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La historia
de don Alonso Quijano, una obra cuyo verdadero tema es la propia literatura,
ha inspirado a multitud de autores de diferentes culturas y en todas las
épocas. Desde la gran novela inglesa del siglo XVIII hasta escritores
como Calvino, Kundera y Greene se deja sentir la influencia cervantina.
No hay antecámara
de señor donde no se halle un Don Quijote", "y a mí
se me trasluce que no ha de haber nación ni lengua donde no se
traduzga", le hace decir Cervantes al bachiller Sansón Carrasco
(segunda parte, capítulo III). La influencia del Quijote iba a
ser, en efecto, omnímoda y universal. Tal vez se encuentran ecos,
parodias, paráfrasis, imitaciones, pastiches, reescrituras, refundiciones,
intertextos o alusiones al Quijote en la flor y nata de la literatura
posterior a 1615 porque el Quijote ya nació libresco. En el célebre
escrutinio (primera parte, capítulo VI), Cervantes dispone con
regocijo su alambique de crítico, por el que fluye buena parte
de la literatura vigente en su tiempo (del Amadís a su propia Galatea,
que él critica avanzándose a las excentricidades metatextuales
de la narrativa de Gide, Nabokov o Calvino), y le advierte entre líneas
al lector, como hará T. S. Eliot siglos después, que sin
conocimiento de la tradición jamás habrá reconocimiento
del talento.
La deslumbrante tramoya ficcional del Quijote, que desmonta las convenciones
y pone boca arriba todas las cartas del oficio de escribir, ocupa el escenario
de incontables novelas modernas pues, como señala Harold Bloom
en su prólogo a la ultimísima traducción inglesa,
el Quijote es hasta tal punto "una obra cuyo verdadero tema es la
propia literatura que, como Shakespeare, Cervantes resulta ineludible
para cualquier escritor que le haya sucedido".
Abramos el baile advirtiendo que sin el Quijote no es siquiera concebible
la gran novela inglesa del XVIII. En Moll Flanders (1722), de Defoe, y
en Los viajes de Gulliver (1726), de Swift, se advierte la temprana influencia
de la picaresca, la aventura y los juegos paratextuales y de autoría
del Quijote. Después ven la luz las aventuras paródicas
del quijotesco Parson Adams de Henry Fielding, en La Historia de las aventuras
de Joseph Andrews y de su amigo el Sr. Abraham Adams, escrita a imitación
del estilo de Cervantes, autor de Don Quijote (1742), y de su celebérrimo
héroe Tom Jones (1749), a las que sucede la autoconciencia y la
metaficción de Laurence Sterne, que aprendió el oficio en
Rabelais y en el Quijote, componiendo su festiva Vida y opiniones de Tristán
Shandy (1760-1767) también en forma de relato errático,
en el "espíritu amable del más fragante humor que haya
inspirado nunca la fácil pluma de mi idolatrado Cervantes"
(IX, 24).
Contribuye el romanticismo, aparte las reverencias de Schelling, Novalis
o Schlegel, con el Wilhelm Meister (1795-1796) de Goethe y, por descontado,
con el homenaje de sir Walter Scott, que llegó a querer traducir
el Quijote, en su héroe Ivanhoe, encrucijada extraña en
la que el caballero don Quijote atraviesa con su lanza nada menos que
el ciclo artúrico. La presencia del texto cervantino en las grandes
novelas del XIX, deudoras de su creatividad torrencial, resulta constante
a partir de Nuestra Señora de París (1831), de Victor Hugo,
y sobre todo desde que Charles Dickens, que leyó el Quijote a los
nueve años, imitó la novela en Papeles póstumos del
Club Pickwick (1836), con el filantrópico señor Pickwick
y Sam Weller como el Quijote y Sancho en versión londinense. Conforme
avanzaba el siglo, Nikolái Gógol recreaba la novela de Cervantes
en Las almas muertas (1842), deudora de la estructura y la naturaleza
picaresca del Quijote, Daudet conjugaba a Quijote y Sancho en su Tartarin
de Tarascon (1872), Herman Melville daba vida en Moby Dick (1851) a su
enigmático capitán Ahab sirviéndose a un tiempo de
las figuras de Hamlet y don Quijote, cuya odisea epistemológica
inspiró a Flaubert el drama de Madame Bovary (1857), atrapada en
la telaraña de la ficción como otros héroes novelescos
que, como Mishkin en El idiota (1869), de Dostoievski, que reflexionó
acerca de la poética del Quijote en Diario de un escritor (1876),
o como Bouvard y Pécuchet (1881), Sísifos quijotescos con
los que Flaubert se divierte jugando a la crítica de la razón
pura tanto como a la parodia de toda lectura descabellada, hallan en la
literatura, desde el ejemplo de Quijote, una seductora alternativa a la
vida. Los desaforados elogios de Mark Twain en Las aventuras de Huckleberry
Finn (1884) no dejan lugar a dudas: el Quijote es el espejo en el que
se refleja toda prosa de ficción que pretenda el entretenimiento
masivo.
La sofisticada poética narrativa del Quijote, en cambio, seduce
pronto a la vanguardia europea, suscitando las reflexiones de Kafka en
torno a un Quijote inventado por Sancho en 'La verdad sobre Sancho Panza',
que enriquece sobremanera su relato La muralla china (1917). Kafka celebró
el humor cervantino y su narrativa ambigua en relatos como 'El cazador
Graco' o 'Un médico rural', al tiempo que recreaba en El proceso
y El castillo aquellos enemigos invisibles que sí veía Quijote.
Proust dibujó al barón de Charlus, de su novela ejemplar
En busca del tiempo perdido, como figura de una grandeza trágica
que, nacida de la lectura romántica a la que el narrador francés
sometió la obra cervantina, vive como Quijote entre la realidad
anodina, los deletéreos efectos de la ficción y una relación
patológica con el amor. Joyce recreó en 'Los muertos', el
último relato de Dublineses (1914), el difícil equilibrio
entre la descorazonadora realidad y la tentación de la fantasía,
convirtiendo el texto en una reescritura sui generis de Madame Bovary,
a su vez reescritura del Quijote como la que, a la zaga de la que Borges
le hizo hacer a Pierre Menard, imaginará Kadaré en Invitation
à l'atelier de l'écrivain (1991), nueva vuelta de tuerca
a la lúdica obsesión por disfrazarse de autor del Quijote.
Tampoco se olvide que Faulkner leía "el Quijote todos los
años como algunas personas leen la Biblia", que Mann aprendió
la ironía en sus páginas y que Joyce quiso que su Leopold
Bloom se hermanase con don Quijote.
Nabokov emuló a Cervantes en la construcción de narradores
tramposos, y de apariencias y encantamientos que transitan por sus novelas
transgenéricas pretendiendo, como quiso don Miguel, que sus lectores
formen parte de la maquinaria narrativa y sepan que, también en
literatura, el rey va desnudo. Otro tanto hicieron Calvino -El vizconde
demediado (1951) y Palomar (1984) sin duda son recreaciones del maridaje
quijotesco entre lo épico y lo pastoril- o Kundera en El libro
de la risa y el olvido (1983), novelas acuñadas en la innovadora
fragua del Quijote.
En Monseñor Quijote (1982), Graham Greene enfrentó marxismo
y catolicismo sirviéndose de la estructura dual del libro cervantino,
y novelistas como Fowles, García Márquez, Auster, Perec,
Mailer, Gordimer, Naipaul, Bellow, Amis o Handke han confesado lo que
sus lectores fieles ya sabían, que "toda novela contiene al
Quijote en su interior como una marca de aguas" (Ortega, Meditaciones
del Quijote). Un día, en 'Cómo condensar los clásicos'
(The Toronto Star, 20 de agosto de 1921), un personaje de Cervantes llamado
Hemingway redujo en broma el Quijote a nota de prensa: "Madrid (Especial).
Se atribuye a histerismo de guerra la extraña conducta de don Quijote,
un caballero local que ayer por la mañana fue arrestado mientras
combatía con un molino. Quijote no supo dar una explicación
de sus actos". Críticos perspicaces, escritores imaginativos
y avezados lectores continúan buscándola.
(En Babelia. 6-11-2004)
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La típica pregunta
de la isla desierta ("¿si pudiera llevarse un solo libro,
cuál sería?") no tiene una respuesta universal, pero
los lectores más constantes y dotados de más juicio escogerían
entre tres: la Biblia inglesa autorizada (la Biblia del rey Jacobo),
las Obras completas de Shakespeare y el Quijote de Miguel
de Cervantes. ¿Resulta extraño que la fecha de publicación
de los tres rivales sea prácticamente simultánea? La
Biblia del rey Jacobo apareció en 1611, seis años después
de que se publicara la primera parte de Don Quijote, en 1605 (la
segunda parte salió una década después, en 1615).
En 1605, Shakespeare igualó la grandeza de la obra maestra de Cervantes
con El rey Lear, a la que siguieron Macbeth y Antonio
y Cleopatra. James Joyce, al hacerle la pregunta de la isla desierta,
dio una respuesta magnífica: "Me gustaría poder decir
Dante, pero tengo que quedarme con el inglés, porque es más
rico". Se puede percibir cierto resentimiento irlandés ante
Shakespeare y una envidia personal por el público que tenía
Shakespeare en el Globe Theatre, que se manifiesta en una obra aún
poco leída (salvo por los especialistas y unos cuantos entusiastas),
Finnegans Wake. En los países de habla inglesa, la Biblia
se lee, a Shakespeare se le lee y se le representa, pero Cervantes parece
tener menos presencia de la que tenía en otro tiempo. Han sido
numerosas las buenas traducciones al inglés desde la de Thomas
Shelton, en 1612 -que Shakespeare conocía sin duda-, pero la extraordinaria
versión de Edith Grossman, publicada en 2003, merece ser leída
por los que no podemos absorber con facilidad el español de Cervantes.
Cervantes (1547-1616) murió el mismo día que Shakespeare
(1564-1616), e indudablemente nunca oyó hablar del dramaturgo inglés.
Shakespeare tuvo una vida tan corriente y anodina que no puede haber ninguna
biografía suya que resulte atractiva. Los hechos importantes se
pueden contar en unos cuantos párrafos. Cervantes, por el contrario,
vivió una existencia difícil y violenta y, sin embargo,
todavía no existe en inglés ningún relato de su vida
que le haga justicia. Sólo el resumen parece un guión de
Hollywood. Los especialistas no se ponen de acuerdo en si la familia de
Cervantes era de "cristianos viejos" o "nuevos", los
judíos conversos que se hicieron católicos en 1492 para
evitar ser expulsados. Quien deseaba entrar en el ejército imperial
español tenía que jurar que era de sangre "sin mancha",
y así lo hicieron Cervantes y su hermano, pero llama la atención
que un héroe que perdió para toda la vida el uso de la mano
derecha en la gran batalla naval de Lepanto contra los turcos, en 1571,
nunca recibiera la menor promoción por parte del rey Felipe II,
ferozmente católico. Hasta que llegó a una vejez relativamente
cómoda gracias al tardío mecenazgo de un noble, la historia
personal de Cervantes es un desfile de privaciones. Enviado al exilio
en 1569, tras participar en un duelo, fue a Italia y un año después
se alistó en el ejército conjunto hispano- italiano para
luchar contra el Imperio Otomano bajo las órdenes de don Juan de
Austria, el hermano bastardo de Felipe II.
Recuperado en parte de las heridas sufridas en Lepanto, pero aún
maltrecho, Cervantes participó en varias batallas navales más
hasta 1575, año en el que los turcos le capturaron; soportó
cinco años de esclavitud en Argel, y Felipe II se negó a
comprar su libertad. En 1580, por fin, su familia y un monje amigo pudieron
rescatarle. Sin poder obtener empleo del rey, Cervantes inició
una precaria carrera literaria, con repetidos fracasos como dramaturgo.
La desesperación le llevó a hacerse recaudador de impuestos,
pero en 1598 le encarcelaron, acusado de desfalco. En la cárcel
empezó a escribir el Quijote, terminado en 1604 y publicado al
año siguiente por un editor que estafó a Cervantes y no
le pagó sus derechos. El libro, magnífico, se convirtió
en un éxito inmediato, pero eso sirvió de poco a la hora
de cubrir las necesidades de Cervantes y su familia.
En 1614 apareció una falsa segunda parte del Quijote, pero
Cervantes publicó la suya en 1615. Un año después,
el mayor autor de la lengua española murió y fue enterrado
en una tumba sin nombre. Al leer el Quijote, no estoy convencido,
en absoluto, de que tengan razón los estudiosos que consideran
religiosos tanto al autor como al libro, aunque sólo sea porque
pierden de vista su ironía que, a menudo, es demasiado amplia para
captarla. Claro está que también muchos estudiosos nos dicen
que Shakespeare era católico, y yo tampoco me lo creo demasiado,
porque sus alusiones suelen hacer referencia a la Biblia de Ginebra,
una versión muy protestante. El Quijote, como las
últimas obras de Shakespeare, me parece más nihilista que
cristiano; dos de los mayores creadores occidentales parecen insinuar
que el destino final del alma es la aniquilación. ¿Qué
es lo que hace del Quijote la única obra capaz de rivalizar
con Shakespeare por la suprema gloria estética? Cervantes tiene
una comicidad soberbia, igual que Shakespeare, pero el Quijote
tiene de comedia tan poco como Hamlet. Felipe II, que agotó
los recursos del imperio español en defensa de la Contrarreforma,
murió en 1598, diez años después del fracaso de la
Armada Invencible, destruida por las galernas y los marinos ingleses.
La España que aparece en el Quijote es la posterior a 1598:
empobrecida, desmoralizada, dominada por el clero, con la tristeza de
haberse perjudicado a sí misma un siglo antes al expulsar o forzar
a la clandestinidad a sus vastas y productivas comunidades judía
y musulmana. En el Quijote, como en Shakespeare, hay que leer,
en gran parte, entre líneas. Cuando el jovial Sancho Panza grita
que él es cristiano viejo y odia a los judíos, ¿pretende
Cervantes, con su sutileza, que lo leamos sin ironía? El contexto
del Quijote es la miseria, salvo en las casas de los nobles, que son bastiones
de burla y racismo en los que se somete al maravilloso Don Quijote a terribles
bromas pesadas. La novela de Cervantes (que es el nacimiento del género)
es memorable por dos fantásticos seres humanos, Don Quijote y Sancho
Panza, y por la relación afectuosa e irascible entre ellos. No
existe una relación así en Shakespeare: Falstaff es afectuoso
y el príncipe Hal, irascible, y Hamlet, en Horacio no tiene más
que a un adorador. En una ocasión dije que Shakespeare nos enseña
a hablar con nosotros mismos, pero Cervantes nos enseña a hablar
entre unos y otros. Aunque uno y otro construyen realidades capaces de
darnos cabida a todos, Hamlet es, en definitiva, un individuo indiferente
hacia sí mismo y hacia los demás, mientras que el hidalgo
español es un hombre que se preocupa por sí mismo, por Sancho
y por quienes necesitan ayuda.
Maestros de la representación, tanto Shakespeare como Cervantes
son vitalistas, de ahí que Falstaff y Sancho Panza tengan la alegría
de vivir. Pero dos autores tan modernos son, al mismo tiempo, escépticos,
y por eso Hamlet y Don Quijote están llenos de ironía, incluso
en medio de la locura. El padre castellano de la novela y el poeta y dramaturgo
inglés comparten un entusiasmo y una exuberancia que constituyen
su talento genial, superior al de todos los demás, en cualquier
otra época y en cualquier otra lengua.
Para Don Quijote y Sancho, la libertad es una función del orden
de juego, que es desinteresado y precario. El juego del mundo, para Don
Quijote, es una visión depurada de la caballería, el juego
de los caballeros errantes, las bellas damiselas virtuosas y en peligro,
los magos poderosos y malvados, gigantes, ogros y búsquedas idealizadas.
Don Quijote está valerosamente loco y es obsesivamente valiente,
pero no se engaña a sí mismo. Sabe quién es, pero
también quién puede ser si quiere. Cuando un cura moralista
acusa al hidalgo de que no vive en la realidad y le ordena que se vuelva
a casa y deje de viajar, Don Quijote le replica que, para ser realistas,
como caballero errante, ha corregido entuertos, castigado la arrogancia
y aplastado a diversos monstruos.
¿Por qué tuvo que esperar la invención de la novela
a Cervantes? Ahora, en el siglo XXI, da la impresión de que la
novela sufre una larga agonía. Nuestros maestros contemporáneos
-Pynchon, Philip Roth, Saramago y otros- parecen forzados a volver a la
picaresca y al romance, las formas precervantinas. Shakespeare y Cervantes
crearon gran parte de la personalidad humana tal como la conocemos, o,
al menos, las formas de representar esa personalidad: el Poldy de Joyce,
su Ulysses irlandés y judío, es al mismo tiempo quijotesco
y shakesperiano, pero Joyce murió en 1941, antes de que el Holocausto
de Hitler llegara a conocerse del todo. En nuestra era de la información
y el terror permanente, es posible que la novela cervantina se haya quedado
tan anticuada como el drama shakesperiano. Me refiero a los géneros,
no a sus maestros supremos, que nunca pasarán de moda.
__________________
Harold Bloom es autor, entre otros ensayos, de El canon occidental:
la escuela y los libros de todas las épocas. Traducción
de M. L. Rodríguez Tapia. © Harold Bloom / The New York Times
(En El País.
Opinión. 27-2-2005)
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Aunque Cervantes "no
buscaba la gloria de un fundador", el Quijote es, para Milan Kundera,
"el punto de partida de un arte nuevo". El novelista lo analiza
en este ensayo, jamás publicado en España y que es el prefacio
a la edición inglesa en la colección.
En la última página
de su Don Quijote de la Mancha, Cervantes afirma que, con este
libro, se proponía un único objetivo: "...poner en
aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de
los libros de caballería...".* Si tomamos al pie de la letra
estas palabras (aunque no hay que tomar nada al pie de la letra en este
libro inasible), la novela aparece como el sarcástico final de
la literatura precedente: legendaria, mitologizante, fantástica,
heroica. No obstante, con la perspectiva de cuatro siglos, el novelista
de hoy tiende a ver en este libro más un inicio que un final: el
punto de partida de un arte nuevo, el arte de la novela. Nadie es dueño
de las consecuencias de sus actos, y Cervantes no buscaba la gloria de
un fundador. Pertenecía a la literatura de su tiempo, y a él
pertenecían sus amigos, sus enemigos, sus ambiciones. Por el talante
de su imaginación, por sus motivos, temas, decorados, intrigas,
personajes, estaba del todo impregnado de las convenciones literarias
predominantes hasta entonces. Gracias a un hecho ínfimo, él
les ha insuflado, con este libro, un sentido enteramente nuevo: no se
tomó en serio esas convenciones. El personaje principal de su novela
es un loco muy original que se toma por un héroe muy convencional:
un pobre hidalgo de pueblo, Alonso Quijada, que decide ser un caballero
andante llamado Quijote de la Mancha. El fundamento de toda la existencia
del protagonista radica en su voluntad de ser lo que no es; las consecuencias
estéticas son radicales para la totalidad de esta novela: nada
en ella es seguro; todo es mistificación o ilusión; todo
adquiere en ella un significado incierto y cambiante.
Y nada debe tomarse en
serio. Para que esto quede claro entre él y el lector, Cervantes
afirma que las aventuras de don Quijote habían sido escritas por
un moro y que su novela no es sino una traducción aproximada de
un texto del que no es responsable (ya que, como bien señala, los
moros son todos "embelecadores, falsarios y quimeristas"). Que
no nos sorprendan, pues, las eventuales inconsecuencias en la presentación
de hechos y personajes, ¡y dejémonos llevar por la euforia
del autor que improvisa, que exagera, que bromea! Poco le importa que
lo que cuenta sea verosímil, ¡lo que quiere es entretener,
sorprender, cautivar, maravillar! (Este ostensible descaro ante la verosimilitud
cuanto más aleja el Quijote de la novela del siglo XIX, de un Balzac,
un Dickens o un Flaubert, más lo acerca a un García Márquez,
un Rushdie, un Fuentes o un Grass.)
La primera parte de la
novela tuvo una gran repercusión cuando apareció en 1605.
Al escribir la segunda parte, Cervantes tuvo una idea extraordinaria:
los personajes con los que se va encontrando don Quijote reconocen en
él al protagonista del libro que han leído; debaten sobre
sus pasadas aventuras y él puede comentar y corregir su imagen
literaria. ¡Un juego de espejos jamás visto antes! Un juego
que va aún más lejos gracias a un hecho inesperado: ¡antes
de que él mismo terminara la segunda parte, otro escritor hasta
hoy desconocido (oculto tras un seudónimo) se ha adelantado publicando
su propia continuación de las aventuras de don Quijote!
Cuando Cervantes publica
en 1615 el segundo tomo de su novela, hace en el texto varias alusiones
reivindicativas y despreciativas al plagiario y desliza así en
su novela otro espejo más. Después de todas sus malaventuradas
andanzas, don Quijote y Sancho están ya camino de su pueblo cuando
se encuentran a un personaje del plagio, un tal Álvaro; ¡éste
se extraña al oír sus nombres ya que él mismo conoce
a otro don Quijote y otro Sancho! Esto ocurre pocas páginas antes
del final; última prueba de la incertidumbre de todas las cosas:
una desconcertante confrontación de los personajes con sus propios
espectros, sus dobles, sus clones.
En efecto, nada es seguro
en este mundo nuestro: ni la identidad de las personas; ni siquiera la
identidad, aparentemente tan evidente, de las cosas. Don Quijote le quita
a un barbero su bacía porque la toma por un yelmo. Más adelante,
el barbero llega por casualidad a la venta donde está don Quijote
rodeado de gente, ve su bacía y quiere llevársela. Pero
don Quijote, indignado, se niega a tomar su yelmo por una bacía.
De repente se pone en cuestión la esencia misma de un objeto. Por
otra parte, ¿cómo probar que una bacía colocada en
la cabeza no es un yelmo? Los traviesos parroquianos, para divertirse,
dan con el único criterio objetivo para establecer la verdad: el
voto secreto. Todos participan en la votación y el resultado no
da lugar a equívocos: todos confirman que el objeto es un yelmo.
¡Admirable broma ontológica! Me contaron que el primer sondeo
de opinión pública en Francia tuvo lugar en 1938, después
de los acuerdos de Munich. Mediante este veredicto de lo más democrático,
los franceses confirmaron entonces, por aplastante mayoría, que
la inolvidable capitulación ante Hitler era un acto ejemplar y
justo. Los lectores de Cervantes no se llaman a engaño: todas las
votaciones, todos los sondeos de opinión tienen por modelo el clásico
escrutinio de la venta cervantina.
La comicidad y la risa
son propias de la vida humana desde la noche de los tiempos; en el Quijote,
se oye la risa como proveniente de las farsas medievales; uno se ríe
del caballero que lleva una bacía a modo de yelmo, o de su escudero
que recibe una paliza. Pero, además de esa comicidad, casi siempre
estereotipada, casi siempre cruel, otra, mucho más sutil, se desprende
de esta novela. Un amable hidalgo rural invita a don Quijote a su casa
donde vive con un hijo que es poeta. El hijo, más lúcido
que su padre, detecta enseguida que el invitado es un loco. Don Quijote
incita al joven a recitarle un poema; éste se apresura a complacerle
y don Quijote hace un elogio grandilocuente de su talento; feliz, halagado,
el hijo olvida en el acto la locura del invitado. ¿Quién
es, pues, el más loco? ¿El loco que elogia al lúcido
o el lúcido que cree en el elogio del loco? Entramos así
en la esfera de esa otra comicidad, más sutil e infinitamente más
refinada, que llamamos humor. No nos reímos porque se ha ridiculizado,
o burlado e incluso humillado a alguien, sino porque, de pronto, el mundo
aparece en toda su ambigüedad, las cosas pierden su significado aparente,
la gente se revela distinta a lo que ella misma cree que es. Octavio Paz
dice, acertadamente, que el humor es un "gran invento" de la
época moderna, vinculado al nacimiento de la novela y en particular
a Cervantes (yo añadiría: y a Rabelais, ese otro gran precursor).
El amor de don Quijote por Dulcinea parece una inmensa broma: está
enamorado de una mujer que apenas ha entrevisto, o tal vez jamás
haya visto. Está enamorado, pero, como él mismo reconoce,
sólo "porque tan propio y natural es de los caballeros ser
enamorados como al cielo tener estrellas". Es inolvidable la escena
del capítulo 25 de la primera parte: don Quijote envía a
Sancho a casa de Dulcinea para que le cuente la inmensidad de su pasión.
Pero ¿cómo demostrar la intensidad de una pasión?
¿Cómo dar la medida de un sentimiento? ¡Hay que acudir
a algo realmente grandioso! En presencia de Sancho, don Quijote se quita,
pues, el pantalón, se queda en cueros debajo de la camisa y empieza
a dar volteretas y a ponerse cabeza abajo, patas arriba.
Toda la literatura narrativa
conoce desde siempre las infidelidades, las traiciones, las decepciones
amorosas. Pero con Cervantes lo que se cuestiona no son los amantes, sino
el amor, la noción misma del amor. Porque ¿qué es
el amor si se ama a una mujer sin conocerla? ¿La simple decisión
de amar? ¿O incluso una imitación? La pregunta no es ninguna
tontería, ni tan sólo una simple provocación: si,
desde nuestra infancia, los ejemplos del amor no nos incitaran a seguirlos,
¿acaso sabríamos qué significa amar? (No estamos
muy lejos de Emma Bovary: sus padecimientos sentimentales ¿acaso
habrían sido tan atroces si no la hubieran guiado ejemplos de amor
romántico?) De golpe, gracias a esa broma hiperbólica que
es la pasión de don Quijote por Dulcinea, se desgarra el velo de
las certidumbres; se abre un extenso campo, hasta entonces desconocido,
en el que todas las actitudes, todos los sentimientos, todas las situaciones
humanas se vuelven enigmas existenciales.
El pobre Alonso Quijada
quiso alzarse al personaje legendario de caballero errante. Cervantes
consiguió, para toda la historia de la literatura, precisamente
lo contrario: rebajó al personaje legendario: al mundo de la prosa.
La prosa: esta palabra no significa tan sólo: un lenguaje no versificado;
significa también: el carácter concreto, cotidiano, corporal
de la vida. Ni Aquiles ni Ulises nunca se las tenían con sus dientes;
en cambio, para don Quijote y Sancho, los dientes son una preocupación
constante, dientes que duelen, dientes que faltan. "Porque te hago
saber, Sancho, que la boca sin muelas es como molino sin piedra, y en
mucho más se ha de estimar un diente que un diamante." Pero
la prosa no es sólo el lado penoso o vulgar de la vida, es también
algo bello hasta entonces descuidado: belleza de los sentimientos modestos,
por ejemplo la de esa amistad impregnada de familiaridad que siente Sancho
por su amo. Don Quijote le regaña por su descarado cacareo alegando
que en ningún libro de caballería un escudero se atreve
a hablar así a su amo. Por supuesto que no: la amistad de Sancho
es uno de los descubrimientos cervantinos de la nueva belleza prosaica:
"...no puedo más, seguirle tengo; somos de un mismo lugar,
he comido su pan, quiérole bien, es agradecido, diome sus pollinos,
y sobre todo, yo soy fiel, y, así, es imposible que nos pueda apartar
otro suceso que el de la pala y azadón", dice Sancho. (Ni
el Trim de Laurence Sterne ni Jacques el Fatalista de Diderot
se dirigirán a sus amos en el mismo tono.) La muerte de don Quijote
es tanto más conmovedora cuanto que es prosaica: desprovista de
todo pathos. Tras dictar su testamento agoniza durante tres días,
rodeado de las personas que le quieren sinceramente: sin embargo, "comía
la sobrina, brindaba el ama y se regocijaba Sancho Panza, que esto del
heredar algo borra o templa en el heredero la memoria de la pena que es
razón que deje el muerto".
En varias ocasiones, Cervantes enumera largamente en la novela libros
de caballería. Menciona los títulos, pero no siempre a sus
autores. El respeto por el autor y por sus derechos morales todavía
no se había dado por aquel entonces. No obstante, cuando se entera
de que otro escritor se ha apropiado de sus personajes, reacciona como
reaccionaría un novelista de hoy: con la orgullosa ira de un creador:
"Para mí sola* nació don Quijote, y yo para él:
él supo obrar y yo escribir, solos dos somos para en uno...".
Éste es el primer distintivo de un personaje novelesco: una creación
única e inimitable, inseparable de la imaginación original
de un único autor. Antes de que quedara escrito, nadie podía
imaginar a un don Quijote; era en sí lo inesperado; y, sin el encanto
de lo inesperado, ningún personaje novelesco (ninguna gran novela)
fue a partir de entonces concebible. Don Quijote explica a Sancho que
Homero y Virgilio no describían a los personajes "como ellos
fueron, sino como habían de ser para quedar ejemplo a los venideros
hombres de sus virtudes". Ahora bien, el propio don Quijote es cualquier
cosa menos un ejemplo a seguir. Los personajes novelescos no piden que
se les admire por sus virtudes. Piden que se les comprenda, lo cual es
totalmente distinto. Los héroes de epopeyas vencen y, si son abatidos,
conservan su grandeza hasta el último suspiro. Don Quijote ha sido
vencido. Y sin grandeza alguna. Porque, de golpe, todo queda claro: la
vida humana como tal es una derrota. Lo único que nos queda ante
esta inapelable derrota llamada la vida es intentar comprenderla. Ésta
es la razón de ser del arte de la novela.
* Cervantes
deja hablar aquí a su pluma. (De nota 49, pág. 1223, Op.
cit.)
© Milan Kundera, 1999. © de la traducción: Beatriz de
Moura, 1999
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En la época de los
Austrias, España y Cataluña no son entidades contrapuestas
y distintas; Cataluña forma parte de España; ser catalán
no quita ser español. Ahora bien, ¿tenían los pueblos
que integraban la monarquía conciencia de formar parte de una misma
entidad política encabezada por el soberano? Se tiene la impresión
que lo que predominaba era la pertenencia a la patria chica.
Es lo que se desprende de los datos que nos proporcionan la literatura
y la historia, especialmente de la segunda parte del Quijote, en la que,
a diferencia de la primera donde escasean las alusiones a la problemática
contemporánea, abundan las referencias a algunos problemas vitales
de la época: la expulsión de los moriscos, los ataques de
los corsarios berberiscos en las costas de Levante o el bandolerismo catalán.
En el capítulo 60 de la segunda parte, al adentrarse don Quijote
y su escudero en un bosque, Sancho se espanta de repente al topar con
las piernas de unos ahorcados. Don Quijote procura sosegarlo: éstos
deben de haber sido sentenciados por la justicia, por donde me doy a entender
que debo de estar cerca de Barcelona. Efectivamente, no tardan en llegar
unos bandoleros cuyo jefe lleva a la cintura nada menos que cuatro pedreñales.
Es el famoso Roque Guinart. Al oír este nombre, Don Quijote no
oculta su admiración: "¡Oh valeroso Roque, cuya fama
no hay límites en la tierra que la encierren!" A continuación,
Roque le cuenta a Don Quijote los motivos que le han obligado a convertirse
en bandolero : "A mí me han puesto en él [este modo
de vivir] no sé qué deseos de venganza [...]. El querer
vengarme de un agravio que se me hizo [...]. Hanse eslabonado las venganzas
de manera que no sólo las mías, pero las ajenas tomo a mi
cargo". Poco después, llegan otros bandoleros de la misma
cuadrilla que se han apoderado de un coche con dos mujeres y la escolta
que llevaban. Dos de los cautivos explican que son capitanes de infantería
destinados a Nápoles donde está su compañía.
Una de las prisioneras es mujer principal que va a reunirse con su esposo,
magistrado en Sicilia; necesitan el dinero que se les ha robado para gastos
de viaje. Roque admite aquellas explicaciones. Acepta devolver el dinero,
conservando sólo una cantidad razonable porque el abad de lo que
canta yanta. Reparte este botín entre los hombres de su compañía
-los más eran gascones- y lo hace con tanta legalidad y prudencia
que no pasó un punto ni defraudó nada de la justicia distributiva.
Uno de los bandoleros, sin embargo, se permite criticar la generosidad
de su jefe. En seguida Roque le parte la cabeza con su espada: "desta
manera castigo yo a los deslenguados y atrevidos". Luego da un salvo
conducto a los viajeros para que sigan su camino seguros: "No es
mi intención de agraviar a soldados ni a mujer alguna, especialmente
a las que son principales".
Caballerosidad, generosidad,
galantería son pues los rasgos con los que Cervantes caracteriza
a los bandoleros catalanes. Lejos estamos de las tintas negras con las
que Mateo Alemán, Quevedo y otros autores pintan a los pícaros
de Castilla.
Para Cervantes, Cataluña
no es todavía la comarca mercantil e industriosa que será
en la segunda mitad del siglo XVIII. Sigue siendo una tierra áspera
y dura en el interior, pero que abriga almas generosas y nobles, con una
capital -Barcelona- digna de toda admiración y elogio. O sea que
entre Cataluña y Castilla no se observan, en la época de
los Austrias, señales de desencuentros o enfrentamientos. Los problemas
que oponen el Principado y la Corte parece que interesan sólo a
los políticos y gobernantes. En la medida en que la literatura
expresa el sentir de los contemporáneos, los catalanes no parecen
ser entonces para los castellanos gentes extrañas ni hostiles,
sino todo lo contrario. Ahora bien, sería a todas luces improcedente
considerar la literatura como un mero documento de historia social.
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