LA EDUCACIÓN DE LOS LILIPUTIENSES

Hay varios tipos de escuelas, según el sexo y la condición social. Tienen profesores con gran experiencia que preparan a los niños para su vida futura de acuerdo con el rango familiar, su capacidad e inclinaciones. Primero diré algo sobre los colegios masculinos y luego de los femeninos. Las escuelas para muchachos de elevada o noble alcurnia tienen profesores serios y doctos y varios sustitutos. Los vestidos y alimentos de los niños son naturales y sencillos. Se les educa en los principios del honor, justicia, valor, modestia, clemencia, religión, y amor a su patria. Están continuamente ocupados en algo, salvo en las horas de comida y descanso, que son muy breves, más dos horas de recreo dedicadas a ejercicios físicos. Son vestidos por hombres hasta los cuatro años y luego se les obliga a vestirse solos por noble que sea su alcurnia. Las ayudantes femeninas, que en proporción a nuestras mujeres tienen unos cincuenta años, realizan solamente las tareas domésticas más bajas. No se les tolera que conversen con los criados, y se reúnen en grupos más o menos numerosos en las horas de recreo, siempre en presencia de un profesor o alguno de sus suplentes. De esta forma evitan las tiernas y nocivas impresiones a las que nuestros chiquillos están expuestos. A sus padres se les permite solamente dos visitas al año; éstas no pueden durar más de una hora. Pueden besar a su hijo al saludarse y despedirse; pero el profesor, siempre presente en tales circunstancias, no les tolera que cuchicheen, utilicen expresiones cariñosas, o traigan regalos, juguetes, golosinas y demás.
Si la familia deja de pagar la pensión por la educación y manutención de sus hijos, los oficiales del emperador le recaban dicho pago.
Las escuelas para hijos de la clase media, comerciantes, hombres de negocios y artesanos, funcionan de un modo proporcional y parecido. A los siete años se coloca como aprendices a los que van a dedicarse a un oficio, mientras que los otros continúan en el colegio hasta los quince. Durante los últimos años, sin embargo, les van dando más libertad.
En las escuelas de niñas, las muchachas de alcurnia reciben casi la misma educación que los muchachos, salvo que las visten disciplinadas criadas de su propio sexo, siempre en presencia de un profesor o ayudante, hasta que a los cinco años empiezan a hacerlo solas. Y si se descubre que estas criadas intentan alguna vez distraer a las niñas contándoles historias de miedo, de necedades o las típicas imprudencias de nuestras sirvientas, se les azota tres veces en público, se les encarcela durante un año y se las confina de por vida a las zonas más desoladas del país.
Así las jóvenes se avergüenzan tanto como los hombres de ser cobardes e imprudentes y desprecian cualquier tipo de adorno personal que no sea decente o pulcro. Tampoco observé diferencia alguna en su educación debida a la división de sexos. Sólo que los ejercicios físicos de las chicas no eran tan fuertes y se les daba algunas normas relacionadas con la vida doméstica, y se les exigía una formación cultural inferior; porque son partidarios, entre la gente de rango, de que la mujer sea una compañera razonable y agradable, ya que no puede mantenerse siempre joven. A los doce años, edad casadera entre ellos, sus padres o tutores se las llevan a casa, expresando efusivamente su gratitud a los profesores, rara vez sin lágrimas por parte de la chica y sus compañeras.
En las escuelas femeninas de rango inferior, las chiquillas son instruidas en todas las labores propias de su sexo y de acuerdo con su nivel: las que han de aprender algún oficio abandonan el centro a los siete años; el resto a los once.
Las familias más humildes con hijos en estos colegios tiene la obligación de entregar al administrador, además de la pensión anual que es lo más baja posible, una parte de su salario mensual a modo de peculio para el niño.

MI VIDA ENTRE LOS LILIPUTIENSES

Quizá sea del agrado del curioso lector que comente aquí algo de mi vida doméstica y mis costumbres durante la estancia de nueve meses y trece días en aquel país. Tenía cierta facilidad para las labores artesanas y, forzado además por la necesidad, me construí una mesa y una silla bastante cómodas con los mayores árboles del parque real.
Doscientas costureras se dedicaron a hacerme camisas y juegos de cama y mesa, todo en el tejido más fuerte y basto que pudieron encontrar. De todas formas, hubieron de acolcharlo mediante varios pliegues, porque el tejido más recio resultó ser más delgado que el más fino lino. Su tejido tiene generalmente una amplitud de tres pulgadas y con tres pies hacen una pieza. Las costureras me tomaron las medidas mientras yo estaba tumbado en el suelo; una estaba de pie en mi cuello, y otra en la pantorrilla; cada una sostenía el extremo de una cuerda, mientras una tercera medía la longitud de la misma con una regla de una pulgada. Luego me midieron el pulgar derecho, y eso fue todo; porque mediante un cálculo matemático sabían que dos veces el perímetro del pulgar equivale a la medida de la muñeca; y el mismo sistema sirve para calcular el cuello y la cintura; les fue también de utilidad mi camisa vieja, que extendí en el suelo para que les sirviera de patrón; y así me vistieron perfectamente a la medida. Trescientos sastres trabajaron en hacer ropa; pero se inventaron otros sistemas para tomarme las medidas. Me arrodillé, y levantaron una escalera desde el suelo hasta mi cuello; subieron por ella y dejaron caer una plomada desde el cuello de mi camisa, y así obtuvieron la longitud de la chaqueta. Yo me tomé las medidas de cintura y brazos. Hicieron el trabajo en mi casa (no habría habido suficiente espacio en las más grandes de las suyas), y cuando las prendas estuvieron terminadas, parecían los remiendos que hacen las damas inglesas, sólo que los míos eran todos del mismo color.
Para aderezar la comida tenía trescientos cocineros que, juntamente con sus familias, vivían en unas barracas acondicionadas cerca de mi casa, y me preparaban dos platos cada uno. Cogía veinte camareros en mi mano, y los colocaba encima de mi mesa; cien más esperaban en el suelo, algunos con platos de carne, otros con barriles de vino, o bien con licores, que traían a hombros; los camareros de arriba me subían cuanto yo quería, de forma muy ingeniosa, utilizando cuerdas, de la misma forma que en Europa subimos el cubo de un pozo. Un plato de carne era un buen bocado, y un barril de licor un trago razonable. Su cordero desmerece ante el nuestro, pero el buey es excelente. Una vez me sirvieron un solomillo tan grande, que tuve que dividirlo en tres trozos; pero esto no era lo normal. Mis sirvientes se asombraban de que me comiera incluso los huesos, tal como hacemos en nuestro país con las alondras. Generalmente me comía los platos y pavos de un bocado, y confieso que son superiores a los nuestros. Podía ensartar en mi cuchillo veinte o treinta de sus aves más pequeñas.

J. SWIFT: Los viajes de Gulliver. Editorial Planeta

 

La reproducción de estos fragmentos tienen exclusivamente un fin pedagógico y no hay ánimo de lucro.

Por Adelaida de Sárraga

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