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La niña tenía nueve años
y coleccionaba pedacitos
de espejo roto. Iba buscando siempre entre los desperdicios
y las hierbas de los solares,
y en cuanto algo brillaba lo cogía y lo guardaba en aquel
bolsillo con visera
y botón que llevaba a un lado del vestido. Alguna vez se cortaba
los dedos, pero no lloraba nunca, y volvía a su tarea.
Estaba siempre muy ocupada
buscando estrellas caídas: cascotes
verdes de botellas, pedacitos de hojalata,
alfileres, … Luego, la niña pegaba todo aquello en la
pared de su barraca,
al lado de su ventana. Así, al llegar la noche,
cuando encendían la luz en la taberna
de enfrente,
toda su colección se ponía a chispear
con tantas tonalidades que la niña creyó
conocer más colores que nadie.
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