¿HOMO OECONOMICUS O IDIOTA MORAL?
Ramon ALCOBERRO
Uno de los conceptos fundamentales
de la economía y de la política liberal es
el de «Homo economicus», el sujeto de las supuestas
decisiones racionales en una sociedad adulta, donde los
individuos son responsables de construir su propio bienestar
mediante elecciones reflexivas y calculadas. Las páginas
siguientes están dedicadas a analizar la racionalidad
y los límites de este concepto, que tantas veces
se da por sobreentendido en cursos de sociología
y economía, y cuyas consecuencias morales están
hoy más presentes que nunca.
En la Antropología del liberalismo
hay un concepto fundamental que se ha acabado convirtiendo
en una especie de fetiche a la hora de hablar sobre economía
y política: «HOMO ECONOMICUS». Mediante
esa expresión se designa una abstracción conceptual
o, mejor, un modelo y una previsión que hace la ciencia
económica sobre el modelo de comportamiento humano
perfectamente racional, que es definido por tres características
básicas: el «homo economicus» se presenta
como “maximizador” de sus opciones, racional en
sus decisiones y egoísta en su comportamiento. La
racionalidad de la teoría económica descansa
sobre la existencia y las “virtudes” calculadoras
de ese individuo, que actua en forma hiper-racional a la
hora de escoger entre las diversas posibilidades.
El origen conceptual de este «homo
economicus» puede situarse en el libro II de LA RIQUEZA
DE LAS NACIONES de Adam Smith (1776). Les propongo leer
primero un fragmento (es corto, ¡no se espanten!)
para analizarlo a continuación. Dice así:
«En todos los países
donde existe una seguridad aceptable, cada hombre con sentido
común intentará invertir todo el capital de
que pueda disponer con objeto de procurarse o un disfrute
presente o un beneficio futuro. Si lo destina a obtener
un disfrute presente, es un capital reservado para su consumo
inmediato. Si lo destina a conseguir un beneficio futuro,
obtendrá ese beneficio bien conservando ese capital
o bien desprendiéndose de él; en un caso es
un capital fijo y en el otro un capital circulante. Donde
haya una seguridad razonable, un hombre que no invierta
todo el capital que controla, sea suyo o tomado en préstamo
de otras personas, en alguna de esas tres formas, deberá
estar completamente loco».
La idea fundamental que rige el comportamiento
del «homo economicus» es estrictamente esa:
está “completamente loco” quien no maximiza
sus preferencias (es decir, aumenta sus ganancias). Y esa
maximización puede cuantificarse estrictamente en
magnitudes económicas, sea por ahorro, por acumulación
o por intercambio. La libertad, si se organiza de forma
inteligente, conduce a maximizar la utilidad de los individuos
concretos que son considerados a la vez como egoistas y
como calculadores.
El «homo economicus»
constituye un modelo teórico que pretende explicar
cómo actuaría en condiciones ideales el sujeto
“perfectamente racional”. Un individuo tal sería
exclusivo, excluyente e insaciable o, si se prefiere, sería
“maximizador” de sus preferencias: actuaría
siempre de manera que consiguiera “más”
por “menos”; el modelo da por supuesto que todo
lo que hacen los hombres tiene sentido en y para el marcado.
Es racional quien toma sus decisiones en términos
de “coste de oportunidad”: cada opción
(estar aquí en vez de ahí, trabajar en esto
o en aquello) conlleva, a la vez e inseparablemente, alguna
ganancia y alguna pérdida. Pues bien, será
máximamente racional quien mejor sepa escoger en
términos de oportunidad entre las diversas posibilidades
reales que se le ofrecen. Casarse o no, estudiar o no (o
hacerlo más o menos años), tener hijos o no
(y, en su caso, cuántos), trabajar en una u otra
cosa, etc., tiene unos costes de oportunidad que producirán
más o menos bienestar.
En esquema, esa hipótesis
surge de un razonamiento más o menos fundado en Hume,
en Smith y en Bentham (aunque ninguno lo simplificó
tanto como luego lo ha presentado un cierto neoliberalismo)
que dice así:
1.- Todo hombre busca la felicidad
2.- La felicidad se logra a través
de la posesión
3.- Para que sea posible la posesión
de un bien se necesita la propiedad
4.- Sólo la propiedad efectiva
de un bien permite su intercambio
5.- El intercambio lo garantiza el
mercado
6.- El mercado está movido
por dinero
7.- El dinero da la felicidad porque
permite
la posesión.
Como se ve, el cogollo del problema
se halla en el significado de la palabra “posesión”.
Posesión es el remedio a la necesidad material y
cuantificable que se concibe como una situación de
falta. Resultaría así más feliz quien
posee que quien no posee; y se entiende que esa posesión
permite subvenir a las “necesidades” de los individuos.
Para comprender la significación
del «homo economicus» conviene situarse en la
mentalidad empirista del siglo 18. En una concepción
del mundo propia de sociedades casi preindustriales, con
fuertes déficits de alimentación, de salud
y de cultura, podía resultar más o menos claro
qué significaba “necesidad” y cúal
era la manera de subvenir a ella. Se necesitaba comer, saber
y curar; y la forma de hacerlo pasaba por lograr que la
economía creciese. En tiempos de Adam Smith la acumulación
de capital era todavía muy rudimentaria –mientras
los bienes de la naturaleza parecían inagotables–
y eso justificaba socialmente la ideología del crecimiento,
sobre la que Marx ironizó que constituía «la
Ley y los Profetas» del liberalismo; además
la realidad del comportamiento del «economicus»
era obvia: describía un sujeto fácil de encontrar
en la tipología de los emprendedores.
Consumir, ahorrar o invertir eran
las opciones racionales que según la economía
clásica permiten satisfacer necesidades. Pero hoy
por hoy podemos preguntarnos si esas tres opciones son necesariamente
traducibles a bienes y servicios, o si nuestras necesidades
pueden expresarse ya en otras formas. Tal vez hoy a un «economicus»
postmoderno y postmaterialista le beneficia más utilizar
que poseer. Cultivar relaciones sociales, dedicarse al ocio
o colaborar gratuitamente en asociaciones cívicas
no pueden identificarse sin más con ninguna de las
tres opciones clásicas al alcance del «homo
economicus», pero son también acciones que
maximizan prefrencias.
Pierre Lévy en su libro WORLD
PHILOSOPHIE (2000) llega a suponer que en una sociedad de
la información el auténtico «economicus»
será el «homo academicus» que pondrá
su conocimento en el mercado y establecerá nuevos
tipos de relación social basados en la “cooperación
competitiva” de las ideas. La competición económica,
que exige a la vez colaboración empresarial, se deslizaría
así, sin romper con la lógica de la eficacia
del mercado, hacia una competición en el conocimiento.
Después del capitalismo “macho”
(de los altos hornos al coche) y del capitalismo “hembra”
(de la linea blanca y el pequeño electrodoméstico
hogareño) hoy vivimos en el capitalismo “narciso”
(el del culto al cuerpo, la ideología de la salud,
los productos desnatados y descremados). La pregunta es
si la racionalidad de este capitalismo postindustrial se
sigue planteando en términos de “economicus”
cuantitativo, o si se exige al consumo un plus más
o menos “estiloso” de calidad, de diseño
y de ideas, por encima de la pura acumulación cuantitativa.
Tal vez hoy, en sociedades postmaterialistas, lo que se
acumula ya no es dinero, sino “sensaciones” o
“estilo”. De hecho, incluso nuestro ideal de ciencia
postmoderno, mucho más escéptico que el del
viejo positivismo (“macho”), o que el falsacionismo
(“hembra”), quiere tener presente las consecuencias
sociológicas y ambientales de nuestras decisiones
tecnológicas y no sólo imponerlas despóticamente
En tiempos de Adam Smith el ideal
de ciencia era newtoniano: la ley de la gravitación
universal aparecía como el modelo de ley física
que garantiza el equilibrio. Eso se podía traducir
también a términos empresariales: se daba
por supuesta la existencia de un equilibrio ideal en la
economía (el que establece el mercado) como lo hay
en el universo. Smith, y su maestro Hume, eran buenos conocedores
de la teoría de las necesidades de Epicuro y creían
como el filósofo helenístico que la felicidad
se halla en poseer “lo natural y necesario”, mientras
que aspirar a lo no-natural y no-necesario es fuente de
miseria humana y de embrutecimiento. Hoy, sin embargo, son
“lo no-natural” y “lo no-necesario”
el motor principal de los mercados en las economías
desarrolladas (que hacen crecer la economía, además,
a un coste brutal para el equilibrio mental y la felicidad
no material de los individuos). De hecho, actualmente menos
del 3% de los flujos dinerarios mundiales se dedican al
pago de bienes y servicios y más del 95% del dinero
que se mueve en el mundo es especulativo; por lo tanto no
está nada clara la racionalidad de los movimientos
de capitales desde el punto de vista de la economía
productiva.
La maximización de las opciones
típica del «homo economicus», llevada
a su extremo, se vuelve además incompatible con otro
elemento nuclear para la existencia del capitalismo: la
confianza. Una broma muy típica entre profesores
de economía dice que: «Ninguna “buena
madre de familia” permitiría que su hija se
casase con un “economicus”». La filósofa
feminista Victoria Held se pregunta incluso: «¿Qué
sucedería si sustituyéramos el paradigma del
hombre económico por el de la relación entre
madre e hijo?». Desde un punto de vista estrictamente
liberal, la respuesta a esa pregunta retórica sería
sencilla: “aumentaría el paternalismo, crecería
el chantaje sentimental de los viejos sobre los jóvenes
y disminuiría la innovación social”.
Pero que la pregunta de Held sea demasiado ingénua
para un liberal, no significa que deba pasarse por alto
una intuición que merece análisis más
detallado: con el modelo de “economicus” convertido
en dogma para uso de escuelas de negocios, se hace muy difícil
mantener los valores morales que supuestamente dan sentido
al capitalismo.
Todo el capitalismo se fundamenta
sobre la “fiducia” (de donde “finanza”)
que etimológicamente hablando proviene de la “fide”
[fe]. Pero si lo único importante es maximizar mis
opciones, entonces podríamos preguntarnos si, contando
con una adecuada ratio entre coste y beneficio, no resultaría
provechoso engañar a la propia esposa, robar a los
proveedores y clientes, o optar por la mentira en la oficina
y por el fraude fiscal. Cuando el único criterio
de valor es el aumento imparable de “profits”,
entonces ¿la misma racionalidad de un sistema maximizador
basado en el egoismo, no nos llevará necesariamente
a preferir el engaño si es útil para mejorar
la cuenta de resultados?
Por si fuera poco, la hipótesis
según la cual el «homo economicus» expresa
la racionalidad estructural del comportamiento humano no
acaba tampoco de funcionar. Encontraríamos muy fácilmente
elementos emocionales, subjetivos e ideológicos que
se imponen sobre nuestras opciones económicas y que
“al cálculo resisten”. Y, de hecho, el
propio John Stuart Mill afirmó que confundir el dinero
con la felicidad equivale a tomar la parte por el todo.
En el cap. 4 de UTILITARISMO, Mill argumentó que:
«el dinero no se desea para
conseguir un fin, sino como parte del fin. De ser un fin
para la felicidad, se ha convertido en el principal ingrediente
de alguna concepción individualista de la felicidad.
Lo mismo puede decirse de la mayoría de los grandes
objetivos de la vida humana –el poder, por ejemplo,
o la fama–; sólo que cada uno de éstos
lleva aneja cierta cantidad de placer inmediato, que al
menos tiene la apariencia de serle naturalmente inherente;
cosa que no puede decirse del dinero»
En otras palabras: para Mill el dinero
constituye un ingrediente (una parte) de la felicidad, pero
no consiste en el único contenido de la felicidad
cuya intensidad y permanencia (criterios clásicos
de valoración utilitarista) no es realista valorar
sólo en términos dinerarios, sino que implica
los elementos cualitativos que la naturaleza nos proporciona.
En palabras de Mill: «La felicidad no es una idea
abstracta, sino un todo concreto y éstas [dinero,
poder, fama] son algunas de sus partes [pero] La vida sería
poca cosa, estaría mal provista de fuentes de felicidad,
si la naturaleza no nos proporcionara cosas que, siendo
originariamente indiferentes, conducen o se asocian a la
satisfacción de nuestros deseos primitivos, llegando
a ser en sí mismas fuentes de placer más valiosas
que los placeres primitivos (...) La virtud, según
la concepción utilitaria es un bien de esta clase».
Suponer que un individuo es siempre
maximizador de preferencias significa considerar que otras
opciones virtuosas no económicas (por ejemplo, la
pertenencia a una comunidad, la lealtad a unas ideas...)
resultarían siempre rechazadas cuando se nos ofrezca
alguna otra posibilidad más rentable. Pero, como
sabemos, afortunadamente, por muchas experiencias cotidianas,
ello no siempre es así: las alternativas comunitarias
pueden ofrecer mayor “utilidad agregada” que el
individualismo posesivo. La antropología pesimista
del «economicus» no es científica porque
no cumple con lo que debe ofrecer una ciencia: no es universal,
no vale para todos los humanos, ni se deba suponer que están
“completamente locos” quienes investigan otras
opciones, aunque así lo sostenga el texto de Smith...
Parece más sencillo proponer la hipótesis
de que no todas nuestras preferencias son convertibles en
moneda. O incluso, razonando más cínicamente,
tal vez habría que suponer que el capitalismo “ya
no necesita” que todo sea convertible en moneda. Aceptando
que, efectivamente, vivimos en una sociedad de personas
inteligentes que toman decisiones racionales, cabe preguntarse
¿por qué debería ser más racional
un trabajo agotador encaminado a conseguir sólo “la
última moda” que otro más descansado
pero con menor remuneración crematística?
¿Es verdaderamente racional ser «homo economicus»
para morir de estrés en el empeño?
La sociología nos ofrece dos
criterios para evaluar la racionalidad de una decisión.
La “racionalidad” puede ser definida en términos
de consistencia o de maximización de las decisiones
que toman los individuos. El criterio de consistencia supone
que yo decido algo porque es coherente con otras decisiones
anteriores que ya he tomado y con un conjunto de intereses,
grupos y asociaciones, en los que me muevo; pero se trata
de un criterio interno, de base psicológica y no
contrastable empíricamente. Una decisión puede
ser, a la vez, consistente y fracasada.
Por ello, cuando pretendo evaluar
si alguien ha logrado éxito al ejecutar una decisión
necesitaré disponer de algún criterio externo,
objetivable: la maximización del provecho nos ofrece
ese criterio intersubjetivamente válido. En tiempos
de Adam Smith no existía todavía el concepto
de economía hoy vigente (economics) que se basa en
el cálculo de utilidad marginal. La disciplina se
denominaba entonces “economía política”
y Smith no era profesor de economía (por entonces
no reconocida aún como disciplina académica)
sino de ética. Eso ha sido recordado por A. Sen y
sería interesante releer el cap. II del libro Iº
de «La riqueza de las naciones» para no olvidar
que, por ejemplo, Smith era partidario del “salario
mínimo” (cuya sola mención enfurece hoy
a los neoliberales) y se indignaba –al contrario de
Marx, por cierto– con la explotación inhumana
de los mercados asiáticos por el imperialismo británico.
La opción de Adam Smith por
la maximización y por el crecimiento como criterio
tenían una indudable base moral: se trataba de enaltecer
el trabajo productivo, el ahorro y la inversión por
encima del consumo (en eso se alejaba de Mandeville, por
ejemplo). Distinguir entre “riqueza” (que a Smith
no le interesaba excesivamente en sí misma, sino
como instrumento para hacer cosas) y “crecimiento”
(que para él constituía un elemento necesario
para evitar la pobreza) era en lo básico una innovación
conceptual útil para la economía pero desde
su óptica resultaba inseparable de una opción
moral, porque sin crecimiento económico no hay oportunidad
para los pobres.
En la sociedad industrial el crecimiento
económico, que es el objetivo que justifica la actuación
del individuo maximizador y racional, constituía
la única manera de evitar que los pobres fuesen cada
vez más miserables y que los salarios disminuyesen
en su poder de compra. “Crecer” es como la varita
mágica de la economía; el crecimiento puede
compararse a la acción de la fuente y de lluvia con
respeto al rio: si la fuente se seca y no llueve (crecimiento)
el rio (riqueza) simplemente se secará. Pero hoy
no estamos en el siglo XVIII, tenemos Internet y robótica
a precios ridículos: nos dirigimos a una sociedad
de la información que aspira a ser “sociedad
del conocimiento”. Así que la pregunta es obvia:
¿crecer o distribuir? El «homo economicus»
del liberalismo se ha ido convirtiendo en un “idiota
moral” y en un peligro para la economía real,
e incluso para las reglas de imparcialidad que deben presidir
la libre competencia en la teoría liberal.
En su única conferencia pronunciada
en España, en 1930, Keynes afirmó que:
«Cuando la acumulación
de riqueza ya no sea de gran importancia social, habrá
grandes cambios en los preceptos morales. Podremos librarnos
de muchos de los principios pseudomorales que han pesado
durante doscientos años sobre nosotros, siguiendo
los cuales hemos exaltado algunas de las cualidades humanas
más despreciables, colocándolas en la posición
de las más altas virtudes».
La pregunta es un momento tal no
ha llegado ya en la hora de la sociedad postindustrial o
de la sociedad de la información. Salvar el elemento
ético del liberalismo (su valoración del esfuerzo
personal, de la libre iniciativa, de la personalidad creadora)
tal vez se ha hecho incompatible con una economía
especulativa que, a base de buscar un crecimiento desaforado
e inmoral, empieza a autodestruirse (y que ahora mismo ha
empezando a financiar especulaciones improductivas devorando
los fondos de pensiones, es decir, las reservas de futuro
de sus propios partidarios). El futuro –sostenible
y reformista– del capitalismo tal vez no dependa de
la competencia sino de la cooperación competitiva
y demanda una lectura cualitativa del concepto de “beneficio”,
que incluya la responsabilidad social... (es decir, que
sea capaz de recuperar la vieja idea “política”
de la economía). Tal vez la hipótesis del
“egoísta racional” permitía una
evaluación clara de las decisiones racionales para
sociedades de escasez. Pero suponiendo una concepción
de racionalidad más amplia, el «homo economicus»
debe ser evaluado como una hipotesis errónea: un
ser unidimensional o, lo que es lo mismo, un “idiota
moral” que nos conducirá directamente al “choque
de civilizaciones”. Y suponiendo que no sea usted un
fanático, un famélico o un farsante, no creo
que le guste ver ese escenario de egoismo elemental autodestructivo.