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WEB DE MÚSICA




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J.S.BACH. Una estructura del dolor

» Josep Soler

 

Fundación Scherzo- A. Machado Libros, S.A

 

Sentimos - y sabemos - que, asimismo, es imposible, absolutamente, llegar a conocer el "corazón del corazón" de una determinada obra, tanto para el músico o el compositor, como para el oyente: la forma con que ésta se acerca a nosotros, confundida con la emoción de la que es portadora, es tan compleja, incluye determinados movimientos y singularidades que es imposible el aprehenderla en un mínimo de su totalidad y, en caso de intentar acercarse a ella, como resultado de un análisis "de laboratorio", aquello que está cubierto, escondido en lo más profundo de su interior, es, por su misma naturaleza, precisamente, el velo más oscuro, la pared más negra y alta que se pueda imaginar para proteger el interior inviolable del milagro que se depositó en la obra ante la que nos asombramos e impide el paso con gesto imperioso, imposible de atravesar.Sólo la iluminación de algo que es revelado, el descubrimiento, personal y único (que no debe ser expresado ni comunicado, pues su misma expresión por la palabra destruye aquello que se intenta decir), puede decirnos algo, incluso quizá todo, de aquello que allí se escondía: pero esta operación se consume y se realiza al mismo tiempo y, en sí misma, tiene su comienzo y su final, no puede comunicarse a nadie por más que nos esforcemos en hacerlo y sólo la intuición, con una extraña alegría interior, nos dice que algo nos ha sido dado aunque sepamos que este don, por su misma esencia, se consuma en si mismo.A pesar de ello, queremos y deseamos acceder a este autor, como a otros que, desde el ángulo que sea, nos fascinan, e intentamos conocer qué es lo que, en su caso único, hallamos en él que nos lo hace tan atrayente y le confiere esta peculiar personalidad que le hace tan próximo y cercano a nosotros que casi creemos ser una misma cosa con su música y su persona: en la obra de Bach no es sólo la riqueza inagotable de sus formas y los arabescos con los que sus líneas se enlazan y se separan, la evolución tonal o armónica, a veces tan agresiva, o la belleza melódica, serena y trágica, de tantos y tantos momentos, lo que nos atrae; hay algo más que , insistimos, no se halla con frecuencia en otros autores: es esta peculiar forma poliédrica del dolor, objetivado como un sólido de diversas- cada vez más- facetas, lados que de sí mismo crecen y de su misma expresión se engendran y desarrollan; es en esta tan extraña dialéctica del dolor, llevado a un extremo tan violento a veces, tan "inexpresivo" en su austera altivez y su gemido interior, en su contención, que se reduce, por citar un momento maravilloso y temible, en su más íntima violencia, a una especie de abstracción coloreada, con leves tintes de resonancias lejanas de los instrumentos y de las voces -con la amenaza, casi sólo sugerida, de los trítonos- y con el acariciar tan suave, de las dos violas de amore (o dos violines con sordina) y el laúd, en la Johannes-Passion (segunda parte, nº 19, arioso) mientras que el bajo- y después el tenor (nº 20, aria), meditando el texto evangélico ("...entonces Pilatos tomó a Jesús y le hizo flagelar../ y los soldados trenzaron una corona de espinas...) dicen un extraño poema, de escondida y casi patológica rabia, con comparaciones que llegan a un extremo casi inimaginable:

 

"Mira, oh alma, con alegría dolorosa / y con amarga pena/ tu bien supremo en los sufrimientos de Jesús, / mira cómo las espinas que desgarran su frente/ hacen surgir para ti flores celestiales; / de su amarga angustia recogerás dulces frutos...""Mira como su cuerpo, coloreado de sangre/ en todos sus miembros/ parece como una parte del cielo encima de nosotros.../; cuando desaparezcan las oscuras aguas del pecado/ será como el más hermoso de los Arco Iris..."

 

La violencia física de lo ocurrido, sacralizado y convertido en pura liturgia, por el transcurrir de mil setecientos años, es motivo de adorno para el poeta, con extrañas (y notables, fascinantes) comparaciones; pero la música dice otra cosa: hay algo misterioso, vivo de una vida que trasciende cualquier fórmula y cualquier "encargo" y que convierte este momento y a estas obras -las dos Pasiones en particular- en una meditación, serena y exaltada a la vez, trágica y resignada a la vez, de la horrible condición humana, entonces y ahora, y elevan la lejana tragedia del Gólgota a arquetipo, repetido diariamente, entonces y ahora, de la necedad religiosa y política, entonces y ahora, y de la inútil violencia de los hombres y del dolor humano.Pero esa geometría del dolor, esta forma precisa y como matemática que lo eleva a objeto-símbolo, halla su estructura interna en algo ya inaprehensible por naturaleza: la conciencia y la intuición, propias y particulares, de este hombre, muerto hace ya más de dos siglos; allí se realizó este raro operar en el que una emoción, elevada el paroxismo -tal como puede suceder en otras obras, de siglos anteriores o posteriores a él: en al Adagio final de Lulu o el Senderunt Príncipes, que el Maestro Perotinus había escrito en el siglo Xlll- surge a nuestro paso, se nos aparece (algo semejante al Elohim que cierra el paso a Jacob y le ataca con violencia), y de ella, de su acto, podemos hacer nuestro, extraer, el símbolo del dolor y la desesperación; pero este "hacer nuestro" presupone que aceptemos la destrucción del "fondo último" y la imposibilidad de llegar a conocer nunca una esencia personal realmente íntima que se nos escapará para siempre y siempre nos llegará oscurecida por el velo de lo que ha recubierto, deslizándose de entre las manos del compositor y ha sido depositado en la obra por su obediente obrar, siempre sin posibilidad alguna de ser apartado de ella; ésta se nos entrega, es nuestra, siempre velada, irreal en su "realidad" -débil o fuerte- pero nunca tal como quien nos la pudo dar llegaba a conocerla en toda su profundidad.Esta distancia, que es imposible de recorrer, entre ser que se entrega, y autor y obra que nos llega a nosotros es, asimismo, otra peculiar angustia que envuelve, como halo de color siniestro y mortecino, cualquier obra a la que queramos acceder: parece como si fuese la distancia del beso entre dos muertos; hay un río impetuoso y lento a la vez, sonoro de remolinos y silencioso de significado: sus arabescos son signos que envuelven la angustia de unos y otros pero nada dicen sobre lo que expresan: hay sólo una rapidez que parece fluir de las orillas como si éstas también se movieran y del río del dolor no sabemos con claridad -estamos cegados por nuestra propia angustia- qué o quien sale a recibirnos y cómo será el beso que cierre esta relación haciéndose penetrar en la obra ya como una unidad o si allí, por su misma fuerza, la concluya, destruyendo cualquier posible camino de acceso dejándonos ciegos para siempre.Sabemos que la mayor luz se obtiene a través de la ceguera: ya nos lo advirtió Sófocles y en el tan hermoso y conocido comentario que el hijo de Antonio de Cabezón hace de su padre queda bien patente esta extraña dimensión de la ceguera: el cierre de unos ojos terrenales presupone, si existe el anhelo hacia una mayor luz, la apertura de unos ojos, nuevos y diferentes, capaces de ver otras y también mayores claridades: quizá la ceguera final de Juan Sebastián Bach podría ser un símbolo de esta rara paradoja.Esta capacidad de abstraer el dolor y elevarlo a símbolo en la obra de arte se halla en muy pocos compositores y no siempre en la totalidad de alguna de sus obras; a veces es sólo un fragmento, el tiempo lento de una sinfonía o el mágico inicio de algún cuarteto de cuerda en las obras de Bruckner y Beethoven o en el Sanctus y el Agnus Dei de la Missa Solemnis de éste; en otros sutiles momentos de la música de Antonio de Cabezón o de Debussy, el discurso parece elevarse a un extraño éxtasis, oscilar alrededor de la cumbre melodía y precipitarse después hacia otro país, otro camino antes no transitado: pero lo mismo ocurre en ciertas escenas de los dramas escénicos de Mozart, Strauss o Puccini, Alban Berg y Schoenberg: una frase, una inflexión de la orquesta o el color de determinada escena; todo ello es confuso, intuitivo pero, al mismo tiempo, de una rara claridad para la intuición.Pero en muy pocos de ellos esta complejidad de la escritura sirve sólo de soporte a la emoción y la presenta en toda su exactitud y delicadeza dejándola, al mismo tiempo, intacta en su esencia y su manera de ser; a veces el fluir de la música, del revés de su trama, parece detenerse o deslizarse con dificultad, ya porque el compositor ha perdido la tensión necesaria, ya porque el dominio del color y la técnica parecen deslumbrarle y no dejan ver el camino -difícil y áspero camino- que permite establecer un objeto, simple y desnudo, en su más estricta esencia, no velada por ninguna vanidad, si
así puede decirse, personal. Es por ello que la escritura y lo que se escribe, tal como el ser y el pensar, deben confundirse y en estos momentos extraordinarios se hacen unos por completo.Y la escritura es la emoción del símbolo y, al mismo tiempo, ser de aquello que se dice: los términos se interpenetran y se hacen unos entre sí.
Y la obra sólo halla a ésta -verdadera epifanía de la emoción- al ser interpretada, cuando ya no es sólo escritura que permite su transmisión, vive su efímera vida, por la magia del intérprete, del director, del cantante..., en el momento de la interpretación o en la grabación (maravillosa posibilidad) que de ella quede y que, de algún modo, perpetúa su sonido: y allí y a su través se introduce en el interior del oyente, se reproduce en las múltiples conciencias que la reciben y en ellas muestra sus enormes complejidades: tantas como hombres la hayan aceptado y comprendido: es una y múltiple a la vez y en esta innumerable totalidad, aunando su aspecto escrito y su realización sonora, se hace unidad y consigue su verdadera vida."

Extracto del libro: "J.S. BACH. Una estructura del dolor" Josep Soler

 

 

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