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«Si hay dos cosas en este mundo de las cuales todos estamos
convencidos, sin duda son éstas. El universo está ordenado siguiendo un
orden, unas leyes, unas regularidades. Si no creyéramos eso, ¿qué
sentido tendría pensar, intentar entender? Si en cualquier momento cualquier
cosa pudiese acontecer, ¿por qué romperse la cabeza en hacer previsiones?
Cuando los dioses intervenían constantemente en los asuntos humanos -no
como ahora-, y además resultaba que su voluntad era de lo más voluble
y caprichosa, el sacrificio de cabritos o de jóvenes bellezas femeninas
se llevaba mucho más que la investigación filosófica o científica, que
justo si comenzaban a sacar la cabeza. Con el tiempo, los humanos y sus
dioses se fueron sosegando, y la noción de ley, tanto en la organización
de la vida de las ciudades como en la determinación de un orden universal
se fue abriendo camino. Por ella estamos donde estamos, y hoy, convencidos
de ello, sólo en presencia de la fatalidad en nuestras propias carnes
o en las de aquéllos que más amamos pedimos a Quien sea que el orden universal
desaparezca por unos instantes y que la muerte se aplace unos años, o
cuando menos unos días, un instante sólo, su implacable cosecha.
De dos cosas estamos convencidos, decíamos. Del orden del universo,
por una parte. De otra, de nuestra libertad. Tal y como damos por supuesto
el orden de la realidad cada vez que hacemos el esfuerzo de pensar o que,
sin pensar, dejemos que nuestro cuerpo responda automáticamente a circunstancias
que se repiten una y otra vez, también a cada paso estamos dando por supuesto
nuestra capacidad para elegir unos u otros caminos, para elegir dentro
de ciertos márgenes qué será de nosotros, por mandar, cuando menos, un
poco sobre nosotros mismos. ¿Qué sentido tendrían si no los quebraderos
de cabeza cotidianos planteándonos en cada caso cuál es la mejor opción?
¿Como nos atreveríamos a exigir responsabilidades y recriminar
a la gente su conducta? ¿Por qué loar los esfuerzos y los méritos
de nadie? ¿Y a qué vendría el maldito sentimiento de culpa
que a veces nos ahoga si, al final, no hubiéramos hecho sino aquello
único que nos era posible hacer? Y puestos a atirantar un poco más la
cuerda, ¿como vestirá de sentido el creyente su eterno gozo o condenación?
Orden universal y libertad humana. Nuestras dos convicciones más
profundas, más radicales. Las dos evidencias sobre las cuales creamos
nuestras más preciadas construcciones: la ciencia y la moral. Sin ellas,
la tierra se va a pique, los luceros se apagan, el cielo se desploma.
Y, no obstante, por poco que uno piense en ello, nuestras dos grandes
e imprescindibles verdades parecen difícilmente conciliables, porque pensar
es dar por supuesto que existen regularidades, causas y porqués, y dedicarse
a buscarlos; pero si todo responde a causas, y si cada causa provoca el
efecto que tiene que provocar y no otro -y sino no merece la pena pensar-,
¿en qué puede consistir la supuesta elección que hacemos
cuando ejercemos nuestra libertad? No tendríamos que responder nosotros
también de modo inexorable en las causas que nos determinan?»
BUENO, Joan Manel. Guía de perplexos. Una invitació a la filosofía.
Lleida: Pagès editors, 2003. (Págs 100-101)
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