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  publicat a El País el 26/06/02 per Ferran Escoda
  
Oro 
  negro 
  
Para 
  muchos el oro negro es el crudo líquido que maneja las balanzas de la 
  economía y alimenta los motores que mueven y contaminan nuestro mundo. 
  Pero para Tomàs Tulla, que un día de 1952 arrendó un local 
  en la calle de Aribau de Barcelona, esquina Diputació, la expresión 
  aludía al líquido vivificante extraído de la planta del 
  café, y en su homenaje le puso El Oro Negro al bar que abrió al 
  público en aquel año. 'Entonces el petróleo no tenía 
  tanta importancia', declara Assumpció, hija de aquel emprendedor, que 
  hizo reformas en un establecimiento conocido antes como Los Italianos y que 
  con sus cambios le otorgó, de manera involuntaria, una característica 
  que lo convierte en singular, por no decir único. El Oro Negro tiene 
  su barra situada de espaldas a la calle. Veamos: una barra en forma de u entre 
  las dos puertas del bar provoca que el camarero esté de espaldas a la 
  calle. Así, la clientela controla el ir y venir de las dos puertas. La 
  tal estratégica característica de la barra a Assumpció 
  la trae sin cuidado, sus hijos no parecen interesados en la hostelería, 
  así que, cuando ella se canse, El Oro Negro abandonará a un buen 
  número de clientela, entre fijos, esporádicos y casuales, pero 
  sobre todo dejará huérfanos a un puñado de jugadores de 
  ajedrez.
  Porque El Oro Negro, además de ser un bar bien servido, es un club de 
  ajedrez, sin socios pero con parroquia. El carácter polideportivo del 
  local tiene su punto culminante a media tarde. El dómino, la butifarra 
  y el ajedrez se multiplican y los mirones tienen donde escoger. Mientras tanto, 
  los transeúntes se apoyan en la barra de mármol blanco y solventan 
  su consumición de pie; algunos miran de soslayo el trajín jugador 
  de las cartas y el dómino; el ajedrez tiene su capilla en un salón 
  interior, sin puertas pero recogido, al margen de la clientela efímera 
  y curiosa. Echo una ojeada a las partidas en liza -todas las mesas llenas-y 
  mi asesor me señala un par de 'aperturas catalanas', que no es que sea 
  un aperitivo de la casa, sino una jugada habitual en los torneos ajedrecísticos. 
  La 'apertura catalana' es creación de Savielly Tartakower y consiste 
  en lo siguiente, dicho en lenguaje de los escaques: (1. d4, cf6; 2. c4, e6; 
  3. g3), es decir: peón de dama con fianchetto del alfil de rey.
  El ajedrez es el rey de los juegos y trasciende los límites del tablero 
  para convertirse en un ejercicio intelectual complejo, donde nada se resuelve 
  al azar, todo es producto de una calculada batalla, en la que el rey, precisamente, 
  es el objetivo final. El ajedrez es una matemática creativa que requiere 
  una inteligencia estratégica y obsesiva, o al menos eso le parece a un 
  neófito, que a lo sumo sabe enrocarse, algo que Tartakower consideraba 
  como el primer paso para llevar una vida ordenada.
  Savielly Tartakower, polaco de adopción -más tarde francés-, 
  de lengua rusa, de padres judíos y bautizado católico, fue un 
  singular gran maestro internacional de ajedrez. Doctor en Leyes por la Universidad 
  de Viena, traductor de poesía rusa al francés y al alemán, 
  guionista de cine y autor de libros como La partida hipermoderna de ajedrez 
  y Ajedrez neorromántico. Héroe de la Résistance y dilapidador 
  en los casinos, como ajedrecista fue un innovador sorprendente y un investigador 
  minucioso de los viejos sistemas. Los que le conocieron, como el inolvidable 
  Capablanca, sabían de su carácter refinado y susceptible. Precisamente 
  coincidieron en el Torneo Internacional de Barcelona de 1929, donde Tartakower 
  presentó su 'apertura catalana'. José Raúl Capablanca Graupera, 
  cubano de origen catalán y e00strella de la época, conocía 
  tan bien a Tartakower que jamás se atrevió a ofrecerle tablas, 
  siempre jugó hasta el final, para no ofender a su adversario y para volver 
  a ganarle, que es lo que acostumbraba a hacer Capablanca con Tartakower y con 
  todo bicho viviente que osara plantar peones frente a él. En aquel torneo 
  de la Exposición Internacional del 29, el cubano alcanzó el primer 
  lugar y Tartakower fue el segundo. Como él mismo decía, 'en ajedrez 
  siempre gana el que comete el penúltimo error'.
  El Oro Negro, como las buenas bodegas, sabe hacer de la mugre de los días 
  una pátina acogedora de bar de pueblo, de casino popular. La señora 
  Assumpció a veces sueña que sirve el último tintorro, cierra 
  la máquina de café y baja la persiana, dejando atrás la 
  barra de mármol y a toda la pandilla de ludópatas, que hacen más 
  ruido que gasto. 'Un día vino aquel señor que dicen que es cronista 
  de la ciudad y tiene unos bigotes. No estaba yo para nada'. Tiene razón 
  la señora. En cuanto te viene un cronista, igual detrás van los 
  del Ayuntamiento. Los mismos que le cerraron la ventana que comunica la barra 
  con la calle. Antes también se servía desde la ventanilla, pero 
  ahora las autoridades no permiten despachos semejantes. Si Tartakower hubiese 
  sido legislador, probablemente habría creado la excepción inteligente, 
  algo que proyectaría la apertura catalana sobre nuestras cabezas. Total 
  que la ventana está cerrada. Y la terraza queda solitaria y vulgar en 
  la calle, como la de todos los bares del Eixample, con vistas a la carga y descarga 
  y al tránsito constante.
  En la calle de Aribau-Diputació recalan vagabundos y ejecutivos de camino 
  del centro hacia el Eixample o viceversa. También se detiene algún 
  visitante de las librerías de viejo de la zona, que es gente huraña 
  que va a la suya con eso de la bibliofilia. Pero los jugadores de ajedrez son 
  la mayoría silenciosa. El jugador necesita un contrincante y eso lo socializa, 
  así que sin remedio entra en El Oro Negro y busca, como los pistoleros 
  del Oeste, el brillo de una mirada desafiante.
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