ELEMENTOS CULTURALES EN LAS
ESCUELAS:
UNOS ANÁLISIS DE LA ETAPA POSTMODERNA
Antoni Perulles i Rull.
Departamento
de Didáctica, Organización Escolar y DDEE.
UNED
tperulle@pie.xtec.es
CONMEMORACIÓN 50 ANIVERSARIO DEL
COLEGIO INMACULADA
JESÚS-TORTOSA (Baix Ebre)
1. Introducción.
2. Valores que han sido referentes para pensar el curriculum.
3. Promesas: ¿retos permanentes
o revisión de objetivos?
4. La escolarización convive con
el analfabetismo y con la desigualdad.
5. Una institución con finalidades
educaivas integrales.
6. Un proyecto cultural que marca
futuro.
7. El triunfo de la democracia
liberal y algunas de sus proyecciones en la participación en la educación.
8. Las consecuencias de la sociedad
del conocimiento y de la información.
9. Entre el repudio de la burocracia,
la retirada del Estado y las ansias de participación.
10. Grandes retos para una institución
cada vez más potente.
11. Las reformas curriculares: un
mundo de intenciones y de prácticas políticas.
12. La realidad del contexto
frente al voluntarismo de las declaraciones.
13. Referencias bibliográficas.
1. Introducción. |
"En el coro general de la época
se han debilitado considerablemente,
por relación a los siglos anteriores, las voces de quienes afirman
el progreso como algo valioso, de quienes ven el núcleo de su ideal social
en la mejora de la condición de los hombres y de los que esperan
confiados en un futuro mejor de la humanidad" (N. Elias).
La escuela que conocemos en un sistema universalizado de
educación es una institución creada bajo los supuestos de la modernidad, amparada
en la idea de que el progreso es posible y en que la educación es un medio
para lograrlo. El éxitode la educación y las respuestas a ésta guardan
estrecha relación con la crisis de aquellos supuestos. Tratar de suponer cuál
va a ser el futuro de la educación es un ejercicio arriesgado y altamente
problemático, ante los cambios presentes y previsibles.
2. Valores que han sido referentes para pensar el curriculum. |
La universalización de la escolaridad, ya lograda para un
largo tramo de la vida de los seres humanos en las sociedades desarrolladas,
fue acompañada, no sin luchas, avances y retrocesos, de la fe y esperanza
en que la cultura y el conocimiento -por tanto, la educación que los proporcione-
actuarían de motores de la dignificación de la condición humana bajo el supuesto
de que el saber nos hace más libres y mejores, porque la cultura abría el
mundo a los seres humanos, dotándoles de capacidades para entender y participar
en él, dueños de su pasado y actores de su presente, conformando la personalidad
entera de los sujetos y no sólo su pensamiento.
El ideal formativo clásico presupone que el saber nos potencia,
libera y nos hace mejores porque con su posesión se mejoran las formas de
vida, y esa es su principal funcionalidad: la formación humana. La cultura
defendida en la escolarización bajo esa tradición racionalista moderna se
apoyó en la fe en el conocimiento científico y en la crítica de la razón que
se ponía al servicio de la emancipación respecto de los oscurantismos de diverso
tipo, situando al sujeto y a la sociedad en la ruta del progreso material
y moral.
Con el acceso a la cultura, la escuela democratizada para
todos situaba a los que se beneficiasen de ella en el camino de la supresión
de las desigualdades de origen, al tiempo que se promovía el acceso a los
valores universales, desbordando las referencias locales de los microterritorios
culturales de los que cada uno procede, con lo que se superaban sus lacras
y limitaciones. Estas ideas, con matices diversos, constituyeron un legado
del que nos hemos nutrido, lo que nos ha hecho entender la educación y su
universalización como una herramienta de realización personal y social.
Fueron ideales anclados en la filosofía de las luces, en
los regeneracionismos diversos, potenciados y aprovechados más tarde por el
desarrollo industrial que necesitó de las escuelas dos funciones básicas.
En primer lugar, el cuidado de la prole en sustitución de las células primarias
de la sociedad, disueltas parcialmente al separarse el trabajo de la vida
familiar. En segundo lugar, pasado el periodo de la primera industrialización
salvaje, no sin la ayuda de las luchas sociales, la producción se empareja
con el conocimiento y la educación aparece como propedéutica para el mundo
del trabajo, una posibilidad facilitada por el retraso de la entrada en el
mundo adulto.
El espacio separado y el largo tiempo de la escolarización
prolongada generaba materialmente un lugar protegido para la infancia y para
la juventud que proporcionaba las condiciones para cumplir las funciones educativas
alejados de las urgencias cotidianas y las divisiones sociales. La escuela,
como decía DEWEY (1995), permitía la configuración de un ambiente controlado,
organizado con un propósito educativo, simplificado, propicio para superar
las limitaciones del grupo social en el que se nace; porque cualquier sociedad
compleja subgrupos diferenciadas más o menos interrelacionados. Se abrían
así unas amplias posibilidades para que las fuerzas y procesos de la educación
que en ese espacio-tiempo se desarrollaran, actuando como mecanismos potentes
con efectos duraderos en la socialización y conformación de la personalidad.
Con todas estas confluencias se fue generando el abanico
de posibilidades de diversa índole que puede cumplir la educación escolarizada,
que, convenientemente articuladas, constituyen toda una filosofía educativa
poliédrica cuyas caras sirven para prender en ellas aspiraciones muy diversas,
no siempre coherentes entre. Aunque, entendidas de forma armonizada, constituyeron
la idea de que educación era un importante instrumento para el desarrollo
individual y para el funcionamiento social ordenado.
La confluencia de estos ideales y funciones en la creación
y extensión de los sistemas educativos modernos asumidos por los Estados les
prestaban a éstos la legitimidad de poder influir en los alumnos en aras del
desarrollo personal, de la integración social y del progreso económico. Una
intervención que conllevaba compartir y sustraer competencias a las esferas
familiares en aspectos que a éstas les desbordaban: la cultura, la socialización
y la preparación para la vida. En las sociedades industrializadas más avanzadas
se elaborarían las políticas que tomaban a la educación como una de las señas
de identidad de los Estados del Bienestar.
3. Promesas: ¿retos permanentes o revisión de objetivos? |
"... la
eficacia de la modernidad se revela ante todo como distancia. Entre
la promesa efectivamente realizada y la que sigue incumplida. De una parte
el triunfal despliegue del progreso científico que acumula gestas de poderío
técnico, que deja rápidamente anticuada la ciencia-ficción, la asimila a la
crónica y la obliga a recurrir a una inventiva cada vez más desmesurada. De
otra, los fracasos, las dilaciones, el fatigoso arranque -que también es siempre
doloroso y apasionante combate- del proyecto de autonomía del individuo, por
difundir exhaustivamente esas libertades, para todos y cada uno, que
son cuando menos tan esenciales para el poder (o autonomía) del hombre
como pueda serlo la técnica" (Flores d'Arcais, 1994, pág. 21-22).
Las promesas y virtudes anunciadas de la educación distan
de ser una realidad en muchos lugares de la Tierra, lejos de alcanzarse en
ellos la escolarización universal. Mientras, allí donde ha triunfado, su extensión
coexiste con deficiencias importantes en la misma, mientras se ponen en tela
de juicio supuestos básicos de la filosofía y de los ideales que legitimaron
la universalización. De aquí, creo, arrancan nuestros retos.
La lucha por la modernidad hoy es en buena medida la reinvención,
cuando no la simple reivindicación, de algunas de sus promesas incumplidas.
Ni el oscurantismo o los irracionalismos se han superado, ni la igualdad se
ha cumplido, ni el saber colabora siempre al desarrollo de los individuos
ni a la comprensión de lo que en todos ellos existe de universal, ni el espacio-tiempo
escolar sirve como pudiera hacerlo al bienestar de los alumnos; mientras,
los localismos reaparecen, se diluye todo proyecto de liberación unitario,
al tiempo que nos instalamos en la virtualidad de la aldea global.
La crisis de los clásicos ideales se monta en nuestro caso
una debilidad histórica añadida, dado que no somos hijos de "las luces",
nuestra industrialización fue tardía y nos asomamos a la promesa del bienestar
cuando el Estado que la promete entra en una crisis que algunos tratan de
argumentar como definitiva.
4. La escolarización convive con el analfabetismo y con
la desigualdad. |
Nadie duda de que un pueblo escolarizado es la base de una
sociedad más culta. El nivel educativo de la población sube, no sólo en sus
parámetros estrictamente escolares, como afirman Baudelot y Establet (1990),
refutando la idea de la decadencia de los sistemas escolares, lo cual presta
alas al ideal ilustrado. Pero no es menos cierto que el acceso masivo a la
educación no ha podido suprimir la lacra del fuerte fracaso escolar y del
deterioro cultural, hasta caer en el analfabetismo funcional, que afecta a
importantes contingentes de los egresados de la educación obligatoria. Hoy
encontramos "analfabetos" en capas que tienen importantes dosis
de escolarización. En el mejor de los casos, hay que reconocer que, habiendo
asistido al sistema escolar, una importante porción de la población escolar
sale sin los títulos de salida previstos.
Por unas u otras razones, allí donde se escolariza a todos
subsisten las desigualdades, a las que se ha sumado ahora la provocada por
el tipo de educación que se recibe. Hemos descubierto que a la escuela no
se le puede pedir ser el instrumento todopoderoso para combatir la desigualdad;
sabemos que la base culturales de origen y las paralelas a la escolaridad
conforman capitales simbólicos a partir de los que se obtiene diferente "rentabilidad"
de los escolares. Comprendemos que las diferencias se acentúan cuando distintos
grupos sociales pueden proporcionar en diferente grado ayudas extraescolares
a la escolarización, pues los potentes medios de difusión cultural extraescolar
pueden disfrutarse y aprovecharse en función de la educación recibida y según
el origen social (BOURDIEU, 1988). El acceso de todos a los títulos académicos
básicos deja a éstos en su estricto valor nominal, pasando a ser la diferenciación
del conocimiento que les sirve de base el elemento discriminador de las titulaciones.
Una discriminación que está en la base del rechazo y de la contracultura adolescente.
"En el estado actual, la
exclusión de la gran masa de las clases populares y medias no se opera ya
a la entrada en el bachillerato, sino progresivamente, insensiblemente, a
lo largo de los primeros años del mismo, mediante unas formas negadas
de eliminación como son el retraso como eliminación diferida, la relegación
a unas vías de segundo orden que implica un efecto distintivo y de estigmatización,
adecuado para imponer el reconocimiento anticipado de un destino escolar y
social, y por último la concesión de títulos devaluados ". (BOURDIEU,
1988, pág. 153).
Ante la crisis, unos tienen la tentación de "volver
a lo fundamental" y seguro, admitiendo que no todos están igualmente
dotados para alcanzarlo y que, por tanto, la educación, para no perder calidad,
tiene que seleccionar a los mejores. Tentación que entre nosotros se va a
poner a prueba cuando se tenga evidencia de los resultados de ampliar la escolaridad
obligatoria sin haber hecho mucho por re-inventar la práctica. La competitividad
social por un mercado laboral escaso y el ascenso de la moral del éxito legitiman
desde el punto de vista social las propuestas jerarquizadoras.
Otros, con fe en la larga lucha contra la desigualdad, no
fácil pero sí susceptible de mejorar, nos apuntamos a esa re-invención de
las prácticas escolares, -no me refiero sólo, aunque también, a las de los
profesores-; a una reorientación de los contenidos del curriculum que haga
del espacio-tiempo escolar un momento sustantivo e interesante por sí mismo;
a la integración de culturas académicas (ciencias, tecnología, humanidades,
etc.); a no pensar los niveles educativos en la sola dinámica de su estricta
continuidad en otros superiores en una carrera sin fin; a alguna provisión
de medidas para atajar los déficit de la cultura familiar; en fin, a un modelo
de educación y de actividad laboral permeables entre sí.
Lo peor, a estas alturas del recorrido, aunque nos cueste
reconocerlo, no está en la constatación del incumplimiento de las promesas,
sino en la pérdida de fe o, como mínimo, en su atemperación, pasa seguir con
los mismos retos prometedores que siguen todavía vigentes. Cuando, desencantados
e inmersos en el pragmatismo, se enjuicia la calidad no desde patrones cualitativos
-culturales o pedagógicos- o según sus consecuencias sociales, sino mirando
hacia el modelo del mercado como vía para estimular la eficiencia y eficacia
de los sistemas escolares, incluido el sector público, apoyándose en las diferencias
de la oferta para que los consumidores estimulen la "competitividad".
Pasamos ,pues, por una época en la que sería osado tener
alguna pretensión de poder dibujar una línea clara y uniforme para definir
las aspiraciones -objetivos, decimos en educación- que deben guiar la continuidad
de la acción de las instituciones sociales que, como es el caso de la educación,
se ocupan de prefigurar el destino y bienestar de los ciudadanos y, a través
de ellos, el de la sociedad. Ni tenemos claro el destino ni, como mínimo,
podemos aspirar a disponer de un sólo camino para lograrlo. La Historia no
se ha acabado, como algunos dicen o pretenden, sino que comienza verdaderamente.
Si no se puede tener medianamente clara la función de la
institución, difícilmente podremos proponer un contenido coherente para la
misma, respecto del que estemos convencidos que va a cumplir una función determinada.
Los ataques que recibe desde distintos ángulos la institución escolar son
presiones que se aprecian en las orientaciones que se pretende tome el curriculum,
es decir, los contenidos que expresan los fines de la institución. Porque
más allá de expresiones retóricas, es en los contenidos de la actividad escolar
y en los objetivos inherentes a las actividades con las que se desarrollan,
entendidos aquéllos en un sentido amplio, donde se ve reflejada más visiblemente
la misión de la escolarización. La inestabilidad del curriculum, por así decir,
es el reflejo directo de la crisis de la institución que lo acoge y de desestabilizaciones
en la cultura de la que se nutre la selección cultural que compone el texto
curricular. Por eso, más que de reformas, como propuestas específicas
y delimitadas, el signo de los tiempos es el de estar en proceso de reforma
permanente, lo que ha de entenderse como la dinamización continuada de cambio
interno y no la alteración de la estructura escolar, obviamente.
Los debates esenciales en torno a los curricula en
la actualidad, como no podía ser de otro modo, están muy estrechamente relacionados
con los cambios culturales, políticos, sociales y económicos que están afectando
a las sociedades desarrolladas y que tienen como primera consecuencia la revisión
del papel asignado a la escolarización y a las relaciones entre ésta y los
diferentes aspectos que en ella se entrecruzan: profesores, organizaciones,
relaciones con la comunidad. etc.
En definitiva, el curriculum es el texto que contiene
el proyecto de la reproducción social y de la producción de la sociedad y
de la cultura deseables y como tal se convierte en el campo de batalla en
el que se reflejan y se libran conflictos muy diversos.
5. Una institución con finalidades eductivas integrales. |
Hay una serie de realidades que conviene no perder de vista
para tomar un primer pulso al desasosiego y desorientación que se aprecia
por diversos ámbitos, y que de forma difusa, a veces, afecta al profesorado.
En primer lugar, es sabido que la experiencia escolar cumple y puede desempeñar
papeles diversos, no siempre fáciles de conciliar en un proyecto coherente.
Sobre las espaldas de la institución recalan aspiraciones como la de facilitar
el acceso a la cultura, hacerlo en condiciones de que todos tengan oportunidades
de lograrlo, garantizar la educación de los ciudadanos como tales para vertebrarlos
en la sociedad, combatir las lacras sociales, preparar para el mundo del trabajo
en un sistema productivo bastante diferenciado, suplir algunas de las funciones
que tenía adjudicadas la familia tradicional y además garantizar el desarrollo
de la personalidad completa del alumno, su autonomía e independencia y su
bienestar personal. A la escuela se la supone como si fuese una especie de
pararrayos y de caja mágica a la que se considera todavía suficientemente
potente y a la que aún se mira como referencia para salvarnos de demasiadas
cosas. Merece confianza social y a ella se dedican abundantes recursos, aunque
no tantos como misiones excelsas se le reclaman. Pero la escolarización queda
muy afectada por tras crisis de legitimidad.
Se trata de la pérdida de la legitimidad moral de la institución
educativa y de sus agentes. El profesor hace tiempo que dejó de considerarse
como un ejemplo "maestro" al que tener de espejo en el que compararse,
en un proceso paralelo a como los padres iban siendo cargados de deberes hacia
el respeto de la autonomía y libertad de los hijos proclamado por la educación
liberal, sustituyendo los deberes filiales de la sentencia bíblica "honrarás
a tu padre y a tu madre" por las obligaciones paternas para con la autonomía
del hijo (LIPOVETSKY, 1994). La educación moralizadora dejó de "tener
prensa" (no ya sólo mala prensa), deslegitimándose su mera pretensión
propositiva. El proyecto laico de una escuela para la ciudadanía solidaria,
moralmente autónomo e intelectualmente interesante para ser atractivo por
sí mismo para no tener que imponerse sigue sin realizarse adecuadamente, cuando
empieza a considerarse la necesidad del respeto a las creencias de cada uno
como constitutivas de la subjetividad.
Si esa pérdida de centralidad en cuanto a los referentes
morales ha sido aguda, no es hoy menor la que tiene lugar en lo que se refiere
a los contenidos que rellenan el ideal de cultural del hombre adecuadamente
formado, ideal que no se sabe muy bien de qué se compondría en una cultura
y en una sociedad fraccionadas, precisamente cuando son más esenciales unos
mínimos vertebradores.
Si algo se puede apreciar como nota de nuestro tiempo, como
ocurre en tantos otros campos, es la constatación de una crisis de legitimidad
de las clásicas creencias que sostuvieron el desarrollo de los sistemas educativos
modernos que hicieron posible la universalización de la educación y de la
correspondiente base para sostener el relleno de la escolarización. Una crisis
de legitimidad acentuada por la conciencia del fracaso parcial de las promesas
que acompañaron a su expansión: hoy, muchos de los analfabetos funcionales
han estado ya prolongadamente escolarizados. La discusión se puede cerrar
con facilidad admitiendo que lo que se ofrece tiene que discriminar a los
que acceden seleccionando a los mejores, y no escasean en estos tiempos de
incertidumbre los argumentos genetistas, darwinistas y tolerantes con la desigual
capacitación de los sujetos.
6. Un proyecto cultural que marca futuro. |
"Los hombres
son entre ellos tan iguales como desiguales. Son iguales en ciertos aspectos
y desiguales en otros. ... Entre los hombres, tanto la igualdad como la desigualdad
son de hecho verdaderas porque la una y la otra se confirman con pruebas empíricas
irrefutables. Sin embargo la aparente contradicción de las dos proposiciones
´Los hombres son igualesª y ´Los hombres son desigualesª depende únicamente
del hecho de que, al observarlos, al juzgarlos y sacar las consecuencias prácticas,
se ponga el acento sobre lo que tienen de común o más bien sobre lo que los
distingue" (BOBBIO, 1995, pág. 145).
El proyecto unitario de cultura de la institución escolar
pilotado y garantizado en el sistema educativo por el Estado está hoy bastante
erosionado. La postmodernidad se ha caracterizado, entre otras cosas, por
el ataque a la homogeneización, la reivindicación de los discursos ocultados
y de las culturas locales, por el lenguaje estimulante de la diversidad ante
la evidencia de las diferencias entre los seres humanos y entre las culturas.
A la polivalencia de fines escolares se añade el reto para
el curriculum que añade la condición social postmoderna que incrementa las
contradicciones. En una sociedad compleja la diferenciación, la pluralidad,
la diversificación de opciones, valores, aspiraciones, modos de entender la
vida y de estar en ella que tienen individuos y grupos, son condiciones básicas
a considerar. La sociedad, como consecuencia de procesos productivos complejos,
de la urbanización y de la aproximación entre culturas diversas, se hace cada
vez más compleja y mestiza, menos monolítica. Las sociedades urbanas modernas,
frente a las tradicionales se caracterizan por acoger en su seno subculturas
diferentes con diferentes grados de interrelación entre ellas. Una institución
escolar encuadrada en un medio urbano atiende a estudiantes con referentes
culturales muy diversos.
La diferenciación social de hecho ante la que se encuentra
la escuela es una manifestación sociológica evidente que da pie a que adquiera
legitimidad el discurso postmoderno que niega las metanarrativas portadoras
de proyectos globales y universales para la educación, porque -dice- la cultura
es evidente que no es una ni puede imponerse como proyecto unilateral
a todos, independientemente de las diferencias culturales, proyectos particulares,
etc. La desmembración de las grandes narrativas que orientaron la educación
moderna (progreso, ciencia, valores universales, cultura occidental, etc.)
produce inestabilidad a la escolaridad y a sus contenidos, es decir, al curriculum.
Éste tendrá que abordar los contenidos como algo construido y en proceso de
reconstrucción constante. Una posición coherente con las perspectivas constructuvistas
de rango psicológico que orientan buena parte de la investigación psicopedagógica
actual y que ha conformado, al menos en España, el bagaje de conceptos más
divulgados en los recientes procesos de reforma). Esta especie de relativismo
científico se suma al relativismo de los marcos de referencia culturales para
construir la subjetividad de los individuos y al de los valores éticos que
orientan el proyecto educativo. Si seguridades ciertas de orden científico,
cultural y ético es mucho más difícil reconstruir un texto que contenga
la guía básica de la educación en un sistema escolar ya de por sí complejo.
La dificultad de establecer un curriculum se ha constatado
en educación desde que se comprendió e instauró el procedimiento de plasmar
explícitamente a qué debía servir la escuela. Incluso desde los planteamientos
renovadores de la escuela moderna se han divulgado principios de actuación
que conllevaban la dificultad de universalizar y esquematizar propuestas de
educación coherentes. Este ha sido el caso, por ejemplo, de la pretensión
de una educación ligada a la vida que la rodea. Una fórmula difícil de rellenar
con propuestas coherentes para ir más allá de un localismo estrecho. Y si
ese acercamiento en una sociedad plural y democrática significa participación
democrática en el marco de una colaboración entre la escuela y la sociedad
o la familia, cuando se enfoca como capacidad del ciudadano de exigir servicios
al gusto de los consumidores, desencadena un panorama de demandas variadas
y hasta contradictorias que reclaman de los profesores y de las instituciones
funciones y resultados no siempre coincidentes.
¿Cómo se puede servir al pluralismo desde una institución
que nació para normalizar y esa es la función que todavía cumple? ¿Cómo mantener
el ideal igualador sirviendo a una sociedad fragmentada? ¿Con qué legitimidad
seguimos proponiendo una escuela única igual para todos, cuando se canta la
diferencia, la diversidad, el respeto a las peculiaridades? ¿Cómo proponer
desde la escuela un proyecto que satisfaga a todos?. Los supuestos bajo los
que nació la escolaridad que conocemos tienen que afrontar importantes retos
y contradicciones.
Esto nos lleva a otra condición básica de los tiempos en
los que nos movemos: las consecuencias de la participación en una sociedad
democrática.
7. El triunfo de la democracia liberal y algunas de sus
proyecciones en la participación en la educación. |
La democracia liberal ha triunfado como modelo con la consiguiente
llamada a que la sociedad civil cobre protagonismo en la decisión de los más
variados aspectos que afectan a la vida de las personas y de los grupos sociales.
Obviamente, la educación, en la medida en que en ella la sociedad se juega
el futuro y los individuos las oportunidades de participación en la economía
y en la vida social, es un objeto sobre el que la sociedad civil debe asumir
responsabilidades. El Estado tiene que garantizar las oportunidades de educación
para todos y la igualdad de los ciudadanos ante esas oportunidades. Pero desde
la óptica del liberalismo no le corresponde al Estado decidir los valores
que tienen que orientar a la sociedad, sino garantizarlas condiciones de que
los grupos sociales hagan valer sus proyectos.
La traducción de este principio a las políticas y prácticas
sobre el curriculum son muy importantes. En primer lugar, se precisan de mecanismos,
ordenaciones y políticas de información para que los problemas del curriculum
sean problemas debatidos en la sociedad. En segundo lugar, la deliberación
aparece como el mecanismo que dará nueva legitimidad de las propuestas de
curriculum a desarrollar en las aulas. Esto no quiere decir que el Estado
se debe retirar de regir el desarrollo de unas líneas curriculares básicas,
sino que debe articular procesos de decisión democráticos complejos para que
la sociedad se adueñe de su destino y establecer las garantías que eviten
hegemonías ilegítimas, no apoyadas en razones defendibles. Una tercera consecuencia
nos parece que adquiere especial relevancia: los profesores deben pensar su
trabajo como desarrolladores del curriculum no sólo en tanto que profesionales
que desarrollan su enseñanza a partir de un texto curricular dado,
sino como especialistas que comparten su capacidad de decisión con otras instancias
sociales. Y como en el proceso de deliberación que debe llevar a la concreción
de ese texto no tienen todos la misma capacidad de participación, por
el diverso grado de formación e información que tienen los agentes sociales
que están llamados a participar, entonces los profesores, además de ser "especialistas"
en el desarrollo del curriculum, tienen que ser informadores y formadores
de todos aquellos que deben quedar implicados en los procesos de decisión.
Cabe preguntarnos si los actuales profesores están en condiciones de llevar
a cabo esta exigente labor. Si no lo están, la participación será ficticia.
Si la participación en educación, y más concretamente en
el curriculum, no es la de simples consumidores que eligen, sino que se entiende
como colaboración en la definición del proyecto, en la medida en que ello
sea posible, el problema para los profesores reside en encontrar una nueva
definición de su rol en el que sus destinatarios son los estudiantes y los
padres porque no solo tiene que dirigir su enseñanza sino participar en el
proceso de capacitación social para que las familias participen y no sean
meros consumidores de opciones en las que ellos no tienen protagonismo.
Si la panorámica de fines insinuados más arriba es, ya de
por sí, difícil para lograr una articulación coherente en un proyecto práctico,
en una sociedad plural participativa lleva consigo que sectores sociales diversificados
ponderen en desigual medida unas finalidades sobre otras, y entiendan cada
una de ellas de forma distinta. Su propuesta está perdiendo fuerza el sentido
de proyecto indiscutido y garantizado que se ofrece como ilustración a los
ciudadanos. La sociedad democrática, cuanto más lo sea, cuanto más activamente
se comporte como tal, tanto más exigente va a ser en demandar por si misma
contenidos a la educación. El esquema de un profesor sirviendo a un proyecto
pensado desde arriba para unos disciplinados consumidores se rompe a favor
de una confrontación más directa entre quienes proporcionan el servicio y
los "consumidores" (familias y estudiantes).
8. Las consecuencias de la sociedad del conocimiento y
de la información. |
No corren buenos tiempos para seguir entendiendo la educación
como un proyecto que tenga que ver con la mejora de la condición de los seres
humanos a través de la cultura, con el fomento de la formación de sus mentes,
con el goce de la posesión del saber, con el progreso moral de la sociedad,
cuya necesidad es hoy más que nunca evidente. Ese discurso primigenio que
da apoyo fundamental para establecer el curriculum escolar sigue vigente,
pero se ha dislocado de las prácticas. Los ideales ilustrados y regeneracionistas
son cada vez más ocultados por el pragmatismo y por la ideología de la eficiencia
social. El saber, la cultura, pierden valor ante el conocimiento profesionalizado
y la vorágine del consumismo de títulos y diplomas. La crisis de los ideales
educativos nos es más que una expresión de los cambios de valores en el medio
social externo.
Un cierto germen de esta ideología utilitarista estaba ya
en aquel pragmatismo de "educar para la vida" de fuerte significado
progresista, en tanto era también una reacción contra el academicismo huero.
Pero la vida ha significado en primer lugar la posibilidad de vivirla
con dignidad material y esta no es posible sin el trabajo. El conocimiento
hoy es un elemento de la productividad; su posesión es condición para desarrollar
ese trabajo. Como dice Habermas (1987), el saber dominante -el conocimiento
científico-, en la medida en que se ve en él un factor profesionalizador,
deja de tener valor formativo; ha dejado de ser un recurso para una forma
de ser y se ha convertido una forma de dominar el mundo. No se puede ir contra
ese valor si queremos disfrutar de ciertos bienes, aunque somos conscientes
de sus excesos, pero sigue estando por conquistar la dimensión formativa del
saber -tanto del científico como del humanístico- para afianzar el valor de
los sujetos en el mundo.
¿Podemos contrarrestar o complementar el aspecto instrumental
con la dimensión formativa? ¿Acaso el modelo cultural dominante en las aulas
no ha perdido -si es que lo ha tenido, más allá de experiencias minoritarias-
su atractivo y sustancia, enraizado todavía en el academicismo vacío y enredado
en el enmarañado de la burocratización pedagógica, de los exámenes, controles
y libros de texto al servicio de los ritos escolares? ¿Tiene algo que ver
con la cultura para la formación aquélla que reconocemos en las escuela real,
a la que hemos sometido a los patrones del curriculum dominante en la práctica?
(GIMENO, 1994). ¿Tiene algo que ver lo que se enseña y las actividades a través
de las que se hace con la sustancia de las áreas de conocimiento a las que
se dice que pertenecen? ¿No es el contenido escolar, como dice REID (1984),
una yuxtaposición de tópicos definidos por la institución escolar?
Las sociedades más avanzadas plantean un marco de intercambios
simbólicos para su miembros como no había tenido lugar en ninguna otra parte
ni en ningún otro momento histórico. La sociedad del conocimiento (BELL,
1991) es una expresión que designa un tipo de sociedad y de cultura en las
que cualquier actividad individual y social está ligada o reclama la posesión
de conocimientos, desde las actividades más simples (consumir, relacionarse
con otros, elegir entre posibilidades,...) hasta las actividades profesionales
más complejas. Estamos y estaremos cada vez con más fuerza en un mundo en
el que la educación será actividad decisiva para poder participar y estar
en ese universo o quedar excluido de él. La sociedad de la información
designa, más bien, a una condición de la sociedad en la que determinado tipo
de conocimientos y datos circulan con rapidez, rompiendo las barreras de las
culturas delimitadas, las fronteras de la distancia, así como los límites
de la capacidad de almacenamiento y de procesamiento de las informaciones.
Es decir, denota una aceleración de determinadas características de la sociedad
del conocimiento.
Sin haber resuelto adecuadamente en el terreno de las prácticas
las promesas modernas de extender la cultura relevante, estamos entrando en
la llamada sociedad post-industrial, del conocimiento o de la información,
que reclama de la educación escolar una respuesta adecuada si no quiere quedar
ésta al margen de los circuitos de comunicación de cultura y de conocimiento.
La sociedad industrial se baso en la energía, la post-industrial
resalta el valor central que tiene el conocimiento teórico como eje en torno
al que se organiza la tecnología, el crecimiento económico y la nueva estratificación
social (BELL, 1991, pág. 138). Una sociedad donde es importante no sólo el
conocimiento científico y tecnológico porque también la compone un fuerte
sector de servicios, donde el saber es una industria en sí misma (SALVAGGIO,
1989). Este tipo de sociedad genera tiempo para la adquisición de conocimiento,
facilita la difusión y el acceso al mismo, acerca los depósitos remotos del
saber, hace del conocimiento y del ocio actividades productivas, posibilita
el acercamiento entre culturas; necesita, en suma, de la educación. Poder
disponer de los accesos a esa nueva sociedad y aprovecharlos va a ser la base
de una nueva y más contundente dualización social.
Es pronto para saber de todas las consecuencias sociales,
políticas, económicas y culturales que van a tener estas sociedades, pues
nos plantean interrogantes básicos sobre la democratización del acceso al
conocimiento, su control, el mantenimiento de la privacidad, la concentración
de poderes, la descentralización del trabajo, su desaparición, los efectos
sobre la subjetividad transitada por una información que caduca con rapidez.
Empezamos a conocer sólo algunas de sus consecuencias y posibilidades. A la
educación le van a afectar de manera importante, desde las formas en que está
institucionalizada a sus contenidos, recursos, métodos y relaciones con el
mundo exterior en general, y con el mercado laboral en particular.
La imprenta puso de manifiesto el valor de la alfabetización
para acceder a un saber encerrado en fuentes de acceso limitado que a partir
de ella se hacía más público, incrementando los autores y los consumidores
del saber. En los centros escolares todavía no se ha sacado todo el beneficio
de aquel revolucionario invento cultural. Las nuevas tecnologías de la información
plantean un concepto más exigente de alfabetización, reclaman destrezas intelectuales
complejas para manejarse en un mundo simbólico. Los sistemas educativos funcionaron
de "salas de espera" en la sociedad industrial y como mecanismos
disciplinarios, además de servir de preparación a los niveles más cualificados.
En la sociedad de la información y del conocimiento las fuerzas productivas
tienen que estar altamente cualificadas, ser creativas y cada vez más autónomas,
condiciones ligadas estrechamente a la educación (CASTELL, 1994).
Ante esta nueva condición, a la escolarización y al curriculum
se le plantean retos muy importantes, no nuevos, aunque sí más intensos. El
primero reside en el de encontrar adecuados criterios de selección de contenidos.
Es una obviedad que la capacidad de "reproducción cultural" materialmente
posible de la escolarización ha sido sobrepasada hace tiempo por la acumulación
de cultura lograda, en su sentido más amplio, y más en particular en cuanto
al conocimiento e informaciones de los que se nutren los contenidos académicos.
El desarbolamiento del contenido potencial a reproducir exige la substanciación
de criterios relevantes para seleccionar, porque el tiempo escolar y extraescolar
es siempre limitado. Buena parte de la superficialidad de los aprendizajes
escolares obedece a una lógica absurda de pretender abordar lo inabordable
y pasar sobre ascuas sobretodo. Por eso hoy, más que nunca, resulta muy conflictivo
arroparse de una legitimidad incontestable a la hora de realizar la selección
siempre de algún modo "arbitraria" que compone todo curriculum para
cualquier nivel de la escolaridad. La imposibilidad de que el texto curricular
que contiene los mensajes a aprender reproduzca, como dice LUNDGREN (1992),
lo que se ha venido produciendo en el transcurso del tiempo o lo que se produce
ahora mismo es un hecho que reclama el debate sobre qué es lo esencial y a
lo que merece la pena dedicarse; lo que no es fácil ya de por sí, y menos
contemplando las observaciones señaladas en los puntos anteriores.
Fórmulas como el aprender a aprender, la idea de
centrarse en los procesos educativos más que en los productos, o la filosofía
de la educación permanente no van más allá de recoger y expresar la
imposibilidad señalada que resalta la pérdida de unos referentes definidos,
claros y delimitados. A fin de cuentas el aprender a aprender tendrá
que practicarse aprendiendo algo, porque los procesos no se dan en el vacío,
con lo que nos encontramos con el problema original de qué hay que enseñar.
Hoy el debate esencial en torno al curriculum es el de la realizar la selección
apropiada. Una discusión que está por iniciarse coherentemente para llegar
algo más lejos que al acuerdo de transmitir algunas competencias culturales
básicas especialmente referidas a la educación primaria. Por esta razón, aunque
existen otras, el debate curricular central para el sistema obligatorio está
hoy en la etapa secundaria. En un sistema segregado, donde cada uno elige
ramas especializadas con destinos académicos y profesionales diferenciados
se evita el problema. Cuando esa etapa se integra en un sistema comprensivo
los curricula que antes se impartían entre todos no pueden yuxtaponerse
conjuntadamente ahora para todos.
La búsqueda de una cierta racionalidad no es fácil si vamos
a ir más allá del "quita esto para poner aquello", de la sustitución
de unas asignaturas por otras o de las luchas corporativas de unos especialistas
frente a otros por ubicarse en el sistema educativo. Y, desde luego, ese debate
tiene poco que ver con fórmulas técnicas de diseñar curricula, proyectos
curriculares y demás artefactos conceptuales al uso.
Esa sociedad del conocimiento tiene dos importantes proyecciones
más sobre la educación y el curriculum. Por un lado, hemos de constatar la
aparición, explosión y difusión de mecanismos, medios y procedimientos capaces
de comunicar saberes e informaciones en competencia con la escuela, que componen
un auténtico curriculum paralelo que implica una competencia que es
suplementaria, competidora, suplantadora y hasta detractora de las funciones
clásicas del curriculum escolar. Suponen mecanismos culturales más atractivos
que el curriculum académico anclado en las viejas tradiciones comunicativas
escolares. Su contenidos pueden ser en muchos casos triviales, pero sus posibilidades
son enormes, como muestra la divulgación científica a través de revistas,
publicaciones diversas y medios audiovisuales. El curriculum escolar se devalúa
por la sencilla razón de que deja de monopolizar la función de transmisión
cultural que tuvo en el sistema escolar. La escuela se ve cada vez, de ese
modo, relegada a la función de custodia que todavía sigue siendo importante.
Los idiomas modernos, por ejemplo, se adquieren tanto o más fuera de la escuela
que por el curriculum académico.
Aunque sea materialmente una realidad importante el tiempo
escolar de cara a la socialización de los estudiantes, no quiere decirse que
necesariamente sea protagonizado por la fuerza y el proyecto defendido por
la escuela, sino que puede ser más bien el momento y el territorio de juego
de otras fuerzas traídas por la infancia y la juventud desde el ambiente exterior
a las aulas y al patio de recreo, donde juegan en la mayoría de los casos
ante la impotencia de la institución, cuando no ante su indiferencia ante
la cultura juvenil.
Esa devaluación cultural del curriculum debería obligar
a volver a pensarlo y a meditar sobre la urgente necesidad de potenciar culturalmente
a los profesores desbordados por esos otros "difusores" de cultura.
Las reformas curriculares tendrían que considerar que no hay cambios importantes
de la cultura en las aulas, y menos en las sociedad del conocimiento, que
no pase por la potenciación intelectual de los profesores. En las nuevas sociedades,
los profesores, anclados en la cultura en la que el curriculum escolar era
el único o el principal mecanismo de difusión cultural, pierden ahora legitimidad
cultural. La identidad del profesor se configura en torno a funcionalidades
diversificadas: cuidar de la infancia, estimular la socialización, etc., si
bien una de ellas era central: la de ser poseedor de una cultura que los padres
no disponen para transmitirla a los más jóvenes. El monopolio total de esta
misión culturalizadora nunca la han poseído los profesionales de la enseñanza,
pero hoy la están perdiendo bastante deprisa. Asistimos una devaluación del
profesor en la medida en que su dominio de la cultura es cada vez más compartido
por una sociedad más informada a través de medios diferentes a la escuela.
Cada vez más, mayor número de padres son tan cultos y están tan informados
o más de lo que lo están los profesores. Cada vez más el capital cultural
de los estudiantes se nutre de la influencia de medios atractivos diferentes
al curriculum escolar.
Los sistemas educativos tienen ante sí un reto gigantesco
ante el que o responden convenientemente o quedarán relegados -en esta ocasión
del todo- a una función de custodia, deslegitimados en una de sus funciones
capitales: el proporcionar el acceso al conocimiento. La sociedad post-industrial
necesita educación y genera muchas actividades de educación, pero no está
asegurado que la vayan a proporcionar las instituciones que tenemos. Se abre
un panorama de ofertas muy variadas, flexibles y atractivas, lejos de los
patrones curriculares clásicos de la escolarización. Como ejemplo, podemos
recordar el papel que está cumpliendo fuera de la escuela y en competencia
cultural con ella la difusión del conocimiento de idiomas, la alfabetización
en informática, la divulgación científica, la disponibilidad de saberes en
bases de CR-ROM, la extensión de las redes de comunicación, etc.
En la medida que el panorama no está cerrado, pues como
dice CASTELL (1994, pág. 50), ahora empieza otra Historia, podemos empezar
a pensar en el papel que tienen que cumplir nuestras escuelas para que puedan
tener un cierto protagonismo en esta nueva dinámica social. En primer lugar,
para que el conocimiento no se anule en la información intercambiable y en
mero artículo de consumo, sin capacidad emancipadora para los individuos (LYOTARD,
1989). En segundo término, para que la educación oriente al ciudadano en ese
nuevo mundo gobernado y nutrido de actividades simbólicas. La escolarización
dispone ya y dispondrá de mayores facilidades en el acceso al conocimiento.
¿Se perderá en ese mundo?, ¿vivirá marginada del mismo?, ¿marcará un rumbo
crítico para los sujetos?
9. Entre el repudio de la burocracia, la retirada del
Estado y las ansias de participación: la descentralización de la escuela
y la posibilidad de diversificar el curriculum. |
Paralelamente a los rasgos anteriores y también como consecuencia
de los mismos, aparece la deslegitimación del mismo aparato escolar, calificado
de estructura voraz y de ser uniformador. Una característica que impide la
acogida de la pluralidad, y que resulta irrespetuoso con la diferenciación
necesaria que reclama la diversidad de modelos de vida, de voluntades y de
destinos individuales. El sistema educativo, como casa común que ofrece un
servicio igualador, será visto desde la crítica a los efectos de la imposición
uniforme como un instrumento alienante que engulle a la vez las singularidades
de determinados grupos sociales y de los individuos. Algunas demandas postmodernas
de respeto a las diferencias serán más sensibles ante las peculiaridades grupales,
pudiendo quedar cercenadas las de los individuos. Un sistema escolar unitario
para una sociedad fragmentada puede ser un fuerte antídoto, pero puede y es
en ocasiones apreciado como un anacronismo.
En educación también ha calado últimamente, como decía ARENDT
(1995), esa casi universal tendencia a la rebelión contra lo voluminoso, porque
la grandiosidad implica centralizaciones fuertes que acaban generando la burocracia,
que es el gobierno de nadie, sin responsabilidades concretas y para no se
sabe quién. Hoy son bien explícitas las llamadas a que el sistema educativo
se descentralice para que responda a la diversidad, para que cada comunidad
pueda tener respuesta a sus aspiraciones, para que cada escuela se acomode
a las peculiaridades de su medio circundante, para que desde el neoliberalismo
ascendente se respete esa especie de derecho inalienable a la elección de
oferta educativa en un mercado abierto en para que cada uno encuentre un lugar
a la medida de sus aspiraciones. Se trata de una dinámica que contribuye a
diversificar la oferta educativa, lo que se cree será motivo para caminar
hacia una sociedad más creadora en la que las iniciativas se estimulen y en
la que los individuos y los grupos aprendan resolver sus problemas sin la
intervención del Estado.
Es cierto que la expansión del sistema de escolarización
bajo la tutela de los Estados modernos ha garantizado los derechos básicos
de los ciudadanos a recibir educación, a hacerlo con unas garantías y con
unos mínimos comunes para todos. Al tiempo que propiciaba el logro de ese
bien, se fueron estableciendo una serie de controles sobre la práctica que
homogeneizaban la experiencia pedagógica. Uno de los efectos derivados de
la estructura burocrática, necesaria para mantener la coherencia de una organización
compleja, es la burocratización de la cultura pedagógica que ha tenido lugar,
la de las formas de hacer educación. No sabemos si la primera necesidad lleva
al segundo efecto inexorablemente, pero desde la necesidad de no caer en planteamientos
disgregadores hay que hacer posible que no sea así.
La práctica es muy semejante en las aulas de un centro y
entre centros diferentes. Esta esclerotización es la que dificulta y hasta
anula la expresión de la individualidad tan cantada desde la perspectiva postmoderna.
El defecto no puede ser achacado en exclusiva a la perniciosidad del sistema
en sí, pues ha contado con la colaboración prestada por: a) la debilidad profesional
de un cuerpo docente que en demasiadas ocasiones encontraba el amparo para
su seguridad en la comodidad de la dependencia, ajeno a otros controles directos
sobre la calidad de sus prácticas, y b) por la estandarización de los mensajes
y prácticas sugeridas por los materiales curriculares o libros de texto, tan
profusamente empleados, contradictoriamente en una sociedad que permite el
acceso a la variedad de la información y de la cultura como no habíamos conocido
en otro momento.
Resulta evidente que, fijándonos en la observación y análisis
de instituciones, la creatividad de las manifestaciones pedagógicas presenta
débiles cotas de realización, entendida como profusión de opciones de experiencias
pedagógicas institucionalizadas, caracterizadas como tales. No me refiero
a que no exista creación y esfuerzos de tipo más personal, como bien se demuestra
por las publicaciones que recogen sugerentes y ricas experiencias concretas
de profesores y de pequeños equipos. Por decirlo de alguna forma, cabe decir
que la apertura y riqueza de la variedad en tantos terrenos de la cultura
no se corresponde con la poca variedad de estilos educativos que son
también manifestaciones de la cultura. Los mecanismos de comunicación cultural,
las formas de relación social se han diversificado, pero no las formas de
la pedagogía institucionalizada.
La nueva epistemología educativa caracteriza a la práctica
educativa como creativa, irrepetible, impredecible, campo de expresión de
la profesionalidad docente, no sometida a controles de tipo técnico, ensalzando
la inevitable autonomía creadora, pero desde un enfoque individualista que
legitima la vieja creencia de que "cada maestrillo tiene su librillo".
Pero ese potencial creador o bien se pierde en experiencias no codificadas
ni comunicadas o no alcanza a formar ofertas variadas e identificables, con
la suficiente masa crítica como para generar estilos estructurados, delimitados,
duraderos, que se puedan contrastar entre sí. Todos los centros se parecen
enormemente entre sí. La enseñanza privada, en términos generales, aunque
a veces mantiene la imagen de su diferenciación, en lo que a prácticas educativas
se refiere, se parece enormemente a la oferta pública, por mucho que quiera
presentarse con etiquetas singularizadoras.
Como un signo más de lo que queremos decir, perteneciente
a un orden más abstracto, pensemos en que cuando se habla y se discute de
educación o cuando se pretende hacer innovación en el sistema educativo, no
se piensa ya en términos de la "pedagogía de..." (Freinet, Montessori,
Decroly, Dalton, etc.), que eran modelos codificados de hacer práctica diferenciada,
fáciles de comunicar a los profesores. Se tiende a adoptar planteamientos
generales apoyados en teorías con pretensión de ser científicas guías de la
realidad. Parece como si la práctica fuera una homogénea realidad que se puede
regular desde el conocimiento científico a imagen de cómo las ciencias ordenan
el mundo de la tecnología. No es incongruente que las reformas generales del
sistema, referidas al desarrollo práctico del curriculum en las aulas, se
presenten, como lo han hecho en nuestro caso, bajo el amparo de teorías-guía
que después se muestran inoperantes. La cientificización de la práctica es
la última pretensión moderna de regular "racionalmente" el sistema
educativo que refuerza ideológicamente la homogeneización lograda por la burocratización
del sistema y por la estandarización de los materiales curriculares.
Para generar la creatividad pedagógica, diversificación
de estilos, que den lugar a que la práctica institucionalizada tenga más expresividad,
dando acogida a la individualidad creadora de los sujetos, no deberíamos mirar
tanto a la diversificación del curriculum o a la fragmentación del sistema
escolar (bien sea bajo la óptica de la privatización o bajo la propuesta de
libertad de elección dentro del sistema público), sino al rescate de lo pedagógico
como territorio de experimentación y de creación. No deberíamos caer en la
más fácil tentación de pensar la diversificación curricular como un diseño
a la medida de cada uno o de cada grupo en la etapa de la obligatoriedad,
sino explorar las vías por las que la experiencia de los estudiantes con el
curriculum es diversificadora. Hay que garantizar la expresión de la subjetividad
al tiempo que mantenemos la equidad de la oferta educativa, lo mismo que aceptamos
que la pluralidad social ha de acogerse en centros donde todos quepan sin
caer en la pretensión disgregadora de que cada fracción social (económica,
religiosa, ideológica, cultural, lingüística, etc.) reclame su propio centro
a la medida de "sus diferencias".
Esta propuesta es coherente tanto con el entendimiento de
una autonomía profesional creadora en los profesores, a través de cuyo ejercicio
se desarrollan, como con la idea de que los sujetos, cada uno de ellos, encuentren
la posibilidad de que la cultura escolar dé cabida a sus posibilidades, a
sus inquietudes, a sus peculiaridades, a las diferencias culturales, a la
entidad subjetiva.
La misma legitimidad del Estado para proponer un proyecto
común de educación se debilita por los ataques hacia su intervencionismo en
la vida de los individuos y por la aspiración neoliberal a un Estado mínimo.
Como mucho, se pide que el Estado garantice el derecho a la educación pero
sin intervenir en ésta, dejando su dirección a cada comunidad, sea ésta la
formada por profesores y padres, sean sólo los padres en una especie de "Estado
de las familias" para combatir al viejo "Estado familia" interventor.
La internacionalización de la economía y, como consecuencia,
la erosión del poder regulador de cada Estado en el mercado laboral del territorio
que ya no gobierna en su totalidad, junto a la eclosión de la comunicación
al margen de fronteras nacionales, han debilitado la capacidad de los estados
nacionales modernos para dirigir un proyecto cultural unitario para toda la
ciudadanía. Decae así una de las claves que dirigió la creación de los modernos
sistemas escolares. La descentralización -no siempre para la participación
social- es hoy tanto la bandera de la profundización democrática, como de
la reivindicación de la singularidad (nacional, étnica, religiosa, lingüística,
etc.), como de los partidarios de dejar al mercado los mecanismos de todo
el funcionamiento social. Para que opere ese mercado se necesita poca intervención,
de suerte que la competencia se establezca entre la diversidad. El fiel de
la balanza entre las dos caras de la ambivalencia de la realidad humana que
nos presenta BOBBIO tiende hoy a escorarse hacia el particularismo
La pasión diferenciadora que afecta a la postmodernidad
de las nuevas políticas educativas, en la medida en que la traduzcamos en
creatividad pedagógica, hará de freno frente a pretensión de clasificar las
diferencias en instituciones segregadas, tal como preconiza la ideología del
mercado.
Para evitar, como a veces se dice desde la perspectiva conservadora,
que la carencia de un modelo de calidad aceptada por todos lleve a dejar que
el consumidor elija la que él quiera, el sistema educativo y sus profesionales
deben tener la autoridad moral de definir proyectos culturales convincentes
que creen referencias valiosas frente a la lógica de la definición burocrática
que seguirá pretendiendo reformar la cultura pedagógica desde arriba o de
la lógica del mercado que hará de la diversificación la bandera para poder
elegir. En esa tarea lo primero que hay que procurar hacer es no regular la
innovación pedagógica en sí misma, sino estimularla y establecer los controles
necesarios para evitar el desvío de las experiencias respecto de objetivos
fundamentales. La riqueza cualitativa y expresiva en las formas de desarrollar
el curriculum tendrían que primarse sobre la idea de un "curriculum a
la medida de los alumnos", nueva versión taylorizada de la "escuela
a la medida del niño" en un mundo que ha roto sus moldes culturales y
los correspondientes referentes de su reproducción.
10. Grandes retos para una institución cada vez más
potente. |
Al tiempo que se debilita el papel cultural de la escuela,
a la vez que se fragmenta el papel del sistema educativo, se tiende a ver
en los centros educativos los redentores de todos los males morales que afectan
a la sociedad. Apreciamos que nuevos cometidos se vuelcan sobre la escuela
ante la desaparición de otras esferas de socialización: familia, comunidad,...
Mensajes y compromisos como la educación vial, para la paz, contra el racismo,
para la prevención de enfermedades, para la igualdad de los géneros, recuperación
de las señas de identidad cultural y un lago etcétera, son saludables.
Ante los múltiples problemas sociales, miramos a la escuela
porque es una de las pocas instituciones visibles que quedan en la sociedad
postmoderna, pero corremos el riesgo de desligarla, distrayendo su tiempo
y sus escasos recursos, de su esencial funcionalidad moderna a re-descubrir
en la sociedad del conocimiento, centrada en el cultivo del saber, en el placer
de su descubrimiento, en el fomento de las actitudes críticas; bases todas
ellas de la libertad, todavía más necesarias en una sociedad nutrida de y
gobernada por actividades simbólicas. Si cumple bien su función genuina en
el terreno del conocimiento, será a la vez muy útil para otras muchas cosas.
No estamos volviendo las miras al intelectualismo unidimensional,
porque la actividad cultural atractiva y comprometida sólo es posible en un
clima donde otras muchas finalidades educativas se realizan a la vez.
. En segundo término, la escuela encuentra hoy competidores
muy fuertes. El poder de integración social lo tienen otras instancias en
la sociedad, como son el mercado y los medios de comunicación que difunden
arquetipos de ciudadanos. Desde estos otros agentes de las sociedades modernas
se difunden ideales que poco tienen que ver con los valores que trata de defender
la escolarización bien orientada. Los jóvenes asisten a una institución, que
los sociólogos han llamado total porque atrapa a toda la personalidad, pero
viven dentro de ella sin contaminarse demasiado, dividiendo sus ocupaciones,
preocupaciones e intereses.
La escolaridad se encuentra muchas veces defendiendo teóricamente
un modelo de vida en muchos casos a contracorriente de poderosos agentes.
Su academicismo y falta de sentido comunitario le hace olvidar muchas veces
la importancia de engarzar su acción con las culturas juveniles. Sus ideales
culturales y éticos contradicen en otros casos las orientaciones de esas culturas
modeladas desde el exterior.
El reto que tenemos por delante es el de re-inventar el
curriculum común integrador de las diferencias, al tiempo que crítico con
las desigualdades, es decir la búsqueda de una escuela común para todas las
individualidades -y resalto esto y no las diferencias de grupo-, respetuosa
con los valores de libertad, de la democracia y de la no discriminación, sin
perder el ideal de la igualdad. Una escuela que trabaje, desde la modestia
de que ella no puede todo, por el respeto hacia los demás y por un "mestizaje"
educativo tolerante e integrador (GIMENO, 1995). La óptica de la diversificación
escolar, sea ésta de origen económico o cultural, suele resultar insolidaria
y estimula la incomprensión y la separación, cuando no el enfrentamiento.
Y aunque cueste hoy decirlo y mantenerlo, para esa escuela sigue siendo fundamental
la intervención del Estado regulando la estructura escolar, el curriculum
común, mitigando las desigualdades, pero dejando al arbitrio de la racionalidad
comunicativa habermasiana, es decir al "sociedad civil educativa",
su plasmación en prácticas concretas.
La escuela siempre va a encontrarse con la diversidad, más
cuanto más prolongada sea la educación obligatoria. El reto es hacer compatible
el derecho a la identidad de los sujetos, a su libertad, con los valores universales
de la racionalidad moderna, haciendo que esos valores sean realmente universales.
La dificultad y el riesgo proviene de acometer ese propósito en una sociedad
cada vez más dualizada y fragmentada, cuando la ola conservadora hace valer
el respeto a la libertad como capacidad de elección a la medida de las aspiraciones
y conveniencias de cada grupo social, diferenciando las escuelas y creando
ghetos culturales para los más desfavorecidos.
Hemos de reconocer que ante estos nuevos retos y problemas
el pensamiento curricular para introducir una racionalidad renovada en los
sistemas educativos y proporcionar una guía para la selección de fines y contenidos
carece de instrumentos adaptables a la nueva situación. El curriculum, como
tantas veces se ha dicho, fue una práctica antes que un complejo terreno de
aportaciones teóricas diversas. Por esa condición, como no podía ser de otro
modo, los esquemas de explicación y las orientaciones normativas que constituyen
la teoría curricular están impregnadas de los supuestos de la escolaridad
acrisolada históricamente. Al cambiar esos supuestos el pensamiento sobre
el curriculum se queda sin referentes reales y es preciso redescubrirlos en
una sociedad más compleja. En esta tarea, de poco sirven pretendidas aportaciones
de expertos apoyados en "la ciencia" para conducir las reformas
curriculares.
11. Las reformas curriculares: Un mundo confuso de intenciones
y de prácticas políticas. |
Bajo el paraguas de la denominación de reformas tienen
cobijo infinidad de tipos de iniciativas y programas con muy diversos propósitos.
A título de ejemplo, se habla de reformas cuando se quiere acomodar la enseñanza
a las demandas del mercado laboral, cuando se plantea un cambio de estructura
de niveles o de ciclos con la finalidad de hacer el sistema más justo; se
habla de reformas al descentralizar el gobierno del sistema, cuando se incorporan
nuevos contenidos o nuevas tecnologías, al pretender mejorar los estilos pedagógicos
dominantes, cuando se busca la transformación de los procedimientos de gestión
interna de los centros, cuando se procuran cambios en la organización escolar
o en los mecanismos de control; se alude a la reforma cuando se busca la mejora
del rendimiento de los alumnos disminuyendo el fracaso, o cuando se dice incrementar
la calidad de los profesores, ...
Como el sistema educativo no es un área sobrada del interés
del público en general, de las fuerzas económicas, sociales y políticas, todo
programa de reforma encuentra rápidamente ecos y esperanzas en los más directamente
interesados en la educación o, al menos, en los que viven de ella: los profesores.
Interés que suele estar llamado a cierta inevitable decepción por haber puesto
más fe en hermenéutica en el discurso, más esperanza que análisis crítico
y experiencia histórica.
Bajo rótulos que enuncian propósitos loables muy variados
de transformación no podemos olvidar que en el lenguaje político las reformas
tienen otra función: son argumento justificador de que existe una estrategia
política para mejorar el servicio educativo, calificando cualquier acción
normal sobre éste como un programa "de reforma". Reformar denota
remoción y eso da cierta notoriedad ante la opinión pública y ante los profesores,
más que la que proporciona una política de medidas discretas pero de constante
aplicación, tendentes a mejorar el servicio de la educación. Se crea sensación
de movimiento, se generan expectativas y eso parece provocar por sí mismo
el cambio, aunque en pocas ocasiones, al menos en nuestro contexto, se analice
y se dé después cuenta de los resultados conseguidos. El simple anuncio del
movimiento se llega a presentar como sinónimo de la innovación: existe cambio
si se proponen reformas, de lo contrario es como si no hubiese una política
para la educación. Las reformas pueden acabar justificando la existencia de
los reformadores, las medidas aisladas darían poca relevancia a su existencia.
(No podemos olvidar el elevado número de profesionales que justifican su existencia
en las actuales políticas de reformas varias). Este uso retórico-político
sobre las reformas hace que sean realmente pocas las que dejen profunda huella
en el sistema y, sin embargo, y que otras muchas pretendidas reformas no tengan
otro valor que el ritual y litúrgico, a las que transcurridos poco tiempo
les podemos preguntar qué han dejado además de confusión y desmovilización.
Reconociendo ideales positivos en el lenguaje de las reformas,
admitiendo que, como ocurre en nuestro caso, se incorporan declaraciones de
principios con los que es fácil estar de acuerdo, es difícil apreciarles en
muchos casos méritos más allá de estimular el consenso en torno a ciertos
ideales. En educación pervive en gran medida una forma de entender el cambio
social que se nutre de un cierto mesianismo y de la mentalidad burocrática
tradicional. Aquél consiste en atribuir fuerza transformadora de la práctica
al discurso que se difunde y en el que hasta puede creerse, cuya realización
se hará realidad por la propia fuerza de la evidencia de sus bondades y por
las vías de la intervención administrativa. En el fondo es una concepción
de la innovación que resulta poco costosa, requiere pocos medios, más allá
de difundir la retórica; parece fácil y relativamente rápida. En el mejor
de los casos esa política de transformación educativa podría generar un cierto
consenso en torno a unas ideas fuerza, lo que no deja ser importante, pero
de esa táctica no se deduce el cambio de la realidad.
Nunca transformaremos la sociedad
a la medida de nuestros deseos. Incluso si convenciéramos a la mayoría de
nuestros ciudadanos para que nos siguieran, no tendríamos ninguna posibilidad
de realizar un ´proyecto de sociedad'. Porque la sociedad, las relaciones
humanas, los sistemas, son demasiado complejos; porque también nosotros no
habríamos movilizado sino una voluntad abstracta, desencarnada, el sueño despierto
de nuestros conciudadanos: esa voluntad, este sueño, nunca gobiernan realmente
la práctica". (Crozier, pág. 21).
Las reformas en política educativa coexisten y hasta sustituyen
en muchas ocasiones la carencia de un sistema de innovación y puesta al día
permanente, de una política "día a día" para mejorar las condiciones
del sistema educativo. De esta suerte unas reformas seguirán a otras como
si fuesen convulsiones periódicas. Se justifican, pues, en tanto el sistema
educativo ha quedado abandonado a sí mismo, provocando medidas de choque reiteradamente.
Al no abordarse las necesidades de forma cotidiana aparecen de vez en cuando
como intervenciones taumatúrgicas y milagrosas. Como ha señalado Cuban (1990,
pág. 6) las reformas regresan una y otra vez porque fracasan, porque los políticos
yerran en el diagnóstico de los problemas, no extraen lecciones del pasado
y no promueven las correctas soluciones. Al no partir de un análisis de la
globalidad del sistema tienen un carácter fragmentario que no cambia sensiblemente
el "todo" o encauza ese cambio (Popkewitz, 1982). Este mismo autor,
refiriéndose al panorama de los EE.UU, asegura que, en sus aspectos fundamentales,
las propuestas de reforma tienen muy poco que ver con la vida cotidiana de
la escuela y sí, en cambio, con los procesos de legitimación propios de las
sociedades industriales contemporáneas (Popkewitz, 1990) . Si existiese un
constante análisis de las demandas sociales, si existiesen vías de implicación
de los diferentes colectivos que participan en y del sistema educativo para
clarificar criterios de calidad en las prácticas educativas y de ordenación
y gestión del sistema escolar, si se realizase una constante evaluación de
la cultura escolar, de las necesidades de los profesores y de los centros,
si existiera un eficaz sistema de perfeccionamiento de acción continuada,
si existiera una comunicación fluida entre la cultura externa y la que se
"enlata" en los curricula, habría que utilizar con menos
frecuencia este rito recurrente.
Sólo entendiendo la dinámica de un sistema tan complejo
como el educativo los programas de reforma pueden ser eficaces. Este sistema,
en cualquier país, es un producto de su historia. Sus rasgos y peculiaridades
tienen un origen concreto, del que en muchos casos hemos perdido el rastro
sobre su razón de ser. A veces es fácil detectar el origen de una determinada
característica que obedece a decisiones puntuales tomadas en un momento determinado,
pero en otros casos es difícil rastrear desde el presente el origen de las
formas de organizarse, las prácticas de selección de alumnos, los modos de
tratar a éstos, cómo se ha legitimado el concepto de cultura que se transmite.
De otras muchas prácticas ni siquiera tenemos consciencia de su existencia
porque las hemos vivido como el medio natural en el que se ha desarrollado
nuestra existencia y en el que los profesores trabajamos.
Esta realidad histórica que es el sistema escolar mantiene
unas peculiares relaciones con el sistema social externo (las funciones que
cumple hacia fuera: para la familia, la economía, la reproducción de grupos
sociales, etc.), al tiempo que se estructura como una realidad institucional
y pedagógica compleja compuesta de prácticas un tanto autónomas, que tienen
cierta independencia respecto del conjunto socioeconómico y cultural exterior;
si bien en muchas ocasiones esas prácticas internas no dejan de servir directa
o indirectamente a ciertas funciones externas (los métodos autoritarios y
la evaluación selectiva son, por ejemplo, condiciones internas de un curriculum
oculto al servicio de una función social jerarquizadora).
Las reformas pueden poner más o menos énfasis en el cambio
en las relaciones de la educación con el sistema externo -cambios en su relación
con la igualdad de oportunidades de diferentes grupos ante la educación, adecuación
a la economía y al mundo laboral, nuevos proyectos culturales para una sociedad,
etc.- o pueden orientarse más hacia modificaciones en el sistema interno,
como ocurre cuando se quieren transformar los métodos pedagógicos, el funcionamiento
de los centros o la estructuración de los puestos de trabajo de los profesores.
Esta distinción es puramente metodológica, pues no siempre es fácil, ni siquiera
posible, separar esas dos dimensiones, pero sirven para analizar las sensibilidades
políticas y para explicar fracasos en las funciones externas debidos al funcionamiento
interno. Cuando se dirigen a alterar las relaciones del sistema con el exterior,
las reformas tienen una significación más política; si pretenden cambiar la
"cultura interna" del sistema educativo son de carácter más bien
técnico. Los programas políticos de reforma suelen ser una mezcla no siempre
explicitada de intenciones y de prácticas pertenecientes a esas dos orientaciones,
sin distinguir muy bien las medidas, los tiempos, las resistencias, los medios
y las estrategias muy diferentes que en un caso y en otro se requieren. El
"ruido" que se provoca en aspectos técnicos sirve en muchos casos
para justificar debilidades o encubrir propuestas en las funciones externas.
Un ejemplo: hemos asistido a la divulgación de propuestas técnicas sobre cómo
debe estructurarse el curriculum, pero no se ha discutido qué pasa
para que los contenidos hasta ahora exigidos provoquen un alto fracaso escolar
en unos grupos sociales determinados.
Las funciones externas y las condiciones internas son, en
ciertos casos, determinadas y redirigidas por las disposiciones legales y
administrativas tomadas puntualmente; si bien, generalmente, están determinadas
por la dialéctica cotidiana que se establece entre las prácticas educativas
y las realidades sociales exteriores, fraguadas en el lento moldeado de hábitos
de comportamiento y formas de pensar de padres, profesores, alumnos, directivos,
políticos, editores de materiales, colectivos influyentes y especialistas
diversos. El sistema educativo se ha configurado y se transforma evolutivamente
a través de las formas de gestión cotidiana; un proceso en el que se van creando,
por la vía de los hechos, usos y tradiciones que se condensan en una determinada
"cultura sobre lo pedagógico", que pasa a formar parte de la realidad
social y de los hábitos de una determinada sociedad.
Desde esta perspectiva, el sistema educativo y su dinámica,
como parte de la realidad social y cultural, no lo crean las leyes sobre la
educación ni tampoco la ciencia o el conocimiento especializado de forma sustancial,
sino que va fraguándose paulatinamente, se modifica parsimoniosamente, y las
iniciativas y declaraciones que de forma ritual cada determinado tiempo se
emprenden lo transforman, en realidad, muy poco. De ahí que unas reformas
sucedan a otras, declarando prácticamente las mismas intenciones. Afirmación
que es válida sobre todo para aplicarla a las prácticas y funciones internas,
de acuerdo con la distinción que hemos establecido. La "cultura pedagógica"
de que hablamos la componen modos de pensar, comportamientos, relaciones de
autoridad, formas de entender el conocimiento, expectativas e intereses de
colectivos diversos, visiones ideológicas contradictorias. Todo ello se constituye
en un entramado con un cierto equilibrio no carente de tensiones y conflictos.
Las políticas para incidir en esa cultura tienen que plantearse a largo plazo
y diversificarse en múltiples frentes coordinados. El cambio hay que pensarlo
globalmente, aunque haya que realizarlo de forma progresiva. O, como plantea
EISNER (1992), las reformas educativas han de contemplar una perspectiva ecológica
de la escolaridad.
La primera condición de una reforma transformadora de la
realidad sería la de clarificar, para no confundir ni autoengañarse, qué retos
concretos plantea y con qué medidas piensa conseguirlos; de lo contrario sólo
sirve a la ceremonia de la confusión de hacer que todo se mueva para que nada
cambie.
Todas estas observaciones que tienen contundentes apoyaturas
en la historia y en la documentación especializada son importantes porque
las reformas, en tanto son cíclicos choques traumáticos dirigidos a los usos
y prácticas asentados en el sistema educativo, tienen escasos o muy fugaces
efectos; crean sensación de movimiento, pero producen pocos cambios reales
y bastante desilusión si no inciden eficazmente en los mecanismos que configuran
la realidad.
12. Realidad del contexto frente al voluntarismo de las
declaraciones. |
¿Qué rasgos esenciales pueden apreciarse en las reformas
educativas de los países más desarrollados en estos últimos años? El panorama
es bastante contradictorio y complejo, porque cada país arrastra una historia,
unas deficiencias y unos retos inmediatos, diagnosticados y vertebrados políticamente
según el signo de los gobiernos de turno y de acuerdo con la incidencia que
pueden tener en cada caso las reivindicaciones de las fuerzas sociales en
la política educativa.
Por lo que se refiere al marco económico e ideológico general,
la década de los ochenta y parece que también así va a continuar en la de
los noventa, ha sido un período recesivo para los movimientos sociales y progresistas
en educación y para la misma política educativa. (En nuestro contexto inmediato
puede apreciarse el irrelevante lugar que tienen las preocupaciones educativas
en el debate político, más allá de los conflictos recurrentes con la enseñanza
privada o con la Iglesia). La etapa Reagan-Thacher ha sido la fiel expresión
del signo de los tiempos. En España ese efecto se oscureció o mitigó por la
llegada del partido socialista al poder en 1982, que recogió expectativas
de cambio arrastradas durante el franquismo y los primeros pasos de la restauración
de la democracia, de suerte que pudo concitar las esperanzas de cambio contenidas.
Pero, por mucho que nos pese, las tendencias de los ciclos históricos de fondo
terminan aflorando e imponiéndose a las coyunturas, de suerte que los lenguajes
y las medidas se van acomodando a las coordenadas macropolíticas y económicas
que engloban a los contextos nacionales, como ahora ocurre con el nuevo gobierno
conservador.
Existe una ya larga crisis económica que lleva consigo una
retracción de los gastos sociales en general y en educación en particular,
así como una limitación del mercado de trabajo. Es obvio que las posibilidades
de incremento de gasto en educación se van haciendo cada vez más difíciles,
y de vez en cuando surge alguna voz que plantea dudas sobre si el Estado tiene
que proveer un servicio gratuito tan prolongado como la educación, como ya
empieza a ocurrir en otro servicio esencial como es la sanidad.
A esta crisis económica le ha seguido el cuestionamiento
del estado del bienestar, acentuado más recientemente por la caída del bloque
socialista y el triunfo de la ideología del mercado, con el consiguiente auge
de valores y prácticas relacionados con la competitividad, el meritocratismo,
la búsqueda de la "excelencia", el individualismo, el predominio
de los más fuertes imponiéndose a los más débiles, la ideología de la eficacia.
Correlativamente se erosionan los valores culturales, sociales y morales,
mientras triunfan los valores económicos, los científico-tecnológicos, con
las consiguientes secuelas en las formas de racionalizar las prácticas sociales.
(Bastian, 1985; Shea, 1989; shapiro, 1990). El discurso educativo,
en consonancia, adquiere un tono conservador y tecnocrático, perdiendo la
carga ideológica y utópica proveniente de la ilustración, retomada y elaborada
por los movimientos progresistas, para los que la educación es una oportunidad
de mejorar las desigualdades sociales y el desarrollo del ciudadano. Así,
por ejemplo, es mucho más probable encontrar argumentos en el discurso político-educativo
sobre la "modernización" o sobre la adaptación la mercado de trabajo
que sobre las desigualdades y el fracaso en el sistema escolar.
No ha sido ajena a esta tendencia general la militarización
que ha sufrido la economía durante la Guerra Fría, con el consiguiente condicionamiento
directo del aparato de desarrollo científico y tecnológico, su incidencia
en la ponderación de prioridades y sus repercusiones indirectas en la educación;
influencia que se ha dejado sentir tanto en lo que se refiere a valores y
prioridades en general, como en cuanto a prácticas educativas y formas de
entender la racionalización de las mismas. Un efecto que fue señalado por
Margaret mead (1958) y por Eisner (1975) hace tiempo, sobre el que puede verse
el interesante trabajo de Noble (1991). Los efectos de esa militarización
del pensamiento y de la práctica se dejan notar, por ejemplo, en el enfoque
de la enseñanza en los sistemas de entrenamiento de habilidades y capacidades,
en el desarrollo de la tecnología educativa, la educación apoyada en ordenadores,
la psicología de la instrucción y la ingeniería pedagógica, modelos de enseñanza
basados en la resolución de problemas o en el procesamiento de información,
el estímulo de competencias cognitivas de alto rango, etc. Todo un sistema
de prácticas e ideología que ha hecho retroceder a los planteamientos progresistas
y humanistas en educación. La escuela como institución totalizadora ya no
se cuestiona, y muy poco lo que dentro de ella ocurre.
Los valores de justicia, equidad, dignidad humana, solidaridad
y distribución de la riqueza y del capital cultural se van sustituyendo por
la preocupación por la eficacia, por la competitividad, la "excelencia",
la búsqueda de resultados tangibles, el ajuste a las necesidades del mercado
de trabajo y de la economía, la lucha por disponer de mejores condiciones
de salida del sistema educativo ante un mundo laboral escaso, la formación
en destrezas básicas, la necesidad de incorporar las tecnologías de la información,
etc.
Consiguientemente, la concepción misma de la educación como
consumo, conducirá a preocuparse menos por las condiciones de la enseñanza
que reciben los estudiantes y mucho más por las resultados finales que se
pueden obtener, sometiéndose a las exigencias establecidas, si con ello se
tienen más oportunidades de éxito. Debates "ideológicos" como el
de la enseñanza pública-privada o el de la igualdad de oportunidades, la humanización
de las relaciones pedagógicas, la disminución del control sobre los alumnos
y toda pretensión de transformar las prácticas educativas hacia modelos más
acordes con criterios de calidad interna pierden terreno. Se priman las funciones
externas del sistema escolar respecto de la economía y el mercado, se oscurece
la función de igualación y se concentran los esfuerzos en reformas internas
del sistema coherentes con esas otras funciones externas.
Por poner algunos ejemplos cercanos, recordaremos la preocupación
por la competitividad de profesionales en el mercado único europeo, el interés
dominante por la formación profesional ajustada al mundo del empleo (aunque
se hable de "dignificarla"), la vitalidad de la enseñanza privada,
el auge del lenguaje sobre las nuevas tecnologías, la precariedad de las humanidades
y de los estudios sociales (se llega a decir, no ya que faltan técnicos adecuados,
sino que sobran humanidades), la preocupación por las diferencias individuales
explicadas en términos psicológicos más que por las desigualdades entre grupos
culturales y económicos. Temas como el analfabetismo funcional, el fracaso
escolar, el desinterés por la cultura, la desigualdad de oportunidades, la
educación compensatoria, la situación de las escuelas rurales, los problemas
de marginación juvenil, el autoritarismo en la educación, la implicación de
la comunidad educativa, la capacitación contra la manipulación, la evaluación
como instrumento de control, la calidad del profesorado, etc. pasan a la letra
pequeña o a ornamentación del discurso y de las políticas educativas.
Como consideración final diré que no parece que los retos
que plantea la cultura y la sociedad modernas a la escuela, que han de traducirse
en la revisión no sólo del curriculum, sino en nuevas formas de considerar
su elaboración, implantación y desarrollo estén adecuadamente representados
en las políticas de reforma curricular que son dominantes. Éstas se ven apremiadas
por otras urgencias algo alejadas, por un lado, de las preocupaciones más
concretas que los profesores tienen en las aulas. También me parece, por otro
lado, que están alejadas de los planteamientos más globales desde los que
sería necesario partir para reformular un proyecto cutural para las escuelas
que tenga como meta una mayor sustanciación cultural de los curricula,
una potenciación cultural y profesional de los profesores y una siempre difícil
igualdad de oportunidades enfocada desde las categorías clásicas de procedencia
social y desde las más recientes de raza, pertenencia étnica y género.
13. Referencias Bibliográficas. |
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