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Leyendas sorianas

"El rayo de luna"
"El monte de las ánimas"
"La promesa" 
"Los ojos verdes"
"El gnomo"
"La corza blanca"
     
El Gnomo 4/5
Bécquer en la red
     

 

 

 
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Después que hubo alcanzado tan señalada victoria cuentan que dijo el rey a la pastorcita: " Pídeme lo que quieras, que aun cuando fuese la mitad de mi reino, juro que te lo he de dar al instante" " Yo no quiero más que volver a cuidar mi rebaño", respondió la pastorcilla, "No cuidarás sino de mis fronteras", le replico el rey, y le dio el señorío de toda la raya y le mandó edificar una fortaleza en el pueblo más fronterizo a Castilla, adonde se trasladó la pastora, casada ya con uno de los favoritos del rey, noble galán, valiente y señor asimismo de muchas fortalezas y muchos feudos.

La estupenda relación del tío Gregorio acerca de los gnomos del Moncayo, cuyo secreto estaba en la fuente del lugar, exaltó nuevamente las locas fantasías de las dos enamoradas hermanas, contemplando, por decirlo así, la ignorancia historia del tesoro hallado por la pastorcita de la conseja, tesoro cuyo recuerdo había turbado más de una vez sus noches de insomnio y de amargura, prestándose a su imaginación como un débil rayo de esperanza.

La noche siguiente a la tarde del encuentro con el tío Gregorio, todas las muchachas del lugar hicieron conversación en sus casas de la estupenda historia que les había referido. Marta y Magdalena guardaron un profundo silencio y ni en aquella noche ni en todo el día que amaneció después volvieron a cambiar una sola palabra relativa al asunto, tema de todas las conversaciones y objeto de los comentarios de sus vecinas.
Cuando llegó la hora de costumbre, Magdalena tomó su cántaro y le dijo a su hermana:
¿Vamos a la fuente?

Marta no contestó, y Magdalena volvió a decirle:

¿Vamos a la fuente?, mira que sin no nos apresuramos se pondrá el sol antes de la vuelta.

Marta exclamó al fin, con acento breve y áspero:

Yo no quiero ir hoy.

Ni yo tampoco, añadió Magdalena después de un instante de silencio, durante el cual mantuvo los ojos clavados en los de su hermana, como si quisiera adivinar en ellos la causa de su resolución.

III


Las muchachas del lugar hacía cerca de una hora que estaban de vuelta en sus casas. La última luz del crepúsculo se había apagado en el horizonte y la noche comenzaba a cerrar de cada vez más oscura, cuando Marta y Magdalena, esquivándose mutuamente y cada cual por diverso camino, salieron del pueblo con dirección a la fuente misteriosa. La fuente brotaba escondida entre unos riscos cubiertos de musgo en el fondo de una larga alameda.

Después que se fueron apagando poco a poco los rumores del día y no se escuchaba el lejano eco de la voz de los labradores que vuelven, caballeros en sus yuntas, cantando al compás del timón del arado que arrastran por la tierra; después que se dejó de percibir el monótono ruido de las esquilillas del ganado, y las voces de los pastores, y el ladrillo de los perros que reúnen las reses, y sonó en la torre de oraciones, reinó ese doble y augusto silencio de la noche y soledad, silencio lleno de murmullos extraños y leves, que lo hacen aún más perceptible.

Marta y Magdalena se deslizaron por entre el laberinto de los árboles, y protegidas por la oscuridad, llegaron sin verse al fin de la alameda. Marta no conocía el temor, y sus pasos eran firmes y seguros. Magdalena temblaba con el ruido que producían sus pies al hollar las hojas secas que tapizaban el suelo.

Cuando las dos hermanas estuvieron junto a la fuente, el viento de la noche comenzó a agitar las copas de los álamos, y el murmullo de sus soplos desiguales parecía responder el agua del manantial con un rumor acompasado y uniforme.

Marta y Magdalena prestaron atención a aquellos ruidos que pasaban bajo sus pies como un susurro constante y sobre sus cabezas como un lamento que nacía y se apagaba para tornar a crecer y dilatarse por la espesura. A medida que transcurrían las horas, aquel sonar eterno del aire y el agua empezó a producirles una extraña exaltación, una especie de vértigo que, turbando la vista y zumbando en el oído, parecía trastornarlas por completo.

Entonces, a la manera que se oye hablar entre sueños con un eco lejano y confuso, les pareció percibir entre aquellos rumores sin nombre sonidos inarticulados, como los de un niño que quiere y no puede llamar a su madre; luego, palabras que se repetían una vez y otra, siempre lo mismo; después, frases inconexas y dislocadas, sin orden ni sentido y por último ... por último, comenzaron a hablar el viento vagando entre los árboles y el agua saltando de risco en risco.

Y hablaban así:

El agua: !mujer, mujer! !óyeme ..., óyeme y acércate para oírme que yo besaré tus pies mientras tiemblo al copiar tu imagen en el fondo sombrío de mis ondas! óyeme, que mis murmullos son palabras.

El viento: !Niña! !niña gentil, levanta tu cabeza, déjame en paz besar tu frente, en tanto que agito tus cabellos!, niña gentil, escúchame, que yo sé hablar también y te murmuraré al oído frases cariñosas.

Marta: !Habla, que yo te comprenderé, porque mi inteligencia flota en un vértigo como flotan tus palabras indecisas!, habla misteriosa corriente.

Magdalena: Tengo miedo. ¡Aire de la noche,aire de perfumes, refresca mi frente que arde! Dime algo que me infunda valor, porque mi espíritu vacila.

El agua: Yo he cruzado el tenebroso seno de la tierra, he sorpendido el secreto de su maravillosa fecundidad y conozco todos los fenómenos de sus entrañas, donde germinan las futuras creaciones. Mi rumor adormece y despierta. Despierta tú, que lo comprendes.

El viento: Yo soy el aire que mueve los ángeles con sus alas inmensas al cruzar por el espacio. Yo amontono en el Occidente las nubes que ofrecen al sol un lecho de púrpura y traigo al amanecer, con las neblinas que se deshacen en gotas, una lluvia de perlas sobre las flores. Mis suspiros son un bálsamo. Ábreme tu corazón y lo inundaré de felicidad.

Marta: cuando yo oí por primera vez el murmullo de una corriente subterránea, no en balde me inclinaba a la tierra prestándole oído. Con ella iba un misterio que yo debía comprender al cabo.

Magdalena: Suspiros del viento, yo os conozco vosotros me acariciabais dormida cuando, fatigada por el llanto, me rendía al sueño en mi niñez y vuestro rumor se me figuraban palabras de una madre que arrulla a su hija.

El agua enmudeció por algunos instantes, y no sonaba sino como agua que se rompe entre peñas. El viento calló también, y su ruido no fue otra cosa que ruido de hojas movidas. Así pasó algún tiempo, y después volvieron a hablar, y hablaron así:

El agua: después de infiltrarme gota a gota a través del filón de oro de una mina inagotable, después de correr por un lecho de plata y saltar como sobre guijarros entre un sinnúmero de zafiros y amatistas, arrastrando, en vez de arenas, diamantes y rubíes, me he unido en misterioso consorcio a un genio. rica con su poder y con las ocultas virtudes de las piedras preciosas y los metales, de cuyos átomos vengo saturada, puedo ofrecerte cuanto ambicionas. Yo tengo la fuerza de un conjuro, el poder de un talismán y la virtud de las siete piedras y los siete colores.

El viento: yo vengo de vagar por la llanura, y como la abeja que vuelve a la colmena con su botín de perfumadas mieles, traigo suspiros de mujer, plegarias de niño, palabras de casto amor y aromas de nardos y azucenas silvestres. Yo no he recogido a mi paso más que perfumes y ecos de armonías. Mis tesoros son inmateriales: pero ellos dan la paz del alma y la vaga felicidad de los sueños venturosos.

Mientras su hermana, atraída como por un encanto se inclinaba al borde de la fuente para oír mejor, Magdalena se iba instintivamente separando de los riscos entre los cuales brotaba el manantial.

Ambas tenían sus ojos fijos, la una en el fondo de las aguas, la otra en el fondo del cielo.

Y exclamaba Magdalena, mirando brillar los luceros en la altura:

Esos son los nimbos de la luz de los ángeles invisibles que nos custodian.

En tanto decía Marta, viendo temblar en la linfa de la fuente el reflejo de las estrellas:

Esas son las partículas de oro que arrastra el agua en su misterioso curso.

El manantial y el viento, que por segunda vez habían enmudecido un instante, tornaron a hablar, y dijeron: