Article publicat a “El País” el 30/08/02 per Juan Marsé
MUCHACHA
EN UNA BICICLETA DE HOMBRE
Uno de los lugares que más me gustan de este mundo no es nada del otro
mundo y además no sé muy bien por qué me gusta. No me parece
especialmente acogedor, aunque lo frecuenté mucho en tiempos, estaba
cerca de casa y lo tenía a mano, y nunca había sido tan visitado
y admirado como en la actualidad. Ignoro totalmente el motivo de esa disposición
anímica, esa antigua predilección; tal vez se debe a que, hace
muchos años, en medio de su delirante e indisciplinada eclosión
de formas y de cromatismo, albergó los sueños heroicos del chaval
de la calle de Martí, 106, que todavía hoy me mira, con sus botas
destrozadas y una novela de Dickens o de Emily Brontë bajo el brazo, terco
y expectante en su remoto verano de musarañas, girándose al pie
de la escalinata del Dragón, y porque, como en tantos otros reencuentros
conmigo mismo en ámbitos ya abolidos o degradados, en otras escenografías
y territorios, reales o inventados, que conforman el pequeño mapa de
mi vida, aún prevalece la emoción más que la razón,
el sentimiento más que el intelecto.
El lugar en cuestión consiste en dos enclaves vecinos entre sí,
dos colinas o quizá sólo promontorios, diferenciados y aparentemente
excluyentes, ya que uno vendría a escenificar espectacularmente el ámbito
de lo fantástico, singular y exuberante, y el otro (sobre todo para el
solitario adolescente que entonces gustaba de identificarse con el joven y animoso
Pip o con el vengativo y tenebroso Heatchcliff), el páramo gris de la
desolación y la soledad, una colina sin vegetación y pedregosa,
nuestra particular y secreta parcela de cumbres borrascosas. En realidad, dos
anfiteatros enclavados en la Barcelona pobre de la zona alta y con muy distintas
perspectivas -de vida y de visión-, dos montes antagónicos en
fronda, vientos y vértigos, la cara y cruz de una misma ensoñación
con las infinitas variantes de una confusa aventi contada una y otra vez. El
muchacho, que una soleada mañana del verano de 1946 remonta la calle
Larrad o la carretera del Carmelo con las manos en los bolsillos y una maltrecha
novela sin tapas en el sobaco, intuye que ambos enclaves, el Parque Güell
y la Montaña Pelada, tocándose el uno con el otro, se complementan
y configuran una suerte de presagio: presiente que aquí, en alguna parte,
se tensa el lazo cordial que ha de atarle para siempre a esta doble escenografía,
a esta impertinencia infantil de cuento de hadas y a esta colina rapada y triste
que en julio rinde al viento unas pocas crestas amarillas de ginesta y donde
los niños pobres del barrio hacen volar sus pesadas cometas de fabricación
casera como si fueran estandartes guerreros. Sería aquí, en esta
cota entonces tan poco distinguida, con la sola compañía de Pip
o de Rastignac o de Edmundo Dantés sentados a su vera en el banco ondulado,
o en la boca de una covacha de la colina pelada, frente a la ciudad que se extiende
como una lepra hacia el mar, sería aquí donde las trepidantes
aventis que habían compartido en el corro expectante de cabezas rapadas
irían adquiriendo secretamente las alas y las garras de la ficción
literaria. Ciertamente, éste es el territorio escogido y éste
el presagio: aquí las mentiras de ayer han de vertebrar las verdades
de mañana, éstos son los montes donde corrían las sardinas
y donde habrán de nadar las liebres. Desde niño supo que todo,
o casi todo, por extravagante y disparatado que pudiera parecer, tendría
aquí lugar y sentido si conseguía embaucar al auditorio, entretenerlo
(años después, el poeta Auden le susurró: 'El arte quizá
no empieza, pero sí termina -le guste o no a la estética la idea-
en un intento de entretener a los amigos').
En lo que podríamos llamar el acto fundacional de esta fidelidad a unos
enclaves urbanos, el taciturno jovenzuelo con la novela bajo el brazo distingue
la imagen turbadora y germinal de una muchacha de unos 14 o 15 años montando
con descarada impostura una bicicleta de hombre. Aparece en la entrada sur del
Parque Güell, frenando, un pie calzado en sandalia de goma ya en tierra
-el otro en el pedal, el cuadro amarillo de la bici entre los muslos, el cuerpo
doblado hacia atrás, entregándose tenso a la frenada y ceñido
por un vestido verde y un ancho cinturón blanco-, y el pasmado cómplice
de Pip parado al pie de la escalinata del Dragón se la queda mirando.
No volverá a verla jamás, nunca sabrá su nombre ni dónde
vive, y, sin embargo, hoy juraría que, desde aquel luminoso domingo,
ni un solo día de su vida -lo mismo le ocurrió al fiel empleado
solterón de Charles Foster Kane- ha dejado de pensar en ella. Eternamente
varada junto a uno de los pabellones de entrada del parque, está hablando
con un hombre mayor cuya espalda derrotada parece acusar el peso de la enorme
maleta de cartón que acaba de depositar en el suelo... Pide disculpas
la prolija memoria, pero nimiedades como éstas serán los cimientos
invisibles de futuras estructuras narrativas, los nervios secretos y veraces
de algunas ficciones muy vinculadas a estos sitios. Porque si atiendo como es
debido al tímido fantasma que fui, este niño lector ensimismado
que en secreto espera su hora en las esquinas del barrio, vuelvo a escuchar
la voz apagada pero agresiva de la chica, una inflexión nasal que sofoca
su desdén, aunque no alcanzo a entender lo que dice. Sus ojos glaucos,
que nunca más habían de posarse en mí, conservan en el
recuerdo el destello húmedo y fugaz de un agravio cuando el hombre de
la maleta le dice: 'Me acuerdo de tu madre. También era muy guapa'. La
muchacha se despide, se va balanceándose lentamente erguida sobre los
pedales y gira a la izquierda en la calle de Olot sin sentarse en el sillín
y sin volver la cabeza (muchos años después, al trasladar su pedaleo
en equilibrio sobre la misma bici junto a un barranco del Guinardó, sus
cabellos ya no serán negros, sino una llamarada roja al viento, llevará
una falda amarilla con grandes bolsillos verdes y, sujeta con dos correas al
cuadro de la bicicleta, la funda negra de un violín). Ella será
una suerte de icono en la fabulación fundacional del territorio, una
de las imágenes emblemáticas en esta parcela acotada, este paisaje
ya trastocado por el paso del tiempo y por coyunturales escaparates de la modernidad.
En todo caso, los cambios en la epidermis urbana, en el Carmelo y el Guinardó
sobre todo, son espectaculares, y ahí no ha lugar para la denostada nostalgia.
Deseo constatar solamente que de aquel entonces tan precario, de aquellos días
tan expoliados, datan no pocas visiones embrionarias, apenas retocadas al pasar
a la ficción: las vivarachas huérfanas de la calle de Verdi entrando
en el teatrito de Las Ánimas con polvo de reclinatorio en las rodillas
y calcetines flojos en los tobillos; el sol del verano filtrándose como
un oro líquido por entre las guirnaldas y flecos de papel de seda en
la calle de Sors adornada para las fiestas; la hermosa peluquera que viene a
peinar a mi madre en casa se gira discretamente subiéndose un poco la
falda y hace chasquear la liga elástica sobre el muslo; recostada en
su cama de la torre de la calle de Laurel, en medio de un intenso aroma a vahos
de eucalipto, la hermana mayor de mis dos amigos del cole lee revistas de cine
y se pinta las uñas; en el bar de la esquina hombres con peinadores alrededor
del cuello y espuma de jabón en la cara comentan mirando el techo el
crimen de la calle de Legalidad; recién salido de la cárcel Modelo,
un hombre con boina y la chaqueta del pijama permanece horas y horas en su balcón
sobre la calle de Torrente de las Flores; surgiendo de una vieja torre semiderruida
del barrio del Carmelo, un muchacho endomingado con furia en los cabellos se
pone un clavel rojo en el ojal...
Hablando en términos estrictamente geográficos, está claro
que el plano real de estos enclaves y la estampa real de estos personajes yacen
sepultados bajo las necesidades y caprichos de una imaginación activa
y de una memoria incierta que, al cabo, entenderá que el único
modo de ser fiel a la verdad del espejo es ponerse la máscara. Así
pues, será muy poco lo que no inventes, y acaso no muy distinguido, pero
ese poco, le aconseja Pip sentado a su vera, debes contarlo sencillamente y
bien, sin alardear de su origen veraz o documental (en las obras de ficción
todo es veraz, o no es nada en absoluto). Podrás decir, por ejemplo:
en medio de la calle de Joan Blanques yace una paloma decapitada por las ruedas
de un tranvía de la línea 39 abarrotado de alegres bañistas
que van a las playas de la Barceloneta -y ciertamente un día viste esa
paloma con la tráquea seccionada, pero sabes muy bien que por la calle
de Joan Blanques jamás pasó ningún tranvía...
Abarcando con el tiempo nuevas parcelas y nuevas perspectivas, algunas falsas,
nuestro paseante novelero amplía los horizontes urbanos de la fabulación.
Desde lo alto de la Montaña Pelada divisa una vez más el territorio
acotado cuya doble personalidad le será revelada años después.
Las fronteras de este territorio son muy claras: al sur limita con la Travessera
de Gràcia, al norte con el Monte Carmelo y el Parque Güell, al este
con la plaza Lesseps y Gran de Gràcia y al oeste con el Guinardó.
Aquí y allá, grandes avenidas hoy frenéticas de fúlgidos
metales y estruendo de motores fueron senderos de miseria y de soledades, cuestas
empinadas y callejones enfangados, balconadas de pequeñas huertas y atalayas
de barracas. Ahora, lo mismo que el humo de un cigarrillo en una película
plateada de los años treinta, un humo que se eleva lentísimo como
en sueños y se enrosca y brilla en el aire tocado por una luz que no
es de este mundo, ahora también el polvo blanquecino que levantan las
ruedas de las bicicletas infantiles en la plaza del parque se enrosca en torno
a la cabeza del animoso joven explorador nuevamente rendida sobre el libro abierto,
cuando se sienta en el banco ondulado de cara a la ciudad. Aparentemente, el
tenaz lector quinceañero está solo, y ese polvo denso del entorno,
con su acre olor a verano suburbial, a gomas quemadas y a pobreza, le bastan
para reconocer el territorio y saber cuál ha de ser en él su lugar
frente a la ciudad aplastada y leprosa de entonces. A su lado se levanta el
joven Rastignac, sacude unas motas de polvo en las solapas de su levita y lanza
sobre el perfil de la ciudad una mirada desafiante. Luego observa al pálido
lector y, antes de irse, le oigo decir: 'Ahí te quedas, chaval'. Y aquí
sigo, al pie de las colinas, en el umbral del sueño.
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