1. El zar y la camisa

Una vez había un zar que se encontraba enfermo y dijo:

—Daré la mitad de mi reino a quien me cure.

Entonces todos los sabios se reunieron y celebraron una junta para curar al Zar, mas no encontraron medio algunoo.

Pese a todo, uno de aquellos sabios dijo que él podía curar al zar.

—Si sobre la tierra se encuentra un hombre feliz -dijo-, quítesele la camisa y que se la ponga el Zar, con lo que éste será curado.
Lleó Tolstoi, Cuentos, II

El Zar hizo buscar en su reino a un hombre feliz. Los enviados del soberano se esparcieron por todo el reino, mas no pudieron descubrir a un hombre feliz. No encontraron un hombre contento con su suerte: el uno era rico, pero estaba enfermo; el otro gozaba de salud, pero era pobre; aquél, rico y sano, quejábase de su mujer; éste de sus hijos; todos deseaban algo.

Cierta noche, muy tarde, el hijo del Zar, al pasar frente a una pobre choza, oyó que alguien exclamaba:

—Gracias a Dios he trabajado y he comido bien. ¿Qué me falta?

l hijo del Zar sintiose lleno de alegría; inmediatamente mandó que le llevaran la camisa de aquel hombre, a quien, en cambio, había de darse cuanto dinero exigiera.

Los enviados presentáronse a toda prisa en la casa de aquel hombre para quitarle la camisa; pero el hombre feliz era tan pobre, que no tenía camisa.

León Tolstoi, Cuentos


   

2. El juez sabio

El emir de Argelia, Bauakas, quiso averiguar si era cierto o no, como le habían dicho, que en una de sus ciudades vivía un juez justo que podía discernir la verdad en el acto, y que ningún pillo había podido engañarle nunca. Bauakas cambió su ropa por la de un mercader y fue a caballo a la ciudad donde vivía el juez.

A la entrada de la ciudad, un lisiado se acercó al emir y le pidió limosna. Bauakas le dio dinero e iba a seguir su camino, pero el tullido se aferró a su ropaje.

– ¿Qué deseas? -preguntó el emir- ¿No te he dado dinero?

– Me diste una limosna -dijo el lisiado- ahora hazme un favor. Déjame montar contigo hasta la plaza principal, ya que de otro modo los caballos y camellos pueden pisotearme.

Bauakas sentó al lisiado detrás de él sobre el caballo y lo llevó hasta la plaza. Allí detuvo su caballo, pero el lisiado no quiso bajarse.

– Hemos llegado a la plaza, ¿por qué no te bajas? -preguntó Bauakas.

– ¿Por qué tengo que hacerlo? -contestó el mendigo-. Este caballo es mío. Si no quieres devolvérmelo, tendremos que ir a juicio.

Al oír su disputa, la gente se arremolinó alrededor de ellos gritando:

– ¡Id al juez! ¡Él juzgará!

El jutge savi

Bauakas y el lisiado fueron al juez. Había más gente ante el tribunal y el juez llamaba a cada uno por turno. Antes de llegar a Bauakas y al lisiado, escuchó a un estudiante y a un campesino. Habían ido al tribunal a causa de una mujer: el campesino decía que era su esposa y el estudiante decía que era la suya. El juez escuchó a los dos, permaneció en silencio durante un momento, y luego dijo:

– Dejad a la mujer aquí conmigo y volved mañana.

Cuando se hubieron ido, un carnicero y un mercader de aceite se presentaron ante el juez. El carnicero estaba manchado de sangre y el mercader de aceite. El carnicero llevaba unas monedas en la mano y el mercader de aceite se agarraba a la mano del carnicero.

– Estaba comprando aceite a este hombre - dijo el carnicero - y, cuando cogí mi bolsa para pagarle, me cogió la mano e intentó quitarme todo el dinero. Por eso hemos venido ante ti; yo sujetando mi bolsa y él sujetando mi mano. Pero el dinero es mío y él es un ladrón.

A continuación habló el mercader de aceite:

– Eso no es verdad -dijo-. El carnicero vino a comprarme aceite y después de llenarle un jarro, me pidió que le cambiara una pieza de oro. Cuando saqué mi dinero y lo puse en el mostrador, él lo cogió e intentó huir. Lo agarré de la mano, como ves, y lo he traído ante ti.

El juez permaneció en silencio durante un momento, luego dijo:

– Dejad el dinero aquí conmigo y volved mañana.

Cuando llegó su turno, Bauakas contó lo que había sucedido. El juez lo escuchó y después pidió al mendigo que hablara.

– Todo lo que ha dicho es falso -dijo el mendigo-. Él estaba sentado en el suelo y yo iba a caballo por la ciudad, cuando me pidió que lo llevase. Lo monté en mi caballo y lo llevé a donde quería ir. Pero, cuando llegamos allí, no quiso bajarse y dijo que el caballo era suyo, lo cual no es cierto.

El juez pensó un momento, luego habló:

– Dejad el caballo conmigo y volved mañana.

Al día siguiente, fue mucha gente al tribunal a escuchar las sentencias del juez.

Primero vinieron el estudiante y el campesino.

– Toma tu esposa -dijo el juez al estudiante- y el campesino recibirá cincuenta latigazos.

El estudiante tomó a su mujer y el campesino recibió su castigo.

Después, el juez llamó al carnicero.

– El dinero es tuyo -le dijo. Y señalando al mercader de aceite, ordenó:

– Dadle cincuenta latigazos.

A continuación llamó a Bauakas y al lisiado.

– ¿Reconocerías tu caballo entre otros veinte? -preguntó a Bauakas.

– Sí -respondió.

– ¿Y tú? -preguntó al mendigo.

– También -dijo el lisiado.

– Ven conmigo -dijo el juez a Bauakas.

Fueron al establo . Bauakas señaló inmediatamente a su caballo entre los otros veinte. Luego el juez llamó al lisiado al establo y le dijo que señalara el caballo. El mendigo también reconoció el caballo y lo señaló. El juez volvió a su asiento.

– Coge el caballo, es tuyo -dijo a Bauakas- Dad al mendigo cincuenta latigazos.

Cuando el juez salió del tribunal y se fue a su casa, Bauakas le siguió.

– ¿Qué quieres? -le preguntó el juez-. ¿No estás satisfecho con mi sentencia?

– Estoy satisfecho -dijo Bauakas-. Pero me gustaría saber cómo supiste que la mujer era del estudiante, el dinero del carnicero y que el caballo era mío y no del mendigo.

– De este modo averigüé lo de la mujer: por la mañana la mandé llamar y le dije: «¡Por favor, llena mi tintero !» Ella cogió el tintero, lo lavó rápida y hábilmente y lo llenó de tinta; por lo tanto, era una tarea a la que ella estaba acostumbrada.

Si hubiera sido la mujer del campesino, no hubiera sabido cómo hacerlo. vEsto me demostró que el estudiante estaba diciendo la verdad. Y de esta manera supe lo del dinero: lo puse en una taza llena de agua, y por la mañana miré si había subido a la superficie algo de aceite. Si el dinero hubiera pertenecido al mercader de aceite, se hubiera ensuciado con sus manos grasientas. No había aceite en el agua, por lo tanto, el carnicero decía la verdad. Fue más difícil descubrir lo del caballo. El tullido lo reconoció entre otros veinte, igual que tú. Sin embargo, yo no os llevé al establo para ver cuál de los dos conocía al caballo, sino para ver cuál de los dos era reconocido por el caballo. Cuando te acercaste, volvió su cabeza y estiró el cuello hacia ti; pero cuando el lisiado lo tocó, echó hacia atrás sus orejas y levantó una pata. Por lo tanto supe que tú eras el auténtico dueño del caballo.

Entonces, Bauakas dijo al juez:

– No soy un mercader sino el emir Bauakas. Vine aquí para ver si lo que se decía sobre ti era verdad. Ahora veo que eres un juez sabio. Pídeme lo que quieras y te lo daré como recompensa.

– No necesito recompensa, -respondió el juez-. Estoy contento de que mi emir me haya elogiado.

León Tolstoi, Cuentos


   

3. Los melocotones

El music (campesino ruso) Tikhon Kuzmitch, al regresar,de la ciudad, llamó a sus hijos.

—Mirad -les dijo- el regalo que el tío Ephim os envía.

Los niños acudieron: el padre deshizo un paquete.

—¡Qué lindas manzanas! -exclamó Vania, muchacho de seis años-. ¡Mira, María, qué rojas son!

—No, probable es que no sean manzanas -dijo Serguey, el hijo mayor-. Mira la corteza, que parece cubierta de vello.

—Son melocotones -dijo el padre-. No habíais visto antes fruta como ésta. El tío Ephim los ha cultivado en su invernadero, porque se dice que los melocotones sólo prosperan en los países cálidos, y que por aquí sólo pueden lograrse en invernaderos.

—¿Y qué es un invernadero? -dijo Volodia, el tercer hijo de Tikhon.

—Un invernadero es una casa cuyas paredes y techo son de vidrio.

El tío Ephim me ha dicho que se construyen de este modo para que el sol pueda calentar las plantas. En invierno, por medio de una estufa especial, se mantiene allí la misma temperatura.

—He ahí para ti, mujer, el melocotón más grande; y estos cuatro para vosotros, hijos míos.

Els préssecs

—Bueno -dijo Tikhon, por la noche- ¿cómo halláis aquella fruta?

—Tiene un gusto tan fino, tan sabroso -dijo Serguey- que quiero plantar el hueso en un tiesto; quizá salga un árbol que se desarrollará en la isba .

—Probablemente serás un gran jardinero; ya piensas en hacer crecer los árboles -añadió el padre.

—Yo -prosiguió el pequeño Vania- hallé tan bueno el melocotón, que he pedido a mamá la mitad del suyo; ¡pero tiré el hueso!

—Tú eres aún muy joven -murmuró el padre.

—Vania tiró el hueso -dijo Vassili, el segundo hijo -pero yo lo recogí y lo rompí. Estaba muy duro, y adentro tenía una cosa cuyo sabor se asemejaba al de la nuez, pero más amargo. En cuanto a mi melocotón, lo vendí en diez kopeks; no podía valer más. Tikhon movió la cabeza.

—Pronto empiezas a negociar. ¿Quieres ser comerciante? iY tú, Volodia, no dices nada! ¿Por qué? -preguntó Tikhon a su tercer hijo, que permanecía aparte.

—¿ Tenía buen gusto tu melocotón?

—iNo sé! -respondió Volodia.

—¿Cómo que no lo sabes? - replicó el padre- ¿acaso no lo comiste?

—Lo he llevado a Grincha -respondió Volodia-. Está enfermo, le conté lo que nos dijiste acerca de la fruta aquella, y no hacía más que contemplar mi melocotón; se lo di, pero él no quería tomarlo; entonces lo dejé junto a él y me marché.

El padre puso una mano sobre la cabeza de aquel niño y dijo:

-Dios te lo devolverá.

León Tolstoi, Cuentos


   

4. El vestido nuevo del zar

Había una vez un zar al que le gustaban mucho los vestidos fastuosos y sólo pensaba en vestirse del mejor modo posible.

Un día se le presentaron dos sastres y le dijeron:

—Nosotros podemos hacerte un vestido tan hermoso como nunca nadie ha tenido en ninguna época y además tiene la ventaja que aquél que sea necio y no sea digno del cargo que ocupa, no podrá verlo. Sólo el inteligente será capaz de ver el vestido.

El zar se alegró de la proposición que le hacían los sastres y los encomendó el vestido.

Se dieron a los sastres piezas de paño para trabajar, terciopelo, seda, oro y todo cuanto es preciso para hacer el vestido.

Pasaron ocho días y el zar envió un ministro para saber cómo anadaban los trabajos de confección..

El ministro llegó y pidió el vestido a los sastres, que le respondieron que ya estaba listo, mostrándoles para que lo vieran un lugar vacio. El ministro, que sabía que aquél que fuera necio e indigno de su puesto no sería capaz de ver aquel vestido, fingió verlo y los felicitó.

El zar se hizo llevar aquel vestido. Se lo presentaron, y también le indicaron un lugar vacío. El zar también fingió ver el vestido nuevo; se quitó el que llevaba y ordenó que le pusieran aquellas prendas magníficas.

Cuando el zar salió salía de paseo por la ciudad, todo el mundo veía que iba desnudo, pero nadie se atrevía a decirlo, sabiendo que únicamente los necios no podían ver el vestido, y cada cual pensaba que era él sólo quien no lo veía.

El zar se paseaba por la ciudad y todos sus súbditos admiraban el nuevo vestido.

De pronto un niño se fijó en el zar y dijo:

—¡Mirad! ¡El zar se pasea desnudado por la ciudad!

El zar sintió que la vergüenza se apoderaba de él, y todo el mundo comprendió quequedó todo avergonzado, y todo el mundo comprendió que, efectivamente, el zar iba desnudo por la calle.

León Tolstoi, Cuentos


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