"El utilitarismo"
La obra que presentamos,
El utilitarismo, fue escrita por el filósofo inglés John Stuart Mill en
su madurez, en 1863.
Como buen utilitarista,
Mill define esta corriente como aquella tendiente a procurar la mayor
felicidad posible a los seres humanos, evitándoles pena o dolor. La
búsqueda de la felicidad común viene, entonces, a constituirse en la
piedra de toque de esta corriente filosófica.
John Stuart Mill fue atraido al utilitarismo, nada más y nada menos que
por Jeremías Bentham, el fundador en sí de esta doctrina filosófica,
quien era un amigo íntimo del padre de John, el señor James Mill. Al
escribir esta obra, pretendió tanto superar a su maestro como intentar
cubrir algunos vacíos que él notaba en esta corriente. Particularmente
sobresale, de entre sus planteamientos, su criterio de que la búsqueda
de la felicidad no es en sí un objetivo meramente individual sino, antes
bien, social en todo el sentido del vocablo. Mediante esa interpretación
de la doctrina utilitarista de Bentham, Stuart Mill se adentra en
caminos poco andados, los cuales, curiosamente, serían posteriormente
analizados con amplitud por la corriente anarquista kropotkiana y su
tesis del apoyo mutuo.
Tanto la obra como la labor de escritor, político y maestro de John
Stuart Mill es enorme. Como escritor son numerosísimos las artículos y
ensayos que publicó en revistas como Westminster Review, creada por
Jeremías Bentham; y, la London and Westminster. De sus ensayos, podemos
hacer referencia a sus Ensayos sobre algunas cuestiones no resueltas en
la Economía Política, su Sistema de lógica; sus Principios de Economía
Política; su inmortal Sobre la libertad; sus Pensamientos sobre la
reforma parlamentaria; sus Consideraciones sobre el gobierno
parlamentario; su Examen de la filosofía de Sir William Hamilton; su
Augusto Comte y el positivismo; su análisis referente a la problemática
de las relaciones entre Inglaterra e Irlanda; su La esclavitud de las
mujeres, así como su Autobiografía.
Su labor política se patentiza cuando es elegido, en 1865, diputado a la
Cámara de los Comunes, y cuando manifiesta una constante preocupación
por la cuestión de Irlanda.
Su labor académica quedaría de manifiesto cuando, en 1866, fue nombrado
Rector de la Universidad de St. Andrews.
John Stuart Mill moriría el 8 de mayo de 1873 dejando a la humanidad un
vasto legado de planteamientos filosóficos útiles para quienes buscan la
instauración de una sociedad más justa y equilibrada.
CAPÍTULO PRIMERO
Observaciones generales
Entre las circunstancias que concurren al estado presente del
conocimiento humano, hay pocas que, como el escaso progreso conseguido
en la solución de la controversia relativa al criterio del bien y el
mal, sean tan distintas de lo que pudiera haberse esperado, o tan
significativas del estado de atraso en que aún se encuentra la
especulación sobre las materias más importantes. Desde los albores de la
filosofía, la cuestión concerniente al summum bonum, o, lo que es lo
mismo, al fundamento de la moral, se ha contado entre los problemas
principales del pensamiento especulativo, ha ocupado a los intelectos
mejor dotados, y los ha dividido en sectas y escuelas que han sostenido
entre sí una vigorosa lucha. Después de más de dos mil años, continúa la
misma discusión; todavia siguen los filósofos colocados bajo las mismas
banderas de guerra, y, en general, ni los pensadores ni el género humano
parecen hallarse más cerca de la unanimidad sobre el asunto que cuando
el joven Sócrates fue oyente del viejo Protágoras y (si el diálogo de
Platon se basa en una conversación real) sostuvo la teoría del
utilitarismo contra la moralidad popular de los llamados sofistas.
Es verdad que semejante confusión e incertidumbre, y, en algunos casos,
un desacuerdo semejante, se dan también con relación a los primeros
principios de todas las ciencias, sin exceptuar la que se considera más
cierta entre ellas: la matemática. Lo cual no disminuye mucho, en
realidad no disminuye en absoluto, el valor de credibilidad de esas
ciencias. La explicación de esta anomalía es que las doctrinas
particulares de una ciencia no suelen deducirse, ni dependen en su
evidencia, de los que son llamados sus primeros principios. De no ser
así, no habría ciencia más menesterosa o más insuficiente en la
obtención de sus conclusiones que el álgebra; la cual no deriva su
certeza de lo que a los estudiantes suele enseñarse como sus primeros
principios, puesto que éstos, según han sostenido algunos de sus más
eminentes maestros, están tan llenos de ficciones como las leyes
inglesas, y tan llenos de misterios como la teología. Las verdades que
se aceptan últimamente como primeros principios de una ciencia son, en
realidad, el resultado último del análisis metafísico, practicado sobre
las nociones elementales con que esa ciencia se ocupa; su relación con
la ciencia no es la de los cimientos con el edificio, sino la de las
raíces con el árbol, las que pueden realizar perfectamente su función
sin que se excave hasta sacarlas a la luz. Mas, si en la ciencia, la
verdad particular precede a la teoría general, podría esperarse lo
contrario en un arte práctico como la moral o la legislación. Toda
acción se realiza con vistas a un fin, y parece natural suponer que las
reglas de una acción deban tomar todo su carácter y color del fin al
cual se subordinan. Cuando perseguimos un propósito, parece que un
conocimiento claro y preciso del propósito sería lo primeramente
necesario, en vez de lo último que hubiera de esperarse. Uno pensaría
que un criterio de lo justo y lo injusto debería ser el medio de
establecer lo que es justo o injusto, y no una consecuencia de haberlo
establecido ya.
No se evita la dificultad recurriendo a la popular teoría de una
facultad natural, un sentido o instinto que nos informa sobre lo que es
bueno o malo. Porque -además de que la existencia de tal instinto moral
es en sí misma una de las cuestiones en disputa- los que creen en ella y
albergan pretensiones a la filosofía, se han visto obligados a abandonar
la idea de que ese sentido aprehende lo que es bueno o malo en un caso
particular dado, lo mismo que nuestros sentidos aprehenden la visión o
el sonido actualmente presentes. Según los intérpretes de esta teoría
que merecen el título de pensadores, nuestra facultad moral nos
proporciona solamente los principios generales de los juicios morales;
es una rama de la razón, no de la facultad sensible, y a ella debe
acudirse para la doctrina abstracta de la moralidad, no para su
percepción en lo concreto. La escuela intuitiva de la ética, no menos
que la que podría llamarse inductiva, insiste en la necesidad de leyes
generales. Ambas convienen en que la moralidad de una acción particular
no es cuestión de percepción directa, sino de aplicación de la ley a un
caso individual. Reconocen también, en gran parte, las mismas leyes
morales; pero difieren en cuanto a su evidencia y a la fuente de que
derivan su autoridad. Según la primera opinión, los principios de la
moral son evidentes a priori, y no requieren nada para obtener su
asentimiento, excepto que se entienda la significación de los términos.
Según la segunda doctrina, la justicia y la injusticia, lo mismo que la
verdad y la falsedad, son cuestiones de observación y experiencia. Pero
ambos sostienen unánimemente que la moralidad debe deducirse de
principios y la escuela intuitiva afirma tan fuertemente como la
inductiva que hay una ciencia de la moral. Sin embargo, raramente se
arriesgan a hacer una lista de los principios que a priori han de servir
como premisas de la ciencia; y aún más raros son sus esfuerzos por
reducir esos principios a un primer principio, o a una base de
obligación común. O suponen que los preceptos ordinarios de la moral son
preceptos de una autoridad a priori; o sientan como fundamento de esas
máximas cierta generalidad que tiene una autoridad mucho menos obvia que
la de las máximas mismas, y que nunca ha conseguido ganar un
asentimiento popular. Además, para fundamentar sus pretensiones, o bien
debería existir algún principio o ley fundamental como raíz de toda
moralidad, o, si hubiera varios, debería existir un determinado orden de
precedencia entre ellos; y el principio único, o la regla para decidir
entre los varios principios cuando estuvieran en conflicto, debería ser
evidente por sí mismo.
La investigación de hasta dónde han sido mitigados en la práctica los
malos efectos de esta deficiencia o de hasta qué punto han sido viciadas
las creencias morales del género humano por la ausencia de cualquier
reconocimiento distinto de un criterio último, implicaría una revisión y
una crítica completas de las doctrinas éticas pasadas y presentes. Sin
embargo, seria fácil mostrar que, cualquiera que sea la firmeza o
consistencia que estas creencias morales han alcanzado, se ha debido
principalmente a la tácita influencia de un criterio no reconocido.
Aunque la inexistencia de un primer principio reconocido ha hecho de la
ética no tanto una guía, cuanto una consagración de los sentimientos
efectivos del hombre, no obstante, como los sentimientos humanos de
atracción y aversión están muy influidos por los que se suponen ser
efecto de las cosas sobre la felicidad, el principio de utilidad, o,
como últimamente lo ha llamado Bentham, el principio de la mayor
felicidad ha tenido una gran participación en la formación de las
doctrinas morales, aun en aquellos que más desdeñosamente rechazan su
autoridad. Y ninguna de las escuelas del pensamiento rehusa admitir que
la influencia de las acciones sobre la felicidad es la consideración más
voluminosa e incluso la predominante, en muchos de los detalles de la
moral, por poco inclinadas que se encuentren a reconocerla como
principio fundamental de la moral y fuente de la obligación moral.
Podría ir más lejos y decir que para todos los moralistas aprioristas
que considerán absolutamente necesario argumentar, los argumentos
utilitaristas son indispensables. Lo que ahora me propongo no es
criticar a esos pensadores, pero no puedo evitar el referirme, como
ejemplo, a un tratado sistemático escrito por uno de los más ilustres de
ellos, la Metafísica de la Etica, de Kant. Este hombre notable, cuyo
sistema de filosofía permanecerá mucho tiempo como uno de los hitos en
la historia de la especulación filosófica, establece, en el tratado en
cuestión, un primer principio universal como origen y fundamento de la
obligación moral; es éste: Obra de manera que tu norma de accion sea
admitida como ley por todos los seres racionales. Pero, cuando empieza a
deducir de este precepto cualesquiera de los deberes actuales de
moralidad, fracasa, casi grotescamente, en la demostración de que habría
alguna contradicción, alguna imposibilidad lógica (por no decir física)
en la adopción por todos los seres racionales de las reglas de conducta
más atrozmente inmorales. Todo cuanto demuestra es que las consecuencias
de su adopción universal serían tales que nadie se decidiría a incurrir
en ellas.
En la presente ocasión, sin discutir más las otras teorías, intentaré
contribuir algo a la comprensión y apreciación del utilitarismo o Teoría
de la Felicidad, y a dar prueba en lo que tal cosa tenga de posible. Es
evidente que no puede darse de esta teoría una prueba, en el sentido
ordinario y popular del término. Las cuestiones de los últimos fines no
son susceptibles de prueba directa. Todo cuanto pueba probarse que es
bueno, debe probarse que lo es, demostrando que constituye un medio para
algo cuya bondad se ha admitido sin prueba. El arte de la medicina se
prueba que es bueno porque conduce a la salud; pero ¿cómo es posible
demostrar que la salud es buena? El arte del músico es bueno, entre
otras razones, porque produce placer; pero ¿qué prueba puede darse de
que el placer es bueno? Si, pues, se afirma que hay una fórmula
comprehensiva que incluye todas las cosas que son buenas por sí mismas,
y que cualquier otra cosa que sea buena no lo es en cuanto fin, sino
como medio, la fórmula puede ser aceptada o rechazada, pero no se
refiere a lo que comúnmente se entiende por prueba. No hemos de inferir,
sin embargo, que su aceptación o repudio deban depender de un impulso
ciego o de una elección arbitraria. Existe una significación más amplia
de la palabra prueba, por la cual esta cuestión es tan susceptible de
ella como cualquier otra de las que se discuten en filosofía. Este
asunto está dentro de la jurisdicción de la facultad racional, pero esta
facultad tampoco se ocupa de él sólo por la vía de la intuición. Pueden
presentarse consideraciones capaces de determinar al intelecto a dar o
rehusar su asentimiento a la doctrina; y éste es el equivalente de la
prueba.
Examinaremos aquí la naturaleza de estas consideraciones; la manera con
que se aplican aI caso y, por tanto, los fundamentos racionales que
puedan darse para la aceptación o repudio de la fórmula utilitaria. Pero
es una condición previa a la aceptación o repudio el que la fórmula sea
entendida correctamente. Creo que la misma noción imperfecta que
ordinariamente se tiene de su significado, es el principal obstáculo que
impide su aceptación; y que si pudiera depurarse, aun sólo de los
errores más groseros, la cuestión se simplificaría grandemente y se
eliminaría una amplia proporción de sus dificultades. Por tanto, antes
de entrar en los fundamentos filosóficos que pueden darse para asentir
al criterio utilitarista, ofreceré algunas aclaraciones de la doctrina
misma, con el fin de mostrar mejor lo que es, distinguiéndola de lo que
no es, y resolviendo las objeciones prácticas, como originadas o
estrechamente relacionadas con las falsas interpretaciones de su
significación.
CAPÍTULO II
¿Qué es el utilitarismo?
Una observación incidental es cuanto se necesita hacer contra el necio
error de suponer que quienes defienden la utilidad como criterio de lo
justo e injusto, usan el término en el sentido restringido y meramente
familiar que opone la utilidad al placer. A los adversarios filosóficos
del utilitarismo se les debe una excusa por haber parecido, aun
momentáneamente, que se les confundía con cualquier capaz de tan absurdo
error de interpretación; el cual es tanto más extraordinario, cuanto la
acusación contraria de que lo refiere todo al placer, tomado en su forma
más grosera, es otro de los cargos que comúnmente se hacen al
utilitarismo.
Como ha señalado acertadamente un hábil escritor, la misma clase de
personas, y a menudo las mismísimas personas, denuncian la teoría como
impracticablemente austera, cuando la palabra utilidad precede a la
palabra placer, y como demasiado voluptuosamente practicable cuando la
palabra placer precede a la palabra utilidad. Los que conocen algo del
asunto, tienen conciencia de que todo escritor que, desde Epicuro a
Bentham, haya sostenido la teoría de la utilidad, ha entendido por ésta
no algo que hubiera que contraponer al placer, sino el placer mismo,
juntamente con la ausencia de dolor; y que en vez de oponer lo útil a lo
agradable o a lo decorativo, han declarado siempre que lo útil significa
estas cosas, entre otras. Sin embargo, el vulgo, incluyendo a los
escritores, no sólo de periódicos y revistas. sino de libros de peso y
pretensiones, está cayendo continuamente en este superficial error.
Habiendo oído la palabra utilitario, aunque sin saber nada de ella,
excepto su sonido, expresan habitualmente con ella la repulsa o el
menosprecio del placer en alguna de sus formas: belleza, adorno o
diversión. Y este término se aplica tan neciamente no sólo en las
censuras, sino a veces en las alabanzas, como si implicara superioridad
con respecto a la frivolidad, o a los meros placeres del momento. Este
uso pervertido es el único con que se conoce popularmente la palabra, y
del cual extraen su significación las nuevas generaciones. Los que
introdujeron la palabra, pero dejaron de usarla como un distintivo hace
muchos años, bien pueden sentirse llamados a reasumirla, si esperan que
haciéndolo pueden contribuir a rescatarla de su extrema degradación (1).
El credo que acepta la Utilidad o Principio de la Mayor Felicidad como
fundamento de la moral, sostiene que las acciones son justas en la
proporción con que tienden a promover la felicidad; e injustas en cuanto
tienden a producir lo contrario de la felicidad. Se entiende por
felicidad el placer, y la ausencia de dolor; por infelicidad, el dolor y
la ausencia de placer. Para dar una visión clara del criterio moral que
establece esta teoría, habría que decir mucho más particularmente, qué
cosas se incluyen en las ideas de dolor y placer, y hasta qué punto es
ésta una cuestión patente. Pero estas explicaciones suplementarias no
afectan a la teoría de la vida en que se apoya esta teoría de la
moralidad: a saber, que el placer y la exención de dolor son las únicas
cosas deseables como fines; y que todas las cosas deseables (que en la
concepción utilitaria son tan numerosas como en cualquier otra), lo son
o por el placer inherente a ellas mismas, o como medios para la
promoción del placer y la prevención del dolor.
Ahora bien, esta teoría de la vida suscita un inveterado desagrado en
muchas mentes, entre ellas, algunas de las más estimables por sus
sentimientos e intenciones. Como dicen, suponer que la vida no tiene un
fin más elevado que el placer -un objeto de deseo y persecución mejor y
más noble- es un egoísmo y una vileza, es una doctrina digna sólo del
cerdo, con quien fueron comparados despreciativamente los seguidores de
Epicuro, en una época muy temprana; doctrina cuyos modernos defensores
son objeto, a veces, de la misma cortés comparación por parte de sus
detractores franceses, alemanes e ingleses.
Cuando se les ha atacado así, los epicúreos han contestado siempre que
los que presentan a la naturaleza humana bajo un aspecto degradante no
son ellos, sino sus acusadores, puesto que la acusación supone que los
seres humanos no son capaces de otros placeres que los del cerdo. Si
este supuesto fuera verdadero, la acusación no podría ser rechazada;
pero entonces tampoco sería una acusación; porque si las fuentes del
placer fueran exactamente iguales para el cerdo que para el hombre, la
norma de vida que fuese buena para el uno sería igualmente buena para el
otro. La comparación de la vida epicúrea con la de las bestias se
considera degradante precisamente porque los placeres de una bestia no
satisfacen la concepción de la felicidad de un ser humano. Los seres
humanos tienen facultades más elevadas que los apetitos animales y, una
vez se han hecho conscientes de ellas, no consideran como felicidad nada
que no incluya su satisfacción. Realmente, yo no creo que los epicúreos
hayan deducido cabalmente las consecuencias del principio utilitario.
Para hacer esto de un modo suficiente hay que incluir muchos elementos
estoicos, así como cristianos. Pero no se conoce ninguna teoría epicúrea
de la vida que no asigne a los placeres del intelecto, de los
sentimientos y de la imaginación, un valor mucho más alto en cuanto
placeres, que a los de la mera sensación. Sin embargo, debe admitirse
que la generalidad de los escritores utilitaristas ponen la superioridad
de lo mental sobre lo corporal, principalmente en la mayor permanencia,
seguridad y facilidad de adquisición de lo primero; es decir, más bien
en sus ventajas circunstanciales que en su naturaleza intrínseca. Con
respecto a estos puntos, los utilitaristas han probado completamente su
tesis; pero, con la misma consistencia, podrían haberlo hecho con
respecto a los otros, que están, por decirlo así, en un plano más
elevado. Es perfectamente compatible con el principio de utilidad
reconocer el hecho de que algunas clases de placer son más deseables y
más valiosas que otras. Sería absurdo suponer que los placeres dependen
sólo de la cantidad, siendo así que, al valorar todas las demás cosas,
se toman en consideración la cualidad tanto como la cantidad.
Si se me pregunta qué quiere decir diferencia de cuálidad entre los
placeres, o qué hace que un placer, en cuanto placer, sea más valioso
que otro, prescindiendo de su superioridad cuantitativa, sólo encuentro
una respuesta posible; si, de dos placeres, hay uno al cual,
independientemente de cualquier sentimiento de obligación moral, dan una
decidida preferencia todos o casi todos los que tienen experiencia de
ambos, ése es el placer más deseable. Si. quienes tienen un conocimiento
adecuado de ambos, colocan a uno tan por encima del otro, que, aun
sabiendo que han de alcanzarlo con un grado de satisfacción menor, no lo
cambian por ninguna cantidad del otro placer, que su naturaleza les
permite gozar, está justificado atribuirle al goce preferido una
superioridad cualitativa tal, que la cuantitativa resulta, en
comparación, de pequeña importancia.
Ahora bien, es un hecho incuestionable que quienes tienen un
conocimiento igual y una capacidad igual de apreciar y gozar, dan una
marcada preferencia al modo de existencia que emplea sus facultales
superiores. Pocas criaturas humanas consentirían que se las convirtiera
en alguno de los animales inferiores, a cambio de un goce total de todos
los placeres bestiales; ningún ser humano inteligente consentiría en ser
un loco, ninguna persona instruída, en ser ignorante, ninguna persona
con sentimiento y conciencia en ser egoísta e infame: ni siquiera se les
podría persuadir de que el loco, el estúpido o el bellaco están más
satisfechos con su suerte que ellos con la suya.
No estarán más dispuestos a ceder lo que poseen a cambio de la más
completa satisfacción de todos los deseos que tienen en común con ellos.
Si llegaran a imaginarlo, sería en casos de desgracia tan extrema, que
por salir de ella cambiarían su suerte por la de cualquier otro, a pesar
de parecerles indeseable. Un ser de facultades más elevadas necesita más
para ser feliz; probablemente es capaz de sufrir más agudamente, y, con
toda seguridad, ofrece más puntos de acceso al sufrimiento que uno de un
tipo inferior; pero, a pesar de estas desventajas, nunca puede desear
verdaderamente hundirse en lo que él considera un grado inferior de la
existencia. Podremos dar la explicación que queramos de esta
repugnancia; podremos atribuírla al orgullo, nombre que se aplica sin
discernimiento alguno de los sentimientos más estimables y a algunos de
los menos estimables de que es capaz la humanidad; podremos reducirla al
amor de la libertad e independencia personal, que fue entre los estoicos
uno de los medios más eficaces para inculcarla; podremos atribuírla al
amor al poder o al amor a las excitaciones, los cuales realmente
contribuyen y entran a formar parte de ella; pero su denominación más
apropiada es el sentido de la dignidad, el cual es poseído, en una u
otra forma, por todos los seres humanos, aunque no en exacta proporción
con sus facultades más elevadas, y constituye una parte tan esencial de
la felicidad de aquellos en quienes es fuerte, que nada que choque con
él puede ser deseado por ellos, excepto momentáneamente. Todo el que
supone que esta preferencia lleva consigo un sacrificio de la felicidad
-que el ser superior, en circunstancias proporcionalmente iguales, no es
más feliz que el inferior- confunde las ideas bien distintas de
felicidad y satisfacción. Es indiscutible que los seres cuya capacidad
de gozar es baja, tienen mayores probabilidades de satisfacerla
totalmente; y un ser dotado superiormente siempre sentirá que, tal como
está constituido el mundo, toda la felicidad a que puede aspirar será
imperfecta. Pero puede aprender a soportar sus imperfecciones, si son de
algún modo soportables. Y éstas no le harán envidiar al que es
inconsciente de ellas, a no ser que tampoco perciba el bien al cual
afean dichas imperfecciones. Es mejor ser un hombre satisfecho que un
cerdo satisfecho, es mejor ser Sócrates insatisfecho, que un loco
satisfecho. Y si el loco o el cerdo son de distinta opinión, es porque
sólo conocen su propio lado de la cuestión. El otro extremo de la
comparación conoce ambos lados.
Podría objetarse que muchos que son capaces de los placeres superiores,
a veces los posponen a los inferiores, por la influencia de la
tentación. Pero esto es bien compatible con una apreciación total de la
superioridad intrínseca del placer más elevado. Por debilidad de
carácter, los hombres se deciden a menudo por el bien más próximo,
aunque saben que es menos valioso; y esto tanto cuando la elección se
hace entre dos placeres corporales, como cuando se hace entre lo
corporal y lo espmtual. Buscan el halago sensual que perjudica a la
salud, aunque saben perfectamente que la salud es un bien mayor. Podría
objetarse a esto que muchos que se entregan con entusiasmo juvenil a
todo lo que es noble, conforme avanzan los años se hunden en la
indolencia y el egoísmo. Pero no creo que quienes merecen esta acusación
tan común escojan voluntariamente los placeres inferiores con
preferencia a los superiores. Creo que antes de dedicarse excIusivamente
a Ios unos, se han incapacitado ya para los otros. La capacidad para los
sentimientos más nobles es en muchas naturalezas una planta muy tierna
que muere con facilidad, no sólo por influencias hostiles, sino por la
mera falta de alimentos. En la mayoría de las personas jóvenes muere
prontamente, si las ocupaciones a que les lleva su posición, o el medio
social en que se encuentran no son favorables al ejercicio de sus
facultades. Los hombres pierden sus aspiraciones elevadas como pierden
su agudeza intelectual, porque no tienen tiempo ni oportunidad para
favorecerlas. Se adhieren a los placeres inferiores, no porque los
prefieran deliberadamente, sino porque son los únicos a que tienen
acceso, o los únicos de que pueden gozar duraderamente. Podría
preguntarse si alguno que haya permanecido igualmente próximo a ambas
clases de placer, ha preferido serena y conscientemente el inferior; si
bien es cierto que muchos de todas las edades han fracasado en el
intento inútil de combinar ambos.
No puede haber apelación contra este veredicto de los únicos jueces
competentes. Sobre la cuestión de cuál es el más valioso entre dos
placeres, o cuál es el modo de existencia más grato a los sentimientos,
aparte de sus atributos morales y de sus consecuencias, debe admitirse
como final el juicio de aquellos que están más capacitados por el
conocimiento de ambos, o, si difieren entre sí, el de la mayoría. Y no
hay lugar a la menor vacilación en aceptar este juicio con respecto a la
cualidad del placer; puesto que no hay otro tribunal a que acudir, ni
aun respecto de la cantidad. ¿Qué método hay para determinar? ¿Cuál es
el más agudo entre dos dolores, o cuál es la más intensa entre dos
sensaciones placenteras, sino el sufragio general de los que están
familiarizados con ambos? Ni los dolores ni los placeres son homogéneos,
y el dolor siempre es heterogéneo respecto del placer. ¿Qué puede
decidir si un placer particular merece adquirirse a costa de un dolor
particular, excepto los sentimientos y el juicio de los expertos? Por
tanto, cuando esos sentimientos y ese juicio declaran que, aparte de su
intensidad, los placeres derivados de las facultades superiores son
específicamente preferibles a aquellos de que es susceptible la
naturaleza animal, separada de las facultades superiores, es que tienen
el mismo derecho a dar un dictamen sobre este asunto.
Me he detenido en este punto, por ser parte necesaria de una concepción
justa de la Utilidad o Felicidad, consideradas como regla directiva de
la conducta humana. Pero no es en modo alguno una condición
indispensable para la aceptación del criterio utilitarista; porque no es
ese criterio la mayor felicidad del propio agente, sino la mayor
cantidad de felicidad general; y si puede dudarse de que un carácter
noble sea siempre más feliz por su nobleza, no cabe duda de que hace más
felices a los demás, y que el mundo en general gana inmensamente con
ello. El utilitarismo, por tanto, sólo podría alcanzar su fin con el
cultivo general de la nobleza de carácter, si cada individuo se
beneficiara solamente de la nobleza de los otros, y la suya propia, en
lo que a la felicidad concierne, fuera una pura consecuencia del
beneficio. Pero la simple enunciación de un absurdo como éste hace
superflua su refutación.
Según el Principio de la Mayor Felicidad, tal como se acaba de exponer,
el fin último por razón del cual son deseables todas las otras cosas
(indiferentemente de que consideremos nuestro propio bien o el de los
demás) es una existencia exenta de dolor y abundante en goces, en el
mayor grado posible, tanto cuantitativa, como cualitativamente.
El método comparativo es el que mejor nos proporciona la comprobación de
la superioridad cualitativa; y la regla para medirla con relación a la
cantidad, es la preferencia que sienten los que tienen mejores
oportunidades de experiencia, junto con los hábitos de la reflexión y
propia observación. Siendo éste, según la opinión utilitarista, el fin
de los actos humanos, es también necesariamente su criterio de
moralidad. Podemos, pues, definirlo como el conjunto de reglas y
preceptos de humana conducta por cuya observación puede asegurarse a
todo el género humano una existencia como la descrita en la mayor
extensión posible; y no sólo al género humano, sino hasta donde la
naturaleza de las cosas lo permita a toda la creación consciente.
Contra esta doctrina, surge, sin embargo, otra clase de objetantes, que
dice que la felicidad no puede ser en ninguna de sus formas objeto de la
vida y de la acción humanas. En primer lugar, porque es inalcanzable, y
preguntan despreciativamente: ¿qué derecho tienes a ser feliz? Pregunta
a la cual hace Carlyle esta adicíón: ¿qué derecho tenías hace poco
tiempo ni siquiera a ser? En segundo lugar, dicen que los hombres pueden
obrar sin felicidad; que todos los seres humanos lo han experimentado, y
no han podido llegar a ser nobles sino aprendiendo la lección de
Entsagen, o renunciación; lección que, aprendida y aceptada totalmente,
es el comienzo y la condición necesaria de toda virtud.
La primera de estas objeciones llegaría hasta las raíces de la cuestión
si estuviera bien fundada, porque si los seres humanos no han de poseer
felicidad alguna, su consecuencia no puede ser el fin de la moralidad ni
de la conducta racional. Aun en este caso, todavía podría decirse algo a
favor de la teoría utilitarista. En efecto, la utilidad no sólo incluye
la búsqueda de la felicidad, sino también la prevención o mitigación de
la desgracia; y si la primera es quimérica, quedará el gran objetivo y
la necesidad imperativa de evitar la segunda, por cuanto, al menos, la
humanidad se cree capaz de vivir; y no se refugia simultáneamente en el
acto del suicidio recomendado bajo ciertas condiciones por Novalis. Sin
embargo, cuando se afirma absolutamente la imposibilidad de la felicidad
humana, este aserto, si no es una especie de sutiIeza verbal, es al
menos, una exageración. Si entendemos por felicidad la continuidad de
las excitaciones altamente placenteras, es bien evidente que esto es
imposible. Un estado de placer exaltado dura sólo un momento, o, en
algunos casos y con interrupciones, horas o días. Es el resplandor
momentáneo del gozo, pero no su llama firme y permanente. Los filósofos
que enseñaron que la felicidad es la finalidad de la vida, fueron tan
conscientes de esto como los que se burlan de ellos. La felicidad a que
se referían no era la de una vida en continuo éxtasis, pero sí una
existencia integrada por momentos de exaltación, dolores escasos y
transitorios y muchos y variados placeres, con predominio de los activos
sobre los pasivos, y poniendo como fundamento de todo, no esperar de la
vida más de lo que puede dar. Una vida así compuesta siempre ha merecido
el nombre de felicidad para aquellos que han tenido la suerte de
disfrutarla. Y esta clase de existencia es todavía el patrimonio de
muchos; durante una parte considerable de su vida. La miserable
educación actual y las miserables circunstancias sociales son el único
obstáculo a su logro por parte de casi todos.
Nuestros objetantes quizá duden de que los seres humanos a quienes se
enseña a considerar la felicidad como fin de la vida, quedasen
satisfechos con una participación tan moderada en aquella. Pero gran
número de hombres se han contentado con mucho menos. Los principales
elementos que integran una vida satisfecha son dos: la tranquilidad y el
estímulo. Cualquiera de ellos suele considerarse suficiente por sí mismo
para dicho resultado. Con mucha tranquilidad, muchos encuentran que se
contentarían con poquísimo placer; con grandes estímulos, pueden
adaptarse otros a una cantidad considerable de dolor. Sin duda alguna,
no es intrínsecamente imposible capacitar a la humanidad para unir ambos
elementos. Lejos de ser incompatibles, se dan naturalmente unidos. La
prolongación del uno, sirve de preparación y suscita el deseo del otro.
Aquellos cuya indolencia llega a vicio, son los únicos que no desean el
estímulo después de un intervalo de reposo; aquellos cuya necesidad de
estímulo constituye enfermedad, son los únicos que juzgan insípida y
monótona la tranquilidad que sigue a la excitación, en vez de
considerarla agradable en proporción directa con el estimulo que la
precedió. Cuando las gentes medianamente afortunadas en bienes
materiales no encuentran en la vida goces suficientes para hacerla
valiosa, la causa está en que sólo se preocupan de sí mismas. Para
aquellos que no sienten afecto ni por los individuos ni por la
comunidad, los estímulos que ofrece la vida son muy restringidos; en
todo caso, disminuyen cuando se acerca el tiempo en que todos los
intereses egoístas han de cesar por la muerte. En cambio, los que dejan
seres queridos, y, especialmente, los que han cultivado un sentimiento
de simpatía por los intereses colectivos de la humanidad, retienen
frente a la muerte un interés por la vida tan intenso como cuando
poseían el vigor de la juventud y de la salud. Después del egoísmo, la
principal causa de insatisfacción ante la vida es la falta de cultivo
intelectual. Una inteligencia cultivada -no me refiero a la del
filósofo, sino a la de cualquiera que encuentre abiertas las puertas del
conocimiento y haya sido enseñado a ejercer sus facultades de un modo
normal- halla fuentes de inagotable interés en todo lo que le rodea: en
los objetos de la Naturaleza, las obras de arte, las creaciones
poéticas, los acontecimientos de la historia, las costumbres pasadas y
presentes de la humanidad, y sus perspectivas futuras. Realmente, es
posible permanecer indiferente a todo esto, y, además, sin haberlo
consumido en una milésima parte. Pero esto es sólo cuando, desde el
principio, se carece de interés moral o humano por esas cosas, y
únicamente se ha buscado en ellas la satisfacción de la curiosidad.
Ahora bien, no hay en la naturaleza de las cosas razón alguna para que
la herencia de todo ser nacido en un país civilizado no sea cierto grado
de cultura intelectual suficiente para suscitar un interés inteligente
por todos esos objetos de contemplación. Como tampoco hay necesidad
intrínseca de que cualquier ser humano sea un interesado egoísta
apartado de todo sentimiento o cuidado que no se centre en su propia y
miserable individualidad. Aún hoy, es común algo tan superior a esto
como para dar amplia seguridad de lo que puede hacerse con la especie
humana. Aunque en grados desiguales, el afecto por los individuos y un
interés sincero en el bien público, son posibles para todo ser humano
rectamente educado. En un mundo en que hay tanto de interesante, tanto
que gozar, y también tanto que corregir y mejorar, todo el que posea
esta moderada cantidad de moral y de requisitos intelectuales, es capaz
de una existencia que puede llamarse envidiable; a menos que esa
persona, por malas leyes o por sujeción a la voluntad de otros, sea
despojada de la libertad para usar de las fuentes de la facilidad a su
alcance, no dejará de encontrar envidiable esa existencia, si escapa a
las maldades positivas de la vida, a las grandes fuentes de sufrimiento
físico y mental, tales como la indigencia, la enfermedad, la malignidad,
la vileza o la pérdida prematura de los seres queridos. El punto
esencial del problema reside, por tanto, en la lucha contra estas
calamidades. Es una rara fortuna escapar enteramente a ellas; y, tal
como son hoy las cosas, el problema no puede evitarse, ni frecuentemente
mitigarse en proporción considerable. Sin embargo, ninguno cuya opinión
merezca una atención momentánea, puede dudar de que los mayores males
del mundo son de suyo evitables, y si los asuntos humanos siguen
mejorando, quedarán encerrados al final dentro de estrechos límites. La
pobreza, en cualquier sentido que implique sufrimiento, podrá ser
completamente extinguida por la sabiduría de la sociedad, combinada con
el buen sentido y la prudencia de los individuos. Incluso el más
obstinado de los enemigos, la enfermedad, podrá ser reducido
indefinidamente con una buena educación física y moral, y un control
apropiado de las influencias nocivas. Así ha de ser mientras los
progresos de la ciencia ofrezcan para el futuro la promesa de nuevas
conquistas directas contra este detestable enemigo.
Cada avance realizado en esa dirección nos libra no sólo de los
accidentes que interrumpen nuestras propias vidas, sino -lo que es aún
más interesante- de los que nos privan de aquello en que se cifra
nuestra felicidad. En cuanto a las vicisitudes de la fortuna y demás
contrariedades inherentes a las circunstancias del mundo, son
principalmente el efecto de dos graves imprudencias: el desarreglo de
los deseos y las condiciones sociales malas e imperfectas. En resumen,
todas las grandes causas del sufrimiento humano pueden contrarrestarse
considerablemente, y muchas casi enteramente, con el cuidado y el
esfuerzo del hombre. Su eliminación es tristemente lenta; una larga
serie de generaciones perecerá en la brecha antes de que se complete la
conquista y se convierta este mundo en lo que fácilmente podra ser si la
voluntad y el conocimiento no faltan. Sin embargo, todo hombre lo
bastante inteligente y generoso para aportar a la empresa su esfuerzo,
por pequeño e insignificante que sea, obtendrá de la lucha misma un
noble goce que no estará dispuesto a vender por ningún placer egoísta.
Esto lleva a una exacta estimación de lo que dicen nuestros objetantes
sobre la posibilidad, y la obligación de obrar sin ser feliz.
Incuestionablemente, es posible obrar sin ser feliz; lo hace
involuntariamente el noventa por ciento de los hombres, aun en aquellas
partes del mundo que están menos sumidas en la barbarie. Suelen hacerlo
voluntariamente el héroe o el mártir, en aras de algo que aprecian más
que su felicidad personal. Pero este algo ¿qué es, sino la felicidad de
los demás, o alguno de los requisitos de la felicidad? Es noble la
capacidad de renunciar a la propia felicidad o a sus posibilidades;
pero, después de todo, este sacrificio debe hacerse por algún fin. No es
un fin en si mismo; y si se nos dice que su fin no es la felicidad, sino
la virtud, yo pregunto: ¿Qué podría serlo mejor que la felicidad, si el
héroe o el mártir no creyeran que habían de ganar para los otros la
exención de un sacrificio semejante? ¿Se sacrificarían si creyeran que
su renunciamiento a la felicidad personal no produciría más fruto que
legar al prójimo una suerte igual a la suya, dejándolo también en la
situación de la persona que ha renunciado a la felicidad? Se debe toda
clase de honores a aquel que puede renunciar al goce personal de la
vida, cuando con su renunciación contribuye dignamente a aumentar la
felicidad del mundo. Pero el que lo hace, o pretende hacerlo, con otro
fin, no merece más admiración que el asceta que está en el altar. Esta,
quizá sea una alentadora prueba de lo que los hombres pueden hacer;
pero, con toda seguridad, no es un ejemplo de lo que debieran hacer.
Sólo un estado imperfecto del mundo es causa de que el mejor modo de
servir a los demás sea la renunciación a la propia felicidad. Pero
reconozco que mientras el mundo sea imperfecto no podrá encontrarse en
el hombre una virtud más elevada que la disposición a hacer tal
sacrificio. Y, por paradójico que sea, añadiré que la capacidad de obrar
conscientemente sin pretender ser feliz, es el mejor procedimiento para
alcanzar en lo posible la felicidad. Porque nada, excepto esa
conciencia, puede elevar a una persona por encima de las vicisitudes de
la vida, haciéndole sentir que, por adversos que le sean el hado o la
fortuna, no tienen el poder de sojuzgarla. Cuando sabe esto una persona
se libera del exceso de ansiedad que producen los males de la vida y, al
igual que muchos estoicos en los peores tiempos del imperio romano, es
capaz de cultivar con serenidad las fuentes de satisfacción accesibles a
ella, sin que su inseguridad o duración le importen más que su
inevitable fin.
Entretanto, permítase a los utilitaristas que no cesen de reclamar la
moralidad de la abnegación como una propiedad que les pertenecía con
tanto derecho como a los estoicos o a los trascendentalistas. La moral
utilitarista reconoce al ser humano el poder de sacrificar su propio
bien por el bien de los otros. Sólo rehusa admitir que el sacrificio sea
un bien por sí mismo. Un sacrificio que no aumenta ni tiende a aumentar
la suma total de la felicidad, lo considera desperdiciado. La única
renunciación que aplaude es la devoción a la felicidad, o a alguno de
los medios para conseguir la felicidad de los demás: ya de los hombres
considerados colectivamente, ya de los individuos dentro de los límites
impuestos por los intereses colectivos de la humanidad. Debo advertir
una vez más que los detractores del utilitarismo no le hacen la justicia
de reconocer que la felicidad en que se cifra la concepción utilitarista
de una conducta justa, no es la propia felicidad del que obra, sino la
de todos. Porque el utilitarismo exige a cada uno que entre su propia
felicidad y la de los demás, sea un espectador tan estrictamente
imparcial como desinteresado y benevolente. En la norma áurea de Jesús
de Nazaret, leemos todo el espíritu de la ética utilitarista: Haz como
querrías que hicieran contigo y ama a tu prójimo como a ti mismo. En
esto consiste el ideal de perfección de la moral utilitarista. Como
medios para conseguir la más exacta aproximación a este ideal, el
utilitarismo exigiría los siguientes: primero, que las leyes y
disposiciones sociales colocaran la felicidad o (como prácticamente
podemos llamarla) el interés de cada individuo del modo más aproximado,
en armonía con el interés común; segundo, que la educación y la opinión,
que tan vasto poder tienen sobre el carácter humano, usaran su poder
para establecer en la mente de cada individuo una asociación indisoluble
entre su propia felicidad y el bien de todos; especialmente entre su
propia felicidad y la práctica de aquellos modos de conducta, positiva y
negativa, que la consideración de la felicidad universal prescribe. Así,
el individuo no sólo sería incapaz de concebir su felicidad en oposición
con el bien general, sino que uno de los motivos de acción habituales en
él sería el impulso a promover directamente el bien general. Además, los
sentimientos correspondientes ocuparían un lugar preeminente en la
existencia consciente de todo ser humano.
Si los impugnadores de la moral utilitaria la consideraran en este su
verdadero carácter, no sé qué otra recomendación, incluida en otra
moral, podrían echar de menos, qué desarrollo de la naturaleza humana
más bello o más excelso podrian encontrar en cualquier otro sistema
ético, qué motivos de acción inaccesibles al utilitarismo serían en
estos sistemas la base de sus preceptos.
Los detractores del utilitarismo no siempre pueden ser acusados de
presentarlo bajo una apariencia tan desacreditada. Por el contrario, los
que tienen una justa idea de su carácter desinteresado, a veces le
reprochan el que su criterio sea demasiado elevado para la humanidad.
Dicen que es exigir demasiado el que la gente deba obrar siempre con el
fin de promover los intereses generales de la sociedad. Pero esto es
equivocar la verdadera significación de un criterio de moral, y
confundir las normas de las acciones con sus motivos. Es asunto de la
ética decirnos cuáles son nuestros deberes, o con qué método podemos
conocerlos. Pero ningún sistema de ética exige que el único motivo de
cuanto hacemos haya de ser un sentimiento del deber; por el contrario,
el noventa por ciento de nuestros actos se realizan por otros motivos, y
son justos, si las reglas del deber no los condenan. El hacer de esta
falsa interpretación una base de objeción contra el utilitarismo es
tanto más injusto con él, cuanto sus partidarios han ido más lejos que
casi todos los otros moralistas en afirmar que el motivo no tiene nada
que ver con la moralidad de la acción, aunque si con el mérito del
agente. El que salva a otra persona que se ahoga, hace lo que es
moralmente justo, bien sea su motivo el deber, bien la esperanza de ser
pagado por el esfuerzo; el que traiciona al amigo que confía en él, es
culpable de un crimen, aunque su objeto sea servir a otro amigo al cual
esté muy obligado. Pero hablando sólo de los actos cuyo motivo es el
deber y la obediencia directa a los principios, es una falsa
interpretación del modo de pensar utilitarista considerar que implica
que la gente haya de fijar su objetivo en algo tan amplio como el mundo
o la sociedad en general. La inmensa mayoría de las acciones buenas no
se realizan en provecho del mundo, sino de los individuos, de cuyo bien
depende el del mundo. En estas ocasiones, los pensamientos de los
hombres más virtuosos no necesitan ir más allá de las personas
particulares a que se dirigen, excepto para asegurarse de que al
beneficiarlas no están violando el derecho, esto es las esperanzas
legítimas y autorizadas de cualquiera. La multiplicación de la felicidad
es, según la ética utilitaria, el objeto de la virtud; las ocasiones en
que cualquiera (uno entre mil) puede hacer esto en gran escala o, con
otras palabras, puede ser un bienhechor público, no son sino
excepcionales. Sólo en estas ocasiones es cuando está llamado a tomar en
cuenta la utilidad pública; en todos los demás casos, lo único a que ha
de atender es a la utilidad privada, al interés o a la felicidad de unas
pocas personas. Aquellos cuyas acciones influyen sobre la sociedad en
general, son los únicos que necesitan interesarse por un objeto tan
amplio. En los casos de omisión -actos que se prohiben por
consideraciones morales, aunque sus consecuencias pudieran ser benéficas
en un caso particular- sería indigno de un agente inteligente no darse
cuenta de que una acción de esa clase, practicada con generalidad, sería
injuriosa generalmente. Ese es el fundamento de la obligación de
abstenerse de ella. La magnitud del respeto al interés público que este
reconocimiento implica, no es superior a la exigida por cualquier
sistema de moral, porque todos ordenan abstenerse de cualquier cosa que
sea perniciosa para la sociedad.
Las mismas consideraciones conducen a otro reproche contra la doctrina
de la utilidad. Se fundamenta en una interpretación aún más grosera del
objeto de un criterio de moralidad y del verdadero significado de las
palabras justo e injusto. Se afirma, frecuentemente, que el utilitarismo
vuelve fríos e incapaces de simpatía a los hombres; que enfría sus
sentimientos morales hacia los individuos; que sólo les hace atender a
la seca y dura consideración de las consecuencias de la acción, sin
introducir en su estimación moral las cualidades de donde la acción
emana. Si este aserto significa que esos hombres no permiten que sus
juicios sobre la rectitud o maldad de un acto sean influidos por su
opinión de las cualidades de la persona que lo realiza, ésta no es una
queja contra el utilitarismo, sino contra todo criterio de moralidad.
Porque ningún criterio ético conocido decide que una acción sea buena o
mala a causa de que la realice un hombre bueno o malo; y menos aún
porque la realice o no un hombre amable, honrado o benevolente. Estas
consideraciones no son apropiadas a la estimación de los actos, sino de
las personas; y no hay en la doctrina utilitarista nada incongruente con
el hecho de existir en las personas otras cosas interesantes además de
la rectitud o maldad de sus actos. Los mismos estoicos, con el
paradójico abuso del lenguaje que formaba parte de su sistema, por el
cual se esforzaban en elevarse por encima de todo, excepto la virtud,
gustaban de decir que el que lo posee todo, ése y sólo ése, es rico, es
bello, es un rey. Pero la doctrina utilitarista no reivindica nada de
esto a favor del hombre virtuoso. Los utilitaristas son bien conscientes
de que hay otras cualidades y atributos deseables, además de la virtud,
y están perfectamente dispuestos a conceder a todas su valor.
También son conscientes de que una acción justa no revela necesariamente
un carácter virtuoso, y que los actos censurables proceden, con
frecuencia, de cualidades merecedoras de alabanzas. Cuando esto es
manifiesto en cualquier caso particular, modifica la estimación, no del
acto, por cierto, sino del agente. No obstante, concedo que ellos tienen
la opinión de que en una larga carrera la mejor prueba de un buen
carácter son las buenas acciones; y resueltamente se niegan a considerar
como buena cualquier disposición mental cuya tendencia predominante sea
producir una mala conducta. Esto les hace impopulares entre mucha gente;
pero es una impopularidad que deben compartir con todo el que vea de un
modo serio la distinción entre lo justo y lo injusto. Además, no es un
reproche cuya refutación deba inquietar al utilitarista consciente.
Si esta objeción sólo quiere decir que muchos utilitaristas miden
exclusivamente la moralidad de los actos con el criterio utilitario, y
no subrayan suficientemente las otras bellezas del carácter que
contribuyen a hacer amable o admirable al ser humano, esto podría
admitirse. Los utilitaristas que han cultivado los sentimientos morales,
pero no la simpatía o la percepción artística, caen efectivamente en
este error; también lo hacen todos los demás moralistas que se
encuentran en las mismas condiciones. Lo que puede decirse en excusa de
éstos vale también para aquéllos, esto es, que si hubiera de darse algún
error, es mejor que sea éste. De hecho, podemos afirmar que entre los
utilitaristas, lo mismo que entre los partidarios de los demás sistemas,
se dan todos los grados imaginables de rigidez y laxitud en la
aplicación de sus criterios; unos son rigurosamente puritanos, mientras
otros son tan indulgentes como podrían desear el pecador o el
sentimental. Pero, en conjunto, una doctrina que pone en lugar
prominente el interés que tiene la humanidad en reprimir o prevenir toda
conducta que viole la ley moral, no es probable que sea inferior a
ninguna otra en volver las sanciones de la opinión contra tales
violaciones. Verdad que quienes reconocen distintos criterios de
moralidad, no es de esperar que estén de acuerdo sobre la cuestión de
qué es lo que viola la ley moral. Pero las diferencias de opinión sobre
las cuestiones morales no las introdujo por primera vez en el mundo el
utilitarismo. En cambio, esta doctrina proporciona un criterio para
decidir las diferencias que, si no siempre es fácil, es tangible e
inteligible en todos los casos.
Quizá no sea superfluo señalar otros errores comunes en la
interpretación de la ética utilitarista. Algunos tan obvios y groseros
que podría parecer imposible que ninguna persona de honestidad e
inteligencia cayera en ellos. Pero aun las personas con grandes dotes
mentales suelen tomarse muy poca molestia en entender el significado de
cualquier opinión que choque con sus prejuicios. Los hombres son, en
general, tan poco conscientes de que esta voluntaria ignorancia
constituye un defecto, que incluso en las obras concienzudas de las
personas de mayores pretensiones a la honradez y la filosofía,
encontramos los más vulgares errores de interpretación de las doctrinas
éticas. No es raro oír hablar de la doctrina de la utilidad haciendo
caer invectivas sobre ella por atea. Si fuese necesario decir algo
contra una suposición tan simple, diríamos que la cuestión depende de
qué idea se tiene del carácter moral de la Divinidad. Si es verdadera la
creencia de que Dios desea ante todo la felicidad de las criaturas, y
que éste fue el objeto de la creación, el utilitarismo no sólo no es una
doctrina atea, sino que es más profundamente religiosa que ninguna otra.
Si se quiere decir que el utilitarismo no acepta la revelación de la
voluntad de Dios como suprema ley de la moral, contesto que un
utilitarista que crea en la perfecta sabiduría y bondad de Dios, creerá
necesariamente que todo lo que Dios haya considerado oportuno revelar
con relación a la moral, cumplirá en sumo grado las exigencias del
utilitarismo.
Pero, además de los utilitaristas, otros han tenido la
opinión de que la revelación cristiana se dirigió, y se encamina, a
informar a los corazones y las mentes de los hombres con un espíritu
capaz de hacerles buscar por sí mismos lo que es justo y de inclinarlos
a hacerlo cuando lo encuentran, más bien que a decirles, a no ser de un
modo muy general, lo que es. Necesitamos una doctrina ética
cuidadosamente observada para que ella nos interprete la voluntad de
Dios. Si esta opinión es correcta o no, es superfluo discutirlo aquí.
Puesto que cualquier cosa que concuerde con la religión, natural o
revelada, puede ser objeto de investigaciones éticas, resulta tan
accesible al moralista utilitarista como a cualquier otro. Puede usar de
ella como testimonio de Dios a la utilidad o nocividad de cualquier acto
dado, con el mismo derecho que otros la usan como señal de una ley
trascendente que no tiene relación con la utilidad o con la felicidad.
Además, se estigmatiza sumariamente al utilitarismo como doctrina
inmoral, dándole el nombre de conveniencia y aprovechando la ventaja de
que el uso popular de este término lo opone a la justicia. Pero la
conveniencia, en el sentido en que se opone a la justicia, indica
generalmente lo que es conveniente para el interés particular del agente
mismo; como cuando un ministro sacrifica los intereses de su país para
mantenerse en su cargo. Cuando significa algo mejor que esto, indica lo
que es conveniente para algún objeto inmediato o algún fin momentáneo,
pero que viola una regla cuya observación es conveniente en un grado más
elevado. En este sentido, la conveniencia, en vez de ser una misma cosa
con la utilidad, es una rama de lo dañino. Así, sería a menudo
conveniente decir una mentira para superar un obstáculo o para conseguir
inmediatamente algún fin útil para nosotros o para los demás, Pero el
cultivo de un sentimiento agudo de la veracidad es una de las cosas más
útiles a que puede servir nuestra conducta, y el debilitamiento de ese
sentimiento es una de las más perjudiciales.
Cualquier desviación,
incluso involuntaria, de la verdad, tiene gran influencia, sobre el
debilitamiento de nuestra confianza en la veracidad de los asertos
humanos, confianza que no sólo es el soporte de todo el bienestar social
presente, sino que su insuficiencia influye más que ninguna otra cosa en
lo que puede llamarse retraso de la civilización, de la virtud y de todo
lo que es el fundamento de la felicidad humana. Por ello, sentimos que
la violación de la regla de conveniencia trascendente para conseguir una
ventaja inmediata no es conveniente. El que, por su conveniencia
personal o la de algún otro, hace lo que de él depende por privar a la
humanidad de un bien e infligirle un mal que dependen, más o menos, de
la mutua confianza que los hombres ponen en sus palabras, obra como uno
de sus peores enemigos. Sin embargo, todos los moralistas reconocen que
esa regla, aun siendo sagrada, admite posibles excepciones. Las
principales se dan cuando la omisión de algún hecho (como delatar a un
malhechor o dar malas noticias a una persona gravemente enferma)
salvaría a un individuo (especialmente a un individuo que no sea uno
mismo) de una desgracia grande e inmerecida, y cuando la omisión sólo
puede lograrse con una negación. Mas para que una excepción tenga el
menor efecto posible sobre la confianza en la veracidad, y no se
extienda más allá de lo necesario, debería reconocerse y definir sus
límites, si fuera posible. Y si el principio de utilidad es bueno para
algo, debe ser bueno para aquilatar esas utilidades que chocan entre sí,
y señalar la zona en que cada una prepondera.
Los defensores de la utilidad se sienten llamados con frecuencia a
replicar objeciones tales como ésta de que antes de la acción no hay
tiempo para calcular o sopesar los efectos de una línea de conducta
sobre la felicidad general. Es exactamente como si se dijera que es
imposible guiar nuestra conducta sobre la felicidad general. Es
exactamente como si se dijera que es imposible guiar nuestra conducta
por el cristianismo a causa de que, en cada ocasión en que debe hacerse
algo, no hay tiempo para leerse el Antiguo y el Nuevo Testamento. La
respuesta a esta objeción es que ha habido un amplio tiempo, a saber;
todo el pasado de la especie humana. Durante todo ese tiempo, el género
humano ha estado aprendiendo por experiencia las tendencias de las
acciones.
Toda la prudencia, lo mismo que toda la moralidad de la vida,
dependen de esa experiencia. La gente habla como si el comienzo del
curso de la experiencia hubiera sido diferido hasta el momento presente,
y como si el momento en que algún hombre siente la tentación de
intervenir en la propiedad o en la vida de otro, fuera la primera vez en
que se ha de considerar si el asesinato o el robo son perjudiciales a la
felicidad humana. Yo ni siquiera creo que ese hombre encontraría la
cuestión muy enigmática; pero de todas formas el asunto está entonces en
sus manos.
Es verdaderamente extravagante suponer que, si el género
humano hubiera convenido en considerar que la utilidad es la mejor
prueba de la moralidad, no habría llegado a un acuerdo sobre qué es
útil, y no habría tomado medidas para enseñar al joven sus nociones
sobre el asunto, y robustecerlas con la ley y la opinión. No hay
dificultad en probar que todo sistema ético es defectuoso si suponemos
que lleva aparejada la idiotez universal; pero si no es ése el caso, el
género humano debe haber adquirido ya creencias positivas concernientes
a los efectos que algunos actos tienen sobre la felicidad. Las creencias
que así se han decantado constituyen las reglas de moralidad de la
multitud, y también del filósofo, mientras éste no haya conseguido
encontrarlas mejores. Yo admito, o mejor, mantengo seriamente que los
filósofos podrían hacerlo con facilidad, incluso en la actualidad; que
nuestro código moral no es en absoluto de derecho divino, que la
humanidad todavia tiene mucho que aprender respecto de los efectos de
los actos sobre la felicidad.
Los corolarios del principio de utilidad,
como los preceptos de todo arte práctico, admiten un perfeccionamiento
indefinido y, dada la índole progresiva de la mente humana, su
mejoramiento sigue adelante constantemente. Pero una cosa es considerar
que las reglas de moralidad son mejorables, y otra pasar por alto
enteramente las generalizaciones intermedias, y pretender probar
directamente cada acto individual por medio del primer principio. Es una
idea extraña la de que el reconocimiento de un primer principio es
incompatible con la de los principios secundarios. Informar a un viajero
sobre la situación de su destino final no es prohibirle que utilice las
señales y postes indicadores del camino. La proposición de que la
felicidad es el fin y el objetivo de la moralidad no significa que no
deba trazarse un camino hacia esta meta, o que a las personas que allá
van no se les pueda aconsejar que tomen una dirección mejor que otra.
Verdaderamente, los hombres deberían cesar de decir sobre este asunto
absurdos que no querrían decir ni oir con respecto a otras cuestiones de
interés práctico. Nadie pretende que el arte de la navegación no se base
en la astronomía, por el hecho de que los marinos no pueden entretenerse
en calcular el almanaque náutico. Siendo criaturas racionales se hacen a
la mar con el almanaque ya calculado; y todas las criaturas racionales
salen al mar de la vida con una opinión formada sobre lo que es justo e
injusto, lo mismo que sobre cosas mucho más difíciles que son cuestión
de sabiduría o locura. Y es de suponer que sigan haciéndolo en tanto la
previsión sea una cualidad humana. Cualquiera que sea el principio
fundamental de moralidad que adoptemos, necesitamos para su aplicación
principios subordinados. Puesto que la imposibilidad de obrar sin éstos
es común a todos los sistemas, no puedo proporcionar argumentos contra
ninguno en particular. Pero razonar gravemente como si tales principios
secundarios no pudieran existir, y como si la humanidad hubiera
permanecido hasta ahora, y hubiera de permanecer siempre, sin extraer
consecuencias generales de las experiencias de la vida humana, creo que
es el absurdo más grande a que se ha llegado nunca en las controversias
filosóficas.
El resto de la serie de argumentos contra el utilitarismo consiste
principalmente en poner a su cuenta las debilidades comunes de la
naturaleza humana y las dificultades generales que estorban a las
personas conscientes en el trazado de su camino por la vida. Se nos dice
que un utilitarista podrá hacer de su caso particular una excepción de
las reglas morales, y que bajo la tentación verá más utilidad en el
quebrantamiento de una regla que en su observación. Pero, ¿es el
utilitarismo el único credo capaz de proporcionarnos excusas para obrar
mal, y medios para engañar la propia conciencia? Los proporcionan en
abundancia en todas las doctrinas que reconocen la existencia de
conflictos morales. Esto lo reconocen todas las doctrinas que han sido
aceptadas por personas sanas. No es defecto de ningún credo, sino de la
complicada naturaleza de los asuntos humanos, el que la conducta no
pueda ser conformada de manera que no exija excepciones, y el que apenas
ninguna clase de acción pueda ser establecida firmemente como
obligatoria siempre o condenable siempre. No hay ningún credo ético que
no atempere la rigidez de sus leyes, dándoles cierta amplitud que, bajo
la responsabilidad moral del agente, las acomode a las peculiaridades de
las circunstancias. Y por la abertura así hecha, entran en todos los
credos el engaño de uno mismo y la casuística deshonesta. No existe
ningún sistema de moral en que no surjan casos inequívocos de
obligaciones encontradas.
Estas son las verdaderas dificultades, los
puntos intrincados de la teoría de la ética y de la guía consciente de
la conducta personal. Son superables, practicamente con mayor o menor
éxito, según el entendimiento y las virtudes del individuo; pero
difícilmente puede pretenderse que ninguno sea el menos calificado para
tratar de ellos, porque posea un criterio último al cual puedan ser
referidos todos los deberes y derechos encontrados. Si la utilidad es la
última fuente de la obligación moral, la utilidad puede ser invocada
para decidir entre aquéllos cuando sus demandas son incompatibles.
Aunque sea un criterio de difícil aplicación, es mejor que nada en
absoluto. En cambio, en otros sistemas, todas las leyes morales invocan
una autoridad independiente, y no hay ningún imperativo común para
mediar entre ellas. Sus pretensiones a la precedencia sobre las demás
descansan poco menos que en la sofistería y, a menos que sean
determinadas, como generalmente lo son, por la influencia no reconocida
de consideraciones utilitarias, dan carta blanca a la intervención de
deseos personales y parcialidades. Debemos recordar que sólo en los
casos de conflicto entre los principios secundarios es cuando se
requiere apelar a los primeros principios. No hay ningún caso de
obligación moral que no implique algún principio secundario; y si se
trata de uno solo, apenas pueden caber dudas reales de cuál es en la
mente de la persona que reconoce dicho principio.
Notas
(1) El autor de este ensayo tiene razones para creer que él fue la
primera persona que puso en uso la palabra utilitario. No la inventó,
sino que la adoptó tomándola de una expresión incidental de Annals of
the Parish de Mr. Galt. Después de usarla como una designación durante
algunos años, él y otros la abandonaron por un creciente desagrado hacia
todo lo que se pareciese a contraseña o insignia de una opinión
sectaria. Pero, como nombre de una simple opinión, no de un conjunto de
opiniones -para designar el reconocimiento de utilidad como criterio, no
un modo particular de aplicarlo- el término responde a una necesidad del
lenguaje y, en muchos casos, ofrece un modo conveniente de evitar rodeos
fatigosos.
CAPÍTULO III
De la última sanción del principio de utilidad
Con relación a cualquier criterio moral, suelen hacerse justificadamente
las siguientes preguntas: ¿Cuál es su sanción?, ¿cuáles son los motivos
para obedecerlo?, o, más concretamente, ¿cuál es la fuente de su
obligación?, ¿de dónde se deriva su fuerza obligatoria? Es parte
esencial de una filosofía moral proporcionar la respuesta a esta
cuestión, que, aunque frecuentemente asume el aspecto de una objeción a
la moral utilitaria, como si tuviera una aplicabilidad especial a las
otras, surge en realidad con relación a todos los criterios. Surge, en
efecto, siempre que una persona es llamada a adoptar un criterio, o a
reducir la moralidad a una base sobre la cual no esté acostumbrada a
apoyarla. Porque la moralidad de las costumbres, consagrada por la
educación y la opinión, es la única que se presenta ante la mente con la
sensación de ser obligatoria en sí misma. Y cuando se pide a una persona
que crea que la moralidad deriva su obligación de algún principio
general que las costumbres no han rodeado con el mismo halo, el aserto
le parece paradójico; los supuestos corolarios parecen tener más fuerza
obligatoria que el teorema original; la superestructura parece
mantenerse mejor sin lo que se presenta como fundamento suyo que con él.
Esa persona se dice: yo siento que estoy obligado a no robar, ni matar,
a no traicionar ni engañar; pero ¿por qué estoy obligado a promover la
felicidad general? Si mi propia felicidad consiste en otra cosa, ¿por
qué no le voy a dar la preferencia?
Si la interpretación de la naturaleza del sentido moral adoptada por la
filosofía utilitarista es correcta, esta dificultad se presentará
siempre hasta que las influencias que conforman el carácter moral hayan
encontrado en el principio el mismo asidero que han encontrado en
algunas de sus consecuencias. Hasta que con el mejoramiento de la
educación el sentimiento de nuestra unión con el prójimo arraigue (lo
cual no se negará fue la intención de Cristo) tan profundamente en
nuestro carácter y en nuestra conciencia, que es parte de nuestra
naturaleza, como el horror al crimen está enraizado ordinariamente en
todo joven bien educado.
Entretanto, la dificultad no afecta particularmente al principio de
utilidad, sino que es inherente a todo intento de analizar la moralidad
y reducirla a principios. Lo cual, a menos que el principio se encuentre
ya en la mente investido de un carácter tan sagrado como cualquiera de
sus aplicaciones, siempre parece desposeer a éstas de una parte de su
santidad.
El principio de utilidad posee todas las sanciones que pertenecen a
cualquier otro sistema de moral, o no hay ninguna razón para que no las
posea. Esas sanciones son internas o externas. De las externas no es
necesario hablar con extensión. Son la esperanza del favor y el temor al
disgusto de nuestro prójimo o del Legislador del Universo, además de
cualquier simpatía o afecto hacia aquél, o de amor y respeto hacia Este,
que nos inclinan a hacer su voluntad independientemente de las
consecuencias personales de nuestra conducta. Evidentemente, no hay
razón para que todos esos motivos no nos liguen a la moral utilitaria
tan completa y tan fuertemente como a cualquier otra. En realidad, todos
los que los refieren al prójimo están seguros de hacerlo en proporción
al total de la inteligencia general porque, haya o no una base de
obligación moral distinta de la felicidad, los hombres desean la
felicidad, y, por imperfecta que sea su propia conducta, desean y alaban
que los otros observen hacia ellos mismos la clase de conducta por la
cual creen que se promueve la felicidad.
En cuanto a los motivos
religiosos, si los hombres creen en la bondad de Dios, como la mayoría
declara, los que piensan que la tendencia a la felicidad general es la
esencia, o aun sólo el criterio, de lo bueno, deben creer que es también
lo que Dios aprueba. Por tanto, toda la fuerza de los premios y castigos
externos, sean físicos o morales, y procedan de Dios o del prójimo, se
combina con toda la devoción desinteresada hacia Dios o el prójimo de
que es capaz la naturaleza humana. Esto refuerza la moral utilitarista,
proporcionalmente al grado de reconocimiento que a dicha moral se
concede. Cuanto mayor sea este reconocimiento, más tenderán hacia su fin
las aplicaciones de la educación y de la cultura general.
Así, en lo que se refiere a las sanciones externas.
La sanción interna
del deber, cualquiera que sea el criterio del deber, es una y la misma:
un sentimiento de nuestra propia conciencia, un dolor más o menos
intenso ajeno a la violación del deber, que surge en las naturalezas con
educación moral apropiada y, en los casos más serios, les hace
retroceder como ante una imposibilidad. Este sentimiento, cuando es
desinteresado y se vincula a la idea del puro deber, no a alguna de sus
formas particulares, o a cualquier circunstancia meramente accesoria,
constituye la esencia de la conciencia. Sin embargo, en ese complejo
fenómeno, tal como efectivamente se da, el hecho simple se encuentra
ligado generalmente a asociaciones colaterales derivadas de la simpatía,
del amor o, aun mejor, del miedo; de toda clase de sentimientos
religiosos; de los recuerdos de la infancia y de toda nuestra vida
pasada; de la propia estimación, del deseo de ser estimado por los
demás, y en ocasiones, incluso de la humildad. Pienso que esta extremada
complicación es el origen de ese carácter místico que se atribuye a la
idea de obligación moral, debido a una tendencia de la mente humana, de
la cual tenemos otros muchos ejemplos, y que induce a la gente a creer
que, por una supuesta ley misteriosa, la idea de obligación moral se
vincula únicamente a aquellos objetos que en nuestra experiencia actual
aparecen excitándola. Sin embargo, su fuerza obligatoria consiste en la
existencia de una masa de sentimientos que tienen que ser rotos para
poder hacer lo que viola nuestro criterio del derecho, y que si, a pesar
de todo, se rompen, probablemente reaparecerán después bajo la forma del
remordimiento. Sea cual fuere nuestra teoría sobre la naturaleza en
origen de la conciencia, en esto es en lo que consiste esencialmente.
Por tanto, si la última sanción de toda moralidad es (aparte de los
motivos externos) un sentimiento subjetivo de la mente, no veo que la
cuestión de cuál sea la sanción de un criterio particular resulte
embarazosa para aquellos cuyo criterio es la utilidad. Igual que con
todos los demás criterios pueden contestar que la sanción está en los
sentimientos conscientes de la humanidad. Indudablemente, la sanción no
tiene eficacia para obligar a los que no poseen los sentimientos a que
ella apela; pero esas personas tampoco serán más obedientes a otro
principio moral distinto del utilitarista. Para ellos, toda cíase de
moralidad se basa en las sanciones externas. Mientras tanto, la
existencia de ésos sentimientos, y la extraordinaria fuerza con que
obran sobre aquellos en quienes han sido debidamente cultivados,
constituye un hecho de la naturaleza humana atestiguado por la
experiencia. Nunca se ha mostrado la razón de que no puedan cultivarse
en conexión con el utilitarismo, con tanta intensidad como con cualquier
otro sistema moral.
Ya sé que existe una disposición a creer que la persona que ve en la
obligación moral un hecho trascendente, una realidad objetiva
perteneciente a la región de las cosas en sí, probablemente la obedecerá
más que el que la considera totalmente subjetiva y sin otra sede que la
conciencia. Pero, sea cual fuere la opinión de la persona sobre esta
cuestión de la ontología, es el propio sentimiento subjetivo el que da
la fuerza, y ésta debe medirse por el poder de aquél. Nadie cree con más
fuerza en la realidad objetiva del deber que en la de Dios; sin embargo,
la creencia en Dios, aparte de la esperanza de un premio y un castigo
efectivos, sólo obra sobre la conducta a causa del sentimiento religioso
subjetivo, y en proporción a él. La sanción, en tanto sea desinteresada,
está siempre en la mente misma. Por tanto, el pensamiento de la moral
trascendente debe ser: que la sanción no existirá en la mente mientras
no se crea que tiene sus raíces fuera de la mente; y que, si una persona
pudiera decirse a sí misma: Esto que me refrena y que yo llamo mi
conciencia, es sólo un sentimiento de mi espíritu, extraería la
conclusión de que, cuando el sentimiento cesara, cesaría la obligación,
y que si el sentimiento no conviniera, podría pasarlo por alto e
intentar desembarazarme de él. Pero este peligro ¿será confinado en la
moral utilitarista? La creencia de que la obligación moral tiene su sede
fuera de la mente, ¿hace que el sentimiento sea demasiado fuerte para
poder desembarazarse de él? La realidad es tan distinta, que todos los
moralistas admiten y deploran la facilidad con que puede ser silenciada
o sofocada la conciencia en la generalidad de las mentes. La cuestión:
¿Es necesario que obedezca a mi conciencia?, suelen planteársela tan
repetidamenae las personas que nunca han oido hablar del principio de
utilidad, como las adictas a él. Aquellos cuyo sentimiento de la
conciencia es tan débil como para permitirles formularse esta pregunta,
no obedecen, aunque se contesten afirmativamente, y, si lo hacen, no es
por su creencia en la teoría trascendente, sino a causa de las sanciones
externas.
Para nuestro propósito, no es necesario decidir si el sentimiento del
deber es innato o adquirido. Si se supone que es innato, queda planteada
la cuestión de cuál es su objeto natural. Porque los que sostienen esa
teoría no están de acuerdo en que la aprehensión intuitiva recaiga sobre
los principios de la moralidad y no sobre sus detalles. Si ha de haber
algo innato en esa materia, no veo razón para que no exista un
sentimierito innato relativo a los placeres y dolores de los demás. Si
hubiera algún principio de moral intuitivamente obligatorio, yo diría
que es ése. Entonces, la ética intuitiva coincidiría con la utilitaria y
no habría más disputas entre ellas. Pero, aun habiéndolas; si los
moralistas intuitivos creen que hay otras obligaciones morales, también
creen que ésa es una de ellas. En efecto, sostienen unánimemente que una
gran parte de la moralidad versa sobre las consideraciones debidas a los
intereses del prójimo. Por tanto, si la creencia en el origen
trascendente de la obligación moral da alguna eficacia adicional a la
sanción interna, me parece que el principio utilitarista puede
beneficiarse de ella.
Por otro lado, si, como es mi propia creencia, los sentimientos morales
no son innatos, sino adquiridos, no por esa razón son menos naturales.
Es natural en el hombre hablar, razonar, construir ciudades y cultivar
la tierra, aunque éstas sean facultades adquiridas. Los sentimientos no
son, en verdad, una parte de nuestra naturaleza, en el sentido de estar
presentes de un modo perceptible en todos nosotros. Pero esto,
desgraciadamente, es un hecho admitido por todos los que creen más
acérrimamente en su origen trascendente. Como las otras capacidades
naturales ya citadas, la facultad moral, si no es una parte de nuestra
naturaleza, constituye una consecuencia de ella. Como aquéllas, es
capaz, hasta cierto punto, de brotar espontáneamente, y es susceptible
de ser cultivada hasta un alto grado de desarrollo. Desgraciadamente,
con un uso suficiente de las sanciones externas y de la fuerza de las
primeras impresiones, también es susceptible de desarrollo en cualquier
otra dirección. Así, apenas hay cosa, por absurda o perversa que sea, a
la que, por medio de todas esas influencias, no pueda hacérsela obrar
sobre la mente con toda la autoridad de la conciencia. Dudar de que con
idénticos medios se podría dar ese mismo poder al principio de utilidad,
aunque no tuviera su fundamento en la naturaleza humana, sería cerrar
los ojos a toda experiencia.
Pero las asociaciones morales, que son una creación totalmente
artificial, al progresar la cultura intelectual, ceden gradualmente a la
fuerza disolvente del análisis; y si el sentimiento del deber pareciera
igualmente arbitrario al asociarse con la utilidad, si no hubiera en
nuestra naturaleza una parte directora, una poderosa clase de
sentimientos, que armonizara con esa asociación, que nos hiciera
considerarla congénita y nos inclinara no sólo a fomentarla en los otros
(para lo cual tenemos abundantes motivos de interés), sino a
desarrollarla también en nosotros mismos; si no hubiera, en suma, una
base natural de sentimientos para la moralidad utilitaria, podría
ocurrir más bien que esa asociación se disolviera también, aun después
de haber sido implantada por la educación.
Pero esa poderosa base natural de sentimientos existe; y, una vez
reconocido el principio de la felicidad general como criterio moral,
constituirá la fortaleza de la moralidad utiIitaria. Este firme
fundamento es el de los sentimientos sociales de la humanidad; el deseo
de la unión con el prójimo, que ya es un poderoso principio de la
naturaleza humana, y, afortunadamente, uno de los que tienden a
robustecerse, incluso sin ser inculcado expresamente, sólo por la
influencia de los progresos de la civilización. La condición social es
así tan natural, tan necesaria y tan habitual para el hombre, que,
excepto en circunstancias inusitadas, y por obra de una abstracción
voluntaria, nunca puede pensar en sí mismo más que como miembro de un
cuerpo; y esta asociación se afianza cada vez más, a medida que la
humanidad se separa del estado de independencia salvaje. Por tanto,
cualquier condición que sea esencial al estado social, se convierte en
una parte cada vez más inseparable de la concepción que tiene toda
persona del estado de cosas en que ha nacido y de los destinos del ser
humano. Ahora bien, es manifiestamente imposible toda sociedad entre
seres humanos -a no ser entre señores y esclavos- que no asiente el pie
en la base de que deben consultarse igualmente los intereses de todos.
Y puesto que, en cualquier estado de la civilización, toda persona,
excepto el monarca absoluto, tiene sus iguales, todo el mundo está
obligado a vivir con alguien en esos términos. Así, en todas las edades,
se realiza algún avance hacia un estado en que sea imposible vivir
permanentemente con alguien de un modo distinto. De esta manera, las
personas se hacen cada vez más incapaces de concebir un estado de total
desatención hacia los intereses de los demás. Se encuentran en la
necesidad de imaginarse a salvo de las mayores injurias y (aunque sólo
sea para su propia protección) de vivir en un estado de constante
protesta contra ellas. También están familiarizados con el hecho de
cooperar con los demás y proponerse a sí mismos un interés colectivo, no
individual, como objetivo (al menos temporal) de sus acciones. En tanto
están cooperando, sus fines se identifican con los de los demás; hay un
sentimiento, al menos temporal, de que los intereses de los demás son
sus propios intereses.
El fortalecimiento de los lazos sociales y el
crecimiento saludable de la sociedad, no sólo dan a cada individuo un
interés personal más fuerte en considerar prácticamente el bienestar de
los demás, sino que también le inclinan a identificar cada vez más sus
sentimientos con el bien de aquéllos, o, al menos, con una creciente
consideración práctica de ese bien. Como si fuera instintivamente, el
hombre llega a tener consciencia de sí mismo como un ser que por
supuesto concede atención a los otros. El bien de los demás se convierte
para él en una cosa a la cual hay que atender natural y necesariamente,
lo mismo que a cualquiera de las condiciones físicas de nuestra
existencia. Ahora bien, cualquiera que sea la magnitud de este
sentimiento en un hombre, se ve instado a demostrarlo por los motivos
más fuertes del interés y de la simpatía y a acrecentarlo en los demás
con todas sus fuerzas. Incluso, si él mismo no los tiene, se interesa,
tanto como cualquier otro, en que los tengan los demás.
Consiguientemente, los más pequeños gérmenes del sentimiento echan
raíces y se alimentan con el contagio de la simpatía y las influencias
de la educación; y un completo entramado de asociaciones corroborativas
se teje a su alrededor por la acción poderosa de las sanciones externas.
Este modo de concebirnos a nosotros mismos y a la vida se ve cada vez
más natural, según avanza la civilización. Se consigue a cada paso que
se da en las mejoras políticas, eliminando las fuentes de oposición al
interés y nivelando las desigualdades que los privilegios de la ley han
establecido entre los individuos o las clases, debido a que hay grandes
sectores de la humanidad cuya felicidad todavía se pasa por alto en la
práctica. En un estado progresivo de la mente humana, crecen
continuamente las influencias que tienden a engendrar en cada individuo
un sentimiento de unidad con todo el resto Sentimiento que, si fuera
perfecto, haría que nunca pensara o deseara para sí mismo ninguna
condición benéfica que no incluyera el beneficio de los otros. Ahora
bien, si suponemos que este sentimiento de unidad es enseñado como una
religión y, como ocurrió en otro tiempo con ésta, se dirige toda la
fuerza de la educación, de las instituciones y de la opinión a hacer que
cada persona crezca, desde la infancia, rodeada por todos lados de la
profesión y práctica de dicho sentimiento, creo yo que nadie que pueda
comprender esta concepción tendrá ningún recelo sobre la suficiencia de
la sanción última de la moral de la felicidad.
A cualquier estudiante de
ética, que encuentre difícil la realización, le recomiendo, como medio
de facilitarla, la segunda de las dos obras principales de M. Comte,
Traité de Politique Positive. Mantengo las más fuertes objeciones contra
el sistema de política y moral propuesto en este tratado; pero creo que
ha demostrado sobradamente la posibilidad de dar al servicio de la
humanidad, aun sin ayuda de la creencia en la providencia, el poder
psicológico y la eficacia social de una religión, haciéndola arraigar en
la vida humana, y colorear todos los pensamientos, sentimientos y actos
de manera que la mayor influencia ejercida por cualquiera de las
religiones no sea sino una muestra y presentimiento de él. Su mayor
peligro no es que sea insuficiente, sino que se interfiera, tan
indebidamente como la religión, con la libertad y la individualidad
humanas.
Tampoco es necesario que el sentimiento que constituye la fuerza
obligatoria de la moral utilitarista en aquellos que la reconocen quede
a la espera de las influencias sociales que lo extenderían a toda la
humanidad. En el estado relativamente primitivo del progreso humano en
que vivimos actualmente, una persona no puede sentir de verdad esa
integridad de la simpatía hacia los otros que haría imposible toda
discordancia real en la dirección general de su conducta a través de la
vida. Pero una persona, cuyos sentimientos sociales estén desarrollados
de algún modo, ya no puede inclinarse a pensar en sus semejantes como
rivales que luchan contra ella por los medios de alcanzar la felicidad,
y a quienes desearía ver fracasar en sus propósitos, para así conseguir
ella los suyos. Incluso hoy en día, la concepción profundamente
arraigada que tiene todo individuo acerca de sí mismo como ser social,
tiende a hacerle sentir como una de sus necesidades naturales, la
armonía entre sus sentimientos y objetivos y los de su prójimo. Si las
diferencias de opinión y cultura espiritual le hacen imposible compartir
muchos de los sentimientos actuales del prójimo -quizás le hacen
condenar y despreciar esos sentimientos- todavía necesita darse cuenta
de que su objetivo real y el del prójimo no están en conflicto, que él
no se opone realmente a lo que el otro desea, a saber, su propio bien,
sino que, por el contrario, lo favorece.
En la mayoría de los individuos,
este sentimiento es mucho menos poderoso que el sentimiento egoísta, y
frecuentemente necesita de él. Mas, para aquellos que lo poseen, tiene
todos los caracteres de un sentimiento natural. No aparece, ante su
mente, como una superstición de la educación o una ley impuesta
despóticamente por el poder de la sociedad, sino como un atributo de que
no querrían carecer. Esta convicción es la sanción última de la moral de
la mayor felicidad. Es la que hace que todo espíritu de sentimientos
bien desarrollados obre a favor y no en contra de los motivos externos
que nos obligan a cuidar de los demás, a causa de lo que hemos llamado
sanciones externas. Cuando éstas faltan o actúan en sentido opuesto,
esta convicción constituye, por sí sola, una fuerza obligatoria interna,
cuyo poder está en relación con la sensibilidad e inteligencia del
carácter. En efecto, pocos cuyo espíritu dé cabida a la moral,
consentirían en pasar su vida sin conceder atención a los demás, excepto
en lo que obligase a sus intereses personales.
CAPÍTULO IV
De qué clase de prueba es susceptible el principio de utilidad
Ya se ha hecho notar que las cuestiones relativas a los últimos fines,
no admiten pruebas, en la acepción ordinaria de la palabra. El no ser
susceptibles de prueba por medio del razonamiento es común a todos los
primeros principios, tanto cuando son primeras premisas del conocimiento,
como cuando lo son de la conducta. Mas los primeros, como son cuestiones
de hecho, pueden ser objeto de recurso a las facultades que juzgan los
hechos: es decir, los sentidos y la conciencia interna. ¿Puede apelarse
a las mismas facultades, cuando la cuestión que se plantea es la de los
fines prácticos? O ¿con qué otra facultad puede adquirirse un
conocimiento de ellos?
Con otras paiabras, preguntarse por los fines es preguntarse qué cosas
son deseables. La doctrina utilitarista establece que la felicidad es
deseable, y que es la única cosa deseable como fin; todas las otras
cosas son deseables sólo como medios para ese fin. ¿Qué debería exigirse
a esta doctrina -con qué requisitos debería cumplir- para justificar su
pretensión de ser creída?
La única prueba posible de que un objeto es visible, es que la gente lo
vea efectivamente. La única prueba de que un sonido es audible, es que
la gente lo oiga. Y Io mismo ocurre con las otras fuentes de la
experiencia. De la misma manera, supongo yo, la única evidencia que
puede alegarse para mostrar que una cosa es deseable, es que la gente la
desee de hecho. Si el fin que la doctrina utilitarista se propone no
fuese reconocido como un fin, teórica y prácticamente, nada podría
convencer de ello a una persona. No puede darse ninguna razón de que la
felicidad es deseable, a no ser que cada persona desee su propia
felicidad en lo que ésta tenga de alcanzable, según ella. Ahora bien,
siendo esto un hecho, no sólo tenemos la prueba adecuada de que la
felicidad es un bien, sino todo lo que es posible exigirle: que la
felicidad de cada persona es un bien para esa persona, y que, por tanto,
la felicidad es un bien para el conjunto de todas las personas. La
felicidad ha demostrado su pretensión de ser uno de los fines de
conducta y, por consiguiente, uno de los criterios de la moral.
Pero con esto todavía no se ha probado que sea el único criterio. Para
ello, parece necesario, según la norma anterior, mostrar que la gente no
sólo desea la felicidad, sino que nunca desea otra cosa. Ahora bien, es
evidente que la gente desea cosas que, según el lenguaje ordinario, son
decididamente distintas de la felicidad. Desean, por ejemplo, la virtud,
y la ausencia de vicio, no menos realmente que el placer y la ausencia
de dolor. El deseo de la virtud no es un hecho tan universal, pero sí
tan auténtico como el deseo de la felicidad. De aquí infieren los
adversarios del utilitarismo su derecho a juzgar que hay otros fines
para la acción humana distintos de la felicidad, y que la felicidad no
es el criterio de aprobación o desaprobación.
Pero el utilitarismo, ¿niega que la gente desee la virtud?; o ¿sostiene
que la virtud no es una cosa deseable? Todo lo contrario. No sólo
sostiene que la virtud ha de ser deseada, sino que ha de ser deseada
desinteresadamente, por sí misma. No importa cuál sea la opinión de los
moralistas utilitaristas sobre las condiciones originales que hacen que
la virtud sea virtud; pueden creer (y así lo hacen) que las acciones y
disposiciones son virtuosas sólo porque promueven otro fin que la
virtud; sin embargo, habiendo supuesto esto, y habiendo decidido, por
consideraciones de esta clase, qué es virtud, no sólo colocan la virtud
a la cabeza de las cosas buenas como medios pata llegar al último fin,
sino que reconocen también como un hecho psicológico la posibilidad de
que sea para el individuo un fin en sí mismo, sin consideración de
ningún fin ulterior. Sostienen también que el estado del espíritu no es
recto, ni puede subordinarse a la utilidad, ni conduce a la felicidad
general, a no ser que se ame a la virtud de esta manera -como una cosa
deseable en sí misma-, aun cuando en el caso individual no produzca las
demás consecuencias deseables que tiende a producir, y por las cuales se
conoce que es virtud. Esta opinión no se separa lo más mínimo del
principio de la felicidad. Los ingredientes de la felicidad son varios;
cada uno de ellos es deseable por sí mismo, y no solamente cuando se le
considera unido al todo. El principio de utilidad no pretende que un
placer dado -como, por ejemplo, la música-, o que la exención de un
dolor dado -como, por ejemplo, la salud-, hayan de considerarse como
medios para algo colectivo que se llama felicidad, y hayan de ser
deseados sólo por eso. Son deseados y deseables por sí mismos; además de
ser medios, forman parte del fin. La virtud, según la doctrina
utilitaria, no es natural y originariamente una parte del fin: pero
puede llegar a serIo. Así ocurre con aquellos que la aman
desinteresadamente. La desean y la quieren, no como un medio para la
felicidad, sino como una parte de la felicidad.
Para aclarar esto último, podemos recordar que la virtud no es la única
cosa que, siendo originalmente un medio, sería y seguiría siendo
indiferente, si no se asociara como medio a otra cosa, pero que,
asociada como medio a ella, llega a ser deseada por sí misma y, además,
con la más extremada intensidad. ¿Qué diremos, por ejemplo, del amoral
dinero? Originariamente, no hay en el dinero más que un montón de guijas
brillantes. No tiene otro valor que el de las cosas que se compran con
él; no se le desea por sí mismo, sino por las otras cosas que permite
adquirir.
Sin embargo, el amor al dinero es no sólo una de las más
poderosas fuerzas motrices de la vida humana, sino que en muchos casos
se desea por sí mismo; el deseo de poseerlo es a menudo tan fuerte como
el deseo de usarlo, y sigue en aumento a medida que mueren todos los
deseos que apuntan a fines situados más allá del dinero, pero son
conseguidos con él. Puede, entonces, decirse con razón que el dinero no
se desea para conseguir un fin, sino como parte del fin. De ser un fin
para la felicidad, se ha convertido en el principal ingrediente de
alguna concepción individual de la felicidad. Lo mismo puede decirse de
la mayoría de los grandes objetivos de la vida humana -el poder, por
ejemplo, o la fama-; sólo que cada uno de éstos lleva anexa cierta
cantidad de placer inmediato, que al menos tiene la apariencia de serle
naturalmente inherente; cosa que no puede decirse del dinero. Más aún,
el más fuerte atractivo natural del poder y de la fama consiste en la
inmensa ayuda que prestan al logro de nuestros demás deseos. La fuerte
asociación así engendrada, entre todos nuestros objetos de deseo y los
del poder y la fama, es lo que da a éstos esa intensidad que a menudo
revisten y que en algunos temperamentos sobrepasa a la de todos los
otros deseos. En estos casos, los medios se han convertido en una parte
del fin y en una parte más importante que la constituída por cualquiera
de las otras cosas para las cuales son medios. Lo que una vez se deseó
como instrumento para el logro de la felicidad, ha llegado a desearse
por sí mismo.
Pero, al ser deseado por sí mismo, se desea como parte de
la felicidad. La persona es, o cree que sería feliz por su mera
posesión; y es desgraciada si no lo consigue. Este deseo no es más
distinto del deseo de la felicidad que el amor a la música o el deseo de
la salud. Todos ellos están incluidos en la felicidad. Son algunos de
los elementos que integran el deseo de la felicidad. La felicidad no es
una idea abstracta, sino un todo concreto; y ésas son algunas de sus
partes. Y el criterio utilitario lo sanciona y aprueba. La vida sería
poca cosa, estaría mál provista de fuentes de felicidad, si la
naturaleza no proporcionara estas cosas que, siendo originalmente
indiferentes, conducen o se asocian a la satisfacción de nuestros deseos
primitivos, llegando a ser en sí mismas fuentes de placer más valiosas
que los placeres primitivos; y esto tanto por su intensidad como por la
permanencia que pueden alcanzar en el transcurso de la existencia
humana.
La virtud, según la concepción utilitaria, es un bien de esta clase.
Nunca hubo un motivo o deseo original de ella, a no ser su propiedad de
conducir al placer y, especialmente, a la prevención del dolor. Pero, a
causa de la asociación así formada, se la puede considerar como un bien
en sí mismo, deseándola como tal con mayor intensidad que cualquier otro
bien; y con esta diferencia respecto del amor al poder, al dinero o a la
fama: que todos éstos pueden hacer, y a menudo hacen, que el individuo
perjudique a los otros miembros de la sociedad a que pertenece, mientras
que no hay nada en el individuo tan beneficioso para sus semejantes como
el cultivo del amor desinteresado a la virtud. En consecuencia, la
doctrina utilitaria tolera y aprueba esos otros deseos adquiridos hasta
el momento en que, en vez de promover la felicidad general, resultan
contrarios a ella. Pero, al mismo tiempo, ordena y exige el mayor
cultivo posible del amor a la virtud, por cuanto está por encima de
todas las cosas que son importantes para la felicidad general.
Resulta, de las consideraciones precedentes que, en realidad, no se
desea nada más que la felicidad. Todo lo que no se desea como medio para
un fin distinto, se desea como parte de la felicidad, y no se desea por
sí mismo hasta que haya llegado a serIo. Los que desean la virtud por sí
misma, o la desean porque tienen conciencia de que es un placer, o
porque tienen conciencia de que está exenta de dolor o por ambos motivos
reunidos. Como en realidad el placer y el dolor rara vez existen
separados, sino juntos casi siempre, la misma persona siente placer por
haber alcanzado cierto grado de virtud, y siente dolor por no haberlo
alcanzado en mayor grado. Si uno de esos sentimientos no le causara
ningún placer, y el otro ningún dolor, no amaría ni desearía la virtud,
o la amaría solamente por los otros beneficios que pudiera
proporcionarle a ella misma o a las personas a quIenes estlmara.
Así, pues, podemos responder ahora a la cuestión de la clase de prueba
de que es susceptible el principio de utilidad. Si la opinión que he
establecido es verdadera -si la naturaleza humana está constituída de
forma que no desea nada que no sea una parte de la felicidad, o un medio
para llegar a ella-, no tenemos ni necesitamos más prueba que el hecho
de que estas cosas son deseables. Si es así, la felicidad es el único
fin de los actos humanos y su promoción es la única prueba por la cual
se juzga la conducta humana; de donde se sigue necesariamente que éste
debe ser el criterio de la moral, puesto que la parte está incluida en
el todo.
Y ahora, al tener que decidir si es así realmente -si la humanidad no
desea nada por sí misma, excepto lo que constituye un placer o lo que
consiste en la ausencia de dolor-, hemos llegado, evidentemente, a una
cuestión de hecho y de experiencia que, como todas las cuestiones
semejantes, depende de la evidencia. Esto sólo se puede determinar por
la propia conciencia y observación, asistida por la observación de los
otros. Creo que estas fuentes de evidencia, consultadas imparcialmente,
declararán que el desear una cosa y encontrarla agradable, o el sentir
aversión hacia ella como dolorosa, son fenómenos enteramente
inseparables, o más bien dos partes del mismo fenómeno; hablando
estrictamente, son dos modos diferentes de nombrar un mismo hecho
psicológico: que pensar en un objeto como deseable (a no ser que se
desee por sus consecuencias), y pensar en él como agradable, son una y
la misma cosa; y que desear algo sin que el deseo sea proporcionado a la
idea de que es agradable, constituye una imposibilidad física y
metafísica.
Tan obvio me parece esto, que espero que apenas sea discutido. No se me
objetará que el deseo puede dirigirse últimamente hacia algo distinto
del placer y de la exención del dolor, sino que la voluntad es cosa
distinta del deseo; que una persona de virtud confirmada, o cualquier
otra persona cuyos propósitos sean firmes, lleva adelante sus propósitos
sin pensar en el placer que experimenta contemplándolos, o que espera
obtener de su cumplimiento; y persistirá en obrar así, aun cuando estos
placeres disminuyan mucho por transformaciones de su carácter, por
decaimiento de sus afecciones pasivas o por el aumento de dolor que la
prosecución de esos propósitos pueda ocasionarle. Admito todo esto, y lo
he declarado en otro lugar, tan positiva y enérgicamente como
cualquiera. La voluntad, fenómeno activo, es diferente del deseo, estado
de sensibilidad pasiva; y, aunque originariamente sea un vástago, con el
tiempo puede separarse del tronco y arraigar separadamente; tanto que,
en el caso de una intención habitual, en vez de querer una cosa porque
la deseamos, a menudo la deseamos sólo porque la queremos.
Sin embargo, esto constituye un ejemplo más de ese hecho tan general que es el poder
del hábito y que no se limita, en modo alguno, al caso de las acciones
virtuosas. Muchas cosas indiferentes, que al principio se hicieron por
un motivo determinado, continúan haciéndose por hábito. Algunas veces
esto se hace inconscientemente; la conciencia llega después de la
acción. Otras veces se hace con volición consciente, pero con uno
volición que ha llegado a ser habituai y se pone en acción por la fuerza
del hábito, pudiendo oponerse a la preferencia deliberada, como a menudo
ocurre con aquellos que han contraído hábitos de indulgencia viciosa o
perjudicial. En tercero y último lugar, viene el caso en que el acto
habitual de la voluntad, en un momento determinado, no está en
contradicción con la intención general que ha prevalecido otras veces,
sino que la cumple: es el caso de la persona de virtud confirmada y de
todos los que persiguen deliberada y constantemente un fin determinado.
La distinción entre voluntad y deseo, así entendida, es un hecho
psicológico de gran importancia. Pero el hecho consiste solamente en
esto: que la voluntad, como todas las otras facultades con que estamos
constituídos, puede convertirse en hábito, y que nosotros podemos querer
por hábito lo que no deseamos por sí mismo, o lo que deseamos sólo
porque lo queremos. No es menos verdadero que, al comienzo, la voluntad
es producida enteramente por el deseo; incluyendo en esa palabra la
influencia repelente del dolor tanto como la atracción del placer.
Dejemos a un lado la persona que tiene la firme voluntad de obrar bien,
y consideremos a aquel cuya voluntad virtuosa todavía es débil,
dominable por la tentación y no merecedora de una confianza total: ¿por
qué medios se la puede fortalecer? ¿Cómo puede ser virtuosa una voluntad
allí donde no existe con fuerza suficiente para ser implantada o
despertada? Sólo haciendo que la persona desee la virtud; haciéndole
pensar en ella como cosa agradable o exenta de dolor. Asociando el obrar
bien con el placer o el obrar mal con el dolor, o atrayendo,
impresionando o llevando a la persona a la experiencia de que el placer
va naturalmente unido a la una o el dolor es inherente a la otra, y de
que es posible hacer nacer la voluntad de ser virtuosos, voluntad que al
robustecerse obra sin ninguna consideración del placer o del dolor. La
voluntad es hija del deseo y sólo deja el dominio de su padre para pasar
al del hábito. El que una cosa sea resultado del hábito, no presupone
que sea intrínsecamente buena; y no habría ninguna razón para desear que
el objeto de la virtud se independizara del placer y del dolor, si la
influencia de las asociaciones agradables y dolorosas que excitan a la
virtud fuese insuficiente para dar una constancia infalible a la acción,
hasta que hubiera adquirido el apoyo del hábito. El hábito es la única
cosa que da certidumbre a la conducta y a los sentimientos. Para los
demás tiene gran importancia el poder confiar absolutamente en los
sentimientos y en la conducta de uno, y para uno la tiene el poder
confiar en si mismo. Por esto, únicamente debiera cultivarse esta
independencia habitual de la voluntad de obrar bien. Con otras palabras,
ese estado de la voluntad es un medio para un bien, pero no es
intrínsecamente un bien. Y ello no contradice la doctrina de que para
los hombres nada es bueno, excepto en cuanto sea en sí mismo agradable,
o constituya un medio de alcanzar el placer o evitar el dolor.
Pero si esta doctrina es verdadera, el principio de utilidad está
probado. Si es así, o no, debemos dejarlo ahora a la consideración del
lector reflexivo.
CAPÍTULO V
Sobre la relación que existe entre la justicia y la utilidad
En todas las edades de la especulación, uno de los más fuertes
obstáculos a la admisión de la doctrina de la utilidad o felicidad como
criterio del bien y del mal, se ha extraído de la idea de justicia. El
poderoso sentimiento y la noción, aparentemente clara, que esta palabra
evoca con rapidez y seguridad, que la asemejan a un instinto, ha
parecido a la mayoría de los pensadores la señal de una cualidad
inherente a las cosas. Ha parecido mostrar que la justicia existe en la
naturaleza como algo absoluto, genéricamente distinto de cualquier
variedad de la conveniencia, y que es una idea opuesta a ésta, aunque
(como suele reconocerse), al fin y al cabo, siempre va unida de hecho a
ella.
En este caso, lo mismo que cuando se trata de los otros sentimientos
morales, no hay ninguna conexión necesaria entre la cuestión de sus
orígenes y la de su fuerza obligatoria. El que un sentimiento nos sea
conferido por la Naturaleza, no legitima necesariamente todas sus
inspiraciones. El sentimiento de la justicia podrá ser un instinto
peculiar, y, sin embargo, podría exigir como todos los demás instintos
el control y la luz de una razón superior. Si tenemos instintos
intelectuales que dirigen nuestros juicios en un sentido determinado, lo
mismo que tenemos instintos animales que nos incitan a obrar en un
sentido particular, no hay ninguna necesidad de que los primeros sean en
su esfera más infalibles que los segundos en la suya. Bien puede ocurrir
que los primeros nos sugieran a veces juicios equivocados, y los
segundos acciones malas. Pues, aunque una cosa sea creer que tenemos un
sentimiento natural de la justicia, y otra reconocerlo como criterio
último, de hecho esas dos cuestiones están estrechamente relacionadas.
La humanidad siempre está predispuesta a creer que todo sentimiento
subjetivo que no tenga otra expllcaclón determinada, es la revelación de
alguna realidad objetiva. Nuestra tarea aquí es determinar si la
realidad a que corresponde el sentimiento de la justicia necesita, tal
revelación especial; si la justicia o la injusticia de un acto es una
cosa intrínsecamente peculiar y distinta de todas las demás cualidades,
o sólo la combinación de algunas de ellas presentadas bajo un aspecto
particular. Para el objeto de esta investigación, tiene importancia
práctica determinar si el sentimiento mismo de justicia o injusticia es
un sentimiento sui generis, como las sensaciones de color o gusto, o un
sentimiento derivado, formado por la combinación de otros. Y es tanto
más importante examinar esto, cuanto que la gente en general se inclina
a reconocer que los dictados de justicia coinciden objetivamente con
parte del campo de la conveniencia general.
Pero, como el sentimiento
moral subjetivo de la justicia es diferente del que comunmente se le
atribuye a la simple conveniencia y, excepto en los casos extremados de
esta última, es mucho más imperativo en sus demandas, la gente encuentra
difícil ver en la justicia sólo una clase o rama particular de la
utilidad general. Piensan que la superioridad de su fuerza obligatoria
requiere un origen totalmente diferente.
Para arrojar luz sobre esta cuestión, es necesario tratar de averiguar
cuál es el carácter distintivo de la justicia o la injusticia, cuál es
la cualidad, si la hay, que se atribuye a todos los modos de conducta
designados como injustos (porque la justicia, como otros muchos
atributos morales, se define mejor por su contrario) y que los distingue
de los modos de conducta que, siendo desaprobados no son objeto de esa
clase especial de desaprobación. Si en todo lo que los hombres
acostumbran a caracterizar como justo o injusto está siempre presente
algún atributo o conjunto de atributos comunes, podemos juzgar si ese
particular atributo o combinación de atributos es capaz de cristallzar a
su alrededor un sentimiento con ese carácter e intensidad peculiares, en
virtud de las leyes generales de nuestra constitución emotiva, o si ese
sentimiento es inexplicable y debe considerarse como un don especial de
la Naturaleza. Si encontramos que lo primero es cierto, al resolver esta
cuestión habremos resuelto también el problema principal. Si es cierto
lo segundo, tendremos que buscar algún otro método de investigación.
Para encontrar los atributos comunes a una variedad de objetos, es
necesario empezar observando los objetos mismos bajo su forma concreta.
Por consiguiente, consideremos sucesivamente los varios modos de acción
y la variedad de disposiciones de los asuntos humanos que, según la
opinión más extendida, se clasifican como justos o injustos. Son muy
conocidas las cosas que excitan los sentimientos asociados a esos
epítetos. Poseen un carácter muy diverso, y les pasaré revista
rápidamente, sin estudiar sus particularidades.
En primer lugar, se considera muy injusto privar a cualquiera de su
libertad personal, su propiedad, o cualquier otra cosa que le pertenezca
por la ley. Aquí, por tanto, tenemos un ejemplo de la aplicación de los
términos justo o injusto, con un sentido perfectamente definido: que es
justo respetar e injusto violar los derechos legales de cualquiera. Pero
este juicio admite varias excepciones, que provienen de las otras formas
bajo las cuales se presentan las nociones de justicia e injusticia. Por
ejemplo, la persona que sufre esa privación puede (como dice la frase)
haber sido exonerada de esos derechos; caso sobre el cual volveremos
pronto.
En segundo lugar, los derechos legales de que es privada esa persona
pueden ser derechos que no debían haberle pertenecido; con otras
palabras, la ley que le confiere esos derechos puede ser una mala ley.
Cuando es así (lo que para el caso es lo mismo) o cuando se supone que
es así, serán distintas las opiniones sobre la justicia o injusticia de
la infracción. Algunos sostienen que ninguna ley, por mala que sea,
puede ser desobedecida por el ciudadano, que éste sólo puede mostrar su
oposición a ella, si es que puede, intentando que sea alterada por la
autoridad competente. Esta opinión la condenan los más ilustres
bienhechores de la humanidad, y a menudo protegería las instituciones
perniciosas de las únicas armas que en el estado actual de cosas tienen
alguna posibilidad de éxito contra ellas. La defienden los que se apoyan
en la conveniencia; principalmente por la importancia que tiene para el
interés común de la humanidad la inviolabilidad del sentimiento de
sumisión a la ley.
Otras personas sostienen la opinión directamente
contraria de que cualquier ley que se juzgue mala puede desobedecerse
inocentemente, aunque no se considere injusta sino sólo no-conveniente.
Otros, en cambio, limitan la libertad de desobediencia al caso de las
leyes injustas. Pero entonces dicen algunos que todas las leyes que no
son convenientes son injustas, ya que todas las leyes imponen a la
humanidad cierta restricción de su libertad natural, que será injusta a
menos que venga legitimada por su tendencia al bien general. En medio de
esta diversidad de opiniones, parece admitirse universalmente que puede
haber leyes injustas y que, en consecuencia, la ley no es el criterio
último de justicia, sino que puede conceder un bien a una persona y un
mal a otra, cosa que la justicia condena. Sin embargo, siempre que se
juzgue injusta una ley, parece que se la considera injusta de la misma
manera que lo es, es decir, como infracción de los derechos de alguien.
Estos, por no poder considerarse, a su vez, derechos legales, reciben
una denominación distinta, y se les llama derechos morales. Podemos
decir, por tanto, que hay un segundo caso de injusticia consistente en
quitar o negar a una persona aquello a que tiene un derecho moral.
En tercer lugar, se considera universalmente justo que cada persona
reciba lo que merece (sea bueno o malo), e injusto que reciba un bien, o
que se le haga sufrir un mal que no merece. Esta es, quizá, la más clara
y enfática manera con que se concibe la idea de justicia. Como entraña
la noción de mérito, surge la cuestión ¿qué es lo que constituye el
mérito? Hablando de un modo corriente, se entiende que una persona
merece el bien si obra bien, el mal si obra mal. En un sentido más
particular, se dice que merece recibir el bien de aquellos con quienes
ha obrado bien y el mal de aquellos con quienes ha obrado mal. El
precepto de devolver bien por mal nunca se ha considerado como
cumplimiento de la justicia, sino como un caso en que las exigencias de
la justicia son eludidas por obediencia a otras consideraciones.
En cuarto lugar, se confiesa que es injusto faltar a la palabra dada;
violar un compromiso explícito o implícito, o defraudar las esperanzas
suscitadas por nuestra propia conducta, al menos, si hemos hecho
concebir esas esperanzas consciente y voluntariamente. Como las otras
obligaciones de justicia de que ya hemos hablado, esta última no se
considera como absoluta, sino como capaz de ser anulada por una
obligación de justicia más fuerte y opuesta a ella; o por una conducta
tal, por parte de la persona interesada, que nos exima de nuestra
obligación para con ella y constituya una pérdida del beneficio que
hubiera podido esperar.
En quinto lugar, se admite universalmente que la parcialidad es
incompatible con la justicia; lo mismo que mostrar a una persona favor o
preferencias sobre otra, en materias en que el favor y la preferencia no
se aplican con propiedad. Sin embargo, no parece que haya de
considerarse la imparcialidad como un deber en sí, sino, más bien, como
un instrumento para otro deber; porque se admite que el favor y la
preferencia no son siempre censurables, y, en realidad, los casos en que
se condenan constituyen una excepción más bien que una regla.
Probablemente se condenaría, en vez de aplaudirla, a la persona que no
diese a su familia o amigos la superioridad sobre los extraños, cuando
pudiera hacerlo sin faltar a ningún otro deber; y nadie pensará que es
injusto dirigirse con preferencia a una persona en calidad de amigo,
pariente o compañero. La imparcialidad, cuando se trata del derecho, es
naturalmente obligatoria, pero entonces está comprendida en la
obligación más general de dar a cada uno lo suyo. Un tribunal, por
ejemplo, debe ser imparcial, porque está destinado a adjudicar (sin
tener en cuenta otras consideraciones) un objeto disputado a aquella de
las partes que tenga derecho a poseerlo. Hay otros casos en que
imparcialidad significa no dejarse influir más que por el mérito; es el
caso de los que, en calidad de jueces, preceptores o padres, conceden
premios y castigos en cuanto tales.
También hay casos en que significa
dejarse influir sólo por la consideración de interés público; como
cuando se elige entre los candidatos a un empleo del gobierno. En
resumen, se puede decir que la imparcialidad, en cuanto obligación de
justicia; quiere decir: dejarse influir exclusivamente por las
consideraciones que se suponen deben influir sobre el caso particular de
que se trata, y resistir la solicitación de los motivos que inclinan a
una conducta diferente de la que aquellas consideraciones dictarían.
Intimamente ligada a la idea de la imparcialidad, está la de igualdad. A
menudo entra a formar parte de la concepción de la justicia y de su
práctica, y, a los ojos de muchos, constituye su esencia.
Pero aquí, más
que en otros casos, la concepción de la justicia varía según las
diferentes personas, y estas variaciones se adaptan siempre a su
concepción de la utilidad. Toda persona sostiene que la igualdad es
dictada por la justicia, excepto en los casos en que la utilidad
requiere desigualdad. La justicia, que da igual protección a los
derechos de todos, es sostenida por todos los que defienden las
desigualdades más atroces en los derechos mismos. Incluso en los países
en que existe la esclavitud, se admite teóricamente que los derechos del
esclavo, sean cuales fueren, son tan sagrados como los del señor, y que
un tribunal que no los apoya con el mismo rigor está falto de justicia.
En cambio las instituciones que apenas dejan al esclavo derechos que
respetar no son declaradas injustas, porque no se consideran
inconvenientes. Los que piensan que la utilidad exige diferencias de
rango, no consideran injusto que las riquezas y los privilegios sociales
se repartan desigualmente; pero los que creen que esta desigualdad no es
conveniente, consideran que aquello es injusto también.
Todo el que
piensa que el gobierno es necesario, no considera injusticia la
desigualdad que constituye el dar a los magistrados poderes que no se
conceden al pueblo. Incluso entre los que profesan doctrinas
igualitarias, se dan tantas ideas de la justicia como diferencias de
opinión sobre la utilidad. Algunos comunistas consideran injusto que el
producto del trabajo de la comunidad sea compartido según otro principio
que el de una exacta igualdad; otros consideran justo que reciban más
aquellos cuya necesidad es mayor; otros, en cambio, consideran justo que
quienes trabajan más, o quienes producen más, o quienes prestan
servicios más valiosos a la comunidad, puedan reclamar justamente una
participación mayor en el reparto del producto. Y se puede apelar
plausiblemente al sentido de la justicia natural a favor de cada una de
estas opiniones.
Entre tantas aplicaciones diversas del término justicia, que, sin
embargo, no se considera ambiguo, resulta algo difícil aprehender el
enlace ideal que las une, y del cual depende el sentimiento moral que se
vincula a la palabra. Ante estos obstáculos, quizá pueda servir de ayuda
la historia de la palabra, tal como la indica su etimología.
En casi todas, si no en todas, las lenguas la etimología de la palabra
correspondiente a justo, señala claramente un origen vinculado a las
ordenanzas de la ley. Justum es una forma de jussum, lo que ha sido
ordenado. (Palabra en griego que nos resulta imposible reproducir,
Chantal López y Omar Cortés) procede directamente de (vocablo griego que
no podemos reproducir, Chantal López y Omar Cortés), solicitud legal.
Recht, palabra que dió origen a right (justo, legítimo), y righteous
(derecho, justo) es un sinónimo de ley. Los tribunales de la justicia, y
la administración de la justicia son los tribunales y la administración
de la ley. La justice, en francés, es el término empleado para indicar
la judicatura. No estoy cometiendo la falacia, atribuída con visos de
verdad a Horne Tooe, de suponer que una palabra debe seguir significando
lo que originalmente significó. La etimología proporciona una escasa
evidencia de lo que una palabra significa ahora, pero es la mayor
evidencia de cómo se originó.
Creo que no puede haber duda de que la
idée mere, el elemento primitivo en la formación de la noción de
justicia, fue la conformidad a la ley. Esto constituyó la idea entera de
justicia entre los hebreos, hasta el nacimiento del cristianismo; cosa
que era de esperar de un pueblo cuyas leyes trataban de abarcar todos
los asuntos que requerían preceptos, y que creyó que aquellas leyes eran
una emanación directa del Ser Supremo. Pero otras naciones, en
particular los griegos y romanos, que sabían que sus leyes procedían
originariamente de los hombres y seguían originándose así, no temieron
admitir que aquellos hombres podían hacer leyes malas; podían hacer por
la ley las mismas cosas que, hechas por los individuos con idénticos
motívos, pero sin la sanción de la ley, se llamarían injustas. De aquí
que el sentimiento de lo injusto llegara a vincularse no a todas las
violaciones de la ley, sino solamente a las de aquellas leyes que
debieran existir, incluyendo las que debieran existir, pero no existen,
y las mismas leyes existentes de hecho, aun suponiendo que eran
contrarias a lo que debe ser la ley. De esta manera, la idea de la ley y
de sus mandatos todavía ha seguido predominando en la concepción de la
justicia, aun cuando las leyes actualmente vigentes hayan dejado de
aceptarse como modelo.
Es verdad que la humanidad considera la idea de la justicia y de sus
obligaciones como aplicables a muchas cosas que ni son, ni se desea que
sean reguladas por la ley. Nadie desea que las leyes intervengan en su
vida privada; y, sin embargo, todos reconocen que, en su conducta
diaria, una persona puede mostrarse y se muestra justa o injusta. Pero,
incluso aquí, la idea de infracción de lo que debe ser la ley persiste
bajo una forma modificada. Siempre nos causará placer y estará en
armonía con nuestro sentimiento de lo adecuado el que se castiguen los
actos que consideramos injustos, aunque no siempre creamos conveniente
que esto lo hagan los tribunales. Pero renunciamos a ese placer si han
de sobrevenir inconvenientes accidentales.
Nos alegraríamos al ver
recompensada la conducta justa y castigada la injusticia, incluso en los
detalles ínfimos, si, con razón, no temiéramos dar a los magistrados un
poder ilimitado sobre los individuos. Cuando pensamos que una persona
tiene que hacer una cosa en justicia, resulta un modo corriente de
hablar decir que debe ser obligada a hacerlo. Nos satisfaría ver que la
obligación se ponía en vigor por alguien que tuviera poder para ello. Si
vemos que la sanción de la ley a la ejecución del hecho presenta algún
inconveniente, lamentamos la imposibilidad, consideramos como un mal la
impunidad dada a la injusticia y procuramos remediarlo haciendo caer
sobre el culpable todo el peso de nuestra desaprobación y la del
público. Así, la idea del constreñimiento legal es todavía el origen de
la noción de justicia, aunque haya sufrido varias transformaciones antes
de llegar a ser una noción completa, tal como existe en un estado
avanzado de la sociedad.
Creo que lo anterior es una explicación aproximada del origen y
desarrollo progresivo de la idea de justicia. Pero debemos observar que,
hasta aquí, no contiene nada que distinga la obligación moral de la
obligación en general. Porque la verdad es que la idea de sanción penal,
que constituye la esencia de la ley, no sólo entra en la concepción de
la injusticia, sino en la de cualquier clase de perjuicio. No
calificamos de injurioso un acto, a no ser que queramos indicar que la
persona que lo realiza debe ser castigada de un modo o de otro, si no
por la ley, por la opinión de sus semejantes; si no por la opinión, por
los reproches de su propia conciencia. Esta parece ser la clave de la
distinción entre moralidad y simple conveniencia: es una parte de la
noción de deber, en cualquiera de sus formas, el que una persona pueda
ser iegitimamente obligada a cumplirlo.
El deber es cosa que puede
exigirse a una persona lo mismo que se exige el pago de una deuda. No
consideramos como deber de una persona más que lo que puede exigírsele.
Por razones de prudencia, o por el interés de los demás, puede
discutirse la exigencia efectiva del deber; pero la persona misma, se
entiende claramente, no tiene derecho a quejarse. Por el contrario, hay
otras cosas que desearíamos que se hicieran, que nos gustaría o atraería
nuestra admiración el que se hicieran, que quizá nos desagradaría o
suscitaría nuestro desprecio el que no se hicieran. Y, sin embargo, no
creemos que otros tengan que hacerlas; no son casos de obligación moral,
no los condenamos, esto es, no creemos que merezcan un castigo. Cómo
llegamos a las ideas de castigo merecido o inmerecido, es cosa que quizá
se vea después; pero creo que no cabe duda de que esta distinción yace
en el fondo de las nociones de justicia e injusticia.
Calificamos de
injusta una conducta, o empleamos, en vez de ésa, otra palabra que
indica aversión o desprecio, según consideremos que una persona debe o
no ser castigada a causa de esa conducta. Decimos que seria justo obrar
de esta o de la otra manera, según deseemos ver a la persona en cuestión
obligada, o sólo persuadida y exhortada a obrar de esa manera (1).
Así pues, si ésta es la diferencia caracteística que separa no a la
justicia, sino a la moral en general, de las restantes regiones de la
conveniencia y el mérito, queda aún por averiguar qué es lo que
distingue la justicia de las otras ramas de la moral. Ahora bien, se
sabe que los moralístas dividen los deberes morales en dos clases,
designadas con las desacertadas expresiones de deberes de obligación
perfecta y deberes de obligación imperfecta. Estos últimos son aquellos
que obligan a la realización del acto, pero dejan a nuestra elección la
ocasión particular en que se ha de realizar. Es el caso de la caridad o
beneficencia que estamos obligados a practicar pero no con una persona
determinada ni en un tiempo prescripto. En el lenguaje más preciso de la
filosofía del derecho, deberes de obligación perfecta son aquellos en
virtud de los cuales reside un derecho correlativo en una o varias
personas; deberes de obligación imperfecta son aquellas obligaciones
morales que no dan lugar a ningún derecho. Creo que se encontrará que
esta distinción coincide exactamente con la que existe entre la justicia
y las otras obligaciones de la moral. En nuestro examen de las varias
acepciones populares de la justicia, el término parece implicar
generalmente la idea de un derecho personal; un título concedido a uno o
más individuos, como el que da la ley cuando confiere una propiedad u
otro derecho legal.
Si la injusticia consiste en privar de lo que posee a una persona o en
faltar a la palabra dada, o en tratarla peor de lo que merece o peor que
a cualquier otra que no tenga mejores derechos, en cada uno de estos
casos se suponen dos cosas: un mal causado, y una persona determinada a
la que se ha causado el mal. También puede cometerse una injusticia
tratando a una persona mejor que a otra; pero el mal en este caso se
hace a las otras personas, que son también determinadas personas. Me
parece que esta particularidad de un caso dado -un derecho perteneciente
a una persona y correlativo a una obligación moral- constituye la
diferencia específica entre justicia y generosidad o beneficencia. La
justicia implica algo que no sólo es de derecho hacer, y que es un mal
no hacerlo, sino que nos puede ser exigido por una persona como derecho
moral suyo. Nadie tiene derecho moral a nuestra generosidad o
beneficencia, porque no estamos moralmente obligados a practicar esas
virtudes con ningún individuo determinado.
Y se encontrará lo mismo que
se encuentra en toda definición correcta: que los ejemplos que parecen
chocar con ella son los que más la confirman. Porque si un moralista,
intenta, como han hecho algunos, probar que la humanidad en general, no
un individuo determinado, tiene derecho a todo el bien que podamos
hacer, con esa tesis incluye inmediatamente la generosidad y la
beneficencia en la categoría de la justicia. Está obligado a decir que
nuestros esfuerzos supremos son debidos al prójimo, asimilándolos así a
una deuda, o que no podemos devolver menos, que eso a cambio de lo que
la sociedad hace por nosotros, con lo que se clasifican así estos casos
entre los de gratitud. Es decir, ambas alternativas entran en la que se
reconoce como justicia. Dondequiera que se dé un derecho, se trata de un
caso de justicia, y no de beneficencia.
Quienquiera que ponga la
distinción entre justicia y moral en general donde nosotros la hemos
puesto, encontrará que no puede distinguirlas en absoluto; sino que
reduce toda la moral a la justicia.
Habiendo intentado así determinar los elementos distintivos que entran
en la composición de la idea de justicia, estamos preparados para entrar
en la investigación de si el sentimiento que acompaña a dicha idea se
vincula a ella por un don especial de la naturaleza, o si, por alguna
ley conocida, ha podido originarse fuera de la idea misma y, en
particular, si puede haberse originado por la consideración de la
utilidad en general.
Yo pienso que el sentimiento mismo no procede de lo que se llama
comúnmente, o correctamente, idea de la conveniencia; pero que si el
sentimiento no procede de ella, lo que tiene de moral sí.
Hemos visto que los dos ingredientes esenciales del sentimiento de
justicia son el deseo de castigar a las personas que han causado un mal
y el conocimiento o la creencia de que hay uno o varios individuos
determinados que han sufrido el mal.
Me parece, entonces, que el deseo de castigar a la persona que ha
ocasionado un mal a algunos
individuos es un producto espontáneo de dos sentimientos, ambos con una
intensidad superior a la natural que son o parecen ser instintos: el
impulso a la defensa propia, y la simpatía.
Es natural sentir, y repeler o vengar, todo daño o intento de daño
realizado contra nosotros mismos o contra aquellos con quienes
simpatizamos. No es necesario discutir aquí el origen de este
sentimiento.
Sea un instinto o el resultado de la inteligencia, sabemos
que es común a toda la naturaleza animal; porque todo animal intenta
dañar a aquel que le ha dañado, o al que piensa que le va a dañar, e
incluso a sus crías. Los seres humanos se diferencian aquí de los
animales en dos particularidades solamente. Primero, son capaces de
simpatizar, no sólo con su prole o, como algunos de los animales más
nobles, con otros animales buenos para ellos, sino con todos los seres
humanos e, incluso, con todos los seres sensibles. Segunda, poseen una
inteligencia más desarrollada, que da mayor amplitud a todos sus
sentimientos, sean personales o de simpatía. En virtud de esta
inteligencia superior, y aun prescindiendo de la superioridad de sus
sentimientos de simpatía, el ser humano es capaz de concebir una
comunidad de intereses con la sociedad de que forma parte, de tal modo
que, cualquier conducta que amenaza la seguridad de la sociedad en
general, está amenazando la suya propia y despierta su instinto (si es
que se trata de un instinto) de defensa propia. La misma superioridad de
inteligencia, unida a la facultad de simpatizar con la generalidad de
los seres humanos, le capacita para adherirse a las ideas colectivas de
tribu, nación o humanidad, de tal manera que cualquier perjuicio causado
a ellas despierta su instinto de simpatía y le impulsa a la defensa.
El sentimiento de justicia, considerado bajo uno de sus elementos, que
es el deseo de castigar, es, pues, según creo, el sentimiento natural de
represalia o venganza aplicado por el intelecto y la simpatía a aquellos
males que nos hieren y, a través de nosotros, hieren a la sociedad. Este
sentimiento, en sí mismo, no tiene nada de moral; la moral es la
subordinación exclusiva a las simpatías sociales, de forma que espere y
obedezca su llamada. Porque este sentimiento natural tendería a que nos
resintiéramos indistintamente por todo lo que nos resultara
desagradable; pero cuando dicho sentimiento se convierte en moral por
obra del sentimiento social, actúa sólo en un sentido conforme al bien
general. Una persona justa siente el daño causado a la sociedad, aunque
no sea un daño causado a ella misma, y no siente el daño causado a ella
misma, aunque sea doloroso, a no ser que se trate de un daño cuya
represión interesa también a la sociedad.
No es objeción contra esta teoría decir que, cuando nuestro sentimiento
de la justicia se ve herido, no pensamos en la sociedad, ni en ningún
interés colectivo, sino sólo en el caso individual. En efecto, es
bastante común, aunque no sea digno de alabanza, sentir resentimiento
únicamente porque hemos sufrido un daño. Pero una persona cuyo
resentimiento constituye verdaderamente un sentimiento moral, es decir,
una persona que, antes de permitirse a sí misma el resentirse por un
acto, considera primero si es condenable, esa persona, aunque no pueda
decirse que obra expresamente por el interés de la sociedad, siente
ciertamente, que está observando una regla beneficiosa para los otros
tanto como para ella misma. Si no siente esto, si está considerando el
acto sólo en cuanto le afecta personalmente, no es conscientemente
justa; no está interesada por la justicia de sus actos.
Esto es admitido
incluso por los moralistas antiutilitaristas. Cuando Kant (como antes
señalamos) propone como principio fundamental de la moral: Obra de
manera que tu regla de conducta pueda ser adoptada como ley por todos
los seres racionales, reconoce virtualmente que el interés de la
humanidad como colectividad, o al menos el de la humanidad considerada
indistintamente, debe estar presente en la mente de la gente cuando
decide conscientemente sobre la moralidad de un acto. De no ser asi,
usaría palabras sin significado: porque el que una regla, incluso del
más exacerbado egoísmo, no pueda ser adoptada por todos los seres
racionales -el que en la naturaleza de las cosas haya algún obstáculo
insuperable a su adopción- no es cosa que pueda sostenerse
plausiblemente. Para dar algún significado al principio de Kant, su
sentido tendría que ser que debemos conformar nuestra conducta a una
regla que todos los seres racionales podrían adoptar con beneficio para
sus intereses colectivos.
Para recapitular: la idea de justicia supone dos cosas: una regla de
conducta y un sentimiento que sanciona la regla. Lo primero debe
suponerse que es algo común a toda la humanidad y encaminado a su bien.
Lo otro (el sentimiento) es el deseo de que sufran un castigo los que
infringen la regla. Aquí está implicitamente añadida la idea de que
alguna persona determinada sufre por la infracción y sus derechos (para
usar la expresión apropiada al caso) son violados con ello. El
sentimiento de justicia me parece ser el deseo animal de repeler o
vengar una injuria o daño causado a uno mismo o a aquellos con quienes
uno simpatiza, deseo que se extiende a todas las personas a causa de la
capacidad humana para extender la simpatía, y de concepción humana del
egoismo inteligente. La moralidad del sentimiento deriva de estos
últimos elementos; de los primeros, su peculiar impresionabilidad y la
energía para afirmarse a sí mismo.
He tratado de paso la idea de un derecho que reside en la persona
injuriada y es violado por la injuria, no como un elemento separado en
la composición de la idea y el sentimiento, sino como una de las formas
bajo las cuales se ocultan los otros dos elementos. Estos elementos son:
por un lado el daño causado a una o varias personas determinadas; por
otro, la exigencia del castigo. Un examen de nuestra propia conciencia
mostrará, según creo, que estas dos cosas incluyen todo lo que queremos
indicar cuando hablamos de la violación de un derecho. Cuando decimos
que una cosa constituye el derecho de una persona, queremos decir que
tiene una pretensión válida a que la sociedad le proteja en su
propiedad, sea por la fuerza de la ley, sea por la de la educación y la
opinión. Si tiene lo que por cualquier causa consideramos títulos
suficientes para que la sociedad le garantice la posesión de algo,
decimos que tiene derecho a ello. Si deseamos probar que algo no le
pertenece de derecho, pensamos que esto estará realizado en cuanto se
admita que la sociedad no debe tomar medidas para asegurárselo, sino que
debe abandonarla a su suerte o a sus propias fuerzas. Así, decimos que
una persona tiene derecho a lo que puede ganar limpiamente en
competición profesional, porque la sociedad no debe permitir a otra
persona que estorbe sus esfuerzos por ganar de esa manera todo lo que
pueda. Pero esa persona no tiene derecho a ganar trescientas libras al
año, aunque pueda ocurrir que las gane, porque la sociedad no está
llamada a procurar que gane esa suma. Por el contrario, si posee diez
mil libras colocadas al tres por ciento, tiene derecho a trescientas
libras anuales porque la sociedad ha contraído la obligación de
proporcionarle un rédito de esa suma.
Tener derecho, pues, es tener algo cuya posesión debe garantizar la
sociedad. Si cualquier objetante me pregunta por qué lo debe, no puedo
darle otra razón que la de la utilidad general. Si esa expresión no
parece indicar con intensidad suficiente la fuerza de la obligación, ni
explicar la energía peculiar del sentimiento, es porque en la
composición del sentimiento entra, no sólo un elemento racional, sino
también un elemento animal, la sed de la represalia; y la intensidad de
esta sed, lo mismo que la justificación moral, se derivan de la clase de
utilidad extraordinariamente importante e impresionante a que se
refieren. El interés que entrañan es el de la seguridad, interés que
ante los sentimientos de cada uno, es el más importante de todos los
humanos. Todos los otros bienes terrenos son necesitados por esa
persona, pero no por la otra; muchos, si es necesario, pueden ser
abandonados o sustituídos alegremente por otros; pero ningún ser humano
puede obrar sin la seguridad.
De ella depende toda nuestra inmunidad al
mal y el valor total de todos y cada uno de los bienes cuando queremos
que ese valor sea duradero. Nada tendría valor para nosotros, excepto el
bien que dura un instante, si un momento después pudiéramos ser privados
de todo por cualquiera que fuere, momentáneamente, más fuerte que
nosotros. Ahora bien, esto que, después del alimento físico, es la más
indispensable de las cosas necesarias, no puede existir a menos que la
maquinaria encargada de producirlo se mantenga funcionando
ininterrumpidamente.
Por consiguiente, la idea del derecho que tenemos a
asociarnos con el prójimo, para mantener seguros los cimientos de
nuestra existencia, reúne a su alrededor unos sentimientos tanto más
intensos que los conespondientes a cualquier otro caso de utilidad,
cuanto su diferencia de grado (como ocurre a menudo en psicología) se
convierte en una verdadera diferencia de especie. El derecho asume ese
carácter absoluto, esa aparente infinitud e inconmensurabilidad respecto
de las otras consideraciones, que constituye la diferencia existente
entre el sentimiento de lo justo y lo injusto y entre lo que es
ordinariamente conveniente y lo perjudicial. Los sentimientos
correspondientes son tan poderosos, y contamos tan positivamente con
encontrar sentimientos iguales en los demás (en todos los que están
igualmente interesados) que el debieran y el podrían se convierte en el
deben, y este reconocimiento de lo que es indispensable llega a ser una
necesidad moral análoga a la física y, frecuentemente, no inferior a
ella en cuanto a fuerza obligatoria.
Si el análisis precedente, o alguno semejante, no son la exposición
correcta de la noción de justicia; si la justicia es totalmente
independiente de la utilidad, y constituye un criterio per se, que el
espíritu puede reconocer por simple introspección, resulta difícil
entender por qué es tan ambiguo ese oráculo interior, y por qué tantas
cosas se muestran alternativamente como justas o injustas, según la luz
con que se las mira.
Se nos dice continuamente que la utilidad es un criterio incierto, que
cada persona lo interpreta de un modo distinto, y que no hay seguridad a
no ser en los dictados inmutables, imborrables e incontestables de la
justicia que llevan su evidencia en sí mismos, y son independientes de
las fluctuaciones de la opinión. Uno supondría, a causa de esto, que no
puede haber lugar a controversia en cuestiones de justicia; que si la
adoptáramos como regla, sus aplicaciones a un caso dado suscitarían tan
pocas dudas como una demostración matemática. Pero esto se encuentra tan
lejos de ser cierto, que hay tantas diferencias de opinión, y tantas
discusiones en torno de lo que sea justo, como en torno de lo que sea
útil para la sociedad. No sólo hay diferentes nociones individuales y
nacionales de la justicia, sino que en la mente del mismo individuo, la
justicia no constituye una regla, principio o máxima únicos, sino
muchos, que no siempre coinciden en sus dictámenes y que, al escoger
entre ellas, el individuo se guía por algún criterio extraño o por sus
propias predilecciones personales.
Por ejemplo, hay algunos que dicen que es injusto castigar a nadie con
el fin de dar ejemplo a los otros; que el castigo es justo sólo cuando
se hace por el bien del mismo que sufre. Otros sostienen el extremo
contrario, afirmando que castigar por su bien a personas que ya tienen
años para discernir, es despotismo e injusticia, ya que, si se trata de
su bien, nadie tiene derecho a controlar el juicio con que ellos mismos
han decidido la cuestión. En cambio, es justo castigar para prevenir el
mal que se puede ocasionar a los demás y éste es el ejercicio del
derecho legítimo a la propia defensa. Mr. Owen afirma, además, que es
injusto castigar en absoluto, porque el criminal no se ha dado a sí
mismo su carácter. Su educación y las circunstancias que le rodean le
han hecho criminal, y él no es responsable de ella. Todas estas
opiniones son muy plausibles; y mientras esta cuestión siga
discutiéndose, solamente en cuanto cuestión de justicia, sin descender
hasta los principios que subyacen a la justicia y constituyen la fuente
de su autoridad, no veo cómo podrá refutarse ninguno de esos
razonamientos. Porque, en realidad, cada uno de los tres descansa sobre
reglas de justicia reconocidas como verdaderas.
El primero señala la
injusticia que hay en aislar a un individuo y hacerle sacrificarse, sin
su consentimiento, por bien de los demás. El segundo se basa en la
reconocida justicia de la propia defensa, y en que se admite como
injusticia el forzar a una persona a adaptarse a las nociones que tienen
otros sobre qué constituye el bien. Los partidarios de Mr. Owen invocan
el principio de que es injusto castigar a alguien por lo que no puede
evitar.
Todas estas opiniones triunfan mientras no se las obliga a tomar en
consideración cualquier máxima de justicia distinta de la que han
escogido; pero tan pronto como las varias máximas son comparadas entre
sí, cada una de las opiniones en disputa parece tener que defenderse
tanto como las otras. Ninguna de ellas puede llevar adelante su
correspondiente noción de la justicia sin atropellar otra noción
igualmente obligatoria. Estas son las dificultades; siempre se las ha
considerado como tales; y se han inventado muchos expedientes para
soslayarlas más que para vencerlas. Como refugio a la última de las tres
dificultades, imaginaron los hombres lo que se llamó libertad de la
voluntad. Pensaron que no era posible justificar el castigar a un hombre
cuya voluntad se encontrara en un estado totalmente aborrecible, a no
ser suponiendo que había llegado a ese estado sin ninguna influencia de
circunstancias anteriores.
Para escapar a las otras dificultades, la
invención favorita ha sido la de un contrato por el cual, en un período
desconocido, todos los miembros de la sociedad se habrían comprometido a
obedecer las leyes, consintiendo en ser castigados por cualquier
desobediencia. Con ello habrían dado a sus legisladores el derecho a
castigarlos por su propio bien o por el de la sociedad, derecho que se
suponía no hubieran recibido en otro caso. Se consideró que esta feliz
idea deshacía toda la dificultad y legitimaba la inflicción del castigo
en virtud de otra máxima de justicia ya aceptada: Volenti non fit
injuria, lo que se hace con el consentimiento de la persona que se
supone perjudicada no es injusto. Apenas necesito señalar que, aun
cuando el consentimiento no fuese una mera ficción, esta máxima no
tendría una autoridad superior a la de las otras que trata de
substituir. Por el contrario, es un ejemplo instructivo de la manera
vaga e irregular como se originan los supuestos principios de justicia.
Este principio particular se introdujo para responder a las groseras
exigencias de los tribunales de justicia, que a menudo se ven obligados
a contentarse con suposiciones inciertas, a fin de evitar los males
mayores, males que acarrearía cualquier intento, por su parte, de emitir
un dictamen más exacto. Pero incluso los tribunales de justicia se ven
imposibilitados para adherirse sólidamente a esa máxima, ya que admiten
que los compromisos voluntarios pueden anularse sobre la base del fraude
y, a veces, del mero error o falsa información.
Una vez más, cuando se admite la legitimidad del castigo; ¡cuántas
nociones contrarias de la justicia surgen a la luz en el momento de
discutir la proporción de castigo apropiada a la ofensa! Ninguna ley
solicita el sentimiento espontáneo de justicia con tanta fuerza como la
Lex talionis, ojo por ojo, diente por diente. Aunque este principio de
las leyes judía y mahometana haya sido generalmente abandonado en Europa
como máxima práctica, supongo que muchos espíritus sienten por él una
secreta preferencia. Cuando el castigo a una ofensa se realiza
casualmente, según ese criterio, la sensación general de satisfacción
que se sigue, da testimonio de lo natural que es el deseo del pago en
especie. Para muchos, la prueba de que un castigo es justo reside en que
el castigo sea proporcionado a la ofensa; la cual significa que debe
medirse exactamente por la culpabilidad moral del acusado (cualquiera
que sea el criterio para medir la culpabilidad moral). Estiman esas
personas que la apreciación de la cantidad de castigo necesaria para
prevenir la ofensa no tiene nada que ver con la justicia. Otros, en
cambio, sostienen que esa apreciación lo es todo, y que es injusto, al
menos entre hombres, infligir al projimo, cualquiera que sea la ofensa,
una cantidad de sufrimientos mayor de la que basta para impedirle recaer
e impedir que los demás imiten su mala conducta.
Tenemos otro ejemplo de un asunto al cual nos hemos referido ya. En una
cooperativa industrial, ¿es justo o no que el talento y la habilidad den
derecho a una remuneración superior? La respuesta negativa se apoya en
que quien hace todo lo que puede, tiene los mismos méritos que los otros
y, en justicia, no debe ser colocado en una posición inferior si no ha
cometido ninguna falta; que la capacidad superior tiene ya ventajas más
que suficientes por la admiración que suscita, la influencia personal
que ejerce y la fuente de satisfacción íntima que constituye, sin
añadirle una participación superior en los bienes del mundo y que, para
ser justa, la sociedad debe compensar a los menos favorecidos, en vez de
afligirlos por esta desigualdad inmerecida en las ventajas. La opinión
contraria sostiene que la sociedad recibe más del trabajador más
eficiente; que, siendo más útiles sus servicios, la sociedad le debe
pagar más; que su trabajo representa, de hecho, una parte mayor en el
resultado total, y no reconocerle sus derechos es una especie de robo;
que si sólo ha de recibir lo mismo que los otros, sólo se le puede
exigir lo mismo que a ellos, debiendo aportar una cantidad menor de
tiempo y esfuerzos, en proporción a la superioridad de su eficiencia.
¿Quién decidirá entre estos dos principios de justicia opuestos? La
justicia presenta en este caso dos lados; es imposible armonizarlos, y
los dos adversarios escogen lados opuestos. El uno sólo vé lo que es
justo que reciba el individuo; el otro, lo que es justo que dé la
comunidad. Cada uno, desde su punto de vista, es invencible; y toda
elección entre los dos, si se hace en el terreno de la justicia, ha de
ser perfectamente arbitraria. Sólo la utilidad social puede decidir la
preferencia.
Una vez más, ¡cuántos y cuán irreconciliables son los criterios de
justicia a que se hace referencia al discutir la repartición de los
impuestos! Una opinión es que el pago al Estado debiera hacerse en
proporción a los medios pecuniarios. Otros creen que la justicia dicta
lo que llaman impuesto proporcional, por el cual se exige un porcentaje
mayor a aquellos que tienen más para gastar. Desde el punto de vista de
la justicia natural, podrían encontrarse sólidas razones para desatender
los medios económicos y pedir a todos la misma suma absoluta (siempre
que sea posible), lo mismo que todos los subscriptores de una comida, o
de un club, pagan la misma suma por los mismos privilegios, estén o no
igualmente capacitados para sufragar los gastos.
Puesto que (como podría decirse) la protección de la ley y del gobierno
se da para todos, y todos la exigen, no hay ninguna injusticia en hacer
que todos la paguen al mismo precio. Se considera una justicia, no una
injusticia, el que un comerciante cobre a todos los clientes el mismo
precio por un mismo artículo, y no un precio distinto, de acuerdo con
los distintos medios de pago. Esta doctrina, aplicada a la regulación de
los impuestos, no encuentra abogados porque choca fuertemente con los
sentimientos humanitarios y las ideas sobre la conveniencia social; pero
el principio de justicia que invoca es tan verdadero y tan obligatorio
como los otros que podrían oponérsele. Por ello ejerce una influencia
tácita en la línea de defensa que se emplea para otros modos de
tasación. Hay gente que, como justificación a que el rico pague más
impuestos, se cree obligada a argumentar que el Estado hace más por el
rico que por el pobre; sin embargo, esto no es verdad, porque los ricos
podrían protegerse a sí mismos mejor que los pobres en la ausencia de
ley o gobierno. Probablemente conseguirían convertir en esclavos a los
pobres. Otros difieren tanto de esa concepción de la justicia, que
sostienen que todo el mundo debería pagar la misma tasa por cabeza a
cambio de la protección de su persona (por ser ésta del mismo valor para
todos), y una tasa distinta a cambio de la protecciòn de su propiedad,
que es de distinto valor. A esto replican otros que las dos cosas
reunidas tienen para una persona tanto valor como para otro. Para
desenredar estas confusiones, no hay otro método que el utilitarismo.
¿Es, pues, la diferencia establecida entre lo justo y lo conveniente una
distinción meramente imaginaria? ¿Está la humanidad bajo el efecto de
una ilusión al pensar que la justicia es una cosa más sagrada que la
política y que no se debería escuchar a la segunda hasta que no se
hubiera satisfecho la primera? De ningún modo. La exposición que hemos
hecho de la naturaleza y origen de ese sentimiento, reconoce que hay una
distinción real; y ninguno de los que profesan el más sublime desprecio
por las consecuencias de las acciones consideradas como elemento moral,
atribuye más importancia que yo a esta distinción. Mientras discuto las
pretensiones de cualquier teoría que establezca un criterio imaginario
de justicia no fundamentado en la utilidad, considero que la justicia se
base en la utilidad como parte más importante y mucho más
inviolablemente obligatoria que ninguna otra de la moral. Justicia es el
nombre que se da a la clase de reglas morales que más íntimamente
conciernen a lo esencial del bienestar humano y, por lo tanto, obligan
de un modo más absoluto que todas las otras reglas de conducta de la
vida. La noción que hemos encontrado ser la esencia de la idea de
justicia, la de un derecho que reside en un individuo, implica y
atestigua esta fuerza superior de obligación.
Las reglas morales que prohiben a los hombres dañarse unos a otros (en
lo cual no debemos olvidar incluir la interferencia injusta con la
libertad de los demás) son más vitales para el bienestar humano que
cualquiera otras máximas que, por importantes que sean, sólo señalan el
mejor modo de dirigir alguna clase de asuntos humanos. Poseen también la
particularidad de que son el elemento más importante en la determinación
del conjunto de los elementos sociales de la humanidad. Su observación
es lo único que mantiene en paz a los seres humanos. Si la obediericia a
ellas no fuese la regla; y su desobediencia la excepción, cada uno vería
en su prójimo un enemigo con el cual debería estar continuamente en
guardia. Lo que es apenas menos importante, éstos son los preceptos que
más fuertes y directos motivos tienen los hombres para imponer a todos.
Limitándose a dar exhortaciones o instrucciones de prudencia, no ganan o
no creen ganar nada. Tienen un interés indudable en inculcar a cada uno
el deber de la beneficencia positiva, pero este interés es mucho más
pequeño: una persona puede no necesitar los beneficios de los otros,
pero siempre necesita que no le causen daño. Así, la moral que protege a
cada individuo de los daños que pueden causarle los demás, ya
directamente, ya coartando su libertad de buscar el propio bien, es la
moral que con más fuerza alberga su corazón, y la que más interés tiene
en consolidar y hacer pública por medio de la palabra y de la acción. La
aptitud de una persona para vivir en sociedad se prueba y decide por la
observación de esta moral; pues de ella depende que la juzguen
perjudicial o no aquellos con quienes está en contacto. Ahora bien, son
estas reglas de moral las que constituyen primariamente las obligaciones
de la justicia. Los casos más destacados de injusticia y los que dan el
tono de repugnancia que caracteriza al sentimiento, son actos de
agresión injustificada o de abuso del poder que se tiene sobre alguien;
a continuación vienen los actos en que se retiene injustificadamente la
que se debe a alguien; en ambos casos se inflige a la persona un mal
positivo bajo la forma de sufrimiento directo o de privación de algún
bien físico o social con el cual tiene un derecho razonable a contar.
Los mismos motivos poderosos que ordenan la observación de estas reglas
morales primarias, prescriben el castigo de los que las violan; y, como
los impulsos de defensa propia o defensa de los demás, y de venganza,
brotan contra esas personas, la retribución, la devolución del mal por
el mal, se une íntimamente al sentimiento de la justicia y se incluye
universalmente en su idea. El devolver bien por bien es también uno de
los dictados de la justicia. Esto, aunque tenga una utilidad social
evidente, y aunque responda a un sentimiento humano natural, no tiene, a
primera vista, esa conexión tan obvia con el mal o injuria que existe en
los casos más elementales de justicia e injustícia, y que constituyen el
origen de la intensidad característica del sentimiento. Pero esa
conexión, aunque sea menos obvia, no es menos real. El que acepta un
beneficio y se niega a devolverlo cuando lo necesitan inflige un daño
real al defraudar una de las esperanzas más naturales y razonables que
él debe haber hecho concebir, al menos tácitamente, pues de otra manera
dificilmente se le hubiera conferido el beneficio. El importante lugar
que entre los daños e injurias humanas ocupa el defraudar las
esperanzas, se demuestra por el hecho de que constituye lo más criminal
que hay en actos tan inmorales como romper una amistad o faltar a una
promesa. Pocos de los daños que puede sufrir el hombre son mayores; y
nada duele más que perder a la hora de la necesidad aquello en que se ha
confiado habitualmente y con plena seguridad. Pocos daños son mayores
que esta mera retención del bien. Ninguno suscita más resentimiento por
parte de la persona que lo sufre o por parte del espectador
simpatizante. Por consiguiente, el principio de dar a cada uno lo que se
merece, esto es, devolver bien por bien y mal por mal, no sólo está
incluido en la idea de justicia, tal como la hemos definido, sino que es
el objeto propio de esa intensidad del sentimiento, que, ante la
estimación humana, coloca a la justicia por encima de la simple
conveniencia.
La mayoría de las máximas de justicia corrientes en el mundo, y a las
cuales se apela en sus transacciones, son simplemente instrumentos para
llevar a cabo los principios de justlcla de que acabamos de hablar. Que
una persona sola es responsable de lo que ha hecho voluntariamente, o de
lo que podría haber evitado voluntariamente; que es injusto condenar a
una persona sin escucharla; que el castigo debe ser proporcionado a la
ofensa; estas máximas y otras semejantes, tratan de prevenir que el
principio justo de devolver mal por mal, se pervierta convirtiéndose en
el de infligir el mal sin justificación. La mayor parte de estas máximas
comunes deben su uso a la práctica de los tribunales de justicia, que se
han visto llevados naturalmente a un reconocimiento y elaboración más
completos de lo que era de esperar hicieran los no consagrados a estas
tareas. Estas máximas les eran necesarias para cumplir con su doble
función de castigar a quien lo mereciera y reconocer a cada persona su
derecho.
La primera de las virtudes judiciales, la ímparcialidad, es una
obligación de justicia, en parte por la razón mencionada últimamente, ya
que constituye una condición necesaria para el cumplimiento de las otras
obligaciones de la justicia. Pero no es ésta la única razón del elevado
rango que entre las obligaciones humanas ocupan las máximas de igualdad
e imparcialidad, las cuales, tanto ante la estimación del pueblo, como
ante la de los más ilustrados, deben inclulrse entre los preceptos de la
justicia. Desde un punto de vista, pueden considerarse como corolarios
de los principios ya expuestos. Si es un deber obrar con cada uno según
sus méritos, devolver bien por bien, lo mismo que reprimir el mal con
mal, se sigue necesariamente que debemos tratar igualmente bien (cuando
un deber superior no lo impide) a los que han contraído iguales méritos
con nosotros, y que la sociedad debe tratar igualmente bien a los que
han contraído iguales méritos con ella, esto es, a los que han merecido
el bien igualmente y de una manera absoluta. Este es el principio
abstracto más elevado de la justicia social y distributiva. Hacia él
debe procurarse que converjan todas las instituciones y todos los
esfuerzos de los ciudadanos virtuosos. Pero este gran deber moral
descansa sobre un fundamento aún más profundo, en cuanto es una
emanación directa del primer principio de la moral y no un mero
corolario lógico de principios secundarios o doctrinas derivadas. Está
implicado en la misma significación de la utilidad o principio de la
mayor felicidad.
Ese principio será un mero arreglo de palabras sin
significado racional, a menos que la felicidad de una persona, que (con
las salvedades propias de la utilidad) se supone ser de igual intensidad
a la de otra, se tome tan en cuenta como la de ésta. Puesto que estas
condiciones se enuncian en el dicho de Bentham cada uno debe contar por
uno, nadie por más de uno, podría escribirse bajo el principio de
utilidad como comentario explicativo (2) El derecho que todo el mundo
tiene a la felicidad implica, según los moralistas y legisladores, un
derecho igual a todos los medios para alcanzar la felicidad, a menos que
las condiciones inevitables de la vida humana y el interés general, en
el cual está comprendido el interés del individuo, pongan límites a esta
máxima. Esos límites deben ser determinados estrictamente. Como todas
las otras máximas de justicia, ésta no se aplica, o no se juzga
aplicable universalmente; por el contrario, como ya he hecho notar, se
pliega a las ideas de cada uno sobre lo que es conveniencia social. Pero
entonces, como en todos los casos en que se la considera aplicable, se
juzga que está dictada por la justicia. Se estima que todas las personas
tienen derecho a un trato igual, excepto cuando alguna conveniencia
social reconocida exige lo contrario. De aquí que todas las
desigualdades sociales que han dejado de considerarse convenientes
asuman los caracteres, no de la simple inutilidad, sino de la
injusticia, por lo que parecen tan tiránicas que la gente llega a
preguntarse cómo pudo haberlas tolerado.
Olvidan así que quizá ellos
mismos toleran otras desigualdades a causa de una noción de la
conveniencia igualmente equivocada, y cuya corrección les haría
considerarla tan completamente monstruosa como la que acaban de aprender
a condenar. La historia entera del progreso social ha constituído una
serie de transiciones por las cuales una costumbre, o institución, tras
otra, han dejado de ser consideradas como una necesidad primaria de la
existencia social, para pasar a la categoría de la injusticia y la
tiranía universalmente estigmatizadas. Así ha ocurrido con las
distinciones de esclavos y hombres libres; nobles y siervos, patricios y
plebeyos; y lo mismo ocurrirá, y en parte ocurre ya, con las
aristocracias de color, la raza y el sexo.
Parece, pues, por lo que se ha dicho, que la justicia es el nombre que
se da a ciertas necesidades morales que, consideradas colectivamente,
ocupan un rango más elevado en la escala de la utilidad social y, por
tanto, poseen una obligatoriedad superior a la de las otras. Sin
embargo, pueden darse casos particulares en que algún otro deber social
sea tan importante como para predominar sobre cualquiera de las máximas
generales de justicia. Así, salvar una vida puede ser; no sólo
permisible, sino un deber y lo mismo robar o arrebatar por la fuerza la
medicina o los alimentos necesarios, hurtar y obligar a un médico a
ejercer su profesión. En tales casos, como no llamamos justicia a lo que
no sea virtud, solemos decir, no que la justicia debe ceder el paso a
algún otro principio moral, sino que lo que es justo en los casos
ordinarios, no es justo en un caso particular por razón de ese otro
principio. Por este útil acomodo del lenguaje, se salvaguarda el
carácter de inviolabilidad atribuído a la justicia, y nos libramos de la
necesidad de sostener que puede haber injusticias laudables.
Las consideraciones que acaban de aducirse resuelven, creo yo, la única
dificultad real de la teoría utiliíaria de la moral. Siempre ha sido
evidente que todos los casos de justicia son también casos de
conveniencia; la diferencia está en el sentimiento peculiar que se une a
la primera, contraponiéndola a la segunda. Si este sentimiento
característico ha sido suficientemente explicado, no hay ninguna
necesidad de asignarle un origen peculiar; si es simplemente el
sentimiento natural de la venganza, moralizado por hacérsele extensivo a
las exigencias del bien social; y si este sentimiento no sólo existe
sino que debe existir en todas las clases de casos a que corresponda la
idea de justicia, esa idea ya no se presenta más como la piedra de
escándalo de la ética utilitaria (3). La justicia sigue siendo el nombre
apropiado a ciertas utilidades sociales que son mucho más importantes y,
por ende, más absolutas e imperativas que todas las otras de la misma
clase (aun cuando las otras puedan serlo más en casos particulares). Por
ello, estas necesidades deben ser defendidas, como lo son naturalmente,
por un sentimiento no sólo diferente en grado, sino en especie. Deben
distinguirse del sentimiento más moderado que va añejo a la mera idea de
promoción del placer humano o conveniencia, ante todo por la naturaleza
más definida de sus mandatos y, después por el carácter más severo de
sus sanciones.
________________________________________
Notas
(1) Véase esta cuestión aclarada y confirmada por el profesor Bain en un
admirable capítulo (titulado Las emociones éticas o el sentido moral)
del segundo de los tratados que componen su profundo y elaborado estudio
sobre El Espíritu.
(2) Idem, págs 121 y 125.
(3) Esta implicación del primer principio del sistema utilitarista, la
imparcialidad perfecta entre las personas, es considerada por Mr.
Herbert Spencer (en su Social Statics) como una refutación de las
pretensiones de la utilidad a erigirse en guía suficiente del bien, ya
que -dice- el principio de utilidad presupone el principio anterior de
que todos tienen igual derecho a la felicidad. Se podría explicar más
correctamente diciendo que supone que cantidades iguales de felicidad
son igualmente deseables, sean alcanzadas por la misma o por distintas
personas. Sin embargo, esto no es un presupuesto; no es una premisa
necesaria para sostener al principio de utilidad, sino el principio
mismo, porque ¿en qué consiste el principio de utilidad sino en que
felicidad y deseable sean términos sinónimos? Si hubiera algún principio
anterior implícito, no podría ser más que éste: que las verdades de la
aritmética son aplicables a la valoración de la felicidad, lo mismo que
a todas las otras cantidades susceptibles de medida.
(Mr. Herbert Spencer, en una comunicación privada relativa a la Nota
precedente, pone objeciones a que se le considere contrario al
utilitarismo; y declara que considera la felicidad como el último fin
moral; pero estima que ese fin sólo se puede alcanzar parcialmente por
medio de generalizaciones empíricas de los resultados de la observación
de la conducta, y que no puede alcanzarse completamente más que
deduciendo de las leyes de la vida y de las condiciones de la existencia
qué clase de actos tienden, necesariamente, a producir felicidad y qué
clase tiende a producir la desdicha. Con excepción de la palabra
necesariamente, yo no tengo ninguna objeción que hacer a esta doctrina;
y (omitiendo ésa palabra) no sé de ningún abogado moderno del
utilitarismo que sea de diferente opinión. Ciertamente, Bentham, a quien
Mr. Spencer se refiere particularmente en la Social Statics, está más
dispuesto que ningún otro escritor a deducir, de las leyes de la
naturaleza humana y de las condiciones universales de la vida, el efecto
de las acciones sobre la felicidad. El cargo que comúnmente se le hace
es que confía excesivamente en esas deducciones, y se niega en absoluto
a limitarse a esas generalizaciones de la experiencia específica, en que
generalmente se encierran los utilitaristas, según Mr. Spencer. Mi
propia opinión (y, por lo que deduzco, la de Mr. Spencer), es que en
ética, lo mismo que en todas las otras ramas de los estudios
cientificos, la conciliación de los resultados de esos dos
procedimientos, que se corroboran y verifican mutuamente, es necesaria
para comunicar a las proposiciones generales la índole y el grado de
evidencia que constituyen una prueba científica).
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