Article publicat a "La Vanguardia" el 02/12/2002 per
Laura Freixas
La rambla del Raval
Quién te ha visto y quién te ve
Los que hace veinte años vivíamos en el Raval, ahora no lo reconocemos.
El nuestro era un barrio de calles estrechas, malolientes, entre fachadas altas
y siniestras, y tan pardas, que las plantas de los balcones no parecían
crecer en macetas, sino surgir de la pared como si brotaran de la tierra. Un
barrio con persianas de listones verdes, botellas de butano en el balcón,
ventanucos enrejados, ropa tendida tapada con plásticos mugrientos, oscuras
bodegas presididas por una cabeza de toro disecada, y un comercio provinciano:
en las calles angostas, alpargaterías, talleres de reparación
de motos, tiendas de ultramarinos con aspecto de rancios... y en la ronda Sant
Antoni, comercios típicos de barrio populoso: escaparates atiborrados
de pijamas o zapatos o cacerolas, donde los letreros con el precio poco menos
que tapan los objetos expuestos, y tiendas de muebles cuyas exposiciones impolutas,
con el tresillo, el reposapiés, el revistero, el teléfono de alabastro
y el dálmata de porcelana, tienen un no sé qué de fúnebre,
de tumba de Tutankamón al alcance de todos los bolsillos. Hoy en el Raval,
como en toda Barcelona, donde hubo espacios cerrados los hay abiertos: la nueva
Rambla, plazas, museos... y pronto, al parecer, un hotel de diez plantas, y
la Filmoteca, y la UGT, y multicines... y tantas otras cosas que hace veinte
años jamás se nos ocurrió imaginar.
Nunca pensamos, por ejemplo, que por semejante sitio se dignarían pasear
los turistas: hoy los hay, armados de una de las ocho o diez guías de
Barcelona, en varias lenguas, que pueden encontrarse en los quioscos de la Rambla.
Ni que un día veríamos rótulos en inglés, árabe,
ruso; que los bares ofrecerían, en lugar o además de calamares
y tortilla de patatas, falafel y shawarma; que donde estaba la alpargatería
abriría una galería de arte; que veríamos saris por la
calle, carnicerías islámicas y en los bancos de la Rambla, alternando
con los viejos del barrio, jóvenes pakistaníes...
El cambio -el del Raval y el de toda Barcelona después del 92- ¿es
para bien, es para mal?... Para bien, qué duda cabe: en lugar de una
ciudad lúgubre y parda, la tenemos colorida y aireada; en vez de mugre,
luz; donde había tétricos bares y bodegas, hay hoy museos de mármol
blanco; en vez de abulia y de provincianismo, vitalidad y cosmopolitismo ad...
Pero es que nosotros amábamos aquello. Amábamos aquel Raval apacible
y pueblerino, con sus secretos, que sólo unos pocos iniciados conocíamos:
el hotel España con sus maravillosos mosaicos y frescos modernistas,
o una diminuta librería de viajes, en un local caótico metido
en una callejuela, llamada Altaïr, que hoy está en la Gran Via y
es la más grande de Europa... Por aquel entonces, aunque no se lo crean,
Maria
Aurèlia Capmany no era una calle: era una gorda simpática
con la que coincidíamos en las "manis".
Seguramente la melancolía no la provoca el urbanismo; seguramente pasados
los cuarenta, y aunque no hubiera cambiado casi nada, es inevitable que nos
repitamos en voz baja los versos de Manrique: "¿Qué se ficieron...?"
o la frase de Proust: "Los únicos paraísos son los paraísos
perdidos". Por más mugrienta, maloliente y pardusca que fuese aquella
Barcelona, era la nuestra.
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