Article publicat a El País el 27/10/02 per Sergi Pàmies
Las entregas 
  de medallas al mérito cultural (o artístico, depende del periódico 
  que uno lea) que se celebran en el Saló de Cent del Ayuntamiento combinan 
  un escenario solemne con una figuración popular. Las medallas se otorgan 
  de tres en tres porque abundan los candidatos y para que así no se sientan 
  solos ante el peligro. En sus mejores tardes, trajeados familiares y amigos 
  se agolpan en una sala de aforo tan reducido que es necesario habilitar un espacio 
  contiguo en el que, en una pantalla, puede verse lo que, si no estuviera ocupada 
  repitiendo goles, debería retransmitir BTV. No asistí a la concesión 
  de medallas a Josep Maria Espinàs, Juan 
  Marsé y Terenci Moix porque no 
  tenía invitación y porque el protocolo me agobia. Sufro por el 
  calor que deben de estar pasando los policías engalanados y me incomoda 
  un ritual que me inspira dudas tan inoportunas y demagógicas como: ¿por 
  qué no reparten medallas al mérito entre taxistas y enfermeras? 
  Por eso procuro no acercarme a este tipo de actos a no ser por causas de fuerza 
  mayor, como, por ejemplo, cuando les dieron una medalla a mis progenitores. 
  Entonces la cosa mejora porque la ilusión se te contagia e incluso llegas, 
  sin que sirva de precedente, a emocionarte.
  El lunes, la medalla se concedió a tres escritores que tienen en común 
  haber hecho siempre lo que les ha dado la gana. Eso suele pagarse caro, así 
  que aplaudamos que el uso de la libertad sea reconocido. No hay dinero: sólo 
  una medalla de cuatro centímetros de diámetro, bañada en 
  oro, que reproduce un diseño de Frederic Marès. Contacto con la 
  joyería Aureli Bisbe, que realiza el encargo. Me dicen que la imagen 
  de la mujer del trono que figura en el reverso es la personificación 
  de Barcelona, con un glorioso laurel en la mano. En el anverso hay una pieza 
  rectangular con el nombre del premiado y la fecha. El rectángulo está 
  flanqueado por dos figuras: Palas Atenea, que practica el pluriempleo de ser 
  diosa de la guerra y protectora de la inteligencia, y Clío, musa de la 
  historia y de un coche Renault. La cinta es una trenza dorada de 72 centímetros. 
  Peso total: 50 gramos, que pueden guardarse en un estuche de terciopelo que 
  incluye una aguja-pin para escotes y solapas.
  De la fotografía del acto, ilusiona comprobar que Terenci 
  ha logrado domar sus achaques. A los 13 años intenté leer El 
  dia que va morir Marilyn en un ejemplar de la segunda edición que 
  corría por casa y que todavía conservo. En la última página, 
  hay una etiqueta de la librería Áncora y Delfín en la que 
  consta la fecha de entrada (17-3-1971) y el precio (230 pesetas). Aunque no 
  logré superar aquella prueba literaria (era demasiado joven), mantuve 
  mi curiosidad por un autor tan torrencial como impúdico, del que no sólo 
  te llegaban los libros, sino también ecos de su vida amorosa. Al margen 
  de su cinefilia cibernáutica y de su pasión por el Nilo, Moix 
  ha sido el mejor forense de la España sociata y de la promiscuidad entre 
  cambio y caspa, folclóricas y banqueros, divas y petardas, y de la transición 
  de Crónicas de un pueblo a Crónicas marcianas. Ahora está 
  mucho más considerado, pero en sus tiempos mozos protagonizó un 
  cisma con su lengua, y se enfrentó a la carcundia que todavía 
  hoy le excluye de las letras catalanas. Eso le obligó a caer en algún 
  exceso simétrico a los que le habían obligado a cabrearse, pero 
  fue en legítima defensa. Sus apariciones y programas de tele eran pura 
  irreverencia, como cuando le dio por contar que, además de cambiarse 
  la dentadura, el pelo y el color de los ojos, pensaba cambiarse la polla y que, 
  para hacer patria, había pedido la de Josep 
  Pla. Con Gurruchaga y Boadella, ha sido quien más ha abierto el grifo 
  de libertad en una televisión pública.
  De Marsé, ya hemos hablado mucho en esta 
  página, así que le mando un saludo, me excuso por haber confundido 
  su premio Nacional con el de la Crítica y le recomiendo que, ya que entiende 
  de eso, verifique la calidad de las medallas, por si las moscas. Y, por último, 
  Espinàs, atesorador de premios: Joanot 
  Martorell, Josep Yxart, Víctor Català, Sant Jordi, Ciutat de Barcelona, 
  Creu de Sant Jordi, Memorial Joan XXIII, Avui, Nacional de cultura y, hace poco, 
  el de las Lletres Catalanes. Al parecer, lo primero que hizo cuando le dijeron 
  que le habían otorgado la medalla al mérito cultural fue buscar 
  la definición de mérito para luego reflexionar sobre sus dobles 
  sentidos en su alocución en el Saló de Cent. Leer el diccionario 
  es una de sus adicciones y, aunque pueda parecer que debería saber el 
  significado de todas las palabras, le sigue gustando sumergirse en este mundo 
  de signos y analizar su sentido para, con una insultante facilidad a la hora 
  de expresar lo que previamente ha pensado, ganarse la vida con ellas. En eso, 
  entre otras cosas, consiste el oficio de escritor. 
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