, y según las preferencias, en
una "Psicología", una "Sociología"
y una parte dogmática o especulativa, con el aderezo
(inicial o final) de una reflexión sobre las diferentes
teorías filosóficas acerca de lo humano, consideradas
por el autor como pertinentes. Textos como los de I. Farré
(1968), J.F. Doncel (1969), o Lorite Mena (1982), pueden
ser considerados, a despecho de su diferente orientación
y del muy dispar valor de sus resultados, claros ejemplos,
en nuestra bibliografía en lengua castellana, de
esta tendencia. Y sin duda, los trabajos de la escuela de
la Neue Anthropologie (H.G. Gadamer y P. Vogler, 1976) o
los de Morin y Piattelli-Palmarini (1974), constituirían
la muestra más lograda de esta dirección.
Una segunda estrategia buscaría
también el apoyo en la ciencia para su instauración
como filosófica -o en discursos y doctrinas con pretensiones
científicas. Pero en este caso no se perseguiría
tanto el beneficio de la interdisciplinariedad cuanto una
profundización en la cuestión de lo humano,
a partir del compromiso de la reflexión con una perspectiva,
(presuntamente) científica, considerada como vía
de acceso privilegiada. En buena medida, su tarea consistiría
en exteriorizar y articular en sistema los contenidos antropológicos
implícitos o supuestos en una determinada estrategia
de conocimiento de la naturaleza humana -responder a la
pregunta por el sentido o la esencia de lo humano tomando
como dato aquello que desde una doctrina se establece como
la ley general de su funcionamiento. La antropología
biologista (Gehlen, Morin), marxista (Heller, Markus), psicoanalítica
(Mendel, Durand) o freudomarxista (Fromm, Marcuse) podrían
ser considerados como ejemplos eminentes de esta tendencia.
Finalmente, la última vía
sería aquella que afirma que una antropología
es filosófica en la medida en que utiliza un método
y/o unos contenidos filosóficos. Esta toma de posición,
siendo seguramente la más noble, es con todo la más
ambigua, ya que permite, con una escasa exigencia de abalizamiento
conceptual, una multiplicidad de recorridos posibles, según
lo que se entienda por método filosófico y
cuales de entre las diferentes doctrinas filosóficas
se consideran relevantes (es decir, y en ambos casos, dependerá
de la tradición filosófica de que se reclame).
Así cabría tanto una antropología hermenéutica
(Coreth), como analítica (Kamlah), lingüística
(Lipps) o positivista lógica (Ayer) -todas ellas
esbozadas o construidas de acuerdo a un método filosófico
reputado. Como cabrá también operar con la
tradición filosófica como la tendencia anterior
lo hacía con la ciencia: exteriorizando y articulando
en sistema los contenidos antropológicos desde una
determinada doctrina filosófica: desde los griegos
(Nicol) hasta Ortega (marías) -o desde una determinada
doctrina religiosa: judaismo (Buber), protestantismo (Pannenburg)
o catolicismo (Mounier). Como será posible, del mismo
modo, no ceñirse a una sola doctrina, sino analizar,
con voluntad ante todo descriptiva, las diferentes culturas
(Radhakrishnan y Raju). Como cabría también,
finalmente y por desgracia, el mero eclecticismo de sentencias
y doctrinas dispersas, al servicio, las más de las
veces, del escepticismo escolar.
Sin duda, indagar la fuerza y la
legitimidad de cada una de las tres grandes direcciones
que hemos propuesto requeriría un examen detallado
de los principales textos en los que éstas se manifiestan.
Y ello por una razón muy importante, cuanto menos:
hemos hablado de tendencias o estrategias generales, y con
ello quiere decirse que no se dan, en casi ningún
caso, en forma pura. Cumplida -sino que en los textos denominados
de AF, aun en los aducidos como ejemplo, se manifiesta una
tendencia como dominante, pero siempre con incursiones y
adherencias de otras posiciones. Sin embargo, si nos hemos
permitido esta comodidad ha sido con la esperanza de obtener
como beneficio la posibilidad de evaluar el sentido de las
pretensiones que guían los diferentes trabajos de
la AF -aunque deba posponerse al análisis de cada
uno de los textos concretos la evaluación de la fuerza
de sus resultados. A despecho de ello, es posible ya establecer
algunas reservas al modo como, desde las diferentes estrategias,
se intenta unificar en un discurso de estatuto filosófico
la reflexión sobre lo humano. Dichas reservas, a
nuestro entender, deberían seguir dos líneas
de cuestionamiento fundamentales: una pregunta por la legitimidad
del discurso producido desde cada una de las estrategias;
la otra cuestionaría la necesidad de dicho discurso
-y ambas interrogaciones se solicitarían mutuamente.
La primera pregunta que, simultáneamente
desde ambas direcciones, debería proponerse tendría
que ver con la relación de la AF con la(s) ciencia(s)
-y se dirigiría por igual a las dos primeras estrategias
reseñadas. Podríamos formularla sobre el trasfondo
de la cuestión philosophia ancilla scientiae, en
alguna de sus variantes -o desde la constatación
que nos ofrece la historia misma de la filosofía
del demasiado a menudo carácter de obstáculo
que las teorías y metáforas científicas
han ejercido en el pensar filosófico: el que son
siempre la parte más perecedera de los discursos
filosóficos. ¿Cómo acoger hoy los contenidos
científicos, tomados en su mayor parte de la biología,
aducidos y utilizados por Scheler -o los etnológicos
utilizados por Cassirer? Y sin embargo los textos de Scheler
o Cassirer siguen siendo válidos en muchos de sus
aspectos, filosóficamente hablando, a despecho de
la ingenuidad o la inadecuación de sus presuntos
créditos científicos. Obviamente hoy parece
difícilmente defendible la idea de una AF que girara
la espalda a todo saber positivo -un gesto tan altanero
podría condenar al silencio a la AF, en el concierto
de los discursos sabios (aun cuando hay ejemplos, y eminentes,
en esta dirección). Sin embargo, sí es criticable,
por mor de la filosofía, la utilización a-crítica
y exclusiva de la(s) ciencia(s) como base para una reflexión
sobre lo humano. Y creemos que se da la utilización
a-crítica de los contenidos científicos cuando
se importan fuera de su dominio específico y se presentan
como enunciados que puedan sentar (o a partir de los cuales
es posible sentar) un sentido de lo humano, y no la verdad
de un funcionamiento positivo -cuando se usan para arropar
una Idea del hombre. Se da utilización a-crítica
cuando se importa al dominio filosófico lo que al
hombre se dice en un dominio científico, olvidándose
todo protocolo de control respecto a este "se dice"
-poniéndolo como mero hecho sobre el que encaramarse
hacia una Idea del hombre, sin sospechar que si tal idea
se halla finalmente es porque ya estaba implícita
en los modos del decir del científico. Tomando como
referencia el marco biológico, podríamos preguntarnos:
¿Qué es el hombre: la cima de la evolución,
un modo desnudo, un depredador ecológico, un animal
insuficientemente fetalizado, deficitario...? F. Jacob (1982)
es rotundo al respecto: "No es a partir de la biología
que se puede formar una cierta idea del hombre. Es, al contrario,
a partir de una cierta idea del hombre que se puede utilizar
la biología al servicio de éste". Y,
por supuesto, lo que Jacob afirma de la biología
puede y debe extenderse, y en algunos casos con más
razón aún, al resto de los dominios con pretensiones
científicas.
Conviene recordar al respecto el
punto de partida de la reflexión antropológica
de Gehlen (1980), que, sin por ello asumirla en todo su
recorrido es singularmente esclarecedor: "El hecho
de que el hombre se entienda a sí mismo como imagen
de Dios o bien como un mono que ha tenido éxito,
establecerá una clara diferencia en su comportamiento
con relación a hechos reales. También en ambos
casos se oirán distintos tipos de mandatos dentro
de uno mismo". Y añade, tratando de caracterizar
eso que confiere al hombre su rasgo distintivo:
"[...] existe un ser vivo, una
de cuyas propiedades más importantes es la de tener
que adoptar una postura con respecto a sí mismo,
haciéndose necesaria una "imagen", una
fórmula de interpretación. Con respecto a
sí mismo significa: con respecto a los impulsos y
propiedades que percibe en sí mismo y también
con respecto a sus semejantes, los demás hombres,
ya que el modo de tratarlos dependerá de lo que piense
acerca de ellos y de lo que piense acerca de sí mismo.
Pero esto significa que el hombre "tiene que"
dar una interpretación de su ser y, partiendo de
ella, tomar una posición con respecto a sí
mismo y a los demás, cosa que no es fácil".
Todo lo que la AF se arriesga a solapar
mediante una utilización a-crítica y exclusiva
de las verdades de la(s) ciencia(s) queda netamente indicado
en esta toma de posición de Gehlen. Porque está
claro que tanto "hombre, hijo de Dios" como "hombre,
mono con suerte" son enunciados antropológicos
que toman su verosimilitud el uno de la teología
y el otro de la biología, pero de los cuales no puede
afirmarse que uno esté mejor fundado que otro en
cuanto a su pretensión de verdad -porque ni uno ni
otro tienen nada que ver con la verdad positiva y sí
con el sentido: son, frente a frente, dos Ideas de hombre:
dos modos de interpretarse uno mismo, de interpretar eso
que nos pasa en un ámbito de sentido. Es falso decir
que el enunciado "el hombre es un mono que ha tenido
éxito" es una verdad positiva, es un enunciado
de la biología -porque la biología, cuando
propone la teoría de la evolución, no dice
tal cosa, o si lo dice, no lo dice en tanto que biología,
sino bajo la forma de una criptoantropología.
Lo que ninguna forma de AF puede
obviar (ni debe intentar reducir, en tanto que filosofía)
es el hecho de que su objeto, el hombre, no sólo
es un "objeto de conocimiento", cuyo funcionamiento
positivo puede ser, en principio, conceptualizado en su
verdad, sino que también es (tiene que ser, nos dice
Gehlen, para ser hombre) un "sujeto de reconocimiento":
alguien que es tal porque se reconoce y reconoce a sus semejantes,
como semejantes, de un modo específico. Y que este
reconocimiento escapa al ámbito de la verdad positiva,
ya que pertenece, y por entero al ámbito del sentido:
tiene que ver con las Ideas que cada cual reconoce como
lo que se expresa tras el pasar de las cosas que (nos) pasan
-esas Ideas en las que y por las que nos reconocemos como
hombres.
El que la AF no pueda ni deba obviar
este aspecto querrá decir que debe considerar al
hombre no sólo como aquello que es objetivado por
unos saberes positivos, sino también como aquel ser
que, objetivando en derredor suyo un mundo (uno de cuyos
procedimientos eminentes de objetivación es la misma
ciencia, pero no el único como es bien sabido), se
hace sujeto: se expresa y se reconoce como tal. Y es precisamente
el descuido de este segundo aspecto lo que lleva a Bataille
(1970) a incriminar, por igual, las aproximaciones filosófica
y científica al dominio antropológico -reclamando
la primacía y la urgencia de una reflexión
sobre los modos de reconocimiento de nuestro sentido (antropología
mitológica) frente a los de conocimiento de nuestra
verdad (antropología científica): "La
filosofía ha sido, hasta hoy, al igual que la ciencia,
una expresión de subordinación humana y cuando
un hombre intenta representarse, no ya como un momento de
un proceso homogéneo -de un proceso necesitado y
lastimoso- sino como un desgarro nuevo en el interior de
una naturaleza desgarrada, no es en absoluto la fraseología
niveladora que brota del entendimiento lo que puede ayudarle:
no puede reconocerse ya en las cadenas degradantes de la
lógica, y se reconoce por el contrario -no sólo
con cólera sino en un tormento extático- en
la virulencia de sus fantasmas".
¿Puede una AF denominarse
tal y, a la vez, desestimar este nivel de sentido mediante
el que el hombre se reconoce como un "déchirement",
un "Einbruch" sobre la piel del ser, reduciendo
la experiencia de este reconocimiento a mero epifenómeno
de la verdad positiva de eso que el hombre es? Si bien es
cierto que una cuestión como ésta puede entenderse
como ampulosa y excesiva, a buen seguro que no lo parecerá
tanto la formulación que toma Kamlah (1976) como
punto de partida de su AF -y sin embargo apunta a la misma
clase de recelo: "Una teoría filosófica
completa y válida del hombre tiene que abarcar la
ética y [...] una de las fallas de la antropología
actual, demasiado ligada a la biología, es precisamente
la exclusión de la ética". ¿Puede
(debe) pensarse eso que es el hombre con exclusión
de toda pregunta por el sentido y el valor -puede (debe)
pensarse eso que es el hombre únicamente por recurso
a la(s) verdad(es) positiva(s)?
La segunda pregunta que podría
formularse sobre la legitimidad y la necesidad de las diferentes
estrategias que hoy se dan en el seno de la AF, alude a
otro problema -tiene que ver con una cuestión de
método, y afectaría, por igual a las AF de
corte científico interdisciplinar, como a aquellas
que se constituyen mediante el sincretismo de diversas doctrinas
filosóficas. Aquí, como allá, la cuestión
sería la misma: ¿en virtud de qué criterio
selectivo o principio integrador son considerados (más)
pertinentes (que cualquier otro) los enunciados que se aducen
como pasos de la reflexión? ¿Qué criterios
de coexistencia enunciativa legitiman las formas de coexistencia
y sucesión de enunciados y conceptos tomados de los
más diversos ámbitos de la filosofía
y el saber? En cada uno de los pasos de una reflexión
de este tipo, la misma duda siempre es posible: ¿por
qué precisamente aquí la biología y
no más bien la economía; por qué Nietzsche
y no Hegel; por qué la cosmovisión judeocristiana
y no la griega -que necesidad hay de dar este paso ahora
y en esta dirección, y no cualquier otro? Y aún:
¿al servicio de que "quod erat demostrandum"
se orienta todo el tránsito del discurso -al servicio
de qué supuesta Idea de eso que es el hombre que
actúa implícitamente como marco previo y estratégico
de cada uno de los pasos de un discurso meramente ilustrativo
de dicha Idea?
No se pretende decir aquí
que la interdisciplinariedad sea ilegítima, que no
sea legítimo recorrer, con la intención de
determinar la pregunta por el ser del hombre, la historia
entera del pensamiento filosófico. Pero sí
se intenta decir que, primero, si se utilizan sin cauciones
conceptos y enunciados fuera de su marco discursivo, no
dicen ni aluden a lo mismo -son proclives a un uso meramente
ideológico, en el sentido innoble del término.
Y segundo, que si se eligen conceptos y enunciados de diversos
dominios discursivos científicos y/o históricos,
sin un criterio rector explícito que guíe
su elección, se hace posible afirmar, con "autoridad(es)",
cualquier cosa.
Abramos la primera página
de un libro de texto (Lorite Mena, 1982) por otra parte
respetable: allí, a propósito de esa naturaleza
humana que es "un paradigma que se ha perdido",
el autor remite a E. Morin, S. Moscovici, M.Foucault y G.
Deleuze y F. Guattari. Aceptemos que todos ellos pertenecen
a un mismo ámbito discursivo, por el solo hecho de
ser miembros de un mismo marco cultural, el de la inteligencia
parisina, y que tal vez fuera posible establecer alguna
relación respecto al concepto de paradigma entre
los dos primeros -pero es seguro que la episteme de Foucault
nada tiene que ver con el paradigma de Morin (ni aún
con el de Kuhn, más próximo sin embargo),
y que el L'Anti-Oedipe no se habla para nada de paradigmas.
Es posible que la erudición sea una virtud (¿filosófica?),
pero lo que es seguro es que la polimatía es el vicio
filosófico por excelencia -y un vicio que amenaza
de muerte a aquellas disciplinas que, como la AF, ocupan
lugares de reflexión reconocidos como interdisciplinares
o interdiscursivos.
Naturalmente, las reservas aquí
expresadas no pretenden invalidar los resultados concretos
de las investigaciones que se dan en cada uno de los dominios
generales de la AF -obviamente los diferentes textos nos
ofrecen frecuentemente reflexiones, puntos de vista o argumentos
que es preciso retener. Las reservas se dirigen a la pretensión
general que guía a cada una de las estrategias discursivas
en su voluntad de saturar todo lo que puede y debe pensarse
o decirse con sentido acerca de lo humano. Frente a las
AF construidas interdiscursiva o interdisciplinariamente,
no podemos dejarnos de preguntar por el principio de legitimidad
que guía la elección y articulación
de enunciados pertenecientes a diversos dominios discursivos
en un presunto discurso unitario. Por otra parte, frente
a las AF construidas sobre un ámbito discursivo eminente
(sea científico o filosófico -se entienda
como extrapolación de un saber positivo o como ontología
regional) cabe el recelo de que presuponen esa Idea de hombre
que es precisamente lo que está por reflexionar.
Y aún podríamos añadir una duda dirigida
a la necesidad de un discurso tal. Hablando de un modo simplista,
¿qué añade la antropología psicoanalítica,
por ejemplo, que no esté ya contenido en el propio
psicoanálisis? Es posible que la reestructuración
antropológica de un dominio dado de saber permita
establecer y destacar rasgos de la doctrina en cuestión
y aún sentar enunciados antropológicos valiosos,
pero está claro que no constituye sino un aspecto
de esa AF que se presenta, en el concierto filosófico,
como aquel discurso que debe dar razón de la pregunta
por el ser del hombre.
Al parecer, hoy estamos en situación
de repetir la queja de Scheler: tenemos demasiadas antropologías,
incluso demasiadas AF -y, sobretodo, demasiado sordas entre
sí. Urge por tanto dibujar un marco de eso que es
la AF: un marco que establezca los criterios de lo que cabe
(y de qué modo cabe) y lo que no cabe en el seno
de una reflexión antropológica de cuño
filosófico. De otro modo, difícilmente podrá
defenderse la necesidad de un esclarecimiento filosófico
de las cuestiones antropológicas, articulado en el
seno de un discurso autónomo. No es necesario presuponer
tras esa pregunta por la necesidad la cuestión (post)kantiana
del presunto carácter fundamental de la AF -basta
preguntarse por la presencia de la AF como discurso autónomo
y dotado de voz propia, en el seno del concierto filosófico.
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