PLATÓN
Índice
1. Platón y su obra
1.Una nota biográfica
2.Filosofar dialogando
2. El escenario de la filosofía
1.La visión en la sombra
2.La caverna y el lenguaje
3.Liberación
4.Educación
5.Las opiniones y las palabras
6.Amor
La teoría platónica de las ideas
1.Las ideas
2.La mirada
3.Palabras e ideas
4.Modelos de lo real
5.Los dos mundos
6.Ideas y valores
7.Participar
8.La idea del Bien
4. El alma y el
conocimiento.
1. Concepto de alma en Platón
2. Conocer es recordar.
5. La areté del individuo.
1. Puede aprenderse la areté
6. La teoría política de Platón.
1. La justicia ideal de la comunidad.
2. Niveles de organización del Estado.
3. Los regímenes políticos.
Textos
Todo en
Platón es original y sorprendente: haber enseñado a filosofar
dialogando; haber manifestado la vida intelectual de Atenas y sus
propias preocupaciones intelectuales como un gran diálogo inacabado;
haber descubierto que tras la crítica al lenguaje y al sentido de la
palabra había que proyectarse hacía conocimientos más seguros; haber
luchado por encontrar en las Ideas y en conceptos estables el
conocimiento que el fluir de la realidad parecía impedir y, en fin,
haber intuido que vivir es convivir y haber trazado, con ello, las
líneas fundamentales de la educación y de la teoría política.
1.
Platón y su obra
La época de Pericles (478-432) significó un nuevo desarrollo político
(la democracia) acompañado también de un extraordinario desarrollo
cultural. A comienzos del siglo V nacen Sófocles, Heródoto, Eurípides,
Gorgias, Protágoras, Pericles, Sócrates. En pleno siglo v serepresentan
las tragedias de Esquilo, Sófocles, Eurípides y las comedias de
Aristófanes. Entre los años 447 y 438 se construye el Partenón y se
realizan las esculturas y bajorrelieves que lo decoraban. Tucídides
escribe su Historia de la guerra del Peloponeso. Este siglo, que
también estuvo lleno de catástrofes que se inician con las guerras
médicas (490-479), acabará con la terrible guerra civil entre Atenas y
Esparta, la guerra del Peloponeso (431-404), que supondrá el fin del
dominio ateniense. Es curioso, sin embargo, que en este desgarramiento
histórico y cuando se acentúa el desastre de la política ateniense,
con la frustrada expedición para conquistar Sicilia, va a surgir, con
Platón (427-347) y con Aristóteles, que ya pertenece plenamente al
siglo IV (384-322), una nueva época de plenitud filosófica.
Probablemente, entreotras causas, fue esta gran conmoción social la que
originó la necesidad de reconstruir, con el pensamiento y el lógos, lo
que parecía estaban destruyendo los acontecimientos reales.
1.
Una nota biográfica
«Cuando yo
era joven pasé por la experiencia que otros muchos y pensé dedicarme a
la política» (Carta VII, 324b). Quien manifestaba este deseo había
nacido el año 427 a.C. en Atenas, en una familia aristocrática, y había
vivido, en su juventud, los desastres de la guerra del Peloponeso. El
mismo año de su nacimiento había sido el de la muerte de Pericles, y
algo alcanzó a vivir de la gran época de la democracia ateniense. Tal
vez la inestabilidad política desu tiempo le empujó a querer actuar en
la vida pública, pero su encuentro, cuando tenía veinte años, con
Sócrates, cambiaría sus proyectos; sobre todo, al comprobar, según él
mismo habría de escribir después, que la política ateniense podía ser
tan ciega como para condenar amuerte «a nuestro amigo, el mejor hombre
de los que entonces conocimos y el más inteligente y justo» (Fedón,
118c). A la muerte del maestro, en el año 399, comienzan los años de
peregrinaje:
Me vi, pues, obligado a reconocer, en honor de la verdadera filosofía,
que depende de ella el obtener una clara visión de lo que es justo,
tanto en el terreno político como en el privado, y que no cesarán los
males del género humano hasta que los verdaderos filósofos lleguen a
la política, o que los que tienen ya el poder sean auténticos
filósofos.
Carta VII, 326ª
Este texto deja ver tres ideas fundamentales sobre las que descansa la
biografía de Platón:
1. la importancia del conocimiento.
2. la unión del saber con la política.
3. la justicia como sustento de la vida individual y colectiva.
Conmovido por la muerte de Sócrates, Platón abandonó Atenas —tenía
entonces 28 años— en unión de otros socráticos. Después de una breve
estancia en Megara, ciudad rival de Atenas y Corinto, regresó de nuevo
a su ciudad, Atenas, de donde partió luego a Cirene. Allí conoce a
Aristipo y al matemático Teodoro. Pero, sin duda, el viaje más
importante de este período será a Sicilia. Es probable que un político
y filósofo pitagórico, a quien conoce en Tarento, le animara a ese
viaje.
En
Siracusa, en la corte de Dionisio I, tirano de la ciudad, encuentra a
Dión, pariente de Dionisio y al que le unirá una entrañable amistad. Un
accidentado viaje de regreso le lleva de nuevo a Atenas. Corría el año
387. Platón tiene ya 40 años. Influido, posiblemente, por la escuela
pitagórica, compra un gimnasio en un terreno próximo a Atenas donde
hubo un santuario dedicado al héroe Academo. Allí, en lo que después
habría de llamarse Academia, comienza a reunirse con sus amigos y
discípulos, y, durante veinte años, lo que podríamos llamar primera
universidad europea, es el primer centro de formación política e
intelectual de los jóvenes griegos. Tal vez como fruto de estas
enseñanzas, escribe en esa época algunos de sus diálogos más
importantes: Banquete, Fedón, República, Fedro.
Entre los
años 367 y 361, Platón vuelve a Siracusa, con la esperanza de que su
amigo Dión pudiera realizar, en la corte de Dionisio II, que había
sucedido a su padre, las reformas políticas que no pudo llevar a cabo
el anterior tirano. La famosa Carta VII nos cuenta todas las peripecias
que rodearon estos empeños platónicos por construir en la realidad el
sueño ideal de la República. Hasta su muerte, que tuvo lugar en el año
347, Platón continuó dirigiendo y enseñando en la Academia. Aunque muy
resumidamente, hemos querido destacar algunos sucesos de la biografía
de Platón, porque nos parece que expresan el sentido que tiene la
filosofía en Grecia. Lo hemos visto ya en los filósofos anteriores a
Platón; pero es, sobre todo, en su obra donde más claramente aparece
la unión entre el pensamiento y la vida, la teoría y la praxis. Por eso
no deja de sorprender la etiqueta de «idealismo» que se aplica, con
cierta ligereza, a su filosofía. Es verdad que descubrió un mundo de
ideas, paralelo al mundo de las cosas; pero su obra rebosa de
experiencias concretas y, a través de ella, podemos descubrir las
preocupaciones de sus coetáneos y buena parte de la historia de su
tiempo.
Lo más
próximo, pues, a la voz, a la comunicación inmediata del pensamiento,
era el diálogo. A esa inmediatez estaban acostumbrados los griegos, y
la revolución pedagógica de los sofistas y sus juegos con el lenguaje
habían sido precursores de este dominio de la palabra viva y «
dialogada». Sin embargo, a pesar de la crítica que Platón hace de la
escritura, sus extraordinarias cualidades literarias le sitúan entre
los grandes escritores de todos los tiempos.
2.
Filosofar dialogando
No sólo
los contenidos de los escritos de Platón, sino también la forma en que
esos escritos se hicieron públicos son muestra de un pensamiento vivo y
sujeto a los latidos de la vida. Escribió diálogos, en los que un
centenar de personajes contrastan sus opiniones. El protagonista de la
mayoría de estas « conversaciones» suele ser Sócrates, que impone una
cierta autoridad entre los interlocutores.
Pero, a pesar de ello, no hay nada más alejado del dogmatismo que esta
manifestación de autoridad. A1 final de algunos de estos diálogos, sus
personajes no saben ya a qué atenerse. Después de discutir, por ejemplo,
en el Lisis, sobre la amistad, Sócrates cierra el diálogo con estas palabras:
Cuando se vayan éstos, dirán que nosotros creíamos ser amigos... y, sin
embargo, no hemos sido capaces qué es serlo.
Pero, a
pesar de las divagaciones y las incertidumbres, estos «diálogos» son un
estímulo constante para el pensamiento, para entender el sentido de la
filosofía y para fundar el lenguaje en el que pretende expresarse. El
que Platón escribiese diálogos es prueba también del dominio que la
oralidad tenía en su tiempo. Lo usual era dialogar y no escribir. La
escritura, que había comenzado a utilizarse en Grecia tres siglos antes
y había surgido del alfabeto que los comerciantes fenicios llevaron a
las costas de Asía Menor, parecía todavía algo extraño para la
comunicación intelectual. Precisamente, Platón, al final de uno de sus diálogos,
discute si las letras, en lugar de ser una ayuda para la memoria, no
servirían más bien para fomentar el olvido (Fedro, 274c-275e).
2. El escenario de la filosofía
La obra escrita de Platón Después de numerosas investigaciones y con
ayuda de diversos métodos se ha llegado a establecer una cierta
cronología en los diálogos. Tradicionalmente, losespecialistas los han
dividido en cuatro períodos:
1) Época de juventud (año 393-389). A ella corresponden obras
como Apología, Critón, Protágoras, Trasímaco, Lisis, Cármides y Eutifrón.
Estos escritos, muy influidos todavía por Sócrates, tratan, sobre todo,
de temas relacionados con las palabras que expresan conceptos
importantes de la cultura griega: «justicia», «creación poética», «educación»,
«valor», “amistad», «saber», «equilibrio intelectual», «piedad». El lenguaje
y sus significados se ponen a prueba en las opiniones de tan diversos
interlocutores. El pensamiento filosófico comienza buscando el sentido
de las palabras que encierran las experiencias intelectuales de una
sociedad.
2) Época del primer viaje a Sicilia y de la fundación de la Academia
(388-385). En este período escribirá el Gorgias, Menón, Eutidemo ,
Hipias Menor, Crátilo, Hipias Mayor y Menéxeno. Aunque hay
múltiples preocupaciones —el Crátilo, por ejemplo, será la
primera investigación filosófica sobre el lenguaje—, predominan las
inquietudes políticas. El Gorgias, con su impresionante personaje
Calicles, defensor de la fuerza, la injusticia y el cinismo político, es
una buena prueba de estos problemas.
3) Época de madurez (385-370). A ella pertenecen algunos de los
más bellos diálogos, como Fedón, Banquete, República, Fedro, que ocupan
un lugar difícilmente superable, tanto en la historia de la
literatura como de la filosofía. En esta época se precisa la teoría de
las ideas, la teoría del amor y se exponen algunos de los grandes mitos:
el mito del destino de las almas (Fedón, 107b ss.); el de su caída (Fedro,
244e ss.); el de los caballos alados (Fedro, 246c ss.); el de las
cigarras (Fedro, 259a ss.); el de Er (República, 614b); el de la
ambigüedad del hombre (Banquete, 189c ss.); el del nacimiento del amor (Banquete,
201 d ss.).
4) Últimos años (369-347). Es entonces cuando tienen lugar el
segundo (año 367) y tercer viaje a Siracusa (año 361). En este tiempo
Platón escribe Parménides, Teeteto, Sofista, Político, Filebo, Timeo,
Critias, Leyes y Epinomis. En estos diálogos, Platón discute su propia
teoría de las ideas ; se interesa por problemas de lógica, medicina y
ciencias naturales. Han llegado hasta nosotros algunos diálogos
atribuidos a Platón y unas Cartas de autoría también dudosa, aunque
alguna de ellas, como la VII, parece ser original del escritor ateniense.
En la República, uno de los grandes diálogos platónicos, se nos
narra un mito que puede servir para entender algunos aspectos de su
filosofía. Al fondo de la caverna se encuentran, atados de pies y manos,
unos extraños personajes, obligados a mirar siempre frente a ellos. A
sus espaldas hay una tapia, tras la que pasan porteadores que dejan
asomar por encima de ella los más variados objetos. Próxima a la tapia,
la luz de una hoguera hace que esos objetos se reflejen sobre el fondo.
Esta misteriosa prisión se abre, en su salida, a otra luz, la del sol,
que ilumina el mundo real, el mundo de la verdad. Este sería el
escenario donde se representa el
primer acto de la filosofía platónica. Platón simboliza aquí una
situación concreta de la que, alparecer, arranca su idea del hombre.
Aunque al acabar de exponer el mito, Platón ofrece su propia
interpretación, nosotros podemos utilizarlo para ayudarnos a
entender otras perspectivas de su pensamiento. Por supuesto que su autor
no pudo adivinar que, con este mito, estabaanticipando inventos modernos
como el cine y la televisión; pero esos prisioneros, esas imágenes,
esa iluminación, expresan situaciones no muy alejadas de las que hoy
vivimos.
1. La visión en la sombra
Según el simbolismo platónico, podríamos pensar que los hombres nacen
encadenados a determinados esquemas propios de la época en que viven y
desde los que contemplan su vida. Esta interpretación plantea
un problema de extraordinaria modernidad. Como si el pensamiento, lo que
verdaderamente somos, dependiese de algo que está fuera de nosotros
mismos y que nos condiciona y determina. Para los prisioneros de la
caverna, el mundo es lo que ven. La verdadera realidad está, sin
embargo, en otra parte. Al menos, es lo que nos hace creer el narrador
del mito. Los condenados a ver lo que otros les muestran sólo conocen el
mundo por su apariencia. Una apariencia sin sustancia, sin cuerpo y
reflejada en la sombra.
En ese
primer estadio, los hombres sólo ven imágenes;pero oyen también las
palabras, las que ellos se dicen y las que vienen de las conversaciones
detrás de la pared por donde pasan quienes transportan los
objetos. Seguramente, personajes parecidos a éstos tendrán la misión de
atizar el fuego para que no se acabe el tinglado de la engañadora
iluminación y de las engañosas sombras. Sí traspasamos esta frontera del
mito y de su simbolismo, podemos pensar que aquí se habla de
conocimiento y de saber. Los encadenados son todos los seres
humanos, sujetos a lo que sus sentidos filtran del mundo. Estamos, pues,
atados a un momento del mundo y de la historia. Lo que vemos es lo que
nuestro presente nos deja ver. Y eso que se nos deja ver, con
independencia de las naturaleslimitaciones de nuestros sentidos, es, en
buena parte, lo que el lenguaje en el que nacemos y las
instituciones —familia, escuelas, centros docentes, etc.— nos
enseñan. Ésa es, en cierto sentido, nuestra caverna. Una caverna que, en
principio, no tiene que ser algo negativo, porquees el mundo en el que,
queramos o no, nos encontramos.
2. La
caverna y el lenguaje
Por eso llamamos a nuestra lengua, lengua materna. Nacemos en ella,
como si fuera también nuestra madre. La lengua que hablamos es un poco
como las sombras de nuestra caverna personal desde la que vemos el
mundo. Lo que sabemos y lo que podamos saber arranca del reflejo que es
esa lengua en la que hemos nacido. Pero, al mismo tiempo, hay en
nuestros días, por el desarrollo de los medíos de comunicación, una
forma de experiencia que no tuvieron los hombres de otras épocas no muy
lejanas. A través del cine y, sobre todo, de la televisión, los hombres
de nuestro tiempo pueden «ver» lo que jamás pudieron imaginar las
generaciones que nos precedieron. Todavía no hace muchos años, nuestros
ojos para ver tenían que mirar a donde les llevara nuestro cuerpo.
Era un ver inmediato, natural, humano. Veíamos el mundo real; el mundo
de las cosas. Pero hoy podemos ver, sin tener que estar allí donde
vemos. La televisión nos hace ver, muchas veces, imágenes sin sustento
en lo real, y sin que nuestro cuerpo tenga que moverse de donde está
para percibir « visiones». Una forma más refinada, y si no somos
conscientes de su refinamiento, más insidiosa y cavernosa.
Es cierto,
pues, que ya el lenguaje y el tiempo en que vivimos son una limitación;
constituyen, en parte, una caverna. Pero una caverna de la que, aunque
no podamos suprimirla, sí podemos escapar. Esa escapada es el proceso de
conocimiento, la larga marcha de la curiosidad y el asombro que está
puesto en la misma naturaleza humana como origen del progreso y del
saber. Pero el reto que plantea la huida de la caverna se presenta
también en nuestros días ante lo que, siendo un prodigioso
invento, producto de la inteligencia y la creatividad, puede, a veces,
convertirse en una caverna artificial dentro de la natural e
indestructible caverna de nuestro mundo y de nuestra época.
3. Liberación
Pero el mito describe, además, un segundo estadio. En él se nos
presenta la vida como un proceso de liberación y un camino que hay que
andar en una dirección. Al final de ese recorrido se halla la salida y
en ella aparece otro mundo —cosas reales, luz, aire— distinto de las
simples «visiones» de imágenes y sombras a las que el prisionero estaba
acostumbrado. El mito platónico marca un sendero desde la tiniebla a la
luz, e índica, al mismo tiempo, que el camino está ahí para recorrerlo.
Entre tantas enseñanzas de estas páginas platónicas se encuentra la de
que el saber es siempre progreso, camino. (Tal vez por eso el término
método quiere decir camino por recorrer.)
Todo
conocer parece surgir de esa sombra inicial y su meta es, tras el
recorrido de nuestros pasos «mentales», la inteligencia de la realidad,
y la luz que nos lleva a descubrir el mundo, investigarlo y, en
definitiva, hacerlo nuestro, convertirlo en nuestro lenguaje y, por
supuesto, poderlo comunicar. Pero hay un tercer acto en la «comedía»
platónica. El prisionero que haya podido liberarse de sus ataduras
y contemple, al fin, lo que hay al otro lado de la caverna, no se
detiene en el gozo que, sin duda, le ofrece la realidad y la luz con la
que ve la verdad. Se levanta en él un sentimiento de solidaridad con los
pobres encadenados que siguen en el fondo, y ese sentimiento le impulsa
a comunicar a los antiguos compañeros su sorprendente descubrimiento. Un
componente moral, una actitud de solidaridad parece encontrarse en todo
proceso de conocimiento. El saber no es saber sí no se comunica, sí
no se enseña, sí no sirve para sentir en él la necesidad de compartir y
educar. El mito platónico deja, sin embargo, un sabor pesimista. Los
prisioneros, felices entre sus sombras, no quieren escapar de sus
cadenas. Están cómodos allí, al abrigo de la costumbre, y se ríen de
quien les habla de otro mundo verdadero y real; le toman por loco y sí
le pudieran echar mano acabarían por matarlo. Sin embargo, entre esos
dos mundos, el de la caverna y el de la luz, el de la libertad y el de
la prisión, hay una frontera que representa el movimiento del primer
liberado y su necesidad de liberar a los demás. Y esto nos lleva a otro
de los grandes problemas del platonismo: la educación.
4. Educación
El descubrimiento de que el ser humano está sometido a un desarrollo en
el tiempo, y que ese desarrollo ha de cuidarse y orientarse, constituye
un principio fundamental de la cultura griega. Los sofistas emprendieron
ya tareas educativas; pero es Platón quien nos ha dejado una teoría
elaborada de la educación, o paídeia. Precisamente, el término paídeia
tiene que ver con infancia, con juventud, porque parece ser que es en
ese primer estadio del desarrollo del hombre donde ha de comenzar a
orientarse su evolución. Una evolución que, como la etimología
de educación (educere, educare), expresa no sólo el hecho de esa
evolución, sino que ese proceso arranca y se desarrolla desde cada
individuo concreto. Pero, ya por la misma tradición de los sofistas, el
camino que ha de recorrer el individuo hacía su perfección —«es sensato
preocuparse de que los jóvenes sean lo mejor posible» (Eutifrón, 2d)—
necesita guías, que eviten extravíos y callejones sin salida.
Porque
aunque el ser humano tenga un impulso que le arrastre hacía el
conocimiento, somos seres sustentados por tensiones opuestas. Así, en el
hombre domina «unas veces la pasión, otras el placer, a veces el dolor,
algunas el amor, muchas el miedo» (Protágoras, 352b) y ese impulso hacía
el conocimiento queda muchas veces arrollado por alguna de ellas. Platón
intenta superar esas tensiones partiendo de la situación originaria de
oscuridad y sombras. Sumidos en la naturaleza que nos constituye —la
naturaleza no es algo fuera de nosotros, sino que el hombre es él
mismo naturaleza— y que nos llega a través de la sensación (aísthesis),
tenemos que establecer un objetivo por encima de ese primer nivel de
conocimiento.
5. Las opiniones y las palabras
Sobre esas sensaciones, el lenguaje humano establece una forma de
«hablar» de ellas, consolidando, así, otro importante concepto de la
filosofía platónica y que fue ya establecido por los primeros filósofos:
la opinión, la doxa. El lenguaje se solidifica, pues, en ese universo de
palabras que heredamos y en el que vemos el mundo. Pero las «opiniones»
que brotan del lenguaje son, como las sombras de la caverna, un punto de
partida para llegar al conocimiento.
En esa
revisión de opiniones damos un primer paso cuando, siguiendo el método
socrático, preguntamos a las palabras mismas esperando saber qué
significan. Las famosas preguntas socráticas «¿qué es el valor?» ,
«¿qué es la justicia?» , «¿qué es la belleza?» son preguntas que
plantean un nuevo modo de pensar y, desde luego, una nueva actitud ante
el lenguaje.
[La experiencia diaria nos enseña la dificultad que encierra saber lo
que significan las palabras. Nada más complicado que preguntarnos a
nosotros mismos o preguntar a otros por la definición de términos
que habitualmente usamos.]
Desde el
momento en el que interrogamos al lenguaje, no nos conformamos ya con
las sombras que aparecen en el fondo de la caverna; con las palabras que
hemos recibido en nuestra lengua. Ese fondo de imágenes verbales
está ahí para, a partir de ellas, iniciar un recorrido que lleva a cada
individuo hacía la inteligencia del mundo que le rodea y hacía el
conocimiento de sí mismo. El fondo de nuestras opiniones ha de ser
analizado para que alcancemos así una opinión verdadera. Una
opinión fundada en el lógos, en el diálogo, en el análisis.
Mientras esto no se alcanza, la doxa, el mundo de «apariencias»
que flota en nuestra mente, es un mundo intermedio y fronterizo entre la
ignorancia y el saber (República, V,477b).
Vivimos en
él como entre sombras. La existencia humana adquiere con esta situación
oscilante entre la falsedad —el no ser— y la verdad —el ser— un
especial dramatismo. Somos seres intermedios, pero por ello mismo llenos
de posibilidad. Vivir es ir realizando esas
posibilidades e ir construyendo en nosotros el íntimo espacio para esa
realización. Pero para ello se necesita un motor que, dentro
de nosotros, señale un horizonte de superación y produzca un movimiento
dirigido fundamentalmente a alcanzar ese horizonte. En el mito de la
caverna es evidente que la meta está en salir fuera. Pero esa salida no
es ya una liberación.
Liberarse
es acostumbrarse a convivir en la luz, a ver bajo la nueva luz. Alcanzar
la meta no es la línea de llegada. El fin de ese dinamismo supone, por
tanto, una especie de principio que implica un cambio de perspectiva en
la mirada y, con él, una forma de apreciar, nuevamente, la vida.
6. Amor
Aquí encontramos dos instrumentos esenciales en el desarrollo de la
filosofía platónica. El primero tiene que ver con su teoría del amor (eros)
y la amistad (philía). Una curiosa teoría que nos descubre las complejas
raíces de nuestro espíritu. Platón había escrito en la República: «La
ciudad nace en mí opinión porque se da la circunstancia de que ninguno
de nosotros se basta a sí mismo, sino que necesita de muchas cosas» (Rep.,
369b). Esta necesidad que aparece en el orden de la
naturaleza —necesitamos del aíre, de los alimentos, de la luz,
etc., para existir y que, en el texto de la República, apunta a
la organización de otras necesidades individuales en el espacio
colectivo de la ciudad, de la polis, de la «política», expresa algo más
radical.
Como ser
intermedio también entre la abundancia (poros) y la escasez (penía), el
hombre pone de manifiesto, una vez más, su indigencia esencial
(Banquete, 203a). Por ello requiere un instrumento para ir compensando
su precariedad. El amor y la amistad son una manifestación refinada y
humana de esos naturales instintos de conservación.
Porque el
eros proyecta al hombre fuera de sí; en busca de algo que no es él
mismo, pero que completa y llena su siempre insatisfecho ser. Toda la
vida es proyección hacía lo otro e incluso, en momentos de soledad
y ensimismamiento, nos buscamos a nosotros mismos y nos convertimos en
objeto (egoísta) de nuestro propio querer. El impulso hacía lo otro que
el amor manifiesta, tiene por objetivo la belleza. Ello es lo que
provoca y llama al amor. Una belleza que comienza en la contemplación de
la belleza de este mundo, y que acaba ascendiendo hacía otras formas en
las que no cabe imperfección, porque no cabe el tiempo ni, en
consecuencia, el envejecimiento.
El eros o
impulso amoroso, en el que sentimos la proyección hacia lo «otro», es un
hecho de nuestra forma de ser, y lo descubrimos, continuamente, en la
experiencia de nuestra propia vida. Algunos de los diálogos
más interesantes de Platón, como el Banquete o el Fedro, describen este
misterioso componente de la existencia humana, del que tenemos
experiencia en todos los fenómenos de simpatía, solidaridad, amistad,
ternura, confianza, compasión, etc.
3. La teoría platónica de las ideas
1. Las ideas
Lo dicho
anteriormente nos lleva a analizar lo que encontramos fuera de la
caverna y que constituye otro núcleo fundamental de la filosofía de
Platón: su teoría de las ideas. Esta famosa teoría, que se considera un
típico descubrimiento platónico, encontró, como hemos visto, unadecuado
escenario en el mito de la caverna. Sin embargo, en nuestras reflexiones
sobre la historia de la filosofía, es importante preguntarnos,
socráticamente, ¿por qué así?, ¿qué quiere decir esta teoría? Es muy
posible que las respuestas nos lleguen desde la misma cultura griega.
Una de las grandes aportaciones de esta cultura fue su esplendor
artístico. Muchas veces hemos admirado, en los museos, esas esculturas
perfectas producidas por los griegos que parecen perseguir una forma
suprema donde se exprese lo mejor, lo más acabado y completo de un
ideal del que las formas humanas son imitación y reflejo.
Una
tensión hacía la armonía parece fluir por esos maravillosos cuerpos. Una
armonía que era como una especie de espíritu que sopla sobre el mármol.
La palabra canon, entendida como regla de proporciones ideales, es un
término que, desde los griegos, llega, hasta nuestros días. En la
búsqueda de ese canon, existía, pues, el deseo de un todo, una
estructura superior bajo la que lo real se organízase. El artista que
esculpía su estatua andaba tras esa perfección que, de alguna manera,
parecía estar ya, en contornos todavía confusos, dentro de él mismo.
También la
matemática griega estuvo dominada por la idea de perfección. Así, el
círculo era la línea más perfecta y su mayor pureza la alcanzaba en las
órbitas de las estrellas. La geometría, tan admirada por
Platón, constituye un buen ejemplo para su teoría de las ideas.
Efectivamente, los objetos geométricos son ideas —la del triángulo, la
circunferencia, la línea— que no dependen de las múltiples «
realizaciones» que de ellas encontremos en el mundo sensible:
Creo que
sabes que los que se ocupan de geometría, aritmética y otros estudios
similares [...] se sirven de figuras sensibles, pero no pensando en esas
figuras concretas sino en aquello a lo que se parecen, discurriendo, por
ejemplo, acerca del cuadrado en sí y su diagonal, pero no acerca del que
ellos dibujan.
República, VI, 510c-e
Esos dibujos son como un intento de aproximarse a la forma ideal «en su
deseo de ver aquellas cosas en sí, que no pueden ser vistas de otra
manera sino por medio del pensamiento».
2. La mirada
Con la teoría de las ideas se descubría un motor de gran dinamismo
intelectual y no sólo porque iba a ser la fuente de un término y un
horizonte de pensamiento tan usual como el idealismo. Pero éste, y otros
conceptos parecidos, brotaron de una experiencia inmediata del mundo y
de la vida. La idea era una forma de mirar viendo. Efectivamente, la
palabra idea tenía una relación etimológica con verbos que significan
ver. Idea es, pues, lo que se ve. Mirar viendo quiere decir sabiendo lo
que se mira. Si sabemos que eso que se acerca es un hombre es porque
lo miramos como hombre. La realidad concreta que percibimos —una serie
de colores y de formas— queda «idealizada», «vista», en esa palabra
hombre que se alza desde el fondo de la lengua materna. Nos
comportamos frente a él de una determinada manera, según sea conocido o
desconocido, familiar o extraño. Pero de cualquier modo esa palabra que,
como idea, sólo existe en el orden del lenguaje y el pensamiento, nos
sirve para
organizar lo real y, al mismo tiempo, para reflejar, o sea para
reflexionar, para volver a pensar lo real.
Las ideas
tienen, además de ese carácter universal, y, tal vez por ello, un rasgo
peculiar. A1 no estar complicadas en los detalles «concretos» con que se
construye lo real, su ser es un ser abstracto y, en consecuencia,
resultado de las variadas y múltiples «apariencias» bajo las que
el mundo se nos hace presente. Por ello, aunque hemos dicho que idea es
verdaderamente lo que se ve, el verse de la idea es una forma especial y
sutil de ver. Un ver «interior» del que también tenemos experiencia
diaria en nuestro lenguaje propio y en el pensamiento que lo
alienta.
3.
Palabras e ideas
El
abstracto mundo de las ideas tiene, en principio, su «expresión real» en
las palabras, y en ellas se refleja y proyecta lo que vemos y sentimos.
Y ese reflejo —lo que las palabras significan— maneja el mundo de las
cosas y va dejando en la consciencia el fondo de idealidad donde cuaja
nuestra manera de ser y entender: nuestra personalidad.
Por eso,
cuando Platón comienza en sus primeros diálogos a intuir ese mundo
ideal, lo hace despertando las palabras, que, en cierto sentido, reposan
dormidas en la mente de sus interlocutores. Y, al verlas, cuando las
evocamos, procuramos situarlas en el marco de ciertas definiciones, que
sinterizan lo más importante de sus oscilantes contornos. Precisamente
por esa variabilidad, Platón descubre la riqueza de significados ocultos
en el lenguaje; pero, al mismo tiempo, percibe también la necesidad
de que esa diversidad alcance la «forma ideal» que mejor lo expresa, o,
al menos, aquello que constituye el núcleo del que irradian todas sus
posibles significaciones. Por ello, buena parte de los «diálogos» de
Platón tiene que ver con
los significados de las palabras.
4. Modelos de lo real
Pero las
ideas no son sólo conceptos, más o menos generales, que sirvan para
ordenar los diversos sentidos de las palabras, sino que son, además,
fundamento y modelo del mundo real.
La
experiencia de un mundo en continuo movimiento y cambio, tal como había
sido expresado por Heráclito, debió de crear ciertas dificultades a
Platón. Lo que fluye apenas puede pensarse. Los sentidos nos entregan
del mundo imágenes móviles o imágenes, aparentemente estáticas,
pero que también cambian: vemos pasar las nubes, la corriente de un río;
pero también vemos la roca inmóvil, el árbol ante nuestros ojos, aunque
sabemos que están sujetos a mutación y cambio. Tiene que existir un
universo ideal, independiente de las cosas reales, y objeto de otro
tipo de mirada distinta de la de nuestros ojos.
Y de
tantos y varios objetos decimos que se ven pero no se piensan, mientras
que de esas formas inmutables, las ideas, se piensan pero no se ven en
la realidad.
República, 507b
5. Los dos mundos
Hay, pues,
dos mundos distintos: uno que cambia continuamente y que percibimos por
los sentidos; otro que está libre del cambio. Este otro mundo inmutable
sólo lo percibimos con el encendimiento, con «los ojos del alma»
(República,
533d).
Platón
intuía con esta metáfora que todo el desarrollo del conocimiento tenía
que fundarse
en algo que estuviese libre de las mutaciones que nos mostraba el mundo
real. Aristóteles, que, en uno de sus escritos, hizo una especie de
revisión de los «primeros que filosofaron», ha expresado con claridad
este problema:
«Platón, desde su juventud, se había familiarizado con Crátílo, y con
las opiniones de los partidarios de Heráclito, según las cuales todas
las cosas están en flujo continuo y no es posible, por ello, un saber
firme. Por otra parte, como era discípulo de Sócrates, que se ocupaba
de problemas morales [...] buscando en ellos lo universal y siendo el
primero que puso el pensamiento en las definiciones, Platón pensó que
sus definiciones tenían que recaer sobre otros seres que los seres
sensibles, porque ¿cómo dar una definición común de los
objetos sensibles que mudan continuamente? A estos seres los llamó
ideas, afirmando que lo sensible está separado de ellos y de ellos
reciben sus nombres»
(Metafísica, I, 987a30-987b).
La existencia de un mundo de las ideas distinto del mundo real planteó
un problema muy importante que ha ocupado a filósofos y matemáticos
hasta nuestros días: la posible independencia y objetividad de las
estructuras formales sobre las que se construye una buena parte del
saber científico.
6. Ideas y
valores
La teoría
de las ideas, que se vinculaba así a la concepción pitagórica de los
números, como esencia del universo, gana en Platón un nuevo horizonte.
Las ideas sostienen todo el fondo de valores éticos, de
conceptos estéticos, que se enraízan en la mente y en el
lenguaje —bondad, justicia, belleza, amor, etc.— y forman una parte
importante de nuestra manera de entender la existencia. Sí hacemos
frases como «esta escultura es bella», «este hombre es justo» o «este
hombre es bueno», es porque hay en nosotros un fondo «teórico» que
nos permite saber qué queremos decir cuando empleamos semejantes
expresiones. Tiene que haber algo bello en sí, justo en sí, bueno en sí.
Este en sí significa el ideal de esos conceptos; aquello que no depende
de las múltiples proposiciones que podamos hacer al utilizarlos.
Platón supone que la idea que hace posible tales proposiciones es un
modelo del que participan las cosas y que se hace presente en el
lenguaje con que lo decimos. Esa participación (methexis) es una forma
subsidiaria e imperfecta de ser.
A mi me
parece que si existe una cosa bella, aparte de lo bello en sí, no es
bella por ninguna otra causa sino par el hecho de que participa de eso
que es bello [...] Así pues, si alguien me dice que una cosa
cualquiera es bella, bien por su brillante color, o por su forma
[...] tengo en mí mismo esta simple, sencilla y quizá ingenua convicción
de que no la hace bella otra cosa quela presencia o comunidad en la
belleza en sí.
Fedón, 100 c-d
7. Participar
Este
carácter de parte de una totalidad, como la idea, aproxima a los
individuos y los enlaza en una tarea de superación. Sentir esa parte de
la justicia, de la belleza o bondad que puede haber en nosotros, nos
convierte en buscadores de un ideal en sí, que, en cierto sentido,
se ejemplifica en la salida del prisionero. Si existe la idea
de libertad, el prisionero de la caverna se ha sentido parte de ella,
miembro de esa comunidad ideal y ha procurado realizarla. Ha ejercitado,
pues, su derecho a participar en esa idea y a hacer suya esa parte que
le ha sido asignada.
Las ideas
ejercen también, como el eros, el amor, una atracción sobre nosotros.
Aunque el eros parece pertenecer a un ámbito subjetivo y ejerce de motor
que arranca nuestra actividad e impulsa la salida de nosotros mismos, se
engarza también con las ideas que están, en principio, fuera de
nosotros. Esa participación establece un vínculo que, en cierto sentido,
nos ata a ese mundo inteligible. Una nueva forma de atadura, pero
distinta del amarre en la sombra de la cueva.
Esta
atadura en la luz muestra que el lado real y verdadero es el lado del
conocimiento y el saber. Por eso, el amor que nos mueve a conocer, y las
ideas de las que participamos y que son el horizonte de nuestro deseo de
conocimiento, acabará llamándose filosofía, o sea, tendencia
al conocimiento, pasión por las ideas. [El sentido de esta participación
presenta dificultades que Platón expondrá en el Parménides, 130a]
8. La idea del Bien
En el
fondo de esta idea apunta la fuente de la que se nutre también la
inteligencia. El saber y la ciencia son frutos del Bien. Por eso, la
verdad, lo mismo que la belleza o la justicia, son manifestaciones de la
idea del Bien. ¿Qué podemos hacer sin el Bien? ¿Adónde llegaría
el hombre si, a pesar de tantas contradicciones, no se hubiera
descubierto ese horizonte donde alcanzan sentido sus actos? Es verdad
que las interpretaciones del Bien pueden enfrentarse muchas veces; pero
lo importante es haberlo sabido interpretar como una fuerza creadora de
la
existencia. Una de las características de esa idea es la de no
necesitar presupuestos que la justifiquen. Es, pues,un verdadero en sí,
ya que es el fundamento de todo ser, de todo entender. Algo así como la
luz del sol. Sin ella no sería posible color alguno, ni diferencia
alguna. La luz del Bien preside toda posibilidad de desarrollo en el
hombre.
Es el fin
de todo orden. Un Bien que es opuesto al desorden, a la destrucción y a
la muerte. Con frecuencia me has escuchado decir que la idea del Bien es
el objeto del estudio supremo, a partir de la cual las cosas justas y
todas las demás se vuelven útiles y valiosas. Y bien sabes que estoy por
hablar de ello y, además, que no lo conocemos suficientemente. Pero
también sabes que, si no lo conocemos, por más fue conociéramos todas
las demás cosas, sin aquello nada nos sería de valor, así como si
poseemos algo sin el Bien. ¿O crees que da ventaja poseer cualquier
cosa si no es buena, y comprender todas las demás cosas sin el Bien y
sin comprender nada bello y bueno?
República,
505a-b
Al ser, pues, el individuo, en muchos de sus aspectos, partícipe de las
ideas, esa participación con la idea del Bien tendrá que ser decisiva
para su propio existir. Porque de la misma manera que la luz del sol
ilumina el mundo verdadero, la idea del bien es la idea dominadora
del hombre y su sentido, o sea su destino. Platón intuyó con esto un
mundo teórico que nunca hasta él había sido concebido como fuerza
sustentadora del universo y que se convierte así en la fuente de la
existencia. Pero si, como decimos, los seres participan de las ideas,
parte o reflejo del Bien está en nosotros. Precisamente, por
esa participación, tendemos a él. Dicha tendencia se concreta en el
concepto de imitación (mimesis). En nuestra vida diaria funciona como
una estructura importante e implica, en principio, tres cosas:
1. El reconocimiento de que hay un ser, que se nos aparece superior y
estimable.
2. Un impulso que nos lleva a ser como él.
3. La seguridad de nuestro ser se hace mejor en ese acto de
aproximación a ese modelo.
El concepto de imitación, que tendrá su desarrollo en el arte y en la
teoría estética, adquiere en Platón ese carácter dinámico y «personal».
No se trata ya de imitar objetos cuyo aspecto reproducimos, como hacen
los artistas, sino que imitamos en nuestra vida a un modelo que hemos encontrado
en ella.
Aunque el
concepto de imitación aparece, como tal modelo teórico, en el mundo
homérico, sus héroes son modelos humanos, paradigmas, que la fama
transmite en los versos de los poemas que los ensalzan. Un mundo «ideal»
que, en cierto sentido, presagia y anticipa la teoría platónica de las
ideas. Y, de alguna forma, esta imitación se alimenta del horizonte en
el que se encuentra la idea del Bien.
4. El alma y el conocimiento
1.Concepto de alma en Platón
La palabra
alma (psique) significa, en los poemas homéricos, vida. Vida como
principio, como latido, como movimiento. Esta idea de que el cuerpo está
recorrido por un soplo que lo alienta se encuentra ya en los primeros testimonios
escritos de nuestra cultura. Pero, como hemos visto, estos comienzos de
la terminología filosófica tienen lugar siempre en la observación de la
naturaleza, del mundo que nos rodea. Por ello, alma tiene que ver con
el verbo griego que significa respirar (øý÷ù ). Ese movimiento que se
percibe en nuestros pulmones es, pues, el signo que manifiesta, en el
hombre, el proceso de vivir.
Este
hecho físico se expresó, al mismo tiempo, no ya en un verbo, sino en un
sustantivo, psique, que significaba no sólo el movimiento, sino su
principio originador. Platón determinará ya con claridad este cambio e
iniciará la descripción de lo que posteriormente habrá de llamarse psicología.
El alma es, pues, el principio de la vida del cuerpo y, siguiendo con
una cierta concepción dualista, el elemento opuesto a la corporeidad. Pero,
a pesar de la etiqueta «idealista» que habría de sobrevenirle y a pesar
de la influencia órfica y pitagórica, Platón describe algunos aspectos «empíricos»
de ese misterioso principio del ser.
La mirada
realista, tan característica de la cultura griega, no podía ser ajena a
uno de sus grandes creadores. A partir de la República, Platón expone
los principios de una teoría del hombre donde el alma es el centro. O
Las tres fuerzas del alma
La
experiencia enseña a Platón que ese motor que se mueve a sí mismo está
compuesto de tres fuerzas. Es curioso que a esta división tripartita del
principio anímico llegase Platón al comparar el régimen político ideal
con el individuo que forma parte de ese régimen.
Ese
principio motor tiene, pues, tres funciones o partes cuya traducción
castellana no es fácil, precisamente, porque, por fortuna, aún no se ha
« terminologizado» el lenguaje filosófico y los conceptos en que se
expresan tienen la frescura e inmediatez del lenguaje natural.
a) La primera función o parte del alma es la que entiende (logistikón).
b) La segunda es la que quiere, y que expresa lo que llamaríamos, de un
modo muy general, voluntad (thymoeides), porque thymos significa también
ánimo, esfuerzo, impulso, deseo.
c) La tercera parte es la que tiene que ver con tendencias o deseos
menos controlados que los anteriores (epithymetikón).
La
terminología tradicional ha llamado a estas tres «formas»,
respectivamente, inteligible, irascible y concupiscible, pero esto
supone, en buena parte, una interpretación muy restrictiva y anquilosada
de ese principio vital. Platón se enfrenta a ese fenómeno del alma y sus
manifestaciones, lejos aún de cualquier teoría de facultades que
encasillase tales manifestaciones.
Esas
partes del alma son formas de presentarse en ella las distintas
posibilidades que el hombre tiene de sentirse en el mundo.
Una de las
posibilidades es la que entiende e interpreta el mundo que nos rodea. Y
es el lógos (razón, inteligencia, lenguaje) y todo el complejo de
elementos que forman nuestra «racionalidad» el que ocupa un lugar
superior. El lógos nos mantiene, además, en un universo común de sentidos
e interpretaciones que, como vimos, constituyen nuestro patrimonio
intelectual; la lengua en la que nacemos.
El lógos
es como un espejo en el que vemos y oímos el mundo y a los otros hombres
en él. Un espejo que, como pensamiento, se hace líquido y fluye en
nuestro interior y nos acompaña en todos los momentos de nuestra vida.
Pero en el
alma hay también otras dos formas de manifestarse. Son tendencias que
nos impulsan o, a veces, nos arrastran. Ambas son proyecciones hacía lo
que nos circunda, hacía el mundo de las cosas y los seres humanos.
Toda esta
variedad de niveles en el alma no es sino el reconocimiento de lo que es
«realmente» el hombre y sus distintas maneras de percibir e interpretar
el mundo. Pero
también encontramos en ella esa posibilidad de controlarnos. No somos
fuerzas ciegas sometidas sólo a la naturaleza del cuerpo y sus instintos.
La « amistad» enlaza estas partes opuestas, a veces, y construye,
como en la armonía de los astros, la armonía de la persona.
O Los tres
modos de conocer que tiene el alma Otros «aspectos» del alma tienen que
ver con los niveles del conocimiento que ordenan esa fuerza interior.
Estos niveles tienen también un cierto paralelismo con el escenario de
la caverna, donde se nos hacían presentes tres estadios en el proceso
del conocimiento:
a) El mundo de lo que se ve.
b) El horizonte de las ideas.
c) La luz de la idea suprema: el Bien.
Estos tres niveles determinan tres modos de conocimiento: ! El primero
de ellos es la sensación (aísthesis) a través de la cual se nos hace
presente el mundo. Es cierto que este primer nivel de conocimiento, por
el que todo empieza, puede, por su misma simplicidad, ser engañoso. Sin
embargo, es el primer filtro a través del que el mundo llega hasta
nosotros.
! Pero en
el plano en el que encontramos las ideas, el alma se hace forma de
conocimiento que ya no es inmediata como la sensación. Apenas se roza el
mundo exterior aunque se refiera a él: su territorio es la doxa, las opiniones
que hemos visto emerger ya en la caverna.
Opiniones
que forjan nuestro modo de entender,que constituyen nuestro sustrato
ideológico: lo que creemos sobre las cosas y los hombres, lo que habla
en nosotros a través del lenguaje que hemos aprendido. En este espacio
se vislumbran las ideas, intuimos la verdad, pero tenemos que luchar
dialécticamente con la reflexión sobre el lenguaje para que en esa doxa
no domine el fondo pasivo en el que dejamos pasar, sin crítica, lo que
se nos dice, lo que se nos insinúa, lo que usualmente se transmite.
! Sólo en
esa lucha por la verdad (aletheia), a través de las opiniones, se puede
alcanzar el conocimiento que se expresa en la ciencia (episteme). Este
saber alcanza su momento esencial en el conocimiento del Bien. El Bien
es el objeto preeminente de un grado superior también deconocimiento, el
nous, o inteligencia.
El
concepto de nous, que ya habíamos encontrado en Anaxágoras, es un
concepto importante de la cultura griega. Como toda la red conceptual
que tejió la filosofía, también surgió de la experiencia de los sentidos.
Nous fue una forma de ver « adivinando» lo que se «veía tras la
apariencia». Un ejemplo de este significado lo encontramos en el canto I
de la Ilíada (395 ss.): Afrodita toma la figura de una anciana y se
presenta ante Helena, pero ésta, al mirarla, reconoció (enóese) a la
diosa. Como si la mirada traspasase los sentidos y viese quién
seocultaba tras ellos. Esta forma de mirar entendiendo va a convertirse
en el momento superior de la inteligencia, como veremos en Aristóteles.
2. Conocer es recordar
Pero al lado de este análisis del alma, como motor de funciones
próximas a la experiencia, se levanta en Platón una doctrina mítica. El
alma existía antes de que nosotros existiéramos, se nos dice en el Fedón
(95 c), pero precisamente por ello hemos «conocido» antes aquello que
luego llegamos a saber. El texto clásico de esta curiosa teoría lo
encontramos en el Fedón (72d ss.), donde un interlocutor de Sócrates le
dice:
Si es
verdadero lo que tú acostumbras a decirnos a menudo, de que el aprender
(mathesis) no es otra cesa que recordar (anámnesis) es necesario que
hayamos aprendido, en un tiempo anterior, aquello de lo que ahora nos
acordamos. Y eso no sería posible si nuestra alma no hubiera existido en
otro lugar antes de llegar a ser en esta forma humana. De modo que
también por ahí parece que el alma es algo inmortal.
Fedón, 72e
El alma, en este texto, no es ya ese motor de la vida con distintas
posibilidades de entender y percibir el mundo, sino un recipiente de la
memoria; pero de una memoria que nos viene de una vida anterior a
aquella de la que ahora somos conscientes. Un texto del Menón intenta demostrarnos
tan singular tesis. Efectivamente, en este diálogo tiene lugar una
especie de entrevista que Sócrates hace a un criado de Menón para probar
que, sin saber geometría, y por medio de hábiles preguntas, se puede llegar
a descubrir y entender complicados teoremas:
Y estas
opiniones acaban de despertarse ahora en él como en un sueño. Y si se le
siguiera preguntando, de distintas maneras, ten la seguridad de que
acabaría por tener sobre estos temas un conocimiento tan exacto como
cualquier otra persona.
Menón, 85c
La razón que Sócrates aduce para explicar tan sorprendente resultado se
funda en el hecho de la preexistencia. Antes de nuestra vida en el
tiempo concreto en el que nos ha tocado existir, hemos tenido otra vida,
y en ella hemos adquirido noticia de lo que ahora, al recordar, sabemos.
Estando,
pues, toda la naturaleza emparentada y habiendo aprendido el alma todas
las cosas, nada impide que quien recuerde una sola —eso que la gente
llama aprender— llegue a descubrir todo lo demás, si se es valeroso y no
se cansa de investigar. Porque investigar y aprender no es otra cosa que
recordar (anámnesis).
Menón, 81d
Tal vez no estaríamos de acuerdo con Platón en esta teoría de la
reminiscencia y la memoria sustentada en la preexistencia, pero hay en
ella un esquema teórico que sí podríamos aceptar. Siempre aprendemos
desde el lenguaje en el que hemos nacido. Efectivamente, aunque nacemos a
un mundo real de cosas entre las que nos movemos, más importante aún que
ese mundo de cosas es el mundo de «significaciones» en el que también
estamos. Desde nuestro nacimiento nos hablan de las cosas; nos dicen cómo
se llaman, nos prohíben o estimulan con palabras; oímos lo que está bien
o está mal, lo que es verdadero o falso. Estas y otras «significaciones»,
que se nos dicen, brotan de la memoria colectiva que se almacena en el
lenguaje y se impregna de los matices y contextos de aquellos que nos
hablan. Un pensar y entender, desde el presente, el pasado, que como
memoria modela nuestra manera de sentir y estar en el mundo, y que, por
supuesto, existe antes que nosotros.
5. La areté del individuo
1. Puede aprenderse la areté?
En el mismo diálogo en el que se sostiene la tesis de que aprender es
recordar, se plantea otro de los temas fundamentales del pensamiento
platónico. Con independencia del tono mítico de esa preexistencia y posible
inmortalidad del alma, hay en Platón un planteamiento mucho más
concreto: el Menón analiza sí la areté puede aprenderse: si podemos
aprender a ser buenos.
El término griego areté no encuentra una traducción muy exacta en la
palabra virtud, ya que esta traducción tiene demasiadas resonancias «morales»
—«hombre virtuoso», «acciones virtuosas»— que, en principio, no están en
la expresión griega. Pero sí hay algo común en ambas palabras: su
significado de excelencia, de mérito, de bueno, de positivo para quien
lo posee. Esas cualidades se consideraron innatas en los comienzos de la
cultura griega. Se tenía areté porque se era fuerte en la guerra, poderoso
en la política, y esto era propio de la «aristocracia». El aristócrata,
con sus hazañas, sobresalía por encima de los otros. Y de la misma
manera que un buen arco es el que dispara bien la flecha, la bondad de
un hombre, en la primera representación heroica de la Ilíada y la
Odisea, se concentraba en la de ser un buen guerrero.
Pero en
los mismos poemas donde encontramos narradas sus hazañas, descubrimos
también un fondo de amistad, de generosidad, de nobleza, que va
ampliando la significación originaria. La idea del hombre se sale ya
del marco heroico para adquirir nuevos matices que llegarán,
con Platón, a fundarse en otros valores.
En este
momento de la evolución de una palabra tan importante, Platón formula la
pregunta que rompe el carácter aristocrático y exclusivista de la areté.
«¿Podemos aprender la areté?» ¿Puede el ser humano mejorar su propia
naturaleza? Y, si es posible, ¿qué objetivos y qué
nueva idea del hombre llevará consigo ese aprendizaje? Es cierto que,
como hemos visto, los sofistas respondieron positivamente con sus
enseñanzas a esta pregunta; pero en Platón el problema se planteó en
otros términos.
Platón
propone que el aprender determinadas formas de excelencia humana no es
para dominar a los otros, sino para dominarse a sí mismo. Y este dominio
supone el «conocerse a sí mismo» , tal como decía la inscripción en el
templo de Apolo en Delfos. La areté radica, pues, en el conocimiento,
porque, al preguntar si podemos aprender una forma de hacer mejor
nuestra natural condición, tenemos que saber, en primer lugar, lo que
buscamos y lo que queremos ser.
2
.Despertar el deseo del Bien que duerme en nuestra memoria Somos, pues,
responsables de nuestros actos porque, en cierto sentido, somos
responsables de nuestro saber. Un saber que depende también del camino
que hayamos llevado hasta las ideas, ya que son ellas las verdaderas maestras
de nuestro conocimiento. Las imágenes de virtud que nos ha entregado la
tradición cultural no bastan para esta nueva forma de aprender. El saber
ha de salir de
nosotros mismos. Es una tensión y un esfuerzo que implica un deseo del
Bien, de la verdad, de la justicia y de todas las otras ideas que
duermen en la memoria y que hemos de despertar con la reflexión, con el
diálogo que por medio de las palabras llevamos con nosotros mismos.
La areté
puede aprenderse, pero su verdadero maestro son esos reflejos de las
ideas que hay en cada alma. Platón da con esto un giro decisivo en la
educación intelectual: no hay enseñanza posible si no se funda en la
propia reflexión. Y ello tiene lugar «dentro» de cada individuo que
elabora su lenguaje como algo «propio». Las palabras se convierten así
en semillas de nuevos pensamientos cuya exactitud se mide en relación
con esas «virtudes»
que, como el saber (sophía), la justicia (díke), la prudencia (sophrosyne),
el valor (andreía), dan forma y contenido a nuestras acciones.
6. la teoría política de Platón
1. La justicia, ideal de la comunidad
Platón
pretende construir un modelo de organización ciudadana. Una polis que
permita establecer lo que comprende su ideal de comunidad, la justicia.
Las dos obras más extensas, la República y Las leyes, plantean estas
cuestiones. Los temas centrales del empeño por mejorar, en una ciudad
justa, a los ciudadanos que viven en ella se concretaron, sobre todo, en
una serie de tesis, la primera de las cuales podría ser el sustento
fundamental de todas ellas: «no hacemos un Estado tratando de que una
clase de ciudadanos sea feliz, sino que lo sean todos»
(República, 220c).
Para
ello son precisos algunos requisitos:
a) Tener una clara idea de la justicia, tal como se plantea, por
ejemplo, en la Apología, y, sobre todo, en los dos primeros libros de la
República.
b) Superar la concepción tiránica de la política, en la que algunos
ciudadanos imponen por la fuerza o por el engaño su particular egoísmo:
El gobernante no está para atender a su propio bien, sino al del
gobernado. [...] Por tales motivos, los hombres de bien no están
dispuestos a gobernar ni por dinero ni por honores. No quieren en efecto
ser llamados mercenarios por exigir un salario, ni ser llamados ladrones
por apoderarse de riquezas, ocultamente, desde el gobierno.
República,
347b
c) Educar a los ciudadanos y, sobre todo, a los políticos. d) Esa
educación llevará al poder a los más inteligentes y generosos. Platón
establece así una de sus tesis políticas más extrañas:
A no ser que los filósofos reinen en las ciudades, o que los que ahora
se tienen por reyes filosofen sincera y auténticamente, identificando
filosofía y poder político y, de esta manera, se excluyan necesariamente tantos
como hoy se encaminan por separado a la filosofía y a la política, no
habrá tregua para los males de la ciudad, ni tampoco, según creo, para
el género
humano.
República,
473 d-e
2. Niveles de organización del Estado
El Estado expresa en grande lo que el individuo en pequeño. Por eso,
Platón mantiene en la organización del Estado la misma división que en
el alma individual.
A. Hay, pues, un nivel superior, que corresponde al lógos, a la
racionalidad y reflexión. A este nivel pertenecen los gobernantes (archontes)
que han sido elegidos entre los guardianes (phylakes) y que fundan su
superioridad en el saber (sophía); una forma de inteligencia que
implica, además, generosidad, altruismo e «idealismo». La misión de
estos gobernantes «filósofos» es legislar teniendo siempre presente la
más rigurosa justicia, ya que es esta
virtud la que hace posible todas las otras y la que sostiene el
entramado del Estado, de la polis.
B. Otro nivel de los ciudadanos es el de los guardianes (phylakes),
cuya misión es defender al Estado de los posibles ataques exteriores.
Esta clase tampoco puede, como la de los filósofos, tener bienes
materiales, y su entrega a la tarea común debe ser total. Es interesante
el hecho de que Platón dé a las mujeres de esta clase los mismos
derechos y la misma educación que a los hombres; Platón se opone, así, a
las ideas tradicionales que discriminaban a la mujer.
Por tanto, si empleamos a las mujeres en las mismas tareas que a los
hombres, será menester darles también las mismas enseñanzas.
República,
451e
La parte del alma que corresponde a los guardianes es el thymós, el
ánimo, la energía, la fuerza, que, como vimos, corresponde también a esa
característica del alma individual, intermedia entre lo racional (logistikón)
y los movimientos instintivos del alma (epithymetikón). Su virtud es el
valor (andreía).
C. Por último, el pueblo forma el sustrato inferior de la ciudad. Son
los campesinos, comerciantes, artesanos, casi exclusivamente ocupados en
conseguir el sustento diario.
Pero, al mismo tiempo, tienen la noble misión de mantener a las otras
dos clases. Son, pues, fundamento económico de la polis. La función del
alma que les caracteriza es la que tiene que ver con el ansia que
acompaña a las más elementales necesidades del cuerpo y la vida
(epithymetikón). Su virtud es la sophrosyne, que controla y equilibra
esos impulsos.
3. Los regímenes políticos
En la última parte de la República, Platón hace un análisis de los
distintos regímenes políticos y establece, por primera vez en nuestra
cultura, la relación entre los ciudadanos y el régimen bajo el que viven.
Aristocracia
El régimen más perfecto, porque es la inteligencia la que, a través de
un monarca o de unos hombres superiores, por su educación y altruismo,
domina en el Estado. Esa inteligencia generosa permite establecer el
equilibrio entre las clases sociales. Es interesante la idea de
generosidad y entrega a los otros que yace en la teoría platónica. El
egoísmo no es sólo un
defecto moral, sino que es algo más profundo: el olvido de lo que es
vivir como ser humano y entre seres humanos. A partir de este régimen
superior, los otros regímenes manifiestan una inevitable decadencia.
Estos regímenes a los que ya se habían referido Heródoto y Tucídides
establecen una relación esencial con los hombres que hacen su vida en
ellos.
¿Sabes que hay tantas especies de caracteres humanos como de regímenes
políticos? ¿O piensas que los regímenes nacen de una encina o de una
piedra y no del comportamiento de aquellos ciudadanos que, al inclinarse hacia
un lado, arrastran tras de ellos a todos los demás?
República,
VIII, 544 d-e
Timocracia
Domina en
esta forma de gobierno el elemento pasional sobre el racional. Se
ambicionan honores y riquezas.
Predomina
la clase militar y sus representantes oprimen a las clases inferiores.
Pero, igual que la aristocracia, acaba corrompiéndose porque: [...] todo
lo que ha surgido alguna vez está condenado a corrupción. Este régimen
no durará siempre, sino que se destruirá.
República,
VIII, 546ª
Oligarquía
Es «el
gobierno en el que mandan los ricos, sin que el pobre tenga acceso al
poder (República, VIII, 550d). «¿Y cómo se pasa de la timocracia a la
oligarquía?» [...] «Porque la riqueza almacenada destruye a esos gobernantes
que empiezan por inventarse nuevos modos de ganar y gastar dinero y
llegan a violentar las leyes [ ... ] de moda que cuando en una ciudad se
admira a la riqueza y a los ricos, se menosprecia a la verdadera virtud
y a los buenos» (República, VIII, 550e-551a). Dada la insaciabilidad de
los oligarcas, se crean dos tipos de
ciudades: «una de pobres y otra de ricos que conspiran incesantemente»
(551d).
Un sistema
político de este carácter produce un tipo de «hombre sórdido», que busca
en todo la ganancia. Un «amontonador de tesoros» (554a), que olvida el
único tesoro político: el de la educación y la solidaridad. Este deseo
insaciable de riqueza corrompe a los ciudadanos y
acaba corrompiendo al régimen entero. Brota, así, una nueva forma de
organización política.
Democracia
«Que nace, creo yo, al vencer los pobres» y extender el poder, por
elecciones, a todos. La ciudad se llenará, así, de libertad y es posible
escoger otras formas de vida: «Será también el más bello de los sistemas.
Del mismo modo que un abigarrado manto en que se combinan todos
los colores, así también este régimen, en el que hay tantas posibilidades,
puede parecer el más hermoso»
(República, 557c).
Pero como
los oligarcas negaron la verdadera educación al pueblo, este goce de
libertad y ese imperio de los deseos van corrompiendo a su vez a la
democracia y preparando otro régimen más violento: «E1 ansia de libertad
y el descuido de todo lo demás hace cambiar este régimen político y lo
va poniendo en manos de la tiranía» (562c).
Tiranía
«El exceso
de libertad parece, pues, que no termina en otra cosa sino en exceso de
esclavitud, lo mismo para el individuo que para la polis» (República,
VIII, 564a). El pueblo acaba aceptando, por ello, al tirano que parece establecer
un orden, aunque sea falso, «y, para seguir
dominando y empobreciendo mental y materialmente al pueblo, el tirano
suscita guerras para que el pueblo tenga necesidad de jefes y para que
los ciudadanos empobrecidos se obsesionen por sus propias necesidades y
no conspiren contra él»
(República, 556e-557a).
Los análisis que de los regímenes políticos lleva a cabo Platón en el
libro VIII de la República son ejemplos, entre otros muchos de su obra,
de una de sus grandes obsesiones: la construcción de una ciudad justa y
feliz en la realidad. Porque, como él mismo había escrito, su obra no
era sino una «ciudad en palabras» (473e). Y las palabras sólo señalan el
camino y esas señales no bastan: «el alma no se pone en movimiento sin
el cuerpo», sin la realidad.
Textos
La dificultad de las ideas —Y aquello por participación de lo cual las
cosas semejantes son semejantes, ¿no será la Idea misma?
—Sí, efectivamente.
—En consecuencia, no es posible que algo sea semejante a la Idea ni que
la Idea sea semejante a otra cosa; porque, en tal caso, junto a la Idea
aparecerá siempre otra Idea [...].
—Es del todo cierto.
—Por lo tanto, no es por semejanza por lo que las otras cosas toman
parte de las Ideas, sino que es preciso buscar otro modo por el que
tomen parte de ellas.
—Así, parece.
—¿Ves, pues, Sócrates —dijo—, cuán grande es la dificultad que surge si
se caracteriza a las Ideas como siendo en sí y por sí?
Parménides,
133a-b
La felicidad de los «guardianes»
Nosotros no establecemos la ciudad mirando a que una clase de gente sea
especialmente feliz, sino para que lo sea en el mayor grado posible la
ciudad toda; porque pensábamos que en una ciudad tal encontraríamos más que
en otra alguna la justicia, así como la injusticia en aquella en que se
vive peor, y que, al reconocer esto, podríamos resolver sobre lo que
hace tiempo venimos investigando. Ahora, pues, formamos la ciudad feliz,
en nuestra opinión, no ya estableciendo diferencias y otorgando la dicha
en ella sólo a unos cuantos, sino dándola a la ciudad entera.
República,
IV, 420b-c
Los filósofos-reyes
—A menos —proseguí— que los filósofos reinen en las ciudades o que
cuantos ahora se llaman reyes y dinastas practiquen noble y
adecuadamente la filosofía, y que vengan a coincidir una cosa y otra, la
filosofía y el poder político, y que sean detenidos por la fuerza los
muchos caracteres que se encaminan separadamente a una de las dos, no
hay, amigo Glaucón, tregua para los males de las ciudades, ni tampoco,
según creo, para los del género humano; ni hay que pensar en que antes
de ello se produzca en la medida posible ni vea la luz del sol la ciudad
que hemos trazado de palabra. Y he aquí lo que desde hace rato me
infundía miedo decirlo: que veía iba a expresar algo extremadamente
paradójico, porque es difícil ver que ninguna otra ciudad, sino la
nuestra, puede realizar la felicidad ni en lo público ni en lo privado.
República,
IV, 473c-e
La justicia y el hombre de bien
Porque sí hubiera una ciudad formada toda ella por hombres de bien,
habría probablemente lucha por no gobernar, como ahora la hay por
gobernar, y entonces se haría claro que el verdadero gobernante no está
en realidad para atender a su propio bien, sino al del gobernado; de
modo que todo hombre inteligente elegiría antes recibir favor de otro
que darse quehacer por hacerlo él a los demás. Yo de ningún modo concedo
a Trasímaco eso de que lo justo es lo conveniente para el más fuerte. Pero
este asunto lo volveremos a examinar en otra ocasión, pues me parece de
mucho más bulto eso otro que dice ahora Trasímaco al afirmar que la vida
del injusto es preferible a la del justo.
República,
I, 347c-e
Crátilo clónico
Sóc.—Puede que esto que tú dices suceda con aquellos nombres cuya
existencia depende forzosamente de un número. Por ejemplo, el mismo diez
—o cualquier otro número que prefieras. Si le quitas o añades algo, al
punto se convierte en otro. Pero puede que no sea ésta la exactitud en
lo que toca a la cualidad o, en general, a la imagen. Antes al
contrario, puede que no haya que reproducir absolutamente todo lo
imitado, tal cual es, si queremos que sea una imagen. Mira si tiene
algún sentido lo que digo: ¿es que habría dos objetos tales como Crátilo y
la imagen de Crátilo, sí un dios reprodujera como un pintor no sólo tu
color y forma, sino que formara todas las entrañas tal como son las
tuyas y reprodujera tu blandura y color y les infundiera movimiento,
alma y pensamiento como los que tú tienes? En una palabra, si pusiera a
tu lado un duplicado exacto de todo lo que tú tienes, ¿habría entonces
un Crátilo y una imagen de Crátilo o dos Crátilos?
Crát.—Paréceme, Sócrates, que serían dos Crátilos.
Crátilo,
432a-b
Banquete 203 a-d
Cuando
nació Afrodita, los dioses celebraron un banquete y, entre otros, estaba
también Poros, el hijo de Metis. Después que terminaron de comer, vino a
mendigar Penía , como era de esperar en una ocasión festiva, y estaba
cerca de la puerta. Mientras, Poros, embriagado de néctar —pues aún no
había vino—, entró en el jardín de Zeus y, entorpecido por la embriaguez,
se durmió. Entonces Penía, maquinando, impulsada por su carencia
de recursos, hacerse un hijo de Poros, se acuesta a su lado y concibió a
Eros. Por esta razón, precisamente, es Eros también acompañante y
escudero de Afrodita, al ser engendrado en la fiesta del nacimiento de
la diosa y al ser, a la vez, por naturaleza un amante de lo bello, dado
que también Afrodita es bella. Siendo hijo, pues, de Poros y Penía, Eros
se ha quedado con las siguientes características.
En primer
lugar, es siempre pobre, y lejos de ser delicado y bello, como cree la
mayoría, es, más bien, duro y seco, descalzo y sin casa, duerme siempre
en el suelo y descubierto, se acuesta a la intemperie en las puertas y
al borde de los caminos, compañero siempre inseparable de la indigencia
por tener la naturaleza de su madre. Pero, por otra parte, de acuerdo
con la naturaleza de su padre, está al acecho de lo bello y de lo bueno;
es valiente, audaz y activo, hábil cazador, siempre urdiendo alguna
trama, ávido de sabiduría y rico en recursos, un amante del cono cimiento
a lo largo de toda su vida, un formidable mago, hechicero y sofista. No
es por naturaleza ni inmortal ni mortal, sino que en el mismo día unas
veces florece y vive, cuando está en la abundancia, y otras muere, pero
recobra la vida de nuevo gracias a la naturaleza de su padre. Mas lo que
consigue siempre se le escapa, de suerte que Eros nunca ni está falto de
recursos ni es rico, y está, además, en el medio de la sabiduría y la
ignorancia. Pues la cosa es como sigue: ninguno de los dioses ama la
sabiduría ni desea ser sabio, porque ya lo es, como tampoco ama
la sabiduría cualquier otro que sea sabio. Por otro lado, los ignorantes
ni aman la sabiduría ni desean hacerse sabios, pues en esto precisamente
es la ignorancia una cosa molesta: en que quien no es ni bello, ni
bueno, ni inteligente se crea a sí mismo que lo es suficientemente.
Así, pues,
el que no cree estar necesitado no desea tampoco lo que no cree
necesitar.
—¿Quiénes son, Diotima, entonces —dije yo— los que aman la sabiduría,
si no son ni los sabios ni los ignorantes?
—Hasta para un niño es ya evidente —dijo— que son los que están en
medio de estos dos, entre los cuales estará también Eros. La sabiduría,
en efecto, es una de las cosas más bellas y Eros es amor de lo bello, de
modo que Eros es necesariamente amante de la sabiduría, y por ser amante de
la sabiduría está, por tanto, en medio del sabio y del ignorante. Y la
causa de esto es también su nacimiento, ya que es hijo de un padre sabio
y rico en recursos y de una
madre no sabia e indigente. Ésta es, pues, querido Sócrates, la
naturaleza de este demon.
Pero, en
cuanto a lo que tú pensaste que era Eros, no hay nada sorprendente en
ello. Tú creíste, según me parece deducirlo de lo que dices, que Eros
era lo amado y no lo que ama. Por esta razón, me imagino, te parecía
Eros totalmente bello, pues lo que es susceptible de ser amado es
también lo verdaderamente bello, delicado, perfecto y digno de ser
tenido por dichoso, mientras que lo que ama tiene un carácter diferente, tal
como yo lo describí.
—Sea así, extranjera —dije yo entonces—, pues hablas bien. Pero siendo
Eros de tal naturaleza, ¿qué función tiene para los hombres?
—Esto, Sócrates —dijo—, es precisamente lo que voy a intentar enseñarte
a continuación. Eros, efectivamente, es como he dicho y ha nacido así,
pero a la vez es amor de las cosas bellas, como tú afirmas. Mas si
alguien nos preguntara: «¿En qué sentido, Sócrates y Diotima, es
Eros amor de las cosas bellas?» O así, más claramente: el que ama las
cosas bellas desea, ¿qué desea?
—Que lleguen a ser suyas —dije yo.
—Pero esta respuesta —dijo— exige aún la siguiente pregunta: ¿qué será
de aquel que haga suyas las cosas bellas? Entonces le dije que todavía
no podía responder de repente a esa pregunta.
—Bien —dijo ella—. Imagínate que alguien, haciendo un cambio y
empleando la palabra «bueno» en lugar de «bello», te preguntara:
«Veamos, Sócrates, el que ama las cosas buenas desea, ¿qué desea?».
—Que lleguen a ser suyas —dije.
—¿Y qué será de aquel que haga suya las cosas buenas?
—Esto ya —dije yo— puedo contestarlo más fácilmente: que será feliz.
—Por la posesión —dijo— de las cosas buenas, en efecto, los felices son
felices, y ya no hay necesidad de añadir la pregunta de por qué quiere
ser feliz el que quiere serio, sino que la respuesta parece que tiene su
fin.
—Tienes razón —dije yo.
—Ahora bien, esa voluntad y ese deseo, ¿crees que es común a todos los
hombres y que todos quieren poseer siempre lo que es bueno? ¿O cómo
piensas tú?
1. ¿Qué personajes supuestamente míticos intervienen?
2. ¿Cómo puede explicarse ese lugar «intermedio» de Eros?
3. ¿Qué aplicación filosófica hace Platón de su mito?
4. ¿Es acertada la interpretación platónica de la ignorancia y el
saber? ¿Por qué?
5. ¿Se encuentra alguna relación entre lo que Platón dice del filósofo
y la supuesta etimología de Filosofía?
6. ¿Qué quiere decir que el saber necesita el deseo? ¿Por qué se desea
conocer?
7. ¿Qué interpretación y explicación va haciendo Platón de su propio
mito?
8. ¿En qué sentido puede decirse «hacer suya la Belleza», «hacer suyo
el Bien»?
9. ¿Qué tiene que ver la felicidad en este proceso? ¿Qué tipo de
felicidad?
Fedro 274c-e
SÓC. - Pues bien, oí que había por Náucratis, en Egipto, uno de los
antiguos dioses del lugar al que, por cierto, está consagrado el pájaro
que llaman Ibis. El nombre de aquella divinidad era el de Theuth. Fue
éste quien, primero, descubrió el número y el cálculo, y, también, la geometría
y la astronomía, y, además, el juego de damas y el de dados, y, sobre
todo, las letras. Por aquel entonces, era rey de todo Egipto Thamus, que
vivía en la gran ciudad de la parte alta del país, que los griegos
llaman la. A él vino Theuth, y le mostraba sus artes, diciéndole que debían
ser entregadas al resto de los egipcios. Pero él le preguntó cuál era la
utilidad que cada una tenía, y, conforme se las iba minuciosamente
exponiendo, lo aprobaba o desaprobaba, según le pareciese bien o mal
lo que decía. Muchas, según se cuenta, son las observaciones que, a
favor o en contra de cada arte, hizo Thamus a Theuth, y tendríamos que
disponer de muchas palabras para tratarlas todas. Pero, cuando llegaron
a lo de las letras, dijo Theuth: «Este conocimiento, oh rey, hará más
sabios a los egipcios y más memoriosos, pues se ha inventado como un
fármaco de la memoria y de la sabiduría.» Pero él le dijo: «¡Oh
artificiosísimo s Theuth! A unos les es dado crear arte, a otros juzgar
qué de daño o provecho aporta para los que pretenden hacer uso de él.
Y ahora tú,
precisamente, padre que eres de las letras, por apego a ellas, les
atribuyes poderes contrarios a los que tienen. Porque es olvido lo que
producirán en las almas de quienes las aprendan, al descuidar la memoria,
ya que, fiándose de lo escrito, llegarán al recuerdo desde fuera,
a través de caracteres ajenos, no desde dentro, desde ellos mismos y por
sí mismos. No es, pues, un fármaco de la memoria lo que has hallado,
sino un simple recordatorio.
Apariencia
de sabiduría es lo que proporcionas a tus alumnos, que no verdad. Porque
habiendo oído muchas cosas sin aprenderlas, parecerá que tienen muchos conocimientos,
siendo, al contrario, en la mayoría de los casos, totalmente ignorantes,
y difíciles, además, de tratar porque han acabado por convertirse en
sabios aparentes en lugar de sabios de verdad.»
FED. - ¡Qué bien se te da, Sócrates, hacer discursos de Egipto, o de
cualquier otro país que se te antoje!.
SÓC. - El caso es, amigo mío, que, según se dice que se decía en el
templo de Zeus en Dodona, las primeras palabras proféticas provenían de
una encina. Pues los hombres de entonces, como no eran sabios como vosotros
los jóvenes, tal ingenuidad tenían, que se conformaban con oír a una
encina o a una roca, sólo con que dijesen la verdad. Sin embargo, para
ti la cosa es diferente, según quién sea el que hable y de dónde.
Pues no te fijas únicamente en si lo que dicen es así o de otra manera.
FED. - Tienes razón al reprenderme, y pienso que con lo de las letras
pasa lo que el tebano dice.
SÓC. - Así pues, el que piensa que al dejar un arte por escrito, y, de
la misma manera, el que lo recibe, deja algo claro y firme por el hecho
de estar en letras, rebosa ingenuidad y, en realidad, desconoce la
predicción de Ammón, creyendo que las palabras escritas son algo más,
para el que las sabe, que un recordatorio de aquellas cosas sobre las
que versa la escritura.
FED. - Exactamente.
SÓC. - Porque es que es impresionante, Fedro, lo que pasa con la
escritura, y por lo que tanto se parece a la pintura. En efecto, sus
vástagos están ante nosotros como si tuvieran vida; pero, si se les
pregunta algo, responden con el más altivo de los silencios. Lo mismo
pasa con las palabras. Podrías llegar a creer como si lo que dicen
fueran pensándolo; pero si alguien pregunta, queriendo aprender de lo
que dicen, apuntan siempre y únicamente a una y la misma cosa. Pero, eso
sí, con que una vez algo haya sido puesto por escrito, las palabras
ruedan por doquier, igual entre los entendidos que como entre aquellos a
los que no les importa en absoluto, sin saber distinguir a quiénes conviene
hablar y a quiénes no. Y si son maltratadas o vituperadas injustamente,
necesitan siempre la ayuda del padre, ya que ellas solas no son capaces
de defenderse ni de ayudarse a sí mismas.
FED. - Muy exacto es todo lo que has dicho.
SÓC. - Entonces, ¿qué? ¿Podemos dirigir los ojos hacia otro tipo de
discurso, hermano legítimo de éste, y ver cómo nace y cuánto mejor y más
fuertemente se desarrolla?
FED. - ¿A cuál te refieres y cómo dices que nace?
SÓC. - Me refiero a aquel que se escribe con ciencia en el alma del que
aprende; capaz de defenderse a sí mismo, y sabiendo con quiénes hablar y
ante quiénes callarse.
FED. - ¿Te refieres a ese discurso lleno de vida y de alma, que tiene
el que sabe y del que el escrito se podría justamente decir que es el
reflejo?.
SÓC. - Sin duda. Pero dime ahora esto. ¿Un labrador sensato que cuidase
de sus semillas y quisiera que fructificasen, las llevaría, en serio, a
plantar en verano, a un jardín de Adonis, y gozaría al verlas ponerse
hermosas en ocho días, o solamente haría una cosa así por juego o por
una fiesta, si es que lo hacía? Más bien, aquellas que le interesasen,
de acuerdo con lo que manda el arte de la agricultura, las sembrará
donde debe, y estará contento cuando, en el octavo mes, llegue a su
plenitud todo lo que sembró.
FED. - Así es, Sócrates. Tal como acabas de expresarte; en un caso
obraría en serio, en otro de manera muy diferente.
SÓC. - ¿Y el que posee la ciencia de las cosas justas, bellas y buenas,
diremos que tiene menos inteligencia que el labrador con respecto a sus
propias simientes?
FED. - De ningún modo.
SÓC. - Por consiguiente, no se tomará en serio el escribirlas en agua,
negra por cierto, sembrándolas por medio del cálamo, con discursos que
no pueden prestarse ayuda a sí mismos, a través de las palabras que
los constituyen, e incapaces también de enseñar
adecuadamente la verdad.
FED. - Al menos, no es probable.
SÓC. - No lo es, en efecto. Más bien, los jardines de las letras, según
parece, los sembrará y escribirá como por entretenimiento; y al
escribirlas, atesora recordatorios, para cuando llegue la edad del
olvido, que le servirán a él y a cuantos hayan seguido sus mismas
huellas. Y disfrutará viendo madurar tan tiernas plantas, y cuando otros
se dan a otras diversiones y se hartan de comer y beber y de todo cuanto
con esto se hermana, él, en cambio, pasará, como es de esperar, su
tiempo distrayéndose con las cosas a las que me refería.
FED. - Uno extraordinariamente hermoso, al lado de
tanto entretenimiento baladí, es el que dices, Sócrates, y que permite
entretenerse con las palabras, componiendo historias sobre la justicia y
todas las otras cosas a las que te refieres.
SÓC. - Así es, en efecto, querido Fedro. Pero mucho más excelente es
ocuparse con seriedad de esas cosas, cuando alguien, haciendo uso de la
dialéctica y buscando un alma adecuada, planta y siembra palabras con
fundamento, capaces de ayudarse a sí mismas y a quienes las planta,
y que no son estériles, sino portadoras de simientes de las que surgen
otras palabras que, en otros caracteres, son canales por donde se
transmite, en todo tiempo, esa semilla inmortal, que da felicidad al que
la posee en el grado más alto posible para el hombre.
1. Busca en el texto dos palabras en las que parece fundarse la
crítica de Platón a la escritura.
2. Hay en el texto algunas frases muy características de lo que en él
se quiere enseñar. Subráyalas y discurre sobre ellas.
3. Inventa un breve diálogo sobre los argumentos que dan Theuth y
Thamus para justificar sus opiniones sobre las «letras».
4. ¿Por qué quiere Theuth dar a conocer las letras a todos los
egipcios?
5. ¿Por qué se pretende fundar en la memoria una de las posibles
ventajas de las letras?
6. ¿Por qué se habla de utilidad para justificar los inventos que
Theuth ofrece a Thamus? ¿De qué utilidad se trata?
7. ¿Qué oposición se podría establecer entre olvido y memoria en la
argumentación del rey de Egipto?
8. ¿Qué quería decir Platón con una expresión como «llegar al recuerdo
desde fuera y no desde nosotros mismos»? ¿Tiene algo que ver esta
expresión con lo que Platón entiende por educación (paideía)?
9. Hay en el texto una referencia al «saber» aparente. ¿En qué se
diferencia un saber aparente de un verdadero saber? ¿Por qué se da tanta
importancia a la apariencia (phainomenon) en toda la cultura griega?
10. Analiza las semejanzas y diferencias entre las letras y las
«pinturas» a que Platón alude. Piensa sobre esa forma de silencio de las
estatuas. ¿Se callan también las letras, como Platón afirma?
11. ¿Hay en el texto alguna justificación de lo que poco después y
hasta nuestros días se conoce como «interpretación de textos»?
12. ¿Hay razones que expliquen el que alguien entienda mejor un texto?
13. ¿En qué sentido se podría afirmar la famosa expresión del
romanticismo alemán «Entender a un autor mejor de lo que él se entiende
a sí mismo»?
14. ¿Qué interpretación puede darse a la comparación platónica de las
palabras como «semilla»?
15. ¿Cómo «salva» Platón a la escritura?
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