"Es el juicio
un instrumento necesario en el examen toda clase de asuntos, por eso
yo lo ejercito en toda ocasión en estos Ensayos. Si se trata
de una materia que no entiendo, con mayor razón empleo en ella
mi discernimiento, sondeando el vado de muy lejos; luego, si lo encuentro
demasiado profundo para mi estatura, me detengo en la orilla. El convencimiento
de no poder ir más allá es un signo del valor del juicio,
y de los de mayor consideración. A veces imagino dar cuerpo
a un asunto baladí o insignificante, buscando en qué
apoyarlo y consolidarlo; otras, mis reflexiones pasan de un asunto
noble y discutido en que nada nuevo puede hallarse, puesto que el
camino está tan trillado, que no hay más recurso que
seguir la pista que otros recorrieron. En los primeros el juicio se
encuentra como a sus anchas, escoge el camino que mejor se le antoja,
y entre mil senderos delibera que éste o aquél son los
más convenientes. Elijo de preferencia el primer argumento;
todos para mí son igualmente buenos, y nunca formo el designio
de agotar los asuntos, pues ninguno se ofrece por entero a mi consideración:
no declaran otro tanto los que nos prometen tratar todos los aspectos
de las cosas. De cien carices que cada una ofrece, escojo uno, ya
para acariciarlo solamente, ya para desflorarlo, a veces para penetrar
hasta la médula; reflexiono sobre las cosas, no con amplitud,
sino con toda la profundidad de que soy capaz, y las más de
las veces tiendo a examinarlas por el lado más inusitado que
ofrecen. Aventuraríame a tratar a fondo de alguna materia si
me conociera menos y tuviera una idea errónea de mi valer.
Desparramando aquí una frase, allá otra, como partes
separadas del conjunto, desviadas, sin designio ni plan, no estoy
obligado a ser perfecto ni a concentrarme en una sola materia; varío
cuando bien me place, entregándome a la duda y a la incertidumbre,
y a mi manera habitual, que es la ignorancia.
Todo movimiento de nuestra alma nos denuncia; la de César,
que se deja ver cuando dirige y ordena la batalla de Farsalia, muéstrase
también cuando a ocupan sus recreos y sus amores. Júzgase
del valer de un caballo, no sólo al verle correr sobre la pista,
sino también cuando marcha al paso y hasta cuando reposa en
la caballeriza.
Entre las distintas funciones del alma, las hay bajas y mezquinas;
quien en el ejercicio de ellas no la considera y examina, dejará
de conocerla por entero. A veces mejor se la profundiza en sus acciones
simples, porque el ímpetu de las pasiones la agita y lleva
a sus más elevados movimientos; únase a esto que nuestra
alma se emplea por entero en cada una de nuestras acciones y que nunca
la ocupa más de una sola cosa a la vez y en ella pone todo
el ser de cada individuo. Consideradas las cosas en sí mismas,
acaso tengan su peso, medida y condición, pero desde el instante
en que se relacionan con nosotros, el alma las acomoda a su manera
de ser. La muerte, que a Cicerón estremece, Catón la
desea, y es indiferente para Sócrates. La salud, la conciencia,
la autoridad, la ciencia, las riquezas, la belleza y sus contrarios,
se despojan, recibiendo del alma, al entrar en ella, nueva vestidura,
y adoptando el matiz que la place: moreno, claro, verde, obscuro,
agrio, dulce, profundo, superficial, el que más en armonía
está con las distintas almas, pues éstas no pusieron
de acuerdo sus estilos, reglas y formas; cada una es en su estado
soberana. ¿Por qué no nos fundamentamos más en
nuestros juicios, en las cualidades externas de las cosas? En nosotros
estriba darnos cuenta de ellas. Nuestro bien y nuestro mal no dependen
sino de nosotros. Hagámonos donación a nosotros mismos
de nuestras ofrendas y deseos, en manera alguna a la fortuna; ésta
es impotente contra el poderío de nuestra vida moral, pues
la arrastra consigo la moldea a su forma. ¿Por qué no
he de juzgar yo de Alejandro cuando se encuentra en la mesa, conversando
y bebiendo a saciedad, o cuando juega a las damas? ¿Qué
cuerda de su espíritu deja de poner en actividad este juego
necio y pueril? yo le odio y le huyo porque no es tal juego, porque
nos preocupa de un modo demasiado serio, y porque me avergüenzo
de fijar en él la atención, que, empleada de otro modo,
bastaría a hacer algo para que valiera la pena. No se tomó
mayor trabajo para organizar su expedición gloriosa a las Indias;
ni ningún otro que se propone resolver una cuestión
de la cual depende la salvación del género humano. Ved
cómo nuestra alma abulta y engrandece aquella diversión
ridícula; ved cómo absorbe todas sus facultades; con
cuánta amplitud proporciona a cada uno los medios de conocerse
y de juzgar rectamente de sí mismo. Yo no me veo ni me examino
nunca de una manera más cabal que cuando juego a las damas:
¿qué pasión no saca a la superficie ese juego?,
la cólera, el despecho, el odio, la impaciencia; una ambición
vehemente de salir victorioso, allí donde sería más
natural salir vencido, pues la primacía singular por cima del
común de las gentes no dice bien en un hombre de honor tratándose
de cosas frívolas. Y lo que digo en este ejemplo puede amplificarse
a todos los demás; cada ocupación en que el hombre se
emplea, acusa y descubre sus cualidades por entero.
Demócrito y Heráclito eran dos filósofos, de
los cuales el primero, encantando vana y ridícula la humana
naturaleza, se presentaba ante el público con rostro burlón
y risueño. Heráclito, sintiendo compasión y piedad
por nuestra misma naturaleza, estaba constantemente triste y tenía
sus ojos bañados de lágrimas: Alter ridebat, quoties
a limine moverat unum protuleratque pedem; flebat contrarius alter.
Yo me inclino mejor a la actitud del primer filósofo, no porque
sea más agradable reír que llorar, sino porque lo primero
supone mayor menosprecio que lo segundo; y creo que dado lo poco de
nuestro valer, jamás el desdén igualara lo desdeñado.
La conmiseración y la queja implican alguna estimación
de la cosa que se lamenta; al contrario acontece con aquello de que
nos burlamos, a lo cual no concedemos valor ni importancia alguna.
En el hombre hay menos maldad que vanidad; menos malicia que estupidez:
no estamos tan afligidos por el mal como provistos de nulidad; no
somos tan dignos de lástima como de desdén. Así
Diógenes, que bromeaba consigo mismo dentro de su tonel, y
que se burlaba hasta del gran Alejandro, como nos tenía en
el concepto de moscas o de vejigas infladas, era juez más desabrido
e implacable, y por consiguiente más diestro a mi manera de
ver, que Timón, el que recibió por sobrenombre el aborrecedor
del género humano, pues aquello que odiamos es porque nos interesa
todavía. Timón nos deseaba el mal, se apasionaba con
ansia por nuestra ruina, y oía nuestra conversación
como cosa dañosa, por creernos depravados y perversos. Demócrito
considerábanos tan poca cosa, que jamás podríamos
ni ponerle de mal humor ni modificarle con nuestro contagio; abandonaba
nuestra compañía, no por temor, sino por desdén
hacia nuestro trato. Ni siquiera nos creía capaces de practicar
el bien ni de perpetrar el mal.
De igual parecer fue Statilio contestando a Bruto, que le invitaba
tomar parte en la conspiración contra César. Bien que
creyera la empresa justa, entendía que no valía la pena
molestarse por los hombres; que éstos no eran dignos de tanto,
conforme a la doctrina de Hegesias, el cual decía: «El
filósofo no debe hacer nada por los demás, sólo
por sí mismo debe interesarse; solo él es digno de que
hagan algo por él.» Aquella respuesta está también
de acuerdo con la opinión de Teodoro, quien estimaba injusto
que el hombre perfecto corriera ningún riesgo por bien de su
país, puesto que de correrlo se expone a perder la filosofía
en beneficio de la locura. Nuestra propia y peculiar condición
es tan risible como ridícula."
Michel
de Montaigne: Los ensayos. Capítulo L: De Demócrito
y Heráclito
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