PANORAMA GENERAL DEL
SEGLE XX
Christian Delacampagne
Nacimiento de la modernidad
La vía segura de la
ciencia
1. Progreso de la lógica
2. De la lógica a la fenomenología
3. De la lógica a la política
4. La disidencia de Wittgenstein
Las filosofías del
final
1. El final de Europa
- Rosenzweig
- Martín Heidegger
2. El final de la metafísica
- Rudolf Carnap
- Austin
- Strawson
- John Dewey
- Quine
- Noam Chomsky
La razón en tela de
juicio
1. Estructura frente a sujeto
La escuela hermenéutica
El estructuralismo
- Saussure
- Jakobson
- Koyré
- Lévi.-Strauss
- Lacan
2. Una historia de la verdad
- Michel Foucault
- Thomas Khun
3. De la desconstrucción al neopragmatismo.
- Jacques Derrida
- Richard Rorty
4. Comunicación o investigación.
- Jürgen Habermas
- John Rawls/Cavell/Putnam
NACIMIENTO DE LA
MODERNIDAD
Del Renacimiento hasta el final del siglo XIX, las producciones del arte
y del saber son consideradas, no como simples construcciones mentales,
sino como representaciones fieles de una realidad preexistente. Nuestros
signos son fiables, nuestros lenguajes verídicos y nuestra mente está en
pleno acuerdo con el mundo.
Estas convicciones cesan progresivamente de serlo a partir de 1880.
Ligadas a una imagen del universo que no ha evolucionado demasiado en
tres siglos, se ven cuestionadas junto con ésta. Cuestiones hasta ahora
rechazadas resurgen con fuera:
- ¿Tienen nuestros signos un fundamento fuera de nuestra ente?
- Las leyes que presiden su funcionamiento ¿son verdaderamente las
únicas posibles?
- ¿Seguro que reflejan algo más que opciones subjetivas o normas
culturales?
Por múltiples razones, artistas, científicos y filósofos empiezan a
dudar de ello. Pero si bien muchos rechazan como ilusoria la pretensión
de nuestros lenguajes de decir la verdad, por el contrario se apasionan
por los signos mismos, los cuales, al perder su transparencia, ganan en
misterio. Análogamente se apasionan por el mecanismo de la
representación, que se convierte, en pocos años, en el objeto de las
reflexiones más subversivas.
Se trata de una “crisis”. Pero de una crisis percibida como un
enriquecimiento y, en gran medida, como una liberación:
- Si la lógica de la representación, en el sentido clásico del término,
no es más que una construcción de la mente, y no la expresión de una
estructura “natural” e inmutable, deben ser posibles otros tipos de
construcción. Otros usos de los signos pueden ser imaginados, otras
reglas del juego elaboradas. Reglas que a su vez deberían permitir la
exploración de territorios nuevos, en la medida de la sed de expansión
que, en todos los campos, domina Europa por entonces.
Se permite ver, entre 1880 y 1914, el surgir de una cultura
decididamente “moderna”.
Poetas de esos tiempos (Rilke, Apollinaire, Saba, Trakl, Cendrars,
Pessoa, Ungaretti, Maiakovski) tienen en común tratar el lenguaje con
una libertad hasta entonces impensable. Las palabras, ciertamente, se
resisten. No se puede jugar con ellas sin poner en peligro su
significación.... En el universo de los sonidos, sometidos a códigos
menos rígidos que los de las palabras, las experimentaciones abundan
desde el fin del siglo XIX (Wagner, Moussorgski, Mahler, Debussy),
consiguen sacudir el yugo de la armonía que, desde Bach, gobierna la
música occidental. Arnold Schönberg termina por hacerla explotar... Pero
es sobre todo el lenguaje pictórico el que se ve subvertido por los
cambios más espectaculares. Estos tienen como causa inmediata la
expansión de la fotografía. ¿Para qué, en efecto, limitarse a la
reproducción de las apariencias, ahora que esta tarea puede ser llevada
a cabo por medios puramente mecánicos? Conscientes del hecho de que un
tal “progreso” les plantea el desafío de formarse una nueva legitimidad,
los pintores deciden entonces buscar en ellos mismos las leyes que en
adelante regirán su trabajo, en lugar de dejárselas dictar al ojo.
Para los sabios, el advenimiento de la modernidad no se traduce
solamente en una mutación radical de su imagen del mundo, sino también
en una nueva interrogación sobre el fundamento de las ciencias, así como
en la constitución de disciplinas centradas en el análisis de la
representación.
Las matemáticas son las primeras en ser alcanzadas por ese proceso de
refundición. Éste se inició en los años 1870, cuando Dedekind y Cantor,
entre otros, constatando que carecen de rigor sus conceptos de base –los
de la aritmética, en particular-, emprendieron una reflexión sobre su
propio lenguaje.
Las ciencias físico-químicas entran a su vez en plena efervescencia
durante los últimos años del siglo XIX. Los descubrimientos capitales se
encadenan. Planck establece el concepto de “quantum” de acción. La
antigua hipótesis de la estructura atómica de la materia se ve
definitivamente confirmada. Einstein formula la teoría de la relatividad
81905): rompe en pedazos la idea –heredada de Newton- de un espacio y de
un tiempo absolutos... Las aportaciones de Bohr junto con las relaciones
de incertidumbre de Heisenberg (1927) conducirán al cuestionamiento del
determinismo clásico
En el dominio biológico, la renovación no es menos impresionante. La
teoría darwiniana de la evolución ha hecho entrar la naturaleza en la
historia. Por otra parte, al vieja disputa del mecanicismo y del
vitalismo ha terminado por apagarse, dejando el campo a una aproximación
funcional a lo vivo.
Las ciencias sociales, finalmente, largo tiempo centradas en el estudio
del espacio y del tiempo humanos (historia, geografía, economía,
sociología), se enriquecen a partir de 1880 con tres nuevas disciplinas
que, desde distintos ángulos, abordan el fenómeno de la representación (ciencia
del lenguaje, la etnología, el psicoanálisis).
- A gran distancia de la filología clásica, más preocupada por la
evolución histórica de las lenguas que por su funcionamiento interno,
los principios de una ciencia del lenguaje son establecidos por el
lingüista suizo Ferdinand de Saussure (1857-1913), cuyas ideas no
tendrán todo su efecto hasta medio siglo más tarde.
- La etnología, por su parte, se desarrolla siguiendo los pasos de las
conquistas coloniales, contribuyendo a socavar la ideología etnocéntrica
que las inspira. En tanto que descubre las riquezas de las costumbres y
de las representaciones “prelógicas” (Lévy-Bruhl), la etnología critica
la pretendida “superioridad” de la civilización europea y reconoce,
detrás de la “diversidad” de las sociedades sin escritura, la unidad
profunda del hecho simbólico.
- Por lo que respecta al psicoanálisis, Sigmund Freud (1856-1939), si
bien no constituye una ciencia en el sentido usual del término, como
subrayará Karl Popper, tampoco se reduce a una nueva metafísica ni a una
rama de la psicología o de la psiquiatría. El inconsciente freudiano es
el nombre de una “instancia” universal cuya aparición parece
concomitante a la del lenguaje, de lo simbólico en general.
Paralelamente al campo del arte y de la ciencia, los cambios en la
filosofía también son profundos entre 1880 y 1914. Su origen está ligado
a la aparición, entre los matemáticos, de una preocupación relativa a
los fundamentos de su propia disciplina, cuya solidez compromete la del
conjunto del saber humano. Para que éste pueda desarrollarse con toda
seguridad, es necesario que los principios matemáticos de base sean
formulados en un lenguaje preciso y riguroso, exento de toda
presuposición intuitiva, empírica o metafísica. Pues bien, en 1880, no
es éste el caso.... En 1880, la manera de concebir este lenguaje queda
prisionera de una doctrina que no satisface suficientemente a la mayoría
de los matemáticos. Defendida, entre otros, por la escuela de Marburgo,
cuyo cabeza de fila es el filósofo neokantiano Hermann Cohen (1842 –
1918), esta doctrina se remonta por lo esencial al sistema expuesto cien
años antes por Kant en su “Crítica de la razón pura” (1781)
Con su “criticismo” Kant desarrollaba una teoría relativa al fundamento
y a los límites de nuestra “facultad de conocimiento”, que se apoya, en
su base, en una descripción y una clasificación –discutibles- de los
juicios.
Todas las proposiciones matemáticas, explica Kant en la “Estética
trascendental”, son juicios sintéticos a priori. Todas las proposiciones
de la física, en cambio, así como las de las ciencias de la naturaleza
en general, constituyen juicios sintéticos a posteriori. En calidad de
tales, resultan indefinidamente revisables. Sin embargo, proposiciones
matemáticas y físicas comparten una propiedad común: suponen que una
experiencia puede ser dada en una intuición. Sea la intuición pura o
empírica, no puede haber conocimiento sin la ayuda de la experiencia,
sin el encuentro de un concepto un una intuición. La razón no debe,
pues, en ningún caso, sobrepasar el campo de la experiencia. Lo que las
cosas son “en sí”, independientemente de la forma en que se nos aparecen,
nadie lo puede saber: tal es la primera tesis de Kant.
Sin embargo, la experiencia no tendrá la última palabra, puesto que sus
condiciones de posibilidad no son ellas mismas empíricas. Se ha visto
que nuestras intuiciones se inscriben en las formas a priori –espacio y
tiempo- que pertenecen a la estructura de nuestra sensibilidad. Asimismo,
todos nuestros conceptos derivan de una docena de “categorías”
generales, que pertenecen a la de nuestro entendimiento. En suma, el
sujeto de conocimiento es un sujeto “trascendental” anterior a toda
experiencia posible, de suerte que la objetividad de la ciencia resulta
independiente de las condiciones en las que ésta se produce: tal es la
segunda tesis de Kant.
Estas dos tesis son complementarias. La primera nos salva del dogmatismo;
la segunda, del escepticismo. Kant puede considerarse satisfecho. Ha
conseguido arrancar la filosofía del “campo de batalla” donde la
retenían las metafísicas antagonistas, para hacerla ingresar en “la vía
segura de la ciencia”. En lo sucesivo, la misión del filósofo ya no
consistirá en construir teorías especulativas, tan estériles como
arbitrarias, sino en acompañar el trabajo de la ciencia ocupándose en
clarificar sus conceptos. Dicho de otro modo, en verificar que ese
trabajo se inscriba adecuadamente en el marco propuesto por la
“Crítica”.
Filosofía de la ciencia, filosofía prudente, el sistema de Kant
constituye en cierto sentido el apogeo de la Ilustración. El
racionalismo kantiano no deja de constituir un modelo, al que
continuarán refiriéndose, durante cien años o más, todos aquellos que
piensen, como Kant, que la tarea de la filosofía es fundar la ciencia. Y
que esta tarea en sí misma puede ser cumplida de manera científica. Hoy
en día, sabemos que estas dos últimas creencias son en parte ilusorias.
Pero ningún filósofo lo afirmará claramente antes de que Wittgenstein y
Heidegger lo hicieran en la década de 1920. Pues el movimiento
antikantiano que eclosiona a partir de 1880 está dirigido menos contra
estas grandes ideas que contra la manera como Kant las aplicó. Dicho de
otro modo, contra el papel que su teoría confiere a la intuición.
Entre 1880 y 1914, los dos críticos más importantes son Frege y Husserl.
Frege rechaza globalmente la intuición; Husserl conserva la intuición
dándolo un sentido y un papel diferentes. Tanto Frege como Husserl
tienen un precursor común, Bolzano. Bolzano es el primer crítico de Kant
–y por tanto, en cierto sentido, es el primer precursor de la
“modernidad” filosófica. BERNHARD BOLZANO (1781-1848) nace en Praga y es
un sacerdote católico que enseña la “ciencia de la religión” en la
universidad Carlos. De espíritu enciclopédico, reivindica el pensamiento
leibniziano. En primer lugar porque Leibniz es un excelente matemático;
en segundo lugar, porque se interesa por la lógica, disciplina que
emerge en la Antigüedad gracias a Aristóteles y la escuela estoica, pero
a la cual Ramon Llull y después Leibniz han abierto nuevas perspectivas,
poco comprendidas en su época.
Ramon Llull (1233-1316) estaba deseoso de convertir a los judíos y
musulmanes a la “verdadera” fe por la sola fuerza de un razonamiento
bien conducido. Había imaginado un “gran arte” (ars combinatoria) capaz
de resolver cualquier problema teórico, un poco como la alquimia debía
dar a los hombres una suerte de omnipotencia sobre la materia. Sus
cruzadas lógico-teológicas no fueron excesivamente exitosas. Descartes,
cuatro siglos más tarde, ironiza aún a propósito de las especulaciones
lulianas, a las cuales no concede ningún crédito.
Más precavido, Leibniz se esfuerza por mejorar el “arte” de Llull.
Avezado diplomático, cristiano ecuménico, intenta contribuir también a
la unificación del género humano al facilitar la unificación de los
conocimientos. Pero ¿cómo conectar entre sí las separadas ramas del
saber? Traduciéndolas a una lengua universal accesible a todos: a la
lengua de las matemáticas. Leibniz se esfuerza pues en concebir una
escritura formal (lingua característica), compuesta de un pequeño número
de signos primitivos capaces de expresar, según reglas combinatorias,
todos los conceptos pensables. A este simbolismo convencional le
bastaría con aplicar mecánicamente ciertas operaciones para obtener, por
simple cálculo, la respuesta a cualquier cuestión (calculus ratiocinator).
Los contemporáneos de Leibniz no veían, en sus investigaciones largo
tiempo menospreciadas, nada más que el efecto de una extraña propensión
a soñar. El propio Kant ignora las aportaciones de Leibniz, así como la
lógica en general –disciplina inútil y que no había hecho ningún
progreso, cree, desde Aristóteles. Ésta es la primera razón por la que
el leibniziano Bolzano rechaza a Kant.
Hay una segunda razón. Confiando en las virtudes de la lógica, Bolzano
piensa que un buen uso de ésta podría aportar al problema del fundamento
de las matemáticas una solución más satisfactoria que la de Kant. Tal es
la tesis que desarrolla en sus “Contribuciones a una exposición de las
matemáticas sobre mejores fundamentos” (1810). Esa obra que pasa
desapercibida en su época, es, sin embargo, la primera en criticar a la
vez la noción de juicio sintético a priori y la de intuición pura, que
Bolzano considera “escabrosa” y contradictoria. Sea espacial o temporal,
la intuición es, en efecto, siempre empírica. Si se quiere asentar –como
lo deseaba Kant- las matemáticas sobre fundamentos sólidos, es necesario
que éstos, purificados de todo elemento intuitivo, sean concebidos de
manera exclusivamente lógica.
Bolzano pues, rechaza la doctrina de la “Estética trascendental”, a
pesar de la situación marginal a la que le condena esta decisión.
Prosigue, no obstante, sus trabajos y publica –bajo una relativa
indiferencia- una monumental “Teoría de la ciencia” (1837), seguida de
una obra póstuma, “Paradojas sobre el infinito” (1851). Esta última
prefigura las investigaciones posteriores del matemático Richard
Dedekind (1831-1916) sobre la naturaleza de los números irracionales,
así como la invención de la teoría de conjuntos (1872) por otro
científico alemán –que se declarará también, vigorosamente antikantiano-,
Georg Cantor (1845-1916).
Por lo que respecta a la Teoría de la ciencia, enlaza Bolzano con la
ambición leibniziana de una mathesis universalis, dicho de otro modo,
con el proyecto de una unificación del saber por medio de reglas
puramente lógicas. Introduce además Bolzano una noción inédita, la de
“representación en sí”, a fin de subrayar la necesidad de una distinción
entre, por una parte, el contenido conceptual de una representación y,
por otra parte, las imágenes mentales capaces de expresarlo. Más en
general, desarrolla la tesis –de inspiración platónica- según la cual
las leyes lógicas, dotadas de una “verdad en sí” independiente de
nuestra subjetividad, no podrían reducirse a los procesos que acompañan
su formulación en nuestra mente.
Bolzano aparecía así, retrospectivamente, como el pionero de un
2logicismo” –es decir de un realismo de las entidades lógicas- que
reaparecerá al final del siglo XIX, en Frege y Husserl. La influencia de
Bolzano será póstuma, sobre todo perceptible en Austria y en Polonia:
Franz Brentano (1838-1917), dominico alemán y docente en Viena; Alexius
von Meinong (1853-1920). Brentano y Meinong profundizan la reflexión de
Bolzano sobre la estructura del pensamiento, más particularmente sobre
la relación que une el acto mental con el objeto al que se dirige. Los
dos insisten en la necesidad de preservar de toda interpretación
subjetiva el contenido lógico de nuestros conceptos. Sus trabajos, a su
vez, inspiraron a Frege y Husserl.
Otro alumno de Brentano difunde en su país las tesis de Bolzano, el
polaco Casimir Twardowski (1866-1938), autor de un libro titulado “Del
contenido y del objeto de las representaciones” (1894). En el curso de
sus años de enseñanza en la universidad de Lwow, de 1895 a 1939, forma a
una generación de lógicos preocupados por preservar la teoría de la
ciencia de toda reducción de tipo psicológico o empirista. Estos lógicos
_Lukasiewicz, Lesniewski, Tarski, Kotarbinsi-, después de la Primera
Guerra mundial, constituyeron la escuela de Varsovia, cuyas
investigaciones alimentaron las de Carnap, Popper y Quine.
Mientras tanto, la lógica propiamente dicha, que no habíaa avanzado
demasiado después de Leibniz, experimenta progresos considerables
gracias a otros tres sabios: el irlandés George Boole, el norteamericano
Charles S. Peirce y el alemán Gottlob Frege. Sus obras –y sobre todo la
de Frege, verdadero punto de partida de la filosofía moderna- provocaron
respuestas inéditas al enigma del fundamento de las matemáticas.
Suscitaron también –paralelamente a la obra de Nietzsche- una renovada
atención al problema del lenguaje.
La “crisis de la representación no estará concluida por ello. Pero al
menos habrá permitido a la filosofía liberarse del kantismo y descubrir,
prosiguiendo por otras vías, el proyecto mismo de Kant, que éste la
conducía a un callejón sin salida. Descubrimiento que, entre otros
factores, obligará a los pensadores del siglo XX a cuestionar la
concepción clásica de la razón, heredada de Descartes y de la
Ilustración.
LA VIA SEGURA DE LA
CIENCIA
1. Progreso de la Lógica
George Boole (1815-1864) comparte con Leibniz la idea de que las
matemáticas no constituyen la ciencia del número o de la cantidad, sino
un verdadero lenguaje formal con vocación universal. Cree en la
posibilidad de aplicar los métodos algebraicos a una gran variedad de
dominios o de “universos de discurso”. Y para poner esta hipótesis a
prueba intenta revitalizar la teoría aristotélica del silogismo
traduciéndola al lenguaje del álgebra.
Gracias a esta notación un juicio de la forma “Todos los hombres son
mortales”, se convierte en “Todos los y son algunos x”, dicho de otro
modo: y = vx. El uso sistemático de tal simbolismo permite eliminar las
ambigüedades semánticas inherentes a los silogismos tradicionales, en
tanto que la aplicación mecánica de reglas del cálculo elimina todo
riesgo de error en el proceso deductivo. Boole reencuentra así, por un
método puramente formal, el conjunto de resultados a los que Aristóteles
tan sólo había llegado de manera empírica.
Alentado por ese primer éxito, Boole entrevé entonces la posibilidad de
aplicar la técnica lógica a la resolución de problemas filosóficos.
Boole se esfuerza en formular de manera algebraica las leyes más
generales del pensamiento, es decir, en construir una teoría global del
razonamiento deductivo. Sin embargo, Boole no consigue separar el
cálculo lógico de la introspección psicológica... A pesar de las
limitaciones con que tropieza la realización de su vasto proyecto, el
álgebra de Boole no pierde su papel fundador. Permite que la lógica
simbólica acceda al rango de ciencia en sentido pleno. Hace de ella un
hábeas autónomo, tan riguroso como el de las matemáticas. Y abre una
ilimitada vía a su desarrollo futuro.
El desarrollo prosigue con la obre de Charles S. Peirce (1839-1914). Su
proyecto consigue en desembarazarnos –de acuerdo con el uso terapéutico-
de falsos problemas engendrados por una metafísica demasiado alejada del
sentido común. Proyecto que, esta vez, prefigura claramente el de Carnap.
Gran lector de Kant –de quien, para hacerlo suyo, el adjetivo
“pragmático-, pero crítico del kantismo –al que reprocha, como Bolzano,
haber otorgado un papel demasiado importante a la intuición-, Peirce
inscribe sus investigaciones lógicas sobre la base del álgebra booleana.
Se esfuerza en perfeccionar la notación simplificándola. Sus abundantes
trabajos en este dominio hacen de él el creador, durante largo tiempo no
reconocido, de una disciplina nueva, la “semiótica” o ciencia de los
signos. Y, con Ferdinand de Saussure, uno de los antecesores de la
lingüística moderna.
Gottlob Frege (1848-1925) es profesor de matemáticas en la universidad
de Jena. Como Kant –de quien deplora, por lo demás, el poco interés por
la lógica- aspira a consolidar, clasificándolas, las bases del
conocimiento científico y, ante todo, las de las matemáticas. Para Frege
las matemáticas constituyen la base común de todas las ciencias
experimentales. Pero sus propios fundamentos no pueden ya ser
concebidos, a finales del siglo XIX, en los términos propuestos por la
“Estética trascendental”... Piensen lo que piensen los neokantianos
ortodoxos, las matemáticas han evolucionado mucho después de la muerte
de Kant: se han construido con éxito geometrías no euclidianas. La
existencia de éstas prueba que pueden ser viables teorías que no tienen
ningún enlace con el espacio euclidiano con tal de que se basen en
sistemas de axiomas coherentes. Por otra parte, los progresos paralelos
de la axiomatización –y por tanto de la abstracción- en análisis y en
álgebra han liberado poco a poco a las matemáticas de su tradicional
dominio de objetos: los números. Sugerida por Bolzano y construida por
Cantor, la teoría de conjuntos –que no se refiere al número- aparecerá
en adelante como la más simple y la menos conflictiva de todas las
teorías matemáticas.
Frege adquiere la convicción de que las proposiciones aritméticas no
podrían ser juicios sintéticos a priori sino simples juicios analíticos,
es decir que su demostración no necesita recurrir para nada a la
intuición. Si creemos lo contrario es porque –según Frege- formulamos
los enunciados aritméticos en nuestra lengua usual, que no posee ni la
precisión ni la exactitud suficientes. Con vistas a eliminar mejor la
intuición, su objetivo va a ser liberar a la aritmética de los lazos que
la atan a las lenguas naturales, reformulándola –en modo axiomático-
dentro de un sistema de signos convencionales: el de la lógica.
A pesar de reconocer los méritos del álgebra booleana, Frege debe
empezar sustituyéndola por una verdadera lingua característica, puesto
que la notación de Boole no es suficientemente potente para transcribir
de nuevo la totalidad de la aritmética. (“escritura de los conceptos” o
“ideografía”). Frege empieza a traducir de nuevo la aritmética con la
ayuda de un número limitado de términos lógicos.
Frege consigue la construcción del número cardinal por medios puramente
lógicos, sin deber nada a la intuición. Hay aquí una auténtica prueba de
fuerza que confirma la superación efectiva de la concepción kantiana de
las matemáticas. Sin embargo, la construcción fregeana rápidamente se va
a encontrar minada por el descubrimiento de una inadvertida
contradicción en su seno. Vinculada a la utilización por Frege de la
noción de extensión de una clase o de un concepto, esa contradicción
–que coincide, en su principio, con otras antinomias matemáticas
descubiertas anteriormente por Cantor o Burali-Forti- es explícitamente
identificada, en junio de 1902, por uno de los primeros (y raros)
lectores de Frege, el joven Bertrand Russell.
Esta contradicción se resume esquemáticamente en la “paradoja”
siguiente. Consideremos el conjunto de las clases que cumplen la
propiedad de “no ser miembros de sí mismas”. A su vez, deben formar una
clase. ¿Será o no ésta miembro de ella misma? Si así es, deberá poseer
la propiedad determinante de esta clase, que es no ser miembro de ella
misma. Si no es así, no deberá poseer la propiedad en cuestión: entonces
deberá ser miembro de sí misma. Cada rama de la alternativa implica,
pues, lógicamente su contraria. El 16 de junio de 1902, Russell escribe
a Frege para comunicarle este descubrimiento que pone en tela de juicio
toda la construcción elaborada por este último. Con tal cuestionamiento
se disipa el fundamento de la aritmética ... ¿no había conducido,
igualmente, el descubrimiento imprevisto de los números irracionales a
ciertos filósofos griegos a dudar de la posibilidad de la ciencia?
El problema no era baladí: con la ¨”paradoja” de Frege-Russell es una
verdadera “crisis de los fundamentos” la que estalla en las matemáticas.
Una crisis de la que, un siglo más tarde, todavía no hemos salido... Por
lo demás, este “incidente” no impedirá en absoluto que los trabajos de
Frege tengan un papel filosóficamente decisivo en el paso del siglo XIX
al XX.
2. De la lógica a la fenomenología.
Edmund Husserl (1859-1938. Moravia. Imperio austrohúngaro) manifiesta
desde muy joven un parecido interés por las matemáticas y por la
filosofía. Sigue los cursos de Brentano y rehúsa , como éste, separar la
filosofía de la ciencia. Comienza a trabajar en el problema del
fundamento de las matemáticas –objetivo de un importante debate a partir
del inicio de los años 1880. Critica, sin embargo, la ambición fregeana
de reducir la aritmética, en su totalidad, a la lógica. Concluye de ello
que no se puede eliminar toda referencia a la intuición del fundamento
de las matemáticas.
Crítica de Frege a Husserl: Husserl no rompe de manera suficientemente
nítida con la tradición empirista. La tentativa husserliana, dirigida a
hacer del número el producto de un proceso mental de abstracción, le
parece mancillada por un psiocologismo inútil. Husserl decide entonces
revisar sus posiciones. Husserl intenta en lo sucesivo ocuparse, a
partir de la base de Bolzano y de Frege, de preservar la naturaleza
objetiva de los conceptos lógicos –única garantía de la validez
universal de las matemáticas y de toda la ciencia... Pero, como Kant y a
pesar de Frege, persiste en hacer depender la objetividad de los
conceptos lógicos de lo que llama una “experiencia” de la conciencia.
Sin duda se trata, en términos de Husserl, de una experiencia
“trascendental”, de la experiencia de una “evidencia”. Y sin duda esta
“visión” intelectual debe más a Descartes que a Kant... No deja de ser
aún más paradójico ver que Husserl haga depender el conjunto de su
construcción de la enigmática idea de “intuición de esencias”.
Tomando la perspectiva cartesiana como modelo explícito, Husserl afirma
que para fundar la filosofía en suelo firme, hay que empezar por poner
en duda toda otra fuente de conocimiento. La única realidad cuya
existencia se impone de manera absoluta son los “fenómenos” qua aparecen
en nuestra mente, siempre que, claro está, esta mente sea definida, no
como un “yo” empírico, sino como conciencia “pura”, dotada de la
capacidad de “ver” las esencias en ellas mismas, independientemente de
toda referencia a un mundo “puesto entre paréntesis”. Dentro de este
texto difícil es donde se produce, como señalará más tarde Heidegger,
“el paso de la “neutralidad” metafísica de las “Investigaciones lógicas”
a una nueva filosofía del sujeto. Dicho de otro modo, a un nuevo
idealismo trascendental.
La empresa fenomenológica se sitúa, pese a su singularidad, como
descendiente directa del kantismo y, más aún, del cartesianismo. ¿No ha
sido Descartes el primero en situar el fundamento de toda ciencia en la
experiencia de la conciencia como pensamiento “puro” (res cogitans)? ¿Y
qué ha hecho Kant, sino inscribir en las estructuras del sujeto
trascendental las condiciones de posibilidad de todo conocimiento, es
decir, las formas de la sensibilidad y las categorías del entendimiento?
La originalidad de Husserl consiste, a fin de cuentas, en radicalizar
ese doble esquema. Como Kant y como Descartes, decide enraizar el saber
en el sujeto. Y como Descartes, pero esta vez contra Kant, confiere a la
evidencia, rebautizada “intuición de las esencias”, el exorbitante poder
de decir la verdad. Se trata de fundar las ciencias subordinándolas a
una filosofía juzgada como más “científica” que ellas mismas.
Husserl intenta rebelarse contra el “positivismo”, naturalismo e
historicismo (naturalismo de Ernst Haeckel –1834-1919-, defensor del
materialismo radical) y contra el historicismo (Wilhelm Dilthey,
1833-1911). El “positivismo” es peligroso. Contra ese peligro, en el que
encuentra la verdadera causa del “malestar” espiritual de su época
Husserl inicia la batalla reafirmando bien alto la soberanía de la
filosofía. Para salvar el saber, para permitir a la razón florecer en el
acto de conocimiento, hay que enraizar ese acto en un territorio
inmóvil. Ahora bien, ese territorio sólo puede ser ofrecido por la
filosofía fenomenológica entendida como “ciencia de las esencias”, ella
misma anclada en un sujeto trascendental.
Sin duda, Husserl, cuando así profetiza el re(nacimiento de la filosofía
desde sus escombros, no hace más que imitar el gesto retórico de
Descartes y de Kant, por el cual se instaura todo pensamiento fundador.
Sin duda esta imitación, permitiendo a la fenomenología inscribirse a su
vez en la gran tradición de la metafísica clásica, contribuye a
encerrarla en el modelo que querría superar. Según Husserl la
superioridad de Europa se funda en la triple invención de la razón, de
la ciencia y de la filosofía. Ahora bien, esta formidable invención está
en la actualidad en peligro a causa del cáncer “positivista”. El
positivismo destruye las idealidades, empuja hacia un materialismo
intelectual y moral. Conduce a la negación de la filosofía, abre la
puerta a todos los excesos del irracionalismo. Resumiendo, el
“positivismo” es el principal responsable del “malestar” de la época.
La ambición de la fenomenología por convertirse en la ciencia de las
ciencias ha embarrancado manifiestamente a mediados de los años treinta
del siglo XX.. La fenomenología ha dado la espalda deliberadamente a la
evolución de la ciencia y, sobre todo, decidiendo ignorar soberbiamente
la fuerza de todo lo que –historia, lenguaje, deseo-amenazase con minar
desde el interior la ilusoria soberanía del sujeto trascendental.. Así
la “fenomenología pura”, tal y como la entendía el envejecido Husserl,
se encontró poco a poco condenada a desviarse del mundo real, a pesar de
su saludable voluntad por “volver a las cosas mismas”. Los adeptos más
jóvenes sólo han podido escapar a esta tendencia liberándose de la
ortodoxia husserliana –más o menos abiertamente, según el caso.
3. De la lógica a la política.
Bertrand Russell (1872-1970). En su época de estudiante los medios
universitarios ingleses atraviesan una fase de reacción contra el
empirismo que, de Locke a Hume y Mill, ha dominado con frecuencia la
escena británica. A partir de 1880 esta reacción toma la forma de un
retorno a Kant y, sobre todo, a Hegel. Su centro será Cambridge. Pasados
los veinte años va a estudiar a Berlín para ampliar el dominio de la
economía política. Esta estancia le permite familiarizarse con la
doctrina de los socialdemócratas alemanas (Liebknecht, Bebel). Derivada
de Marx, pero de un Marx liberado de todo dogmatismo y frecuentemente
releído a la luz de Kant, esta doctrina, que preconiza la justicia
social y la emancipación de la mujer, le impresiona favorablemente....
Russell recupera el estudio de Kant que, a su vez, le remite a las
matemáticas, su gran vocación.
Cuando vuelve de Berlín a Cambridge se produce su rebelión contra el
idealismo, cuya señal fue dada por uno de sus compañeros, el filósofos
George Edward Moore (1873-1958). Moore propone volver a un realismo de
los conceptos y de las relaciones. Este realismo tiene dos virtudes. Por
una parte, contribuye a su manera a la liquidación del psicologismo. Por
la otra, permite construir una teoría racional del conocimiento,
analítica, pluralista y abierta a la idea de verificación.
Russell, continua la vía abierta de Moore e inicia la investigación
sobre el fundamento de las matemáticas. Será una vía kantiana. Pero
dentro de la cual Russell decidirá poner en tela de juicio la doctrina
de la “estética trascendental” –como, antes que él, Frege, cuyos
trabajos ignora todavía-. En cambio, ha descubierto los trabajos de
Boole, Peirce, Schröder y, sobre todo, los del lógico italiano Giuseppe
Peano, a quien conoció en París en julio de 1900 en un congreso
internacional de filosofía. Bajo la influencia conjunta de Moore y de
Peano intenta Russell fundar las matemáticas sobre una base puramente
lógica, la única capaz de garantizar su objetividad.
“Los principios de la matemática” piden prestado a Moore tanto un método
–la atención a las estructuras de la lengua- como una filosofía
–pluralismo y realismo de los conceptos. Denunciando a su vez el
psicologismo, tanto el de Bradley como el de Mill, Russell separa
netamente la proposición, entidad lógica autónoma, de la frase que la
expresa mediante palabras. (GIRO LINGÜÍSTICO). Este método se
convertirá, a lo largo de los decenios siguientes y bajo distintas
formas, en referencia común para todos los partidarios de la filosofía
“analítica”, cuyo estilo de pensamiento, que domina todavía hoy la
escena angloamericana, constituye la innovación principal de nuestro
siglo desde el punto de vista de la técnica filosófica.
Según Russell hay que distinguir claramente entre “significación” y
“denotación”. Un nombre “significa” un concepto, mientras que este
último “denota” un objeto. Fuertemente teñida de platonismo, esa
ontología tendría que ser revisada a la baja a partir de 1905. Pero
mientras tanto ofrece un marco cómodo para la reconstrucción de las
matemáticas. Peano le habla de los trabajos de Frege en 1900. Frege y
Russell comparten una misma concepción platonizante del número que
Rusell resume así: “Todo el mundo salvo un filósofo puede ver la
diferencia entre un poste y mi idea del poste, pero pocos ven la
diferencia entre el número 2 y mi idea del número 2. Sin embargo, la
distinción es tan necesaria en un caso como en el otro (...). En pocas
palabras, todo conocimiento debe ser reconocimiento (...) La aritmética
debe ser descubierta de la misma forma que Colón descubrió las Indias
occidentales, y no creamos a los números más de lo que él ha creado a
los indios”.
A fin de evitar la aparición de entidades problemáticas, toda noción
compleja deberá ser redescrita –o reconstruida- a partir de nociones más
simples, ellas mismas consideradas aceptables. Exactamente como los
conceptos aritméticos lo son en una presentación axiomática correcta. En
1910 Shitehead y Rusell publican los “Principia matemática”. Representa
sobre todo la realización más completa del programa logicista,
entrevisto por Bolzano cerca de un siglo antes, pero que Frege no pudo
realizar por sí mismo. Las contradicciones que empañaban los trabajos de
Cantor y Frege desaparecen realmente.... Dificultades: Para asentar los
fundamentos de la aritmética, Russell y Whitehead tuvieron que recurrir
a algunos postulados discutibles, entre los cuales al menos uno –el de
la existencia de un conjunto infinito- parece imposible de justificar
desde un estricto punto de vista lógico. Otra deficiencia es que la obra
permanece incompleta puesto que deja la geometría aparte. Otro punto
débil es la cuestión de saber si la elección de las nociones primitivas
efectuada por Russell y Whitehead es la correcta: la única respuesta
posible es que ésta se justifica a posteriori. Sentida como una
frustración por los matemáticos profesionales, esa situación explica que
éstos se conviertan durante el siglo XX en un tanto escépticos respecto
de la lógica y, por consiguiente, se muestren indiferentes al problema
de fondo de su disciplina.
Más grave aún. Russell considera la verdad –igual que para un gran
número de filósofos medievales y clásicos- como la conformidad de un
enunciado con una realidad objetiva, en este caso de orden inteligible.
Se trata, si se quiere, de un resto de platonismo en el autor de los
“Principia”. Ahora bien, esta concepción platónica de la verdad,
finalmente indispensable para la cohesión del sistema logicista, no
resistirá la rápida evolución –en los años siguientes- de las
investigaciones lógico-matemáticas.
Estas investigaciones lógico-matemáticas posteriores a a Russell tienen
un punto en común: ponen en tela de juicio el buen fundamento de la
empresa logicista. Por otra parte, uno de los primeros discípulos de
Russell, el filósofo Ludwig Wittgenstein, había presentido esta
evolución. De todos los lectores de los “Principia”, Wittgenstein es el
que más ha descubierto sus debilidades. Esencialmente, sus objeciones
llevan a tres puntos. La teoría del juicio que supone la obra se
sustenta subrepticiamente en la noción metafísica de “sujeto”. La teoría
de los tipos no es, contrariamente a lo que se pretende, una teoría
puramente sintáctica. En definitiva, si se desea escapar verdaderamente
de la ontología platónica, es necesario decidirse a considerar las
proposiciones lógicas y matemáticas como banales “tautologías”.
A partir de 1921 Russell preferirá evitar estas discrepancias retornando
progresivamente hacia un materialismo más clásico, fundado en la
prioridad de la materia respecto a la mente... En suma, todo ocurre como
si, a partir de la Primera Guerra mundial, las ciencias experimentales
le pareciesen la única fuente válida de conocimientos. Y como si ya no
viese –para la filosofía- otra misión que la de ayudar, con toda
humildad, a los científicos a superar los obstáculos encontrados en su
propio camino. Para comprender mejor esta evolución hay que saber que la
guerra de 1914 ha modificado radicalmente el curso de la vida de Russell..
El triunfo de la barbarie sobre los campos de batalla le ha llevado a
experimentar con intensidad la vanidad de la cultura, la hipocresía de
la moral. Le ha conducido, como él mismo ha dicho, a “renunciar a
Pitágoras”... Más que la investigación pura, para él lo esencial desde
entonces se ha convertido en el combate a favor de la razón –o más
sencillamente del sentido común- en el espacio social. Este combate que,
si bien no tiene nada que ver con la filosofía en sentido estricto,
puesto que ésta se reduce a la reflexión sobre las ciencias, tiene que
inscribirse en las formas de acción aptas para influir en la opinión
pública.
Russell, pacifista debido a su talante internacionalista, favorable a
las ideas progresistas, preocupado por la justicia social, se define
además como libre pensador, y se sitúa en el ala izquierda del partido
laborista.
4. La disidencia de Wittgenstein
El filósofo más importante del siglo XX. Ludwig Wittgenstein (1889-1951)
no publicó en vida más que un solo libro, el “Tractatus lógico-philosophicus”,
1921.. Dos años después de su muerte, el manuscrito de un segundo libro
en el que había trabajado de 1936 a 1949 fue publicado con el título de
“Investigaciones filosóficas”.
Wittgenstein permanecerá toda su vida marcado por la estética de las
vanguardias vienesas. El estilo sobrio y geométrico del “Tractatus”
evoca el del arquitecto Adolf Loos, mientras que su atención por el
lenguaje recuerda la vigilancia crítica del escritor Karl Kraus con
respecto a la jerga periodística. En 1911 vuelve a Jena para conocer a
Frege. Sus estudios de ingeniero le han conducido a interesarse por el
problema del fundamento de las matemáticas. Su encuentro con Russelll le
sumerge en la lógica matemática... Wittgenstein, si bien fascinado por
el proyecto logicista, muy pronto experimenta dudas sobre el carácter
“científico” de la filosofía russelliana de las matemáticas y, en
particular, sobre la validez de una de sus partes esenciales: la teoría
de tipos.
- La distinción entre decir y mostrar constituye el núcleo central del “Tractatus”.
El Tractatus se basa en un doble análisis paralelo de la realidad y del
lenguaje, directamente inspirado por la teoría de la estructura atómica
de la materia. El mundo –el otro nombre de la realidad- es “todo lo que
es el caso”. Está constituido por hechos moleculares o complejos que, a
su vez, se descomponen en hechos atómicos o “estados de cosas”, es
decir, en configuraciones de objetos elementales. Simétricamente, el
pensamiento –que es uno con el lenguaje- está constituido de
proposiciones complejas, analizables en proposiciones atómicas que
enlazan entre ellas los nombres, o “signos simples”, de objetos.
De modo análogo a como un mapa geográfico “representa” un paisaje
físico, la conexión de los elementos en el interior de una proposición
“representa” la de los objetos en el mundo. Más incluso, estas dos
conexiones son idénticas. Son una con la “forma de figuración” común al
mundo y a la imagen que ofrece nuestro lenguaje. El resultado es que la
imagen lo puede representar todo –a excepción, empero, de su propia
“forma de figuración”.
La afirmación de una identidad de estructura entre el mundo y el
lenguaje entraña una consecuencia capital: la totalidad de las
proposiciones verdaderas –coincidiendo con la totalidad de las ciencias
de la naturaleza- debe ofrecer una “figura lógica de los hechos”. Al
igual que otros sabios empiristas, Wittgenstein subraya que las leyes de
la física no son nada más que la expresión de un enlace lógico entre los
fenómenos –en resumen, que las ciencias experimentales no ofrecen una
explicación, sino una simple descripción del mundo... Y para decirlo, no
tienen en absoluto necesidad de la filosofía.
Las proposiciones lógico-matemáticas no son más que “tautologías”. No
dicen nada sobre el mundo. Lógica y matemáticas, en otras palabras, no
describen ninguna realidad preexistente, empírica o inteligible. Se
sigue de ello que no tienen en absoluto necesidad de fundarse en ninguna
filosofía. Por tanto la lógica es invitada a “cuidarse de sí misma”.
Advertencia que vale también para las matemáticas, puesto que la
proposición matemática, a su vez, “no expresa pensamiento alguno”. Así
son barridas las últimas trazas de platonismo, sobre el que reposaba la
doctrina logicista.... Pero si lógica y filosofía deben estar netamente
separadas entre si la lógica puede clarificar la filosofía.
¿Significa eso que, fuera de la descripción “científica” de los estados
de cosas, no es posible ningún discurso? ¿No puede decir nada que esté
más allá –por ejemplo, sobre el “sentido” del mundo en general? ... En
pocas palabras, no sólo la filosofía no tiene nada que añadir a la
descripción científica del mundo, sino que es igualmente impotente para
afrontar los problemas relativos a los “valores”... El único método
correcto en filosofía “sería propiamente éste: no decir nada más que lo
que se puede decir, o sea, proposiciones de la ciencia natural – o sea,
algo que nada tiene que ver con la filosofía-, y entonces, cuantas veces
alguien quisiera decir algo metafísico, probarle que en sus
proposiciones no había dado significado a ciertos signos”
La conclusión general del “Tractatus” es, pues, que la filosofía no
tiene objeto, ni método propio. Que “no es una doctrina, sino una
actividad”. Que su única utilidad podría ser la de “clarificar” nuestros
pensamientos –dicho de otro modo, la de ayudar a disipar por análisis de
su “forma lógica” las proposiciones metafísicas, salidas de un uso
aberrante del lenguaje. Pero que, por lo que respecta a todo lo demás,
haría mejor en callarse...
Contrariamente, no obstante, a lo que creerán en los años veinte los
miembros del Círculo de Viena, Wittgenstein no dice en ninguna parte que
la metafísica, en tanto que tal, carezca de interés. Afirma simplemente
que no es posible como discurso. No niega que tenga un sentido, sino que
éste pueda ser elucidado por el lenguaje. El propósito de Wittgenstein
se limita a trazar las líneas de demarcación entre lo decible y lo
indecible, y a ponernos en guardia contra la tentación de perseguir un
objetivo (quizás legítimo) por medios no aptos.
Discrepancias con los neopositivistas. Los neopositivistas habían creído
que el Tractatus anunciaba el fin de la metafísica en el mismo sentido
que ellos. Wittgenstein lo desmintió. Se alejó de Russell y de los
positivistas vieneses.
Simultáneamente, aparece en Wittgenstein una nueva curiosidad por cómo
las ciencias sociales –la etnología en particular- aprehenden sus
objetos. Revelándolos la existencia de éticas diferentes de la nuestra
y, no obstante, todas legítimas, el etnólogo, ¿no nos invita a
considerar cada una de esas éticas como un sistema cerrado sobre sí
mismo, obteniendo su justificación del único hecho de que funciona?...
Si se le cree, la práctica mágico-religiosa, que consiste en pronunciar
ciertas palabras o en realizar ciertos gestos en unas circunstancias
precisas, carece de justificación externa. ¿Por qué, pregunta
Wittgenstein, no sucedería de forma similar con la metafísica? Igual que
la magia y la religión, todo ello no es –hablando con propiedad- ni
verdadero ni falso. Se trata simplemente deuna práctica simbólica ligada
a una civilización determinada: la nuestra. Tal es la razón por la que
Wittgenstein –a diferencia de Carnap- se abstiene de condenarla, igual
que se abstiene de ridiculizar la actividad mágica de los primitivos...
La religión es una elección existencial, que escapa a toda
argumentación. Pretender interrogarse desde el exterior sobre la
significación de una práctica semejante no serviría de nada. De esta
forma se comprende mejor la oposición de Wittgenstein al ateísmo
militante de Russell –otro punto de fricción entre ambos-.
Para Wittgenstein, en la medida en que no hay un “punto de vista
exterior” sobre el discurso, no hay ningún “metalenguaje” posible: jamás
renunciará a esta tesis del “Tractatus”... Wittgenstein concibe las
entidades matemáticas como puras construcciones de la mente... El
matemático no es un “descubridor”, sino un”inventor”.. Se parece a un
juego de ensamblaje definido por reglas... Las matemáticas deben
encontrar en sí mismas su razón de existir –tal como por lo demás lo
sugería ya el “Tractatus”. Las proposiciones de que se compone pueden
ser clarificadas, pero no fundadas. Su sentido último no puede decirse,
sino solamente mostrarse –en la medida en que el respeto a las reglas
que gobiernan su encadenamiento produce resultados-.... La sociología de
la ciencia podría, por tanto, reemplazar a la epistemología.
Las “Investigaciones filosóficas” aparecen en 1953, dos años después de
su muerte. En ellas W. Abandona implícitamente la ambición ontológica
del “Tractatus” (describir la estructura del mundo). Olvida
definitivamente las preocupaciones de Frege y Russell. Renuncia a su
“atomismo lógico”, así como a la teoría de la significación-imagen.
Refuerza la eficacia terapéutica que el “Tractatus” ya reivindicaba para
la filosofía...
Iniciándose con un pasaje de las “Confesiones” de San Agustín relativo a
la adquisición del lenguaje por parte del niño, las “Investigaciones”
parten de la cuestión de saber cómo aprendemos que tal nombre remite a
tal objeto, tal verbo a tal acción. La respuesta wittgensteniana toma la
forma de una constante: aprendemos a través de los juegos, de los
“juegos de lenguaje”
Todo lenguaje no es más que un conjunto de juegos reglados, ligados a
situaciones de la vida y en modo alguno intercambiables, incluso cuando
algunos poseen entre sí “parecidos de familia”. La experiencia se
encarga de enseñarnos cuál es, en cada situación, el juego de lenguaje
apropiado.... Las reglas que gobiernan el uso de una palabra o bien de
una expresión constituyen lo que Wittgenstein llama su “gramática”.
Tanto si se trata de una palabra o de una lengua, la gramática no tiene
que ser “explicada”. Simplemente tiene que ser descrita, para ser
comprendida por quienes la utilizan...
Así, del “Tractatus” –que nos ordena someternos al lengua usual –a las
Investigaciones- que asimilan toda actividad simbólica, incluyendo la de
la ciencia, a un juego reglado-, el recorrido de Wittgenstein podría ser
descrito como la persecución de un mismo esfuerzo para imponer al
filósofo el respeto riguroso de los gramáticos –o de los códigos-
definiendo los usos legítimos de los signos en general
- noción de regla: una regla no puede ser pensada independientemente del
entorno social y cultural que le confiere su estatuto. No podría haber
una regla “privada”.
- Doble influencia en el pensamiento de Wittgenstein. La de la
perspectiva “antropológica” que es la suya. Pero también la de la
perspectiva “globalizante” propia de la psicología de la forma...
Wittgenstein pone en marcha una nueva manera de filosofar, más cercana a
la psicología que a la lógica.... “La filosofía –dice Wittgenstein- es
una lucha contra el embrujo de nuestro entendimiento por medio de
nuestro lenguaje”... El papel del filósofo continúa siendo, como en el “Tractatus”,
el de curar las enfermedades que él mismo ha suscitado. Pero el
“tratamiento” preconizado por las “Investigaciones” es de una
radicalidad sin precedentes.... Ya no se trata, en efecto, de analizar
la “forma lógica” de las proposiciones metafísicas, sino de comprender
–para hacerlas desaparecer- las causas psicológicas que nos llevan a
formular tales proposiciones. Y, esta vez, Wittgenstein se propone
librarnos, no sólo de la metafísica clásica –surgida de distinciones
manifiestamente erróneas como la del alma y el cuerpo-, sino también de
todas las doctrinas modernas que creen que la ciencia da la
“explicación” de la realidad.
Esta es la razón de que las “Investigaciones”, partiendo del principio
de que no hay explicación última, no tratan de sustituir una doctrina
por otra sino, más profundamente, de devolvernos la idea misma de
“teoría”. Como si la ambición de “ver el fondo de las cosas” fuera la
raíz misma del mal. Y como si la única misión del filósofo resultara ser
la de “mostrarle a la mosca la salida de la botella cazamoscas...” ...
Un violento deseo de rechazo parece inspirar por tanto su actitud global
para con la civilización después de 1945 -probable efecto de su
pesimismo natural, reforzado por la experiencia de dos guerras
mundiales.
Tal desencanto parece muy alejado de la confianza que Wittgenstein ponía
en esa misma ciencia, en la época del “Tractatus”. No obstante, a pesar
de sus diferencias de perspectiva, el “Tractatus” y las “Investigaciones
“ han suscitado falsas interpretaciones muy parecidas sobre el
pensamiento de su autor. El primero de esos libros ha sido leído por los
miembros del Círculo de Viena como una profecía del “fin” de la
metafísica, sugiriendo la espera del advenimiento de una nueva edad
“positiva”. En cuanto a las “Investigaciones” ha sido objeto de una
interpretación aún más restrictiva por parte de ciertos autores
anglo-americanos.... Desde los inicios de los años cincuenta, en efecto,
el filósofo británico John Austin parece apoyarse –tal vez erróneamente-
en el “segundo” Wittgenstein para construir una estrategia dirigida a
circunscribir al filósofo dentro del estudio escrupuloso del “lenguaje
ordinario”. Veinte años más tarde, el norteamericano Richard Rorty,
deseoso de combatir a la vez la filosofía “analítica” heredera de Frege
y – más allá. Toda pretensión filosófica o científica a lo “verdadero”,
va a hacer incluso de las “Investigaciones” el acta de defunción de la
filosofía occidental bajo todas sus formas –dicho de otro modo, de la
“razón” en el sentido clásico de la palabra.
Conclusión cuando menos discutible en la medida en que Wittgenstein
continúa escribiendo después de haber acabado las “Investigaciones”, que
incluso se compromete a un nuevo trabajo sobre el concepto de “certeza”
y que la tonalidad angustiada de sus últimas propuestas no da en
absoluto la impresión de que, a su juicio, todos los problemas
filosóficos hayan sido “reglados”. Sin duda, hay claramente en el un
”antifilósofo” que, en sus momentos de exasperación, deja entrever que
tiene –como se dice- “necesidad de acabar con ella”. Pero, en su caso,
como en el de Pascal o de Nietzsche, ¿las profesiones de fe
antifilosófica expresan algo que no sea la búsqueda, llevada por la
cólera o la ironía, de una manera inédita de filosofar?
LAS FILOSOFÍAS DEL
FINAL
1. El final de Europa
De 1880 a 1914, la historia de la civilización europea conoce, como se
ha dicho, una especie de apogeo. Durante esos treinta años, unos
científicos rediseñan la visión que el hombre se hace del mundo.
Artistas y escritores inventan nuevos lenguaje. Los filósofos,
convencidos de haber alcanzado verdades inquebrantables, creen ver
realizarse el sueño kantiano gracias a ellos... La caída, en 1914, es
tanto más brutal cuanto que la ilusión ha sido grande...
El horror que se vincula –todavía hoy- al recuerdo de la Primera Guerra
mundial se debe ante todo a su excepcional crueldad. Millones de
víctimas, decenas de millones de supervivientes traumatizados,
generaciones diezmadas, ciudades borradas del mapa: todo eso, sin hablar
de los primeros bombardeos aéreos ni de las armas químicas, dejará
marcas indelebles en la memoria de quienes lo vivieron... Marcas tanto
más dolorosas por cuanto que esa guerra habría podido ser evitada. No lo
fue, por la incuria de políticos irresponsables. Habría podido, en
última instancia, ser conducido de manera menos costosa en vidas
humanas. No lo fue, por la necedad de generales ávidos de gloria. En las
trincheras, millones de hombre morían por nada: por algunas hectáreas de
tierra alternativamente perdidas, recuperadas, vueltas a perder. O bien
porque, culpables de haberse sublevado contra la barbarie, fueron
fusilados por orden de sus jefes.
Lo absurdo de tales masacres aparece a plena luz tan pronto como se
alcana el armisticio. Los negociadores del Tratado de Versalles, en
efecto, se muestran incapaces de sentar las bases de una paz duradera.
Al contrario, por la manera de redibujar el mapa del mundo, no hacen
sino exacerbar las frustraciones, alimentar los deseos de revancha. La
ascensión del nazismo será en parte consecuencia del estado caótico en
que el Tratado de Versalles deja Europa en 1919... La guerra de 1914 es,
pues , algo muy diferente de un paréntesis violento en el curso de una
historia civilizada. Constituye el primer síntoma de una pulsión suicida
que no cesará, en adelante, de devorar a Europa.
- Oswald Spengler (1880-1936), “La decadencia de Occidente”, ensayista
alemán. La “decadencia” de Europa fundada sobre una filosofía
“vitalista”, propicia a las generalizaciones más discutibles. Influencia
en:
- Arnold Toynbee (1889-1975).
- André Malraux (1901-1976): estética espiritualista.
- Paul Valery, 1919: “Está la ciencia, mortalmente herida en sus
ambiciones morales y como deshonrada por la crueldad de sus
aplicaciones...”
- Explosión del movimiento dadaísta. Informal y enemigo de las
fronteras, contra los pretendidos “valores” de una civilización que, a
pesar de su culto a la Ilustración, envía a los hombres al matadero...
La inspiración subversiva del dadaísmo alimentará, a su vez, la
literatura y la pintura surrealistas así como el cine expresionista
- Sigmund Freud, la noción de “pulsión de muerte”, 1920: en “Más allá
del principio del placer”...
De todas formas es en la filosofía alemana donde –por razones
comprensibles- la enfermedad es más profunda. En efecto, de entre los
principales pueblos europeos, los alemanes constituyen en ésta época
aquel cuya identidad colectiva es todavía más inestable. No sólo su
unidad nacional es reciente (1871), sino que permanece inacabada en la
medida que el Estado que encarna la República de Weimar está lejos de
reunir todas las comunidades germanófonas de Europa.
Las dos obras más significativas,, que expresan mejor la “crisis”
atravesada por Alemania son “La estrella de la redención” (1921), de
Franz Rosenzweig, que refleja las preocupaciones espirituales de una
comunidad –la comunidad judía- cuya intensa actividad será muy pronto
interrumpida por el nazismo. La otra obra, “Ser y tiempo” (1927), de
Martín Heidegger, rompe con la corriente fenomenológica, de donde
procede, para poner en duda los fundamentos mismos de la actividad
filosófica. Ambas, con algunos años de intervalo, sientan las bases de
un nuevo movimiento que será llamado muy pronto “existencialismo”:
sublimar su desespero histórico en la búsqueda de un “más allá”
mesiánico o revolucionario.
Franz Rosenzweig (1886-1929). De familia judia asimilada. Está
tan alejado de Hegel que verá en éste el mismo símbolo de todo lo que,
en lo sucesivo, execra.... La primera frase del texto –“La muerte, el
temor a la muerte, atrae todo conocimiento del Todo...”- manifiesta la
autenticidad de una reflexión directamente inspirada en las
trincheras.... La muerte no tiene, en sí, ningún sentido. Es el absurdo
pro excelencia... Todo el empeño de Rosenzweig consiste en rechazar, en
bloque, las pretensiones “significantes” –por no decir “lenificantes”-
de la metafísica clásica. En condenar, de un plumazo, a todos los
sistemas del pasado. Dicho de otro modo, a Hegel.
¿Qué dice Hegel, según “La estrella de la redención?” Que el conflicto
es el motor exclusivo de la historia. Que la historia entera culmina con
el advenimiento del estado-nación. Y que el Estado-nación es a la vez la
forma política más acabada y la que concuerda mejor con la esencia
fundamentalmente “cristiana” de nuestra civilización. Ahora bien, en
todos esos puntos, el desarrollo de los acontecimientos no ha hecho sino
darle la razón. El Estado moderno ha devenido ciertamente la realidad
suprema, en cuyo nombre el individuo puede ser en todo momento
sacrificado. En cuanto a las relaciones entre Estados, no pueden ser
sino belicosas, al estar comprometidos en una competencia despiadada que
destila a su vez los progresos de la técnica. La guerra se confunde, ne
adelante, con la lógica misma de la civilización “cristiana”. Y como en
la actualidad no hay nada más sagrado que la idea nacional –por la que
cada pueblo está dispuesto a batirse hasta la muerte-, los tiempos
venideros corren el riesgo de convertirse en la edad de una guerra
universal, tan despiadada como interminable.
Cualquiera que sea la exactitud –evidentemente discutible- de esta
interpretación de Hegel, la posición de Rosenzweig es clara: intenta
rebelarse contra una filosofía que no hace, según él, más que justificar
la guerra. La rechaza, ante todo, en nombre del individuo y del derecho
de éste a defender su existencia contra el apetito sanguinario de los
Estados. Pero también –más en general- en nombre de una visión
radicalmente diferente del mundo, fundada sobre el diálogo, la
comunidad, la preocupación por escapar a la finitud de la vida humana y
acceder a otras dimensiones del tiempo. Dimensiones que nos dejan
entrever, por ejemplo, esas experiencias privilegiadas que constituyen
la emoción estética o el fervor de una celebración religiosa.
Rosenzweig escoge la singularidad individual contra la totalidad
abstracta, lo subjetivo contra lo objetivo, lo real contra el concepto.
Quiere estar con los que se mantienen a distancia de la historia, a fin
de no perder toda relación con la eternidad, y no con los que no aspiran
sino a precipitarse en la lucha por la vida material. En consecuencia,
se aboca a buscar refugio en los fundamentos filosóficos del judaísmo
tradicional, marginado durante dos mil años por el triunfo del
cristianismo.
El diálogo judeocristiano predicado por “La estrella de la redención” no
tendrá, ni aún después de la Segunda Guerra mundial, demasiado eco
filosófico.... Rosenzweig no es partidario de la asimilación “al cien
por cien”. Pero tampoco está convencido de la idea de un retorno a
Palestina. Teme que el pueblo judío se convierta a su vez en un pueblo
como los otros, que se deje devorar por la ambición nacionalista.
Resueltamente individualista, este pensamiento no tiene –como el de
Wittgensein- demasiadas referencias académicas. Sin duda procede, por
una parte, de la última filosofía de Schelling –ancestro lejano de todos
los existencialistas- y, por otra parte, del último libro de Hermann
Cohen, “Religión de la razón según las fuentes del judaísmo” (1919),
donde el filósofo neokantiano mostraba que la grandeza de la religión
judía partía esencialmente de la riqueza y de la universalidad de su
contenido ético.
Martín Heidegger (1889-1976).
Hay que considerar la doctrina kantiana del tiempo, demostrando sus
insuficiencias y, finalmente, sustituirlas por una “analítica” más
cercana a la experiencia concretamente vivida por el Dasein, más acorde
con la consigna husserliana de la “vuelta a las cosas mismas”.
La angustia de la muerte es, pues, para el Dasein, la experiencia
“auténtica” por excelencia, la que pone en duda su propio ser. Se
encuentra aquí muy cerca de Rosenzweig y, más allá, de Kierkegaard.
Pero, a partir de esta constante común, Heidegger se encamina en una
dirección diferente. Volviendo de la trascendencia religiosa a la que se
remitían sus predecesores, va –al contrario- a profundizar su
descripción de la “historicidad” del Dasein con gran detalle.
El Dasein es “histórico” en la medida en que se sabe finito, condenado a
no conocer más que una experiencia históricamente limitada. Con todo, en
los gestos corrientes de la vida cotidiana, el Dasein tiende a olvidar
esa limitación. Lleva, la mayor parte del tiempo, una existencia
“inauténtica”, absorbido en el anonimato. No es él, es un “uno”, un ente
entre otros, un objeto, un animal. Es contra este olvido de sí mismo que
no es sino el olvido del ser, contra tal “caída” óntica, contra esta “déréliction”,
contra lo que conviene –según Heidegger- reaccionar.
Parece difícil no escuchar, en los términos “caída” y “derelicción”, un
eco del trema spengleriano de la “decadencia”. El paralelo, incluso si
tiene límites, puede llevarse más lejos. Así como Spengler invita a las
jóvenes generaciones a levantar acta del final de toda “gran cultura”
para mejor comprometerse, militar y técnicamente, en esa “conquista del
mundo” que queda –según él- como la última posibilidad de Occidente, del
mismo modo Heidegger exhorta al Dasein a reaccionar por una “decisión”
histórica (aunque formulada en términos más vagos): la de, justamente,
asumir su destino “auténtico” –dicho de otro modo, el destino
“espiritual” de la “comunidad” a la cual pertenece y que es lo único que
puede dar un sentido a su existencia. Decisión radical y, en cierta
forma, revolucionaria. Pues es a una especia de “revolución” a lo que
convoca el final de “Ser y tiempo” –incluso si, a todas luces, esa
palabra no sugiere aquí sino un retorno a los valores “eternos” de la
“gran cultura” griega y germánica.
Con todo, ni la necesidad ni la significación de esa revolución son
explicitadas por Heidegger... Heidegger asimila la facultad de elegir a
una “resolución” subjetiva, cuyos motivos no podrían ser deducidos a
priori, la decisión. Tal “decisionismo” representa sin ninguna duda el
avance más original del libro. Constituye a la vez un punto de oposición
mayor con la metafísica clásica y un punto de convergencia inadvertido
con el “Tractatus” –que, también, deniega al ser humano la posibilidad
de fundar sus elecciones éticas en un discurso racional
Otro mensaje –esta vez simple- está implícito en el texto. Pretendiendo
que ningún filósofo antes que él ha comprendido verdaderamente la
cuestión del Ser, Heidegger no se contenta con denunciar la “tiranía”
del pensamiento lógico al que han creído tener que someterse sus
predecesores. Afirma que todo el racionalismo ha sido “superado” –sin
decir por qué, pero sugiriendo la posibilidad de “un nuevo arranque”
histórico, cuyo contenido permanecería largamente indeterminado. Ese
mensaje, a finales de los años veinte, no puede sino ejercer una
inquietante seducción sobre una parte de la intelectualidad alemana, a
la que la derrota de 1918 ha escindido de la tradición (¿demasiado
francesa?) de la Ilustración, que está desengañada de la orientación
“intelectualista” de la fenomenología husserliana y que aspira
confusamente a una “revolución” espiritual, a la vez “nacional” y
“conservadora”..
A partir de finales de 1928, el mensaje se hace más explícito. En su
lección inaugural en la Universidad de Friburgo. “¿Qué es metafísica?”,
Heidegger -retornando al tema de la angustia- explica que la nada está
originalmente presente en el interior del Ser. El descubrimiento de esta
“contradicción” le lleva a declarar que “el poder de la razón se ve así
roto” y que la idea misma de lógica debe disolverse “en el torbellino de
una interrogación más originaria”... En 1929, en oposición al filósofo
judío neokantiano Cassirer afirma brutalmente la necesidad de una
“destrucción de lo que han sido hasta ahora los fundamentos de la
metafísica occidental (el espíritu, el logos, la razón). En síntesis,
mientras que Cassirer se declara dispuesto a un reexamen crítico del
kantismo, Heidegger le propone pura y simplemente dar la espalda a la
herencia racionalista.
2. El final de la metafísica.
Husserl y Russell soñaban, antes de 1914, en conducir a la filosofía por
la “vía segura de la ciencia”. Después de la Primera Guerra mundial, ese
sueño se esfuma (Wittgenstein). Se cede el lugar a una convicción nueva:
la filosofía –o, por lo menos, su “figura” clásica, la metafísica –está
acabada.
En Austria, a finales de los años veinte, para los sabios que reunieron
sus afinidades en un 2círculo” famoso, el Círculo de Viena, es al
conjunto de las ciencias existentes –matemáticas y experimentales- al
que corresponde tomar el relevo de la metafísica y plantearse –en un
lenguaje que le sea propio- las cuestiones a las que la filosofía no
podrá responder jamás, puesto que no puede convertirse en ciencia.
Bautizado como “neopositivismo” o también “positivismo lógico” o (más
tarde) “empirismo lógico”, ese movimiento –al qu están vinculados los
nombres de Moritz Schlick, Rudolf Carnap, Han Hahn y Otto Neurath- no
constituye una escuela propiamente dicha. A pesar de la publicación de
un manifiesto colectivo (1929), entre sus adeptos reina la mayor
diversidad de opiniones, lo mismo que entre sus tres o cuatro cabezas de
fila.
Adversarios resueltos del idealismo alemán y sobre todo de Hegel, los
miembros del Círculo de Viena sueñan –como Leibniz y Bolzano- con una
lengua universal, a la que se pudieran retraducir una cuestión dada para
encontrarle una respuesta definitiva, o para mostrar que se trata de un
falso problema. Convencidos de que esa lengua no puede ser otra que la
de la ciencia positiva analizada a la luz de la lógica moderna, se
inscriben en la perspectiva del “giro lingüístico” en filosofía
auspiciado por Frege, Moore y Russell, dándole una significación aún más
antimetafísica que sus predecesores.
Por su empirismo declarado, los miembros del Círculo de Viena se apartan
de Kant –a pesar de que recuperan, bajo otra forma, el proyecto kantiano
de fundar la ciencia sobre una ase firme- para acercarse a Hume y sobre
todo al empiriocriticismo de Mach.
Rudolf Carnap (1801-1970)
Carnap sitúa su proyecto bajo el signo del combate en favor de la
claridad y, por tanto, a favor de la Ilustración, contra los filósofos
“irracionalistas” recientemente puestos de moda –expresión que apunta,
por una parte, al existencialismo de Heidegger y, por otra, a la
metafísica bergsoniana de la intuición. El irracionalismo debe perder la
batalla, puesto que representa las fuerzas del pasado. Existen por el
contrario, añade Carnap, profundas afinidades entre la manera científica
de pensar –que reivindica- y la actitud moderna que intenta expresarse,
por la misma época, en otros campos como el arte (Bauhaus ), o bien en
esos movimientos “que luchan por imponer formas sensatas de vida
individual y colectiva, de educación y de organización social”,
movimientos que Carnap no nombra, pero en los que no es difícil
identificar las corrientes socialistas. Esta orientación, precisa,
“reconoce los lazos que unen a los hombres entre sí, pero contempla al
mismo tiempo el libre desarrollo del individuo”
Desde el inicio de la obra “Aufbau”, el análisis carnapiano de nuestro
conocimiento de los objetos físicos más simples muestra que éstos pueden
ser reconstruidos a partir de “elementos de base” combinados entre sí
según reglas definidas por “relaciones de base”. Conforme a la doctrina
de Mach, los “elementos de base” son cualidades sensible (“ese rojo”)
que afectan a nuestra subjetividad cuando percibimos un objeto,
experiencias globales e instantáneas que Carnap llama “vivencias
elementales”. Constituida por sensaciones, la base de la pirámide es
pues “autopsicológica”
Partiendo de enunciados elementales e introduciendo el contenido de
nuestras expriencias sensoriales, Carnap reconstruye, en un primer
momento, los objetos “autopsicológicos” (que constituyen la
subjetividad) y, en un segundo momento, los objetos físicos, resultantes
de la combinación lógica de los datos sensibles. En un tercer momento,
vienen los objetos “heteropsicológicos” (las otras personas, es decir,
el mundo intersubjetivo) y, en un cuarto momento, los objetos
socioculturales (éticos, estéticos, políticos, etc)
En la práctica, no obstante, los niveles superiores de la pirámide
apenas están esbozados. Lo más difícil, en efecto, es construir la base;
dicho de otro modo el conjunto de los objetos autopsicológicos. Por esta
razón Carnap, en la “Aufbau”, consagra lo esencial de sus esfuerzos a
mostrar que cualidades como lo colores pueden ser definidas de manera
puramente lógica a partir de los únicos elementos convenidos en el
inicio...
Es dudoso que tenga éxito... Pero lo importante no está ahí. Lo
esencial, en 1928, es que el libro de Carnap da a los miembros del
Círculo de Viena el sentimiento de que un vasto programa de trabajo se
abre ante ellos. Y que tal programa permitirá eliminar –clarificándolos
definitivamente- los problemas con los que tropezaba la metafísica. Por
ejemplo, los de la naturaleza de la realidad, o el de los límites de
nuestro conocimiento del mundo.... Hay un conflicto entre la metafísica
, por una parte, que los autores aproximan a la teología, y por otra
parte, el espíritu de la Ilustración... Las ciencias sociales se
encuentran situadas en continuidad con las ciencias de la naturaleza...
los miembros del Círculo son un grupo unido por la voluntad de terminar
con la metafísica, pero también deseoso de no separar las cuestiones
científicas de los problemas prácticas. “Los esfuerzos desplegados para
organizar las relaciones económicas y sociales, unificar la humanidad,
renovar la escuela y la educación están íntimamente ligados a la
concepción científica del mundo”.
La nitidez y la claridad son buscadas, las lejanas sombras y las
profundidades insondables rechazadas; en ciencia, nada de
“profundidades”, todo es tan sólo superficie.... Rechazando los “enigmas
irresolubles”, la concepción científica del mundo no cree sino en las
virtudes de la “clarificación”, es decir del análisis lógico. Por otra
parte, es ese recurso a la lógica lo que distingue el “nuevo empirismo”
o el “nuevo positivismo” de “los de antaño”, cuya orientación era
principalmente biológica o psicológica...
En conclusión, los miembros del Círculo de Viena reivindican la
dimensión social y política de su propósito. En contra de los
partidarios de la metafísica que son habitualmente los defensores de un
orden social periclitado, se presentan como los adeptos de un empirismo
compartido –además de ellos- por las “masas” y que va a la par “con una
actitud prosocialista”. La concepción científica del mundo puede
expresarse en todos los dominios de la vida rivada y pública, a cuya
organización de manera racional aspira.
Ampliamente difundido a través de un congreso celebrado en Praga en
septiembre de 1929, el “folleto amarillo” caerá en seguida en un
relativo olvido entre los miembros del Círculo. En primera lugar, porque
se remite a una interpretación del “Tractatus” que el propio Wittgensein
rechaza. En segundo lugar, porque las tesis que defiende están muy lejos
de ser unánimes entre los miembros del Círculo. La orientación
prosocialista, en particular, si bien es la de Carnap y Neurath, suscita
menos entusiasmo entre los demás. Moritz Schlick, por ejemplo,
desaprueba el tono a su parecer demasiado radical.
- Segundo manifiesto del Círculo de Viena: Titulado “La superación de la
metafísica por medio del análisis lógico del lenguaje”. Texto
explícitamente antiheideggeriano. Constituye una declaración de guerra
contra la metafísica (1931-1932). Firmado sólo por Carnap...
La necesidad de “superar” las disputas de los metafísicos preocupa al
propio Carnap desde hace mucho tiempo. En su juventud se entusiasmó por
la invención reciente del esperanto, es decir por el sueño leibniziano
de una lengua universal capaz de permitir a todos los hombres emplear
los términos en el mismo sentido; sueño pacifista que, después de la
agitación de la Primera Guerra mundial, tan sólo sobrevivirá en los
círculos anarquistas y entre los países que practican el
internacionalismo proletario. Bajo la influencia de Frege y Russell, ha
terminado pro ver la realización más perfecta de ese sueño en el
lenguaje de la ciencia unificado según las reglas de la lógica...
- La metafísica no puede sino estar desprovista de sentido, porque se
expresa en lenguas naturales cuyas estructuras gramaticales son por
definición lógicamente imperfectas..
Desacuerdos en el Círculo de Viena.
- Las tesis de Carnap, de base “fenomenalista” –derivada del
“sensacionalismo” de Mach y Schlick, es considerada como poco sólida por
Neurath, que propone sustituirla por una base “fisicalista”. Pero esa
sustitución supone, por su parte, un “convencionalismo” desaprobado por
Schlick.... Una teoría científica no reposa sobre experiencias vividas,
sino sobre un conjunto determinado de “convenciones” lingüísticas. La
existencia de objetos reales, independientes de nuestra percepción,
constituiría la base de la ciencia empírica.... Schlick juzga peligrosa
esa deriva hacia lo que considera una forma de relativismo del
convencionalismo fisicalista.
- Más tarde Carnap se verá de nuevo atacado. Por Karl Popoer
(1902-1994). Popper se declara kantiano, partidario de un realismo
integral, más preocupado por las “cosas” que por las “palabras”. Rechaza
tanto el “convencionalismo” de Neurath como el “sensacionalismo” de Mach
–en los que no ve sino dos formas diferentes de un mismo solipsismo
fundamental.... Si bien la metafísica –para él. No es evidentemente una
ciencia, no le parece por eso desprovista de significación.
Antes que recusarla globalmente, piensa que es mejor intentar
desmontarla “pieza a pieza”. Además, no concede ningún crédito al
“principio de verificabilidad”, que le parece doblemente absurdo. En
primer lugar, porque existen disciplinas incontestables como la mecánica
cuántica –enfrentada, por definición, a lo infinitamente pequeño- a las
que no se puede aplicar. En segundo lugar, porque ese principio reposa
sobre la idea de que las teorías científicas se elaboran a partir de la
acumulación repetitiva de observaciones idénticas –dicho de otro modo,
sobre una concepción “inductivista” del descubrimiento, concepción ya
largamente criticada por Hume.
Contrariamente a los neopositivistas, Popper no cree que una ley
universal puede ser autentificada jamás por una suma de observaciones
por grande que sea, siempre permanecerá finita. Lo que tiende a probar
la validez de una ley no es un proceso de naturaleza inductiva, sino
–más simplemente- el hecho de que, a pesar de los intentos sistemáticos,
no se llega a producir un solo contraejemplo en su menoscabo. La
experiencia tiene claramente un papel que representar, pero ese papel
consiste en eliminar las malas hipótesis “falsándolas”, más que en
“confirmar” las buenas. Popper propone, pues, la sustitución del
“principio de verificabilidad” por un principio de falsabilidad.
... El neopositivismo entra en una fase difícil a mediados de los años
treinta: dureza de los tiempos. En una Austria donde –desde finales de
los años veinte- las fuerzas de extrema derecha no hacen sino progresar,
los miembros del Círculo –ateos, de izquierda y a veces judíos-
constituyen el blanco de ataques cada vez más violentos.... Si bien el
Círculo como tal ha muerto –víctima de sus contradicciones internas y de
los golpes de la historia-, el espíritu del positivismo lógico permanece
vivo. Va a desplazarse, como consecuencia de la guerra, hacia los países
de lengua inglesa. Y a ejercer, hasta nuestros días, una duradera
influencia... Será especialmente en Gran Bretaña y en los Estados Unidos
donde la filosofía será concebida cada vez más –a partir de finales de
los años treinta- como una disciplina científica como las demás,
reservada a técnicos especializados y abierta a progresos lentos pero
ineluctables...
Si bien las filosofías anglófonas de los últimos cincuenta años proceden
del “giro lingüístico” de inicios del siglo, si bien parten de la
creencia en que sus principales problemas pueden ser clarificados por el
análisis de los términos que los expresan, divergen frecuentemente –por
el contrario- respecto a la elección del lenguaje al que convendría
“retraducir” esos problemas para finalmente resolverlos. Se podría
incluso –simplificándolo todavía más- avanzar que la escuela dominante
en Inglaterra pone su confianza más bien en la vuelta al lenguaje
“ordinario”, dentro del espíritu del “segundo” Wittgenstein, frente a la
mayoría de los filósofos norteamericanos, que se sitúan más bien en la
línea del “Tractatus” y de Carnap, y continúan manteniendo –bajo formas
distintas- la exigencia de un lenguaje “ideal”, que para ellos coincide
con el de la ciencia.
- Filosofía inglesa. Gilbert Ryle (1900-1976). La referencia al lenguaje
usual se convertirá muy pronto en regla absoluta entre los jóvenes
colegas de Ryle: Escuela de Oxford. Sus miembros más eminentes,
iniciadores de la filosofía del lenguaje “ordinario”, son John Langshaw
Austin (1911-1960) y Peter Frederick Strawson (nacido en 1919).
- Austin. Según
éste el filósofo debe buscar la solución de las preguntas que se formula
–y que no son todas ilegítimas- a través del análisis minucioso de lo
que nuestras “frases” quieren decir. No hay necesidad por tanto de
empacharse de erudición histórica, ni tampoco de recurrir a las inútiles
“sutilezas” del análisis lógico-matemático. Le basta con apoyarse en un
buen diccionario, “depósito” de todos los conocimientos posibles
relativos al uso correcto de la lengua. Y con verificar, mediante el
contraste con otros hablantes, que ese uso se corresponde de hecho con
la práctica actual de su comunidad lingüística.
-Contra las teorías neopositivstas del lenguaje: La palabra tiene menos
por función el describir los estados de las cosas (enunciados “constativos”)
que cumplir por sí misma una acción: es el caso, en particular, de las
frases que expresan volición, promesa, autorización, etc. (enunciados
“preformativos”). Ni verdaderas ni falsas, estas frases pueden ir o no
seguidas de un efecto, en función de cómo las interpretan los que las
emiten y a quienes van destinadas.... Pragmática: Cuyo objeto no es
tanto el lenguaje en tanto que sistema cerrado cuanto el conjunto de los
usos que podemos hacer de él en tal o cual contexto determinado..
- Strawson. Más
teórico que Austin y en ese sentido más próximo a Ryle. “Sobre el
referir”, 1950. Reexamen crítico del análisis russelliano de las
“expresiones denotativas”. Su principal mérito reside en aportar a la
técnica austiniana, habitualmente empírica, las justificaciones
metodológicas que le faltan. Están desarrolladas en un ensayo que se
presento como un “ensayo de metafísica descriptiva”, 1959.... No se
trata de un simple retorno a Kant (y un olvido de Carnap), aunque –de
manera muy kantiana- Strawson declara interesarse no sólo por el
lenguaje ordinario sino también por sus condiciones de posibilidad, es
decir por los esquemas conceptuales subyacentes a nuestra manera de
hablar del mundo. De hecho, la conclusión de la obra se inscribe en una
perspectiva más bien behaviorista, puesto que para Strawson sólo existen
realmente los cuerpos materiales y las persones físicas...
En los Estados Unidos, la difusión del positivismo lógico –allí llamado
“empirismo lógico”, ha sido facilitada por la orientación
mayoritariamente pragmatista de la filosofía norteamericana desde el
inicio del siglo XX.... El pragmatismo de James (muerto en 1910) y de
Peirce (muerto en 1914) permanece de hecho, hasta la Segunda Guerra
mundial, como el movimiento dominante en las universidades
norteamericanas...
El pragmatismo culmina de manera muy completa en John Dewey (1859-1952),
el filósofo norteamericano más importante de la primera mitad del siglo
XX... Dewey considera el conocimiento como un instrumento gracias al
cual el hombre puede a la vez adaptarse al mundo y transformarlo. Dewey
prefiere calificar de “instrumentalismo” su propia doctrina. Funda en
Chicago una escuela “experimental” que le permite a la vez elaborar una
nueva pedagogía y emprender investigaciones originales de orden lógico y
psicológico sobre la naturaleza de la inteligencia. A pesar de que éstas
estén, desde el inicio, centradas en las relaciones del pensamiento y la
experiencia, no están apartadas de las grandes corrientes del idealismo
europeo. Marcado en su juventud, por su lectura de Kant y Hegel, Dewey
aspira a una visión “totalizante” de la realidad... Su filosofía está
colmada de humanismo y de optimismo. Afirma que la filosofía debe
convertirse en la “teoría general de la educación”, subrayando que su
desarrollo está ligado, de manera intrínseca, a los progresos de la
democracia.
Preocupado, como los neopositivistas, por no separar las ciencias
sociales de las ciencias exactas, su tesis consiste en que la sociedad
en general es el “laboratorio” donde se elabora todo pensamiento, y toda
su obra se dirige a mostrar que el principio del respeto a la
experiencia no es en absoluto separable de la preocupación por la
libertad individual y por la solidaridad colectiva, particularmente a
favor de los más desfavorecidos.
- Willard Van Orman Quine (nacido en 1908). Precozmente es
atraído por una visión precisa y rigurosa del mundo. Estudia en Europa a
partir de los veinte años. Cuando al final de este priplo vuelve a los
Estados Unidos se considera a sí mismo como un adepto del positivismo
lógico. En cierto sentido, continuará siéndolo toda su vida, incluso
cuando –a partir de 1939- ya no se siente totalmente de acuerdo con la
evolución de las ideas de Carnap, quien se aleja poco a poco de su
programa inicial por su interés creciente por la semántica y la lógica
de probabilidades.
La filosofía de Carnap, sostiene Quine, se funda en dos “dogmas” que hay
que abandonar si se quiere salvar el empirismo, es decir, ponerlo a
resguardo de cualquier crítica. El primero consiste en creer en la
existencia de un hiato entre lenguaje y hechos, verdades analíticas y
verdades sintéticas. Para Quine, las verdades “puramente” analíticas no
existen: toda verdad depende a la vez del lenguaje y de los hechos.
Incluso la lógica y las matemáticas son, en última instancia y a través
de todo tipo de meditaciones, ciencias de origen empírico. Por otra
parte, ciertos descubrimientos experimentales pueden obligarnos a
revisar las leyes lógicas largo tiempo tenidas por “evidentes”: así la
mecánica cuántica, por ejemplo, demuestra la fragilidad de la ley del
tercio excluso, ya recusado por Brouwer. De forma general, el
conocimiento no es nada más que un proceso psicofisiológico que tiene
por base una estructura empírica: el cerebro humano. Éste se esfuerza
por construir, a partir de informaciones sensibles que recibe del
exterior, teorías que le permiten dar cuenta de la realidad; dicho de
otro modo, le permiten actuar sobre ella. Esa es la razón por la que
Quine propone “naturalizar” la epistemología, es decir, considerarla
como una rama de la psicología y, por tanto, de las “ciencias de la
naturaleza” en general. ¿Es posible, sin embargo, reducir la mente al
cerebro sin perder de vista el hecho de que los estados mentales
presentan una propiedad, la intencionalidad –en otras palabras, la
propiedad de ser “sobre” algo-, que ningún mero estado físico de la
materia posee?
Igualmente nocivo para un empirismo radical, el segundo dogma que hay
que rechazar es el dogma “reduccionista”. Es ilusorio esperar -.como
hacía Carnap en la “Aufbau”!- que cada enunciado científico pueda ser
reducido a una experiencia inmediata que lo verifique. Considerados
separadamente y uno por uno, nuestros enunciados no son verificables:
sólo la ciencia, en su totalidad, puede ser confrontada con la totalidad
de nuestra experiencia, que intenta reconstruir en un lenguaje
determinado, a su vez, por nuestras estructuras mentales. Conocido bajo
el nombre de “holismo”, esta doctrina quineana se refiere explícitamente
a los trabajos de Pierre Duhem y Émile Meyerson. No obstante, va mucho
más lejos, pues se aplica no sólo a la física (como quería Duhem), sino
al conjunto de las ciencias –lógica y matemáticas incluidas-.
Entraña, finalmente, dos consecuencias importantes. La primera es la
tesis de la subdeterminación de las teorías por la experiencia. Muchas
teorías diferentes pueden ofrecer informes igualmente satisfactorios de
los mismos hechos experimentales: esa observación nos niega el derecho a
creer que el progreso científico nos acercará infaliblemente a una
verdad única y definitiva. La segunda consecuencia es el principio de la
indeterminación de la traducción. Científico o no, un enunciado
cualquiera de nuestra lengua no posee traducción fija e inmutable en
otra lengua. La traducción es ciertamente posible, pero sólo lo es de
una lengua a otra considerada en su totalidad, y sólo se puede llevar a
cabo en relación a un “hábeas” de reglas de traducción escogido por el
lingüista y siempre revisable. Resulta que no existe significación “en
sí”, la significación misma no es sino una función del conjunto de las
reglas adoptadas para aprehenderla.
El “holismo” de Quine no escapa ni al convencionalismo (denunciado por
Schlick), ni incluso a ciertas formas de psicologismo (rechazadas por
Frege y Russell). Equivale, de hecho, a una verdadera reorientación del
empirismo lógico en una dirección pragmatista.... Conforme, en cierto
sentido, con el espíritu de Carnap, esta actitud tendrá por efecto, dada
la total hegemonía ejercida por el empirismo lógico en la filosofía
norteamericana de los años cincuenta y sesenta, apartar temporalmente la
filosofía en América de toda reflexión sobre la historia y la sociedad.
Aún más, no hay que esperar encontrar, en el pensamiento conservador de
Quine –cuyo apogeo se corresponde con el de la guerra fría-, la menor
traza de la simpatía que sentía Carnap por el ideal socialista.
- Diferencias entre la “versión” norteamericana de la filosofía
“analítica” y la “versión” británica de la filosofía “analítica”:
Aparte de su fidelidad a la herencia pragmatista, una de sus
particularidades destacables es no haber cortado nunca totalmente los
puentes con la filosofía “continental” de donde procede –o al menos con
ciertas tendencias de ésta, a las que ha contribuido a aclimatar en los
Estados Unidos a finales de los años treinta del siglo XX.
- Disidencia antiempirista en Estados Unidos:
Noam Chomsky (nacido en 1928). Racionalista en el sentido
cartesiano del término y, por tanto, él también, antiempirista, Chosmky
está convencido de que el aprendizaje del lenguaje por el niño no puede
explicarse en la perspectiva estrictamente behaviorista que es la de
Quine y la filosofía “analítica”. Se esfuerza por construir
–inspirándose en la noción de “gramática general” forjada en el siglo
XVII por los lingüistas de Port-Royal- un modelo matemático de
estructuras “innatas” capaces de clarificar la aparición en el ser
humano de la aptitud para hablar. Sus obras tienen inmediatamente un
gran éxito en Europa (Lingüística cartesiana, 1966), al que no es ajena
la reputación de intelectual “comprometido”, es decir “izquierdista”,
que Chosmky adquirió por sus numerosas tomas de posiciónpolítica.
En Estados Unidos, la actitud antibehaviorista de Chomsky tuvo una
influencia aún mayor en el desarrollo de la ciencia cognitiva, y ha
contribuido al reciente renacimiento del interés por la intencionalidad
propio de la antigua escolástica y más tarde de Brentano y Husserl.
La segunda fase de la disidencia antiempirista se desarrolla a partir de
los años cuarenta. Está ilustrada por pensadores bastante distintos
(Richard Rorty, Hilary Putnam, John Rawls, Stanley Cavell) que, a pesar
de haberse formado en la tradición de la filosofía “analítica”, que
consideran demasiado rígida, aspiran a escapar de ella para poder
elaborar con toda libertad su propia visión del mundo. Estos filósofos
abordan dominios (ético y político, en particular) hasta ahora en parte
desatendidos por los discípulos de Quine, y temen menos discutir con sus
homólogos europeos (Habermas, Foucault, Derrida). Sus obras resultan
marcadas, no obstante, por una cierta desconfianza respecto de toda
filosofía de la historia, así como por una gran prudencia en a crítica
social. Es imposible dejar de ver allí los signos de la influencia
ejercida, después de medio siglo, por el empirismo lógico, por su
desprecio hacia toda forma de pensamiento “dialéctico” derivada de Hegel,
así como por su voluntad deliberada de privilegiar los “hechos” en
relación a los “valores”.
Sin duda tales inhibiciones se levantarán progresivamente, como lo
sugiere la aparición reciente, en algunas universidades norteamericanas,
de un renovado interés por la fenomenología husserliana, una de cuyas
ambiciones –describir la estructura de la mente- les parece finalmente
muy próxima a la que inspira las “ciencias cognitivas” y las
investigaciones en “inteligencia artificial”. No deja de ser menos
cierto que, todavía hoy, ni el marxismo ni el existencialismo son
verdaderamente considerados, en los Estados unidos, como doctrinas
filosóficas en sentido pleno, cuyas tesis sería importante examinar
–aunque fuera para criticarlas. En cuanto a las teorías de Foucault o la
escuela de Frankfurt, son habitualmente clasificadas bajo la rúbrica
“sociología”
LA RAZÓN EN TELA DE
JUICIO
1. “Estructura” frente a “sujeto”.
Aprisionada entre Auschwitz e Hiroshima, entre el recuerdo imposible de
la Shoah y el insoportable terror del Apocalipsis nuclear, escindida por
la guerra fría, escéptica con respecto a la construcción “comunitaria”
que le proponen tecnócratas y políticos, la Europa de los años cincuenta
ha dejado de creer en su futuro.
Nada tiene de sorprendente que, en esas condiciones, reine entre los
intelectuales la más grande confusión. Algunos de ellos reaccionan, como
se ha visto, lanzándose al “compromiso”, tomando partido por el modelo
americano, por el modelo marxista o por una improbable “tercera vía”.
Pero otros están lejos de compartir esos entusiasmos ideológicos. En los
artistas y escritores, el pesimismo hace estragos. El absurdo reina en
el teatro (Ionesco, Adamov). La incomunicación se expresa en el cine (Antonioni,
Resnais). Una misma desesperación, un mismo rechazo de la
“civilización”, una misma cólera fría inspiran las telas de Dubuffet,
las novelas de Beckett, los aforismos de Cioran. Bajo sus formas
extremas, esa desesperación puede conducir al suicidio.: un número
impresionante de creadores y de pensadores elige poner fin a sus días
durante los decenios que siguen a 1945.
Aún más numerosos son aquellos que, por desencanto, deciden alejarse de
la política. Convencidos de su impotencia para actuar sobre el mundo,
esos desengañados intelectuales prefieren contentarse con observarlos a
cierta distancia, considerando que su misión no es transformarlo sino,
como máximo, comprenderlo. Entre los últimos,,, dos movimientos
despuntan a la conclusión de la guerra. El primero se propone
reencontrar por la “interpretación” el sentido perdido de la cultura
moderna; el segundo, clarificar por el análisis de sus “estructuras” el
funcionamiento de los procesos simbólicos. “Hermenéutica” filosófica y
“estructuralismo” científico constituyen, así, en el umbral de la
segunda mitad del siglo XX, dos modos en competencia de responder s la
“crisis” de Europa, a su “miseria” espiritual así como a la inexorable
“decadencia” de su independencia política.
LA ESCUELA HERMENÉUTICA
En un primer sentido, el término “hermenéutica (del griego hermèneia,
que significa “interpretación”) designa un método de exégesis crítica de
los textos bíblicos que se remonta hasta el siglo XVIII y que está
particularmente ilustrado en Alemania por la obra del filósofo y teólogo
protestante Friedrich Schleirmacher (1768-1834). Pero como se sabe, al
menos desde Dilthey, la “comprensión” interna o interpretación –por
oposición a la “explicación” externa- es una actividad corriente en
muchos otros dominios, comenzando por los de las “ciencias del
espíritu”, es decir, las humanidades y las ciencias sociales.
Con Hans-Georg Gadamer el
término “hermenéutica” adquiere una dimensión más amplia: remite en
adelante a un esfuerzo de “desciframiento” aplicable a todas las
ciencias y, más allá, a todas las producciones de la cultura,
consideradas como conjuntos de “signos”. Esfuerzo tanto más necesario
por cuanto, si bien la “crisis” de la razón estaba ya abierta en los
años veinte, la catástrofe de la Segunda Guerra mundial –“fracaso” por
excelencia de la modernidad- ha creado una situación tal que el
“sentido” de nuestras producciones culturales más elevadas parece
perdido en la actualidad, o al menos olvidado por la humanidad europea.
Además, lo que pide ser “reasumido” no es exclusivamente las condiciones
de posibilidad del conocimiento objetivo –como en Kant-, sino más bien
las del propio “comprender”. La recuperación –o, más exactamente, la
“rememoración”-, del sentido se convierte por tanto para Gadamer en el
asunto propio de la filosofía.
Contrariamente a lo que era para Kant, la obra de arte no es para
Gadamer una pura “forma” ofrecida al juicio del gusto. Pues nos invita,
siempre que sepamos elucidar su significación ontológica, a experimentar
un “contenido de verdad” que no se reduce a la comprensión de las
intenciones del autor y cuya riqueza objetiva no es inferior a la de un
conocimiento científico. La historia es, asimismo, el lugar donde se
efectúa la transmisión de las tradiciones que constituyen una “cultura”,
cultura que también lleva en sí su parte de verdad: ésta es la razón por
la que es importante arrancar a la historia del relativismo
historicista. De camino, ese doble análisis conduce a Gadamer a
reconocer el papel fundamental que tiene el lenguaje en todas las
actividades humanas. Comprender es ponerse de acuerdo sobre el sentido
atribuido a ciertos signos. La tarea de la hermenéutica filosófica no es
otra –dentro de esta perspectiva- que facilitar a la vez a comprensión
intersubjetiva y la comunicación, salvando el lenguaje de la reducción
“tecnicista” impuesta a nuestros lenguaje naturales por el formalismo de
la ciencia moderna.... “Verdad y método” constituye una producción
típica del idealismo alemán y, seguramente, el único gran libro
“heideggeriano” publicado en Alemania después del final de la guerra.
Las conclusiones a que llega Gadamer están bastante alejadas, sin
embargo, de las de Heidegger. La importancia que concede al lenguaje
tiende más bien a aproximarlo a Wittgenstein. De hecho, Gadamer es el
primer filósofo alemán que ha intentado tender puentes entre la
fenomenología “continental” y la filosofía “analítica”.
EL ESTRUCTURALISMO
El origen del estructuralismo es una revolución epistemológica
consumada, a inicios del siglo XX, por el lingüista suizo Ferdinand de
Saussure. A gran distancia de la filología clásica, más preocupada por
la evolución histórica de las lenguas que por su organización interna,
Saussure intenta sentar las bases de una verdadera ciencia del
lenguaje.: una lengua no es una colección azarosa de palabras, sino un
sistema de signos que se articulan entre sí según reglas específicas.
Constituye una totalidad autónoma que no remite sino a sí misma y que
posee su propia estructura. Es el análisis de esa estructura lo que
debe, en adelante, orientar el método del lingüista.
“El curso de lingüística general”, 1916 aparece, retrospectivamente,
como una de las obras fundadoras de la investigación en ciencias
sociales. Sin embargo, en su época no fue demasiado valorado..., salvo
por un pequeño grupo de escritores y lingüistas rusos que, alrededor de
1917, se interesan por los fenómenos del lenguaje y sueñan con elaborar,
en plena revolución, una teoría nueva de la literatura.. De entre esos
jóvenes teóricos emerge una figura excepcional: la de Roman Jakobson
(1896-1982).
Participa en marzo de 1915 en la fundación del Círculo de Moscú, nacido
del encuentro entre la escuela lingüística rusa, representada por
Nicolás Trubetzkoi (1890-1938) y las teorías “futuristas”. Algunos meses
antes de la Revolución de Octubre, crea en Petrogrado una sociedad para
el estudio del lenguaje poético, cuyos miembros –que se denominan
“formalistas”- se proponen estudiar la literatura como una pura
construcción lingüística y ven en la poesía, especie de “lenguaje sobre
el lenguaje”, su misma esencia. Conscientes de sus raíces eslavas, los
formalistas se preocupan igualmente del folklore y en particular de la
poesía popular, cuyas producciones –generalmente anónimas- parecen poner
de manifiesto una invención verbal a la vez espontánea y sutil.
Cuando constata que el régimen leninista se muestra cada vez menos
favorable a sus investigaciones innovadoras pero “elitistas”, Jakobson
viaja a Checoslovaquia (1920). En Praga, establece amistad con Carnap y
descubre el “Curso” de Saussure, cuyas ideas van a transformar la
continuación de sus propios trabajos. Paralelamente, reencuentra en
Viena a Nicolás Trubetzkoi, también en el exilio. De sus intercambios
con este último nacerá muy pronto la fonología, rama fundamental de la
lingüística estructural. Participando en la creación del Círculo
Lingüístico de Praga (1926), posteriormente más conocido como Escuela de
Praga, Jakobson se orienta definitivamente desde el “formalismo” hacia
el “estructuralismo”.
Los acontecimientos le obligarán de nuevo a emigrar, y se instalará en
los Estados Unidos (1941). Allí terminará su carrera. Pero antes de
incorporarse Harvard –donde, en 1951, coincide con el joven Chomsky- y,
posteriormente, al MIT –donde él y Chomsky son colegas-... Más tarde
coincidirá en Nueva York con Alexandre Koyré, filósofo ruso
nacionalizado francés. Su encuentro será decisivo para el futuro del
estructuralismo.
Alexandre Koyré (1892-1964) se lanza al estudio de la historia de
las ciencias, desde la antigüedad hasta la edad clásica... El progreso
científico no se desarrolla de una manera lineal sino discontinua, por
el efecto de “cortes” o de “rupturas”, más habitualmente provocados, por
lo demás, por la emergencia de nuevas concepciones teóricas que por la
observación empírica de los hechos. (Influencia de Bachelard).
Discontinuista y deliberadamente antipositivista, esa interpretación del
progreso del conocimiento ejercerá, a su vez, una influencia decisiva en
las primeras investigaciones de Michel Foucault y Thomas Khun.
Claude Lévi-Strauss. Etnólogo. De Francia a Brasil, Universidad
de Sao Paulo, lleva a cabo un aprimera pesquisa entre los indios Caduveo
y Bororo y más tarde, en 1938, una segunda misión, también en Brasil,
ente los Nambikwara y los Tui-Kawahib- expediciones que relatará más
tarde en “Tristes trópicos” (1955).
La guerra provoca que se refugio en Nueva York y conoce a Koyré, quien,
en 1942, le presenta a Jakobson. Éste le revela la existencia y
potencialidades de la lingüística estructura. Inmediatamente Lévi-Strauu
–presintiendo que el conjunto de los fenómenos sociales dependientes del
orden simbólico podría se tratado, a su vez, como sistema de signos
poseedores de estructura específica- imagina la posibilidad de exportar
el método de Saussure a un campo no lingüístico, el de las relaciones de
parentesco en las sociedades sin escritura. (“Las estructuras
elementales del parentesco”, 1949). Revoluciona la antropología, al
someter por primera vez un vasto conjunto disperso de observaciones
empíricas a una lógica clara y rigurosa. Difícilmente aceptado en el
mundo angloamericano, donde prevalecen estilos de investigación menos
“teóricos”.
“Mitológicas”: cuatro volúmenes. Destinada a mostrar que el conjunto de
los mitos religiosos de los indios de América constituye un hábeas
unificado en cuyo interior las mismas variantes responden a reglas. Así
como Descartes había tenido que reducir la materia a la extensión para
fundar la física, igualmente Lévi-Strauss se ve obligado –para construir
una ciencia de los mitos- a extrapolarlos del contexto sociocultural en
que son producidos o transmitidos, y reducirlos a puras series de
unidades semánticas, combinables entre sí según reglas que,
aparentemente, deben menos a la historia que al álgebra.... Está
convencido de que las sociedades humanas son de imposible mejora...
Su obra se cohesiona en tres ejes fundamentales: definir las sociedades
como sistemas simbólicos, mostrar que esos sistemas no pueden ser
juzgados jerárquicamente, puesto que todos tienen la misma dignidad, y
restablecer finalmente su unidad profunda a nivel estructural, prueba
última de la unidad del espíritu humano.
LACAN (1901-1981)
- Estudios de medicina y su deseo de frecuentar los círculos de
vanguardia de París.
- Relectura de los textos fundacionales de Freud.
- Explora la obra de Nietzsche –cuya nueva interpretación, esteticista e
individualista, propone por entonces su amigo Georges Bataille
(1897-1962)
- Sigue los cursos del filósofo de origen ruso Alexandre Kojève, quien
en esa misma época (años treinta) se esfuerza por suscitar en Francia un
renovado interés por el pensamiento hegeliano.
Gracias a Kojève, Lacan descubre en los textos de Hegel una
elaboración teórica de los conceptos que le preocupan: una filosofía del
deseo, del lenguaje y de la intersubjetividad. La dialéctica
fenomenológica del “señor” y del “siervo”, en particular, le ayuda a
pensar el tema de la lucha de conciencias, enfrentadas entre sí para su
mutuo reconocimiento. Igualmente, la problemática hegeliana de la
alineación se superpone a su propia reflexión sobre la enfermedad
mental. De esa lectura entrecruzada de Hegel y Freud nace la primera
contribución personal de Lacan a la teoría psicoanalítica: su
conferencia sobre el “estadio del espejo”, 1936. En 1953 Hegel volverá a
aparecer en la tesis central –“el inconsciente en el discurso del otro”
(“Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis”.
Pero, mientras tanto, otras influencias han ido añadiéndose sobre ese
basamento hegeliano. En 1949 Lacan lee, en el momento de su aparición,
“Las estructuras elementales del parentesco” y conoce personalmente a
Lévi-Strauss, con el que entabla amistad y que le presentará al
lingüista Roman Jakobson algunos meses más tarde (1950). Poco después y
gracias a Jean Beaufret, que es desde 1951 uno de sus pacientes, Lacan
profundiza su comprensión de la obra de Heidegger, a quien visita en
Alemania, a quien a su vez recibirá en 1955 en su propia casa y del que
incluso traducirá un texto (“Logos”) en el primer númeero de la revista
“La Psychanalyse” (1956).
No hay una verdadera convergencia, en profundidad, entre la reflexión de
Heidegger y el trabajo de Lacan –aunque ambos compartan idéntico gusto
por el estilo “oracular”. .. Heidegger convence a Lacan de que la
filosofía ha “terminado”. A Lacan únicamente la teoría freudiana tal
como se esfuerza él mismo en reformularla, le parece capaz de “tomar el
relevo” –en el sentido hegeliano del término aufheben- de la filosofía.
- Relectura de los textos freudianos a la luz de la lingüística
estructural. Aquí, el papel de Jakobson ha sido decisivo otra vez.
Jakobson es quien, a partir de 1950, le hace descubrir la obra de
Saussure. Lacan, como Lévi-Strauss, capta inmediatamente el interés que
puede tener importar al psicoanálisis el método del análisis
estructural, aplicándolo al campo de las producciones “significativas”
del inconsciente, los sueños y los síntomas.
- En 1958 afirmará que el inconsciente tiene “la estructura radical del
lenguaje” –algo que volverá a proclamar, en la línea de la filosofía
“discontinuista” de Koyré, la identidad fundamental de esas dos grandes
“rupturas” que constituyen los descubrimientos de Saussure y de Freud.
Muy pronto, dentro de ese juego de espejos entre psicoanálisis y
lingüística, ya no se sabrá si hay que considerar el lenguaje como
“condición” del inconsciente o mejor lo contrario: las dos fórmulas se
encuentran en Lacan. Lo que es seguro al menos es que el inconsciente
está “estructurado como un lenguaje” Y que, dentro de esa “cadena
significativa”, la función del “yo” se encuentra reducida a la de una
unidad gramatical encargada de designar el sujeto de la enunciación sin
por ello significarlo.
Radicalmente opuesto a la filosofía cartesiana, husserlina o sartreana
del cogito, esa concepción de un sujeto “dividido” por el inconsciente
–en la que se encuentra de nuevo la noción freudiana de “hendidura del
yo”- se ve completada en septiembre de 1960 por la tesis que hace del
sujeto un simple elemento en una estructura simbólica.
En la vejez Lacan se distancia de su propio discurso. Lleva a cabo
imprevistos rodeos por la obra de Wittgenstein (1969-70) o por la de
Joyce. Convencido de ser incomprendido en el fondo, incluso por quienes
le escuchan, se refugia en los años setenta en una reflexión cada vez
más enigmática sobre la estructura del psiquismo. Abandonando poco a
poco el modelo lingüístico, se esfuerza por comprender la psique en
términos matemáticos, a través de “trenzados”
Es rechazado por una parte de la comunidad psicoanalítica, que
desaprueba su muy personal concepción de la “cura” y es poco aceptado
por los filósofos “profesionales” –salvo algunas excepciones: Hyppolite,
Merleau-Ponty, Althusser, Derrida y Badiou en Francia y Stanley Cavell
en los Estados Unidos-
RESUMEN
El estructuralismo se
convierte en los años sesenta en la ideología dominante en las ciencias
sociales.
Según sus seguidores, el estudio científico de las estructuras –del
lenguaje, del inconsciente, de los mitos o de las relaciones sociales-
prueba la naturaleza ilusoria de la autonomía del “sujeto”: efecto
imaginario del narcisismo, éste debe ser expulsado del trono que ocupa
desde Descartes. En consecuencia, el voluntarismo de Sartre, su creencia
optimista en la posibilidad de actuar sobre el curso de la historia y su
gusto por el compromiso pierden toda justificación. Escépticos respecto
a la política –aunque Lévi-Strauss haya sido socialista en su juventud y
Dumézil monárquico-, los estructuralistas son en los años sesenta
positivistas o esteticistas –o ambas cosas a la vez-. Si admiten la
necesidad de un conocimiento objetivo de los fenómenos simbólicos, no
esperan de éste que contribuya a cambiar el mundo.
2. Una historia de la verdad.
MICHEL FOUCAULT (1926-1984)
- Estudios de Hegel bajo la dirección de Jean Hyppolite.
- Sigue los cursos de Althusser.
Escéptico con respecto a todas las ideologías constituidas, desconfiado
hacia la concepción “heroica” del compromiso personificada por Sartre,
ya desde esta época no deja de experimentar un intenso interés por la
comprensión de la historia. Y en particular por cómo, a través de ésta,
aparecen y desaparecen los sucesivos rostros de lo que llamamos, por
comodidad, “la” verdad.
- Lecturas de Lacan y Lévi-Strauss, y también de Nietzsche –a través de
la interpretación de Bataille-.
Foucault será seducido profundamente por la lectura de Nietzsche
propuesta por Bataille, Klossowski y Deleuze. En su madurez, invocará
cada vez más frecuentemente a Nietzsche como inspiración. Sin embargo,
los primeros maestros que reconoce, cuando comienza a escribir, son ante
todo historiadores ... El estilo de Foucault no es el de un erudito
volcado sobre el pasado. A pesar de ser considerable, su erudición no
carece de fallos... Su ambición es otra. Consiste en escribir una
historia de la verdad, poniendo en claro los lazos que ésta mantiene con
el campo social y político. En resumen, consiste en destruir la
pretensión positivista (o la del racionalismo clásico) de fundar el
saber en un suelo estable y asegurado
La mejor ilustración de esta empresa la ofrece la “Historia de la
lectura”, donde Foucault reconstruye la historia de las sucesivas
maneras como ha sido percibida la locura dentro de la cultura
occidental. Considerado como portador de una señal sagrada, como el
beneficiario de una elección divina, el loco es libre y tolerado durante
la Edad Media. Con la consolidación de la monarquía absoluta, con la
puesta en marcha de un Estado centralizado que se libera de la tutela de
la Iglesia, se convierte en un factor de desorden social. El “gran
encierro” llevado a cabo en el siglo XVII no bastó, sin embargo, para
aislar la locura en relación con las otras formas de desviación. Hay que
esperar al final de la edad clásica, en los años 1780-1820, para verla
redefinida en términos de “enfermedad mental” por la institución médica.
Se convierte entonces en objeto de un saber positivo: la psiquiatría,
que se termina de construir como rama de la medicina a lo largo del
siglo XIX, dando así una legitimación teórica a la práctica de
internamiento –garantía del orden familiar y fuente evidente de muchos
abusos de poder-.
La lección de tal relectura de la historia es doble. Por una parte, la
locura –lejos de ser un objeto familiar y con contornos reconocidos- no
es más que una noción cuyo contenido –como la mayor parte de los
conceptos de la psicología y de las ciencias sociales en general- ha
variado ampliamente en el curso de la historia, en función de
preocupaciones políticas o “prácticas” en el sentido amplio del término,
ajenas en todo caso a la pura búsqueda de la verdad. En resumen, la
verdad no es el único móvil del saber, cuya función social se inscribe
en cada época en un entramado de poder determinado.
Por otra parte, ese entramado de poder no tiene en sí mismo nada de
inmutable. Basta, muchas veces, con mostrar la impostura del saber sobre
el que pretende fundarse para convertirlo en extrañamente vulnerable.
Esa es, en todo caso, la convicción de Foucault y de sus primeros
discípulos que, a finales de los años sesenta y durante los años
setenta, se comprometen en luchas concretas contra la institución
psiquiátrica.
Se ha dicho que el pensamiento de Foucault –a pesar de su
individualismo, su “minimalismo” y su rechazo del pathos- está lejos de
ser ajeno a la escena de los conflictos sociales. Aportan finalmente la
prueba de ello sus dos principales obras de reflexión epistemológica
(“Las palabras y las cosas”, 1966 y “La arqueología del saber”, 1969).
“Las palabras y las cosas” vuelve sobre el período estudiado en la
“Historia de la locura” –desde finales del siglo XVI a inicios del siglo
XIX-, con el objetivo de mostrar que, lejos de ilustrar un progreso
continuo de “la” razón, dicho período, muy al contrario, está enmarcado
por dos rupturas subterráneas que han dado formas históricas muy
distintas a nuestras maneras de pensar.
Una primera ruptura, a finales del Renacimiento, marca la emergencia de
lo que en Francia ha dado en llamarse “edad clásica”. Para los teóricos
del siglo XVII toda actividad intelectual y artística no puede ser
concebida sino en el interior de un problema de la “presentación” que
ilustran, por ejemplo, la lingüística de Port-Royal o “Las Meninas” de
Velásquez. En el paso entre el siglo XVIII y el XIX, una segunda ruptura
hace desaparecer esta problemática a favor de un modo de pensar centrado
en la noción de “sujeto”. Aparece entonces una nueva idea, según la cual
el hombre sería a la vez el autor y el actor de su propia historia, que
entraña la promoción de la ciencia histórica al rango de “madre de todas
las ciencias del hombre”. Esa segunda ruptura abre una nueva edad, la de
la modernidad, de la que no hemos salido todavía pero que, desde ahora
mismo, podemos presentir que, como la precedente, tendrá un final.
Conclusión teórica: la evolución del pensamiento se produce precisamente
de forma discontinua –como decían ya Bachelard y Koyré-. En cada época,
el pensamiento está prisionero de los límites que le son asignados por
la estructura empíricamente determinada que sostiene la cultura de esa
época. Foucault llama a esta estructura episteme, puesto que constituye
de manera general el basamento común de todas las formas del saber. Es
necesaria, pues, una ruptura –a la vez subterránea, anónima y brutal- en
nuestra manera de encarar el mundo para que cambie la episteme, para que
se desplacen los límites de lo pensable, para que sea posible –en una
palabra- pensar “de otra manera”
Foucault intenta comprender cómo nuestros “discursos” son a la vez
producidos y limitados por un a priori histórico que quita, al mismo
tiempo, todo prestigio romántico a la noción de “autor”.
Consecuencias prácticas: Si el “hombre no es el más viejo problema, ni
el más constante que se haya planteado el saber humano”, si no es “sino
una invención reciente”, aparecida a finales de la edad clásica y de la
que legítimamente se puede suponer el “cercano fin”, entonces el
humanismo “teórico” se encuentra completamente condenado. De repente,
todas las filosofías dialécticas de la historia –fundadas, como el
hegelianismo y el marxismo, en la creencia en un progreso engendrado por
la negatividad de la acción humana- se hunden sin remisión, dejando su
lugar a nuevas figuras del saber sociológico, así como a formas inéditas
de intervención política.
¿A qué figuras y a qué formas? Esto es lo que Foucault se va a esforzar
en imaginar los años siguientes. Y no sin dificultades: así, no
conseguirá ni explicarse claramente sobre las razones de su rechazo del
marxismo... Lo que es seguro es que, preocupado por practicar una
militancia individual independiente de los partidos y centrada en la
politización de los problemas de la vida cotidiana, se aproxima a
inicios de los años setenta a la extrema izquierda libertaria... En lo
sucesivo, pues, las iniciativas foucaultianas de investigación o de
acción proceden ante todo de su inspiración fundamentalmente “antiautoritaria”.
Ya sea teniendo por objeto la historia de la noción de exclusión o la
genealogía del sistema penal, esas investigaciones ilustran el proyecto
inédito de una “microfísica” del poder.... Lejos de ser un bloque
monolítico, el poder debe conjugarse en plural. No existe sino bajo una
forma dispersa, invistiendo redes que no están conectadas todas entre sí
y que, por eso mismo, ofrecen brechas. Particularmente complejas son sus
interacciones con las redes del saber, también en perpetuo cambio. En
ocasiones sucede que unas y otras coinciden.
“Vigilar y castigar”, 1975, narra el “nacimiento de la prisión”. Sobre
la base de la “Historia de la locura”, este nuevo libro se esfuerza por
volver a trazar las mutaciones que, en el orden de las ciencias –o
pseudociencias- médicas, psicológicas y criminológicas, han permitido la
emergencia –a partir de finales del siglo XVIII- de un sistema de
“adiestramiento” del cuerpo gracias al cual el Estado centralizador ha
podido extender su dominio sobre el resto de la sociedad. En ruptura con
la práctica de los “suplicios” tan a gusto del Antiguo Régimen, ese
sistema tiene como objetivo –entre otros- “reeducar” al condenado,
sometiéndole por la fuerza a una “pedagogía” disciplinaria y punitiva
cuyo instrumento privilegiado lo constituye la moderna prisión
–descendiente del “Panóptico” de Bentham.... ... Pero esta vez el
propósito de Foucault es más abiertamente subversivo. ¿No es la prisión,
incluso más que el hospital, el símbolo de un orden burgués ansioso de
reprimir toda desviación? Por lo demás, Foucault está comprometido
activamente –por aquella época- en acciones militantes dirigidas a
obtener e cierre en las prisiones francesas de las zonas llamadas de
“alta seguridad”. En Europa y aún más en los Estados Unidos, “Vigilar y
castigar” se convertirá en el breviario de una nueva “izquierda”,
centrada en la crítica a toda forma de autoridad, policial o simbólica,
pero relativamente indiferente a las condiciones socioeconómicas que
permite a éstas ejercerse....
“La voluntad de saber”, 1976. Intento de desmitificar y dirigida en lo
esencial en contra del psicoanálisis. Éste afirma que en Occidente el
sexo no ha cesado de ser rechazado por la moral cristiana, hasta el
punto de que el simple hecho de tener –a despecho de ese tabú- un
discurso sobre el sexo constituiría en sí mismo un acto liberador.
Ilusión, replica Foucault. Él se propone, al contrario, establecer que
la cultura occidental, gracias a la práctica de la confesión convertida
en obligatoria por la iglesia católica, ha hecho del sexo el objeto
privilegiado de una oleada de discursos. Y así ha sucedido a partir del
momento en que el sacerdote ha sido sustituido por el psicólogo, el
psicoanalista o el sexólogo –por una pseudociencia con pretensión de
autoridad médica cuya función real es normalizar la diversidad de las
prácticas sexuales posibles, reduciéndola a la monotonía de un esquema
único.
Después de Foucault no es posible ya hablar de la verdad y del saber sin
tener en cuenta que sus investigaciones han provocado fallas y fracturas
en el interior de esas vastas categorías. No se podrá ya ignorar que
estas categorías tienen en sí mismas una historia empírica, en lugar de
designar realidades transcendentales como creían Husserl o Russell.
Tienen una historia ligada a la de la cultura occidental... Sin duda
Foucault no es el único en haberlo dicho. Con toda claridad, su
“arqueología” procede del concepto nietzscheano de “genealogía”, cuya
fecundidad no ha escapado ni a Bataille, por una parte, ni, por otra, a
Benjamín, Horkheimer y Adorno. Pero, si bien ha reconocido al final de
su vida haber sido en parte adelantado por la escuela de Frankfurt, es
Foucault el primero que ha dado a ese problema “genealógico” toda su
fuerza crítica, al arrancarla del lenguaje de la dialéctica –demasiado
“marcado” metafísicamente-, para reformularla en el lenguaje –heredado
de Koyré- de una historia “discontinuista”.
Probablemente no es ningún azar que ese redescubrimiento del relativismo
nietzscheano se haya producido en la Francia de los años sesenta.
Llegado a adulto bajo el signo de Auschwitz y de Hiroshima, en un país
debilitado por sus conflictos coloniales así como por la guerra fría,
Foucault es en efecto muy representativo de una generación que, habiendo
perdido la confianza en las grandes utopías sociales y no creyendo ya en
el sentido de la historia, no puede sino someter a la sistemática
práctica de la sospecha los ideales en cuyo nombre el “progreso”
histórico ha sido legitimado hasta ahora.
- Otros miembros de esta generación: Gilles Deleuze (“Diferencia y
repetición”, 1968; “Lógica del sentido”, 1969): el más consecuente de
los nietzscheanos. Jean-François Lyotard (1924-1998): Sistematiza su
crítica de los grandes “relatos” marxistas y freudianos (“Discurso,
Figura”, 1971; “Economía libidinal”, 1974).
Ponen en tela de juicio incluso la posibilidad de un conocimiento
científico.
A pesar de sus lazos ocasionales con el estructuralismo, este movimiento
nunca ha cuestionado, sin embargo, la naturaleza trascendental de lo
verdadero... Gracias a Foucault, en particular, y a la corriente
“posestructuralista” que se inicia con él, el debate sobre el fundamento
de la razón, sobre sus poderes y su futuro se ha convertido en el debate
primordial de la filosofía en los últimos veinte años.
THOMAS S. KHUN (1922-1996). Ohio (Estados Unidos). Se dedica a
estudios de física teórica hasta que estalla la guerra. Se interesa por
la Crítica de la razón pura de Kant, en especial se interesa por la
noción de “categoría”, entendida como condición de posibilidad del
saber.... También está influenciado por Arthur O. Lovejoy, “La gran
cadena del ser”, 1933, que le revela la existencia de una “dinámica”
propia en el desarrollo de las ideas.... También es influenciado por
Koyré, cuyos principios metodológicos hace suyos inmediatamente.
A la influencia de esta escuela de historia de la ciencia (Koyré, Duhem),
se añade la de la Psicología de la Gestalt, y, por otra, parte, la de
los descubrimientos del psicólogo suizo Jean Piaget (1896-1980)
relativos al carácter discontinuo –también aquí- del desarrollo
intelectual del niño.
Por parte americana, Khun está marcado particularmente por los filósofos
Quine y Sellars. Aprueba la tesis de Quine de que toda verdad depende a
la vez del lenguaje y de los hechos... Ambos tienden a mostrar que no se
puede continuar definiendo (como Popper inspirándose en Tarski) la
verdad de una teoría por su simple “correspondencia” con la realidad
exterior: hay que tomar en cuenta igualmente otra dimensión aún más
importante, la del lenguaje en que se formula esa teoría y cuyas
transformaciones constituyen el verdadero objeto de la historia de la
ciencia.
“La revolución copernicana”, 1957. La noción de paradigma: “visiones”
sucesivas del mundo que, en cada época, sostienen el trabajo de los
sabios. Un paradigma es una “matriz disciplinar” compuesta de hipótesis
teóricas generales, así como de un conjunto de leyes y de técnicas
necesarias para su funcionamiento.
A diferencia de Foucault (episteme) Khun siempre ha mantenido que la
razón tiene un fundamento inmutable detrás de la diversidad de sus
figuras históricas.
3. De la desconstrucción al neopragmatismo.
Jaques Derrida (1930).
Se reconoce discípulo de Foucault aunque después se distancian. Ambos,
no obstante, son pensadores “exteriores” al estructuralismo. Derrida
incluso va muchos más lejos en la crítica que propone del
estructuralismo, pues si bien –como Foucault- ha estado marcado por los
textos “nietzscheanos” de Bataille y Blanchot, se apoya además en la
fenomenología husserliana, cuya orientación antipositivista radicaliza
inmediatamente.
Reprocha al estructuralismo haber permanecido prisionero de un problema
del “signo”, en sí mismo estrechamente ligado a los postulados más
clásicos de la metafísica occidental. En efecto, contrariamente a lo que
parecen creer los adeptos de Saussure, la tesis según la cual “todo es
lenguaje” no es sino falsamente novedosa. No hace sino enlazar con una
concepción central de la filosofía griega: la supremacía del discurso: “logos”),
asimilado a la palabra viva o a la “voz (pone) y considerado como
originario donante del “sentido”. Así pues, ese “fonologismo” –o ese “logocentrismo”-
reposa a su vez, desde Platón y Aristóteles, en una metafísica del Ser
confundido con el “ente supremo”, dicho de otro mudo, en una “onto-.teo-logía”
-puesto que, si todo es “significante”, éste no puede evitar apoyarse
sobre un significado “trascendental”, garante último de toda donación de
sentido. Desgraciadamente, ese sistema de remisiones jerárquicas no
podría sino conducir a callejones sin salida conocidos desde hace mucho
tiempo. Si la filosofía aspira a desligarse de ellos, debe comenzar,
pues, por liberarse de la dominación del logos. Y reconocer al mismo
tiempo la “diferencia” infranqueable que separa al Ser y el ente....
Así, la andadura derridiana se inscribe desde su arranque en el ámbito
del proyecto inicial de “Ser y tiempo” de Heidegger: a semejanza de
Heidegger, no cree que se pueda desembarazar de la metafísica al
“invertirla”, y menos atacándola de frente en nombre de una posición
diametralmente opuesta –que tendría todas las posibilidades de no ser, a
su vez, sino una posición metafísica más, aunque camuflada.
La estrategia de Derrida es más sutil. Nada lo ilustra mejor que el
doble trabajo que Derrida consagra a Husserl al publicar, en 1962, a “El
origen de la geometría” y, en 1967, un comentario al primer capítulo de
la primera de las “Investigaciones lógicas” titulado “La voz y el
fenómeno”. Ya se trate, en un caso, de las nociones fundamentales de la
geometría o, en el otro, del concepto de “Bedeutung” (“referencia”),
Husserl se esfuerza por determinar una forma de pensamiento “puro” que
sería a la vez el origen y la esencia de todo discurso científicamente
riguroso. Sin embargo, no consigue aprehender ese pensamiento sino a
través de la meditación de los signos que lo expresan y, en particular,
de los signos escritos que sirven para notarlo. Contaminado por la
presencia secreta de esa “escritura” sin la cual ninguna enunciación
científica sería posible, el origen que Husserl cree alcanzar no es, en
consecuencia, “puro”. No hay otro origen que el impuro , más
concretamente, no hay origen: esa es –según Derrida- la conclusión que
impone la andadura husserliana, pero que el propio Husserl ha rehusado
reconocer, con la esperanza de salvar su reconstrucción ideal de la
ciencia.
Es tentador ver, en esa paradójica lectura, la matriz de todas las
siguientes. En todo caso, se reencuentran las líneas directrices en la
gran obra “teórica” de Derrida, “De la gramatología” (1967). Construido
como un juego de espejos, este libro se organiza alrededor de una puesta
al borde del abismo de textos que, en épocas distintas de la metafísica
occidental, proponen una misma imagen depreciativa del signo escrito: el
“Ensayo sobre el origen de las lenguas” de Rousseau y la narración que
hace Lévi-Strauss (“Tristes trópicos”) del descubrimiento de la
escritura por los indios Nambikwara. De su confrontación, Derrida extrae
una conclusión análoga a la de los trabajos de Husserl: precisamente
cuando pretenden demostrar la supremacía del logos entendido como
palabra viva, esos textos conducen a minar la supremacía en cuestión,
puesto que no pueden hacer otra cosa que presuponer la existencia de una
“archiescritura” anterior al logos para dar cuenta de la “articulación”
que define a éste. En consecuencia, la “aparición” del origen se ve, por
la introducción de ese “suplemento” (o forma previa de expresión),
“diferida” hasta el infinito –y el sentido condenado a una irremediable
“diseminación” o dispersión.
Teoría de esa “archiescritura” –dicho de otro modo, del “grama” (grammé
en griego), de la traza, de la inscripción, de la tachadura-, la
“gramatología” se anuncia así como el nombre de una futura “ciencia” o,
al menos, de una forma de “subversión” textual particularmente
devastadora.
En sus trabajos posteriores, Derrida renuncia, sin embargo, a
desarrollar de forma sistemática la metodología de ese proyecto –sin
duda porque la noción misma de “teoría” le parece que se aviene con la
metafísica que él trata de desafiar. Por el contrario, se aplica al
ejercicio activo de ese desafío, ejercicio que asimila en principio al
movimiento de la différance –sustantivo construido sobre el participio
presente de verbo francés différer, que significa tanto “diferenciarse”
como “diferir” –y que sus discípulos popularizarán con la forma más
simple de “desconstrucción”, verosímilmente inspirado por el Abbau
heideggeriano y utilizado corrientemente por Derrida a partir de 1966.
Efectivamente, ya se trate
de Rousseau o de Levinas, de Hegel o de Freud, se constata que por todas
partes la “presencia ausente” de la escritura –presente por los síntomas
de la denegación de que es objeto- corrompe, desde el origen, el propio
origen. Ella explica a la vez el fracaso de la empresa metafísica y la
exigencia que sentimos de “superar” ésta. Sin embargo, nada prueba que
esa “superación” sea posible: incluso la que ha intentado Heidegger ha
embarrancado en cierto sentido. Tomando la imagen de un círculo para
sugerir la clausura sobre sí mismo del discurso metafísico, Derrida
prefiere decir que sólo se puede intentar escapar a ese círculo a
condición de recorrer indefinidamente sus límites. En la práctica, eso
significa releer la filosofía occidental buscando desestabilizar su
centro a partir de su periferia –dicho de otro modo, haciendo jugar en
contra de ella, en los textos mismos donde se encarna, todos los
elementos semánticos capaces de dislocar las grandes oposiciones
binarias a cuyo alrededor se ha organizado desde Platón: alma-cuerpo,
espíritu-materia, masculino-femenino, significado-significante,
habla-escritura, teoría-práctica, etc.
Una relectura semejante resulta muy fiel –como la que Heidegger practica
con los griegos- a la etimología de las palabras, así como a sus
múltiples sentidos, pero también –como la escucha “flotante” del
psicoanalista- a las lagunas, a las contradicciones, a lo impensado del
discurso metafísico, es decir, a todo lo que, en él, es “síntoma”.
Finalmente se trata, por principio, de una lectura sin asunciones a
priori, puesto que, si se quiere renunciar a la idea de una jerarquía de
los conceptos, todos los textos tienen el mismo valor: textos menores de
conocidos filósofos (el “Ensayo sobre el origen de las lenguas” de
Rousseau, por ejemplo), textos de filósofos menores (como Condillac,
estudiado por Derrida en “La arqueología de lo frívolo”, 1973), textos
de escritores que no son considerados como filósofos, incluso obras
pintadas o dibujadas que no son textos pero que se revelan, a fin de
cuentas, como construidos por el mismo modelo (“La verdad en pintura”,
1978; “Memorias de ciego”, 1990).
¿Cómo definir, en la actualidad, los “efectos” de ese ejercicio que
Derrida practica desde hace treinta años bajo formas renovadas sin
cesar? Inevitablemente se han producido deslices, se han multiplicado
los contrasentidos. Es por ello por lo que, en los departamentos de
literatura de las universidades norteamericanas donde el pensamiento
derridiano ha penetrado en los años setenta, gracias entre otros al
profesor de Yale, Paul de Man (1919-1983), la palabra “desconstrucción”
designa en la actualidad un estilo de crítica textual que, cuando no es
practicado con fortuna, se reduce muy habitualmente a la pura y simple
denuncia del carácter “reaccionario” de los conceptos metafísicos,
denuncia de la cultura occidental... La “desconstrucción” continúa
siendo en los Estados Unidos una “moda” violentamente criticada por los
filósofos “profesionales”
¿Es el proyecto de Derrida revolucionario? En cierto modo, pues no se
puede desconstruir la metafísica sin descontruir la razón, sin proceder
a una disolución radical de sus principios de base y del espacio
–cultural y social- que organizan. Un proyecto de este tipo no apunta,
como se podría esperar, sino a liquidar el “logocentrismo”
estructuralista.
Derrida intenta anclar su reflexión en una tradición crítica que se
remonta en la vertiente “positiva” de la Ilustración. Y, sin embargo,
aún no ha conseguido liberarse completamente de las dudas que pesan
sobre los orígenes teóricos de la “descontrucción”: su doble referencia
a Heidegger y a Blancos, es decir, a dos pensadores que fueron atraídos
en los años treinta por ideologías “revolucionarias” de extrema derecha
–el nacionalsocialismo en el caso de Heidegger, el fascismo maurrassiano
en el caso de Blanchot... También el caso de Paul de Man de pasado
universitario antisemita en Bélgica... Más allá de esas peripecias, no
está prohibido interrogarse sobre la estrecha relación que continúan
manteniendo con el pensamiento heideggeriano dos filósofos nacidos en
familias judía -Levnias y Derrida-, así como sobre las complejas
relaciones que mantienen entre sí.
Fiel a su interés de juventud por la fenomenología, Derrida no ha cesado
de estar atento al pensamiento de Levinas, a quien ha consagrado
diversos textos. Ambos filósofos reconocen –cada uno a su manera- el
primado de la Ley y por tanto de la Escritura (en mayúscula); pero
Derrida rechaza claramente la idea levinasiana de Dios como
“absolutamente otro”, “diferente que ser”, origen puro y no contaminado.
Se han establecido algunas similitudes con Benjamín, él también
desgarrado por su pertenencia a dos tradiciones –la del judaísmo y la de
la Ilustración- separadas por una imperceptible pero esencial
“diferencia”. También Benjamín tuvo sus ambiguas “afinidades” con el
antirracionalismo de Schmitt o Heidegger... Derrida es sensible a los
riesgos de “deriva” de la “desconstrucción” hacia la violencia y el
fascismo...
RICHARD RORTY (1931-) da un paso más: denuncia como “ilusoria”
toda tentativa por fundar la razón en un terreno estable y seguro. Rorty
se hizo famoso en 1967 por publicar una antología de artículos
“analíticos”, “El giro lingüístico”. Sin embargo, en la introducción que
redacta para el libro ya se abren paso algunas dudas: ¿La escuela del
lenguaje “ordinario” y la del empirismo lógico son verdaderamente
capaces de aportar respuestas definitivas a las preguntas filosóficas?
¿Constituyen realmente la vía rigurosa” que tienen la ambición de ser?
En 1977 Rorty desarrolla una concepción de la racionalidad que termina
or negarle a ésta toda esencia permanente. Como consecuencia, reduciendo
la ciencia y la filosofía al rango de simples prácticas “culturales”,
condena sin paliativos su pretensión de decir lo verdadero: tal
pretensión no le parece solamente irrealizable sino injustificable e
inútil en su propio principio. Desde entonces, Roty se mantiene en el
punto más radical que haya alcanzado, en la actualidad, el relativismo
histórico, del que es el principal representante en los Estados Unidos.
- Influencias: 1: pragmatismo de Dewey; 2) la filosofía “continental” de
Heidegger a Derrida; 3) ciertos aspectos de la filosofía “analítica”.
1. Dewey:
Preocupación por la solidaridad humana: el valor de una idea se mide por
los efectos que produce –y por tanto no hay necesidad de que sea fundada
a priori para ser considerada como “justa”-.
2. Filosofía europea continental. Rorty cree que la metafísica
–entendida como esencia de la filosofía occidental- está acabada, que ya
ha llegado el momento realmente de “pasar a otra cosa”. Si las preguntas
de la filosofía clásica no son ya “nuestras” preguntas, eso se debe al
hecho de que estaban ligadas a una época de la cultura occidental que
comenzó con Platón y que sólo tenían sentido en el interior del lenguaje
propio de esa época. Con su fin, que vivimos en el siglo XX, ese
lenguaje se ha descompuesto, arrastrando consigo las viejas preguntas.
Lejos de ser eternas, éstas no tienen más que un interés histórico: se
pueden, por tanto, abandonar.
En ese camino de “salida”, Rorty encuentra un paradójico estímulo en los
trabajos de Thomas Jun y, a través de ellos, en la crítica del empirismo
propuesta por Quina y Sellars. Llevando al extremo las tesis
desarrolladas por Quine en “Dos dogmas del empirismo”, llega a la
conclusión de que no existe ni “lo dado” (aquí se hace eco del argumento
de Sellars) ni “hechos”, sino únicamente “lenguaje”. Los “hechos” no
existen independientemente de cómo los reconstruimos con palabras. En
otros términos, la cuestión de saber si nuestras proposiciones son
“verdaderas” (conforme a una “realidad” cualquiera) importa menos que
nuestra capacidad para inventar nuevos “vocabularios” para expresar lo
que pensamos o sentimos.
Esa actitud parece forzada o, por lo menos, en desacuerdo con la
realidad de las prácticas científicas existentes. No está demasiado
alejada, no obstante, de la teoría “anarquista” del conocimiento
defendida por otro filósofo e historiador de la ciencia, Paul Feyerabend
(1924-1994) –cuyos trabajos, contemporáneos a los de Jun, desembocan en
consecuencias aún más subversivas, expuestas en su principal obra,
“Contra el método” (1975).
Según Feyerabend, resuelto adversario de los “falsacionistas”,
Popper y Lakatos, la historia de las grandes transformaciones del
pensamiento científico muestra que frecuentemente éstas no se producen
por azar, que el progreso no obedece a reglas fijas y que, en materia de
“descubrimiento”, cualquier método sirve con tal de que “funcione”. Se
sigue de ello que la frontera entre ciencia y no-ciencia está en
perpetuo movimiento y que las normas del discurso científico no son
inmutables ni universales. Para Feyerabend, el racionalismo científico
no es más que un “paradigma” cultural entre otros posibles. Ninguno de
esos paradigmas, siendo “inconmensurables” entre sí, puede ser
considerado como superior a los toros, ni de manera absoluta ni siquiera
de manera relativa –como piensa Kuhn. El Estado debería, por tanto, para
que la libertad individual de elección sea preservada de todo
reclutamiento, abstenerse de defender un paradigma frente a otro- la
ciencia contra la religión, por ejemplo- y contentarse con ofrecer a
cada ciudadano la posibilidad de estudiar el que le conviene.
Tentado, también, por las perspectivas “liberadoras” que abre ese
relativismo, Rorty se ve conducido así, en la corriente de los años
setenta, a romper abiertamente con la filosofía “analítica”. Ésta, en
efecto, se toma por una filosofía científicamente rigurosa. Por ello,
participa todavía de la pura tradición kantiana, dicho de otra manera,
del “mito” metafísico por excelencia...
Rorty, junto con Stanley Cavell, tiende un puente en dirección a la
filosofía europea. Y, esta vez, en dirección a la tendencia más
anticientífica de esta última...
“La filosofía y el espejo de la naturaleza”, 1979: resumen del
pensamiento de Rorty. Tres partes: la naturaleza de la mente, el
estatuto de la teoría del conocimiento, el “final” de la filosofía.
1. Toda la cultura
occidental desde Platón ha hecho suyo el dualismo religioso de la mente
y el cuerpo, fuente de innumerables falsos problemas. En esta
perspectiva dualista, la mente está concebida como un “espejo” en el que
vendría a reflejarse la naturaleza -es decir, el universo de los
cuerpos. Sin embargo, no se trata por ello de una “evidencia” universal,
sino de una reconstrucción históricamente datada y, en la actualidad,
obsoleta.
2. A partir de Descartes
y de Locke nuestros conocimientos han sido definidos –según el modelo
especular- como “representaciones” adecuadas de lo real –una vez más, de
aquí surgen muchos falsos problemas. No sólo esa representación no tiene
nada de necesario, sino que podría ser reemplaza ventajosamente por otra
concepción –la concepción pragmatista, por ejemplo-. Como James y como
Dewey, Rorty piensa que la verdad es simplemente “lo mejor que se tiene
para creer”; dicho de otra manera, el conjunto de los enunciados que se
revelan como los más útiles para tener influjo sobre lo real o para
vivir mejor. Por el contrario, estima que la psicología empírica y la
filosofía del lenguaje –los dos pilares actuales de la filosofía
“analítica”- no hacen sino encerrar la verdad en un problema –caduco en
lo sucesivo- de la “representación”.
3.Finalmente, en la
tercera parte, Rorty afirma que toda filosofía que pretenda explicar la
racionalidad y la objetividad en términos de “representaciones”
adecuadas está, a su vez, obsoleta. Por lo demás, la filosofía clásica
no ha conseguido nunca fundar nuestras creencias sobre una pretendida
“correspondencia” con lo real. No ha servido, en el mejor de los casos,
más que para ofrecer a los hombres los medios con los que liberarse de
los discursos “prescritos” e inventar visiones del mundo más favorables
a su propio desarrollo. El “segundo” Wittgenstein, Heidegger y Dewey
están citados aquí como tres ejemplos de filósofos “pragmáticamente”
útiles. Su función ha sido, ante todo, terapéutica: liberando en su día
a las mentes del dominio de la metafísica, como en su momento los
filósofos de la Ilustración nos habían liberado de la teología, han
contribuido también a “secularizar” la cultura, puesto que la metafísica
no era en el fondo sino una forma elaborada de ilusión religiosa, una
religión laica.
En 1982, Rorty reunió con el título e “Consecuencias del
pragmatismo” un conjunto de artículos publicados entre 1972 y 1980. Allí
explica en qué sentido puede considerarse pragmatista reivindicar la
preocupación solidaria de Dewey y, al mismo tiempo, valorar las obras de
Heidegger y de Derida, presentadas como “juegos del lenguaje”
particularmente originales y creativos. Igualmente justifica el sentido
de su lectura del “segundo” Wittgenstein. Las “Investigaciones
filosóficas” constituyen, según él, es el esfuerzo más conseguido por
anunciar que el proyecto “fundador” –proyecto trascendental en sentido
kantiano, del que todavía participa el “Tractatus”- está definitivamente
muerto. La filosofía ya no es, si se toma al pie de la letra esta
lectura, sino una forma de “conversación” separada de todo acceso
privilegiado a lo verdadero y, por eso mismo, libre para ir a donde
quiere. Si sobrevive tan sólo puede hacerlo como “género” literario,
permitiendo expresar sin constricciones su personalidad a quien se libra
a ella y experimentar un placer estético a su lector.
En 1989, “Contingencia, ironía y solidaridad” vuelve a la carga contra
la idea –particularmente perniciosa- según la cual el papel de la
filosofía consistiría en “fundar” nuestras creencias. Nuestras creencias
son, por definición, contingentes. La esperanza de fundarlas es vana.
Ello no quiere decir, precisa Rorty, que todas las creencias tengan el
mismo valor. Algunas son más “útiles” que otras. Es bueno, por ejemplo,
creer en la necesidad del desarrollo individual, así como en mejorar la
sociedad en que vivimos. Estas dos aspiraciones parecen, es verdad,
difícilmente compatibles entre sí, al menos si se las lleva hasta sus
extremas consecuencias. Pero, para no vivir esa situación como un
problema “metafísico”, basta con dejar –“en la práctica”- de verla como
una contradicción.... El filósofo ideal sería un “ironista liberal”.
Liberal porque, estimando que la crueldad es la peor de las cosas, se
dedicaría a desarrollar la solidaridad entre los hombres. Ironista,
porque sabría que la precedente convicción no tiene un fundamento
trascendental y que no le impide en absoluto buscar su felicidad
personal , en el marco definido por el rechazo de al crueldad. En suma,
su lenguaje “público” y su lenguaje “privado” podrían desplegarse
simultáneamente y –puesto que se situarían a niveles diferentes- sin
incoherencia.
... Sin embargo, ¿No es evidente, por lo demás, que para exponer sus
tesis Rorty debe someterse también a las normas de esa “racionalidad” de
la que, sin embargo, rechaza la pretensión dominadora?... consciente de
la precariedad de su posición, Rorty ha intentado consolidarla en
distintos textos reunidos, en 1991, en dos volúmenes titulados
“Objetivismo, relativismo y verdad” y “Ensayo sobre Heidegger y otros
escritos”. Vale la pena destacar, en particular, dos aspectos de su
defensa. Por una parte, Rorty, siendo incapaz de asociarse con ningún
tipo de universalismo, cada vez más tiende a resguardarse detrás de la
noción de “juego de lenguaje”. El filósofo, según Rorty, ha de intentar
curar las “enfermedades” engendradas por la torturante obsesión
“fundacional”. Esta terapia no conduciría, si le creemos, a desacreditar
la preocupación argumentativa en tanto que tal, sino simplemente a
liberarnos de la ilusión de que –para defender una convicción dada- hay
un argumento mejor en lo absoluto que otros.
Rorty se propone recordar que, para él, ciertas elecciones intelectuales
resultan –a juzgar por sus efectos, al menos- “objetivamente” superiores
a otras.
Críticas a Rorty: Su relativismo no escapa a un doble reproche. Por una
parte, resulta incompatible con el realismo que, a pesar de sus propias
insuficiencias, continúa alimentando la actividad cotidiana de la mayor
parte de los científicos. Por otra parte, aceptando a priori todos los
“juegos de lenguaje” posibles, contribuye a devaluar la práctica del
debate argumentando –hasta el momento, esencial en la filosofía- en
relación con la invención de “vocabularios” inéditos. Desde ese punto de
vista casi nada separa el relativismo de Rorty del nietzscheanismo de
Deleuze –quien a su vez reivindica, en “¿Qué es filosofía?”, el derecho
a rechazar toda discusión, con sus pares por parte del filósofo en tanto
que puro “creador” de conceptos.... ¿Se desea evitar el deslizamiento
hacia tal “autismo” filosófico? En ese caso, es importante edificar una
nueva “ética” de la comunicación sobre un fundamento sólido. Ese es
precisamente el objetivo que, por dos vías distintas pero paralelas,
persiguen desde hace más de veinte años los filósofos alemanes Jürgen
Habernas y Karl-Otto Apel.
4. ¿Comunicación o investigación?
JÜRGEN HABERMAS (1929-). Dusseldorf. Cuando realiza sus estudios
de filosofía, en los años que siguen a la Segunda Guerra mundial, las
ideas nacionalsocialistas están lejos de haber desaparecido de la
universidad alemana. En cualquier caso, no son objeto de ningún trabajo
de reflexión crítica... Su primera reacción será romper ese pesado
silencio. Cuando Heidegger publica en 1953 “Introducción a la
metafísica”, Habermas publica “Pensar con Heidegger en contra de
Heidegger”: se pone de manifiesto el vínculo profundo que une la
denuncia heideggeriana de la metafísica con las convicciones políticas
de Heidegger. Sobre todo, Habermas pone en guardia a sus compatriotas en
contra del peligro que representaría, paa ellos mismos, identificarse
–aunque sólo fuera pasivamente- con las tendencias más regresivas de la
cultura germánica, puesto que Alemania no vuelva a ser el “enemigo” de
Occidente, enemigo de la Ilustración.
En 1961 Habermas vuelve a la carga recordando el papel eminente
desempeñado por los pensadores judíos en la filosofía alemana desde el
siglo XVIII... No cesará, desde entonces, de manifestar su opinión sobre
la escena político-intelectual alemana. Combate la corriente
hermenéutica, encarnada por Gadamer, a quien reprocha adoptar una
actitud neutra y estetizante respecto a la historia moderna. Toma
vigorosamente partido (1986) contra el “revisionismo” de Ernst Nolte,
historiador conservador (y discípulo de Heidegger) que –pretendiendo
explicar el nazismo por la necesidad de combatir el comunismo- afirma
que el exterminio de los judíos no constituye sino una “copia” de las
purgas stalinistas y reduce Auschwitz a la dimensión de una mera
innovación técnica –la “técnica” del aseado- suscitada por el temor que
los nazis experimentaban, por aquella época, de ser ellos las víctimas
de una agresión venida del Este.
El racionalismo habermasiano se expresa también en su obra propiamente
teórica. Ésta reposa sobre la idea de que lo que importa es superar, no
la filosofía misma, sino la oposición tradicional entre filosofía y
ciencia. Aunque no pueda continuar como si no hubiera pasado nada entre
1933 y 1945: la filosofía debe proseguir su misión crítica. Y no puede
hacerlo sino acercándose a las ciencias sociales, trabajando con éstas
en un espíritu interdisciplinar y utilizando todos sus recursos
(lingüística, psicoanlálisis, sociología) para dar un nuevo contenido al
proyecto de l Ilustración. En resumen, analizando sin complacencia lo
no-dicho de las relaciones humanas, esa “parte de sombra” sobre la que
se apoyan el conservadurismo y el conformismo para impedir todo progreso
social.
Esta orientación inscribe a Habermas en la tradición de la escuela de
Frankfurt. De hecho, después de haber defendido (1954) su tesis de
doctorado sobre la filosofía de la historia de Schelling, Habermas
(1956) se convierte en el ayudante de Adorno en Frankfurt. Su talento de
escritor es apreciado por Adorno pero, en cambio, la inspiración de su
primer libro –una investigación sobre la conciencia política de los
estudiantes de Alemania del Este –es considerada demasiado izquierdista
por Horkheimer. Deseoso de alejarlo de sí, Horkheimer impone entonces a
Habermas condiciones tan draconianas para concederle su habilitación
que, fatigado de la lucha, éste va a obtenerla en la Universidad de
Marburgo con un trabajo –“El espacio público”- publicado en 1962.
Después de pasar por Heldelberg, donde coincide con Gadamer y Löwith,
Habermas vuelve (1964) a la Universidad de Frankfurt. Ocupa la cátedra
de Horkheimer y enseña hasta 1971, fecha en la que acepta la dirección
del Instituto Max Planck en Starnberg. Ejerce esta función durante diez
años, pero dimite (1981) para volver de nuevo a Frankfurt.
Último representante de la escuela de Frankfurt, Habermas pertenece a
ella en la medida en que, como sus fundadores, se remite al marxismo y
vuelve a tomar por su cuenta la crítica del “positivismo”. Sin embargo,
interpreta esas posiciones en un sentido muy personal, que no tarda
demasiado en alejarse de lo que podríamos llamar la versión clásica de
la “teoría crítica”.
Más interesado –como Marcuse- por el joven Marx que por el “Capital”,
Habermas estima que el marxismo tiene seriamente la necesidad de ser
renovado para adaptarse al análisis del capitalismo “tardío”, es decir,
de las sociedades industriales en la época tecnocrática. Marcuse fue el
primero que emprendió esa renovación. Habermas le sigue, subrayando la
inadecuación de la noción de proletariado. Los obreros han visto mejorar
su nivel de vida. Se benefician en la actualidad de todas las ventajas
del “estado del bienestar”. En consecuencia, la lucha de clases ha
entrado en estado de letargia. El modelo socialista de revolución no
está ya vigente. Por el contrario, el sistema administrativo puesto en
marcha por la tecnocracia hace pesar sobre el conjunto de los
trabajadores coacciones que, poco a poco, han vaciado de su sentido el
término “democracia”; mientras que un número creciente de jóvenes o de
parados se ve abandonado en los márgenes del sistema. Para
reintegrarlos, para hacer el sistema más “abierto”, se tiene que dar un
segundo impulso al debate democrático. ¿Cómo poner en marcha –para
salvar ese debate- nuevas estructuras de comunicación en el seno del
espacio público? Ese es, en adelante, uno de los grandes ejes del
pensamiento habermasiano.
Por lo que respecta a la crítica frankfurtiana del “positivismo”,
Habermas –como ya se ha visto- participó en los encuentros de Tubinga
(1961) en el transcurso de los cuales criticó a Popoer su ausencia de
reflexión sobre los presupuestos de la actividad científica. Popper
estima que el proyecto de una crítica de la sociedad no tiene lugar
dentro de las ciencias sociales. Esta tesis depende –según Habermas- de
un puro “decisionismo”. No se apoya en ninguna verdadera justificación.
Partidario de no imponer a priori ningún límite a la actividad del
investigador, Habermas observa que no se podrían mantener separadas la
estricta exigencia filosófica de una “crítica” y el trabajo de
investigación empírica. Sin embargo no condena pura y simplemente la
ciencia “positivista”. Su propia perspectiva es, en ese sentido, más
verdadera sociológica que la de Horkheimer y Adorno. No sólo integra los
resultados de la antropología “positivista”, sino que se interesa
directamente por la filosofía del lenguaje y, en particular, por la
filosofía “analítica”. Interés que contribuye a desarrollar en él la
influencia de uno de sus colegas en la Universidad de Frankfurt, el
filósofo Karl-Otto Apel. Apel (1924) es uno de los primeros pensadores
“continentales” –con Gadamer y Ricoeur- que ha tomado en cuenta el giro
“pragmático” por el que la filosofía angloamericana del lenguaje ha
pasado de una perspectiva estrictamente formalista –sintáctica o
semántica- (gracias a Austin y sucesores) a una perspectiva centrada en
los usos sociales del habla, es decir, en la noción de comunicación.
Ahora bien, como muestra su principal obra -“Transformación de la
filosofía” (1973)-, Apel se propone permanecer en el interior de una
perspectiva trascendental de inspiración kantiana. Viendo en la
estructura misma del lenguaje, constitutiva de una “comunidad de
comunicación” ideal, una de las condiciones de posibilidad a priori de
toda comprensión, se esfuerza por fundar –sobre este a priori
“pragmático-trascendental”- una “ética del discurso” que ponga
definitivamente la razón al abrigo de toda crítica de tipo relativista.
Inspirándose profundamente en este punto de vista, Habermas desplaza la
problemática hacia una perspectiva a la vez menos ambiciosa y más
materialista. La “comunidad de comunicación” es, según él, un dato
objetivo. Lejos de ser una dimensión de la subjetividad trascendental,
no podría ser separada de la existencia social empírica. Éste es el
punto de partida de las investigaciones que desarrolla en los años
setenta y cuyos resultados se encuentran expuestos en “Teoría de la
acción comunicativa” (1981), y “Moral y comunicación” (1983).
En el trasfondo de esos dos libros se registra la voluntad de arrancar
la “teoría crítica” de sus orígenes idealistas, con vistas a darle un
fundamento más sólido, Horkheimer y Adorno se quedaron aprisionados, en
efecto, en una filosofía de la historia heredada de Hegel, es decir, de
una dialéctica de la cultura. Para Habermas, al contrario –como para
Marx y la mayoría de los sociólogos-, la historia debe ser comprendida,
ante todo, como un conjunto de interacciones sociales. Es, por lo tanto,
la lógica de esas interacciones –y en primer lugar su lógica discursiva,
puesto que toda interacción pasa por la comunicación verbal- lo que hay
que reconstruir.
Para hacerlo, Habermas comienza por recordar que, desde Marx, los
filósofos ya han recorrido un largo camino para salir de la metafísica.
Ya no es necesario dramatizar esa “salida” a la manera heideggeriana. La
“superación” de la metafísica está profundamente realizada por Peirce
(al que Apel ha consagrado, en 1975, una importante obra) y, todavía
más, por la filosofía lógico-lingüística surgida de Frege y Russell. El
camino que queda por transitar –si bien evitando caer en el
“positivismo”- es situar, en el fundamento de una nueva definición de la
razón científica y crítica, el concepto de “actividad comunicativa”,
vinculado al de “mundo vivido”. Dicho de otra manera: de poner la razón
en situación –como querían Sartre y Heidegger- pero sin hacer depender
esa situación de una filosofía de la conciencia o del Dasein, puesto que
la situación comunicativa es una con la realidad –por definición
intersubjetiva- de la vida en sociedad.
La “solución” habermasiana envuelve, pues, una descripción pragmática
del lenguaje como instrumento de comunicación, que se base a su vez en
un análisis de la integración social. De hecho, la mayor parte de la
“Teoría” está consagrada a una reanudación, en este tema, de las
concepciones sociológicas de Max Weber, Durkheim, George Herbert Mead y
Talcott Poarons- sin olvidar a Marx. La específica aportación de
Habermas consiste en mostrar, sobre esa base empírica, cómo la situación
comunicativa crea –por su sola existencia- las condiciones de un debate
auténtico: los distintos participantes en una misma discusión ¿no deben
–en efecto- admitir de mutuo acuerdo ciertas normas lógicas, si quieren
que sus intercambios de argumentos desemboquen en conclusiones
aceptables para todos? Así pues, lo que se llama “razón” puede ser
definido, sin ambigüedad, como ese conjunto de normas que garantizan el
carácter democrático y riguroso de todo debate.
Entre las objeciones suscitadas por a “teoría”, hay al menos una que
Habermas acepta: el fundamento que propone para la razón, siendo de
orden empírico y no trascendental como el de Apel, presupone la
existencia de un cierto número de resultados relevantes de la
lingüística y de la sociología. Hay aquí, aparentemente, un círculo
vicioso. Pero ese inconveniente le parece menor a Habermas, dado que la
objetividad de las ciencias sobre las que se apoya le parece, desde un
punto de vista materialista, por encima de toda sospecha. Por lo que
respecta a las ventajas de esa concepción, son numerosas; siendo la
principal de ellas salvar la razón ante los filósofos –nietzscheanos,
heideggerianos, subjetivistas o “posestructualistas”- que se encarnizan
al criticarla, de Foucault y Lyotard a Derrida y Rorty.
Los tres últimos rechazan la perspectiva habermasiana. Lyotard se
muestra escéptico ante el humanismo que la inspira: ¿Es cierto que los
hombres quieren comprenderse entre sí y que buscan el consenso por
encima de todo? Derrida no ve en esta perspectiva sino una forma de
retorno a una metafísica de la ciencia, forzosamente prisionera del
“positivismo” que pretende evitar. Rorty, por su parte, considera la
reconstrucción “comunicativa” de la razón como un “juego” legítimo, pero
desprovisto de valor absoluto.
Diez años más tarde, Habermas se esfuerza por responder a estas
objeciones. A Lyotard, le opone la necesidad de privilegiar el consenso
frente al desacuerdo (lo que Lyotard llama “disenso”). A Derrida, le
reprocha –como a Gadamer y, finalmente, al propio Adorno- que se
encierre en una visión estetizante de lo real, que termina por ahorrarse
la historia. Contra Rorty, finalmente, no deja de subrayar la naturaleza
contradictoria de una posición que, rechazando a priori el concepto de
fundamento, se priva a sí misma de base sólida, además sin oponer
resistencia suficiente a la amenaza que constituye –en este fin del
siglo XX- el potente retorno de un irracionalismo difuso y polimorfo.
Al hilo de estas polémicas, que distan mucho de estar concluidas, el
debate sobre el fundamento de la razón se ha enriquecido con numerosas
contribuciones norteamericanas. Entre otras, las de John Rawls, Stanley
Cavell y Hilary Putnam-, todos ellos profesores de filosofía en
la Universidad de Harvard.
JOHN RAWLS (1921-). “Teoría de la justicia”, 1971. Triplemente
innovador:
1. Si bien la intención de Rawls no debe casi nada al empirismo lógico,
ese libro es el primero en aplicar al debate político un estilo de
reflexión que se puede calificar de “analítico”.
2. Puesto que rechaza el utilitarismo de Bentham y de Mill y enlaza
–llevándola a su máximo punto de abstracción- con la teoría del contrato
social tan querida por los juristas de los siglos XVII y XVIII, nos
obliga a repensar desde la base y en conjunto los principios sobre los
que reposa la organización de las sociedades modernas.
3. Puesto que se inscribe en la prolongación de las luchas impulsadas en
los Estados Unidos –durante los años cincuenta y sesenta- a favor de los
“derechos civiles” de los ciudadanos negros, hace revivir una tradición
liberal de izquierda (“liberal” en el sentido americano) que no había
estado demasiado representada, en ese país, desde la muerte de Dewey.
Partiendo de una “posición original” equivalente a un “estado de
naturaleza” en el que los hombres –privados de información- estarían
situados “bajo un velo de ignorancia” en cuanto a la situación real que
sería la suya en la sociedad por construir, Rawls se esfuerza en mostrar
que todo hombre razonable desearía pertenece –en una situación similar-
al sistema más “equitativo” posible. ¿Cuáles son, pues, los principios
fundamentales de la “justicia” entendida en el sentido de “equidad”?
Rawls distingue dos. El primero (en el orden lógico) afirma el derecho
inalienable de todos a las libertades individuales básicas. Comporta la
elección de la democracia. El segundo predica la igualdad de
oportunidades, dicho de otra manera, la reducción de las desigualdades
naturales y sociales. Implica que el Estado tiene, en relación con el
“libre mercado”, un papel regulador, al proceder a una redistribución de
las riquezas y de las rentas que pueda ofrecer a los más desfavorecidos
por su nacimiento los medios efectivos (educación, salud, etc.) para
mejorar su condición inicial.
Este liberalismo atemperado por una preocupación moral de equidad (que
no deja de recordar las tesis decimonónicas de la socialdemocracia)
expone evidentemente el sistema de Rawls a dos tipos de objeciones de
signo opuesto. Por una parte, el hecho de que –como todos los liberales-
asimila la sociedad a una simple acumulación de individuos idénticos
entre sí y cuya “abstracción” ha sido criticada –en los propios Estados
Unidos- por los “comunitaristas”, quienes intentan poner de manifiesto
que la noción de “bien social” es superior a la de individuo y que este
último no existe fuera de los numerosos grupos que-de la familia a la
nación- contribuyen a conformar su personalidad. Por otra parte, la
función reguladora –es decir, intervensionista- que Rawls confiere al
Estado ha sido criticada por los “libertarios” (Nozik) que se mantienen
apegados al liberalismo “puro y duro” y consideran que todo Estado que
va más allá del Estado “mínimo” viola los derechos sagrados del
individuo (tesis recuperada por el Partido Republicano).
De sus respuestas, de Rawls emerge la idea de que su concepción de la
justicia como equidad (que resumiría la fórmula bíblica “No hagas a los
demás lo que no quieras que te hagan a ti”) prefiere presentarse como
una concepción política antes que metafísica. Rechazando la objeción
según la cual su teoría, a fin de cuentas, no sería sino una
generalización avanzada de los principios de la constitución americana,
Rawls afirma que tiene vocación de aplicarse cualquier sociedad,
incluyendo la “sociedad de naciones”...
Puesto que ofrecen –a una izquierda prematuramente desengañada por todas
las experiencias de socialismo “real”- los medios para pensar, desde el
interior, una transformación progresiva del sistema capitalista en un
sentido más “equitativo”, las ideas de Rawls quizás están en la
actualidad más de moda en Europa que en los Estados Unidos......
STANLEY CAVELL (1926-) Enlaza con las inquietudes propias de la
filosofía “continental”. Convencido, como Rorty, de que las
investigaciones “analíticas” no son sino el último avatar de un agotado
kantismo, Cavell está deseoso –por el contrario- de abrir para el
pensamiento una nueva vía que ayuda a éste a afirmarse contra un mundo
cada vez “unidimensional”. La apertura de esta vía le parece por lo
demás perceptible en los trabajos de Austin –en quien reconocer a su
verdadero maestro- y del “segundo” Wittgenstein, en particular en su
interés por los aspectos más “ordinarios” de nuestro lenguaje y de
nuestra vida. ¿Por qué el filósofo tiene en general tendencia a
ignorarlos, dicho de otra forma, a rechazar su propia identidad?
“A la búsqueda de la felicidad” (1981): Estudia cómo el cine
hollywoodiense –arte popular y norteamericano por excelencia- encarna
las aspiraciones del individuo moderno. Después, pasando del film al
escenario, se pregunta sobre la “negación del conocimiento”
ejemplificada por seis piezas de Shakespeare (1987) en las que –entre
Montaigne y Descartes- emerge ese “escepticismo” que, según él, oscurece
toda la metafísica occidental...
HILARY PUTNAM (1926-). Representante atípico de la filosofía
“analítica”. En un principio se dio a conocer por trabajos de lógica y
de epistemología en la línea de Quine. Pero siempre se ha interesado muy
de cerca por la política. Le recuerda a Rawls que la justicia no es
solamente un concepto y que no se podría hacer esperar indefinidamente a
los oprimidos la llegada de un mundo “mejor”.
Desde 1974, en un artículo consagrado a Popper, Putnam denuncia como
errónea la estricta demarcación mantenida por éste entre, por una parte,
la ciencia –cuya tarea sería puramente explicativa- y el conjunto de las
ideas políticas y filosóficas por la otra, las cuales no tendrían ningún
valor científico. Al separar tan radicalmente la teoría de la práctica e
incluso desvalorizar ésta en el marco de una concepción del conocimiento
que se define por el principio de falsación, es decir, por la necesidad
de una referencia a la experiencia, Popper incurre en una doble
inconsecuencia. Además, Putnam, sin pretender que existan leyes
históricas ni que éstas puedan ser conocidas, legítimamente advierte que
afirmar a priori lo contrario es una decisión arbitraria,
científicamente injustificable y políticamente peligrosa.
Al igual que Habermas, Putnam se preocupa por fundar la razón para
salvar a la vez la ciencia y la democracia. Pero no cree en la
posibilidad de una fundación sociológica y lingüística como la que
propone la “Teoría de la acción comunicativa”. Para Putnam, Habermas es
aún demasiado kantiano, demasiado sumiso a la influencia de la filosofía
trascendental de Apel. Escéptico en relación con el proyecto de los
filósofos alemanes, Putnam reivindica –como Rorty- el pragmatismo de
Peirce y de Dewey, pero –a diferencia de Rorty- estima que hay que
intentar dar respuesta a los problemas filosóficos.
Para Putnam, el fundamento de la razón no podría encontrarse en ningún
tipo de asunción a priori, ni siquiera en un concepto particular como
comunicación, sino en la práctica concreta de lo que llama la
investigación –entendiendo por ello la búsqueda experimental bajo todas
sus formas: el método de “ensayo y error”. Más aún, lejos de restringir
el campo de aplicación de ese método a las ciencias de la naturaleza, lo
considera como perfectamente aplicable a las ciencias sociales, a la
ética y a la política. La necesidad de respetar los datos de la
experiencia, de no avanzar sino tesis justificables por argumentos
universalmente comprensibles, de no intentar nunca obtener por la fuerza
el acuerdo del adversario, no tiene necesidad de ser fundada a priori.
Se desprende completa y fácilmente de la experiencia humana por un
simple proceso de abstracción. Basta con tomar seriamente, en la
reflexión filosófica, las nociones que tenemos por indispensables en la
vida cotidiana...
Se desemboca así en una definición pragmática de la razón: la razón es
la capacidad de diferenciar lo mejor de lo peor. De hecho, Putnam,
hostil tanto al escepticismo como al realismo “metafísico” de los
neopositivistas, defiende un realismo “interno” –es decir, mínimo- que
le aproxima directamente a la gran tradición de Peire y de Dewey. En la
línea de estos últimos (pero también de Austin), rechaza la dicotomía
carnapiana entre “hechos” y “valores”. Como Dewey, afirma que la
distinción entre ciencia y ética debe ser relativizada, que los
conceptos morales pueden ser objeto de una justificación a la vez
racional y experimental. En resumen, que la filosofía no es un discurso
vacío sino que, al contrario, tiene una doble función: la de ayudarnos a
vivir mejor haciendo más justa la sociedad.
Coincide con Habermas, Apel, Rawls y Cavell, en que la filosofía tiene
una misión social que cumplir. Al igual que éstos, cree que habría
opciones intelectuales mejores y peores que otras. También Rorty. Sin
embargo, para afianzar sus convicciones, definen bases sólidas
diferentes...
BALANCE
1. El debate entre racionalismo y relativismo –central para la filosofía
actual- está muy lejos de ser un debate puramente especulativo.
Se trata de saber si un fundamento sólido puede ser encontrado por la
razón, o bien si ésta constituye sólo un modelo cultural entre otros,
que posee tan sólo una superioridad relativa –es decir, ninguna
superioridad en definitiva- sobre otros modelos históricamente posibles.
Añadamos que ese debate se desarrolla simultáneamente en dos campos
conexos: el de la ciencia y el de la política. En el primero de esos
campos, el objetivo es la cuestión del conocimiento –es decir, la
cuestión de si la ciencia nos enseña algo sobre lo “real”, o bien si no
es más que una construcción lingüística sin relación con esto último. En
el segundo campo, el objetivo es la cuestión de la democracia, dicho de
otra forma, la de saber si la forma por definición “racional” de
gobierno es un régimen que se propone instaurar la justicia social
dentro del estricto respeto de las libertades individuales, o bien si
otras formas de gobierno, que se asignan objetivos diferentes, serían
igualmente buenas.
2. Este debate tiene un origen histórico preciso, que no hay que perder
de vista. Ha surgido del hecho de que, desde la Ilustración, la
racionalidad no ha dejado de extender su dominio sobre la cultura
occidental, provocando un prodigioso progreso de las ciencias, de la
técnica y de la riqueza material, mientras que –paralelamente- la
despiadada explotación del hombre por el hombre sembrada dudas sobre el
mito del “progreso” y la absurdidad de la Primera Guerra mundial
sembraba la confusión dentro de los espíritus. La atrocidad de la Shoah,
finalmente, poniendo de manifiesto hasta qué punto podría llegar la
complicidad de esa misma racionalidad con los peores crímenes jamás
cometidos por el hombre, ha constituido un punto de no retorno. Nada
tiene de sorprendente, a partir de aquí, que la crítica al racionalismo
–cuyas premisas habían sido establecidas, entre las dos guerras, por las
obras de Wittgenstein, Rosenzweig, Benjamín y Heidegger- haya tomado una
forma a la vez radical y sistemática después de la Segunda Guerra
mundial, que, en lo esencial, había sido su consecuencia.
3. Si los debates sobre el conocimiento y la democracia ponen de
manifiesto problemas aparentemente distintos, no pueden, sin embargo,
disociarse por completo. Sin duda la preferencia por la democracia no
implica a priori que se deba renunciar al relativismo epistemológico.
Pero éste, por el contrario, en la medida en que llega a declarar
–privándolas de fundamento objetivo- que todas las opciones
intelectuales funcionan, amenazan con minar por la base las tentativas
más sinceras de justificar la preferencia democrática.
Si se abandona, en efecto, la ambición de fundar la razón, se volatiliza
igualmente la posibilidad de admitir que existen argumentos mejores que
otros. Ese es, por lo demás, el motivo por el que ciertos relativistas
consideran que la principal aportación de la filosofía del siglo XX
habrá sido librarnos de ella misma, es decir, la de engendrar su propia
“superación”. Ya se entienda ésta en el sentido de Heidegger o bien en
el sentido de Rorty, el resultado es idéntico: en ambos casos, la
filosofía se ve reducida al rango de simple práctica “cultural”, a la
que puede concederse una finalidad estética, pero cuya utilidad social
es cuando menos restringida.
Esta posición tan sólo presenta una ventaja: la de dar lugar, entre los
escombros de la filosofía, a nuevas formas de creatividad intelectual,
que incluso los relativistas deben admitir que no han visto nacer aún.
Sus inconvenientes, por otro lado, son considerable. Más allá del hecho
de que parece tan arbitrario anunciar el fin de la filosofía como
proclamar el de la historia, la pintura o bien el de la pareja, la
renuncia a toda concepción objetiva de la razón entraña inmensos
peligros para el futuro de la humanidad. Peligros que se hacen más
visibles a medida que los valores morales menos discutibles parecen, en
este final del siglo XX, cada día más amenazados.
La reaparición, en los cuatro puntos cardinales del planeta, del racismo
y del nacionalismo étnico –que fueron los principales ingredientes del
nacionalsocialismo hitleriano-, de toda clase de fundamentalismos
religiosos –por definición hostiles a la libertad de pensamiento-, la
abundancia de sectas, la explosión general de la credulidad y del
irracionalismo, por no hablar del riesgo que constituye la difusión, por
los medios audiovisuales, de ideas estandarizadas que anestesian el
espíritu crítico- ¿no son todos esos fenómenos de una naturaleza que
hace temer por el triunfo, a escala mundial, de una verdadera regresión
oscurantista?
Contra una regresión semejante, la única barrera posible continúa siendo
–a pesar de su fragilidad- el retorno a los ideales de la Ilustración
(necesariamente revisados y corregidos) así como a la práctica de la
discusión argumentada racionalmente.
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