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«Las últimas décadas del siglo XX han
impuesto una creciente uniformidad en los modos de vida, en las costumbres
sociales, en el funcionamiento de las instituciones. Esta uniformidad,
que tiene grados, parece ser una referencia constante a comienzos del
siglo XXI. En todas las ciudades se vive de un modo parecido, las marcas
son las mismas en todos los lugares, se visten ropas semejantes, hay bebidas
universales y en todas las publicaciones se encuentran los mismos anuncios.
Es una consecuencia de que el mundo se ha hecho más pequeño,
de que las distancias se han contraído: un triunfo de la llamada
globalización, hoy posible gracias a las telecomunicaciones y a
la revolución digital.
Esta uniformidad se encuentra impulsada por la convergencia
de la economía, la industria y la tecnología hacia objetivos
comunes. Es decir, que la globalización impone un espacio de creciente
uniformidad. En él todo parece repetido. Esta monotonía
universal, que llega a ser agobiante, hace que se repitan las mismas tendencias,
marcas, modas, tiendas, comportamientos y objetivos en todas partes.»
«El avance tecnológico tiene
una inmediata incidencia en la experiencia cotidiana y transforma muchos
de los rasgos de la vida ordinaria. Basta pensar lo que supone el invento
de la lavadora o de la plancha para imaginar el cambio en los trabajos
del hogar. El uso del frigorífico ha modificado pautas de alimentación
y los hábitos de la compra diaria. Y la adopción progresiva
del ordenador ha modificado operaciones cotidianas y transforma los criterios
de organización hasta límites insospechados.
Pero el progresivo empleo de la tecnología introduce
también un factor de dependencia. Cuando se utiliza un aparato
que cumple sus funciones de modo eficaz, se pasa a depender de él.
Nunca los seres humanos han sido tan dependientes de la tecnología
como lo son hoy día. Basta pensar el trastorno que supone la rotura
de la lavadora o la ausencia del televisor en las veladas familiares;
y no digamos nada de las consecuencias que puede tener un fallo en el
sistema informático para el funcionamiento de una empresa u organización
importantes.
Tal dependencia es cada vez más refinada y se hace
mayor cuanto más sofisticado sea el aparato que se utiliza. Se
trata de una esclavitud de nuevo tono, que tiene consecuencias fundamentales
y que se convierte en un rasgo importante de nuestra sociedad. Y es una
dependencia que aumenta a la misma velocidad a la que aumenta la creatividad
tecnológica. Hoy día somos, entre otras cosas, los aparatos
que utilizamos.»
«En el universo digital convergen
sueños y aspiraciones muy antiguos de la humanidad. Por un lado,
la posibilidad de encontrar un lenguaje formal de carácter universal,
al que pueda ser traducido todo contenido. Junto a ello, la posibilidad
de realizar grandes cálculos y de aumentar la capacidad de calcular
hasta niveles insospechados.
Pero, sobre todo, el deseo de imitar el comportamiento del
cerebro humano y de los mecanismos de la mente. Es decir, el deseo de
simular (y de dominar mediante esa simulación) lo que es el rasgo
más característico de la especie humana: su capacidad de
razonamiento abstracto. Algo que se alcanza al simular el modo de funcionamiento
del cerebro. Por ello no es extraño que en el núcleo de
la revolución informática se encuentre presente el estudio
del cerebro y el nuevo espacio de análisis abierto por las actuales
neurociencias. Y tras estos sueños, todos ellos antiguos, muchos
otros: el diseño de máquinas inteligentes, el deseo de dominar
la realidad y el impulso para lograr una unidad entre el ser humano y
la máquina que debería redundar en una mayor potencia de
las posibilidades del ser humano.»
IZUZQUIZA, Ignacio. Filosofía del presente. Una teoría
de nuestro tiempo. Madrid: Alianza Ensayo, 2003. Págs,
92, 115-6, 220
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