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publicat a La Vanguardia el 18/09/2002 per Julià Guillamon
Barcelona de nuevo
Juli Vallmitjana (1873-1937) es el gran
narrador del Montjuïc moderno. En el libro que recopila sus historias de
gitanos (De la raça que es perd, 1917), cuenta el caso de unos
barraquistas que encuentran un cerdo enfermo de triquinosis. La mitad de la
bestia la venden con engaño en el mercado de Hostafrancs, con la otra
media se montan una fontada abominable. En otro libro (Sota Montjuïc,
1908), el carro de los muertos transporta el cuerpo de En Tarregada hacia el
cementerio de Can Tunis. El cochero, beodo, deja la puerta abierta y pierde
el ataúd por el camino. La escena me recuerda la conclusión de
aquella película de Fassbinder (La ley del más fuerte),
con los niños desvalijando un cadáver en el pasillo del metro.
Vallmitjana y Fassbinder son autores de
una gran potencia dramática, su propósito es denunciar la violencia
cotidiana y conmover al lector.
Tomando como punto de partida el mundo que describe Vallmitjana,
Eduardo Mendoza construyó en 1986
el personaje de Onofre Bouvila de La ciudad de los prodigios, individualista
y resentido. Mendoza impone una distancia, no es tan descarnado, su objetivo
no es amedrantarnos con historias para no dormir. Al situar la trayectoria de
su héroe entre dos polos (el nacimiento del anarquismo y la creación
de un poder subterráneo que desprecia el interés colectivo) indica
que se trata de un arquetipo. El individualismo reina en la ciudad y para llegar
a dominar el cotarro, Bouvila aplicará lo que aprendió en la calle.
Por lo visto hasta ahora, Los juegos feroces de Francisco
Casavella está a medio camino entre estos dos modelos. Por sus escenarios
y por su violencia conecta con las novelas de suburbio. Empieza con un crimen
atroz, en un edificio en construcción que los del barrio llaman El Molino
(porque todo el mundo iba allí a follar), y sigue con una
serie de historias más o menos escabrosas, desde el cuento de los chicos
que torean a los fórmula 1 y les lanzan huevos hasta asuntos más
graves que podrían acabar en el reformatorio. La primera entrega de la
trilogía es un retrato excelente de la Barcelona desarrapada de los setenta.
Pero al mismo tiempo Los juegos feroces propone una conexión entre
las trifulcas e intereses de las mafias de barriada y los procedimientos de
los tiburones financieros, entre la ciudad del 71 y la del 95. La presencia
inicial de un esperpéntico Javier de la Rosa bajo el nombre de Pistacho
hace temer lo peor, pero la novela remonta tras la introducción. La narrativa
actual sobre Barcelona no consigue captar la complejidad del entramado económico
y político. ¿Logrará Casavella
superar la simplificación? Por lo pronto, el encaje entre historia y
mitología personal funciona. Y que dure.
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