EL RACIONALISMO
John Cottingham
GUIÓ
EL RACIONALISMO
I. TÉRMINOS Y MÉTODOS
Racionalismo.
II. LOS FUNDAMENTOS
CLÁSICOS.
Conocimiento y creencia en Platón.
Las formas: realidad inmutable y entendimiento puro.
El apriorismo de Platón.
1. Infalibilidad y necesidad.
Aristóteles.
El conocimiento demostrativo según Aristóteles.
III. LA EDAD DE ORO DEL
RACIONALISMO.
A. René Descartes (1596-1650).
La duda cartesiana y la forma de solucionarla..
El rechazo de los sentidos.
La función de la matemática.
B. Baruch de Spinoza (1632-77)
La teoría monista de la substancia.
La verdad como coherencia.
C. Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716)
La interacción causal.
Libertad y necesidad.
IV. LA CONTRARREVOLUCIÓN
EMPIRISTA
Y LA SÍNTESIS KANTIANA.
Consenso universal y conciencia.
La mente como “tabula rasa”
La réplica de Leibniz a Locke.
B. David Hume (1711-1776) y la idea de conexión necesaria.
C. La síntesis kantiana
V. EL RACIONALISMO EN EL SIGLO XX.
A. La herencia de Hegel.
B: Ascenso y caída del empirismo moderno.
Russell y Wittgenstein
C. El racionalismo y la filosofía analítica.
El ataque de Quine al “dogma” de la analiticidad
D. Conocimiento y lenguaje: El resurgimiento del innatismo.
La teoría de la adquisición del lenguaje de Chomsky.
E. El racionalismo en la ética.
El trasfondo del siglo XVIII
La crítica de Hume al racionalismo ético.
El “imperativo categórico” de Kant.
El naturalismo ético.
1. La falacia naturalista y la dicotomía entre hechos y valores.
2. El desafío del existencialismo.
E. Racionalismo, empirismo y método científico.
Karl Popper y la falsabilidad.
La reciente revolución en la filosofía de la ciencia.
I. TÉRMINOS Y MÉTODOS
Racionalismo.
Los racionalistas acentúan la función que desempeña la razón como algo
opuesto a los sentidos en la adquisición del conocimiento. Algunos
racionalistas condenan los sentidos al considerarlos como
intrínsecamente sospechosos y carentes de fiabilidad para basar en ellos
el conocimiento. Jamás puede bastar la experiencia por sí sola. Esta
clase de conocimiento a veces se define como un conocimiento poseído
antes de la experiencia.
La visión racionalista considera que el conocimiento a priori no se
limita exclusivamente a las tautologías.
Una de las tendencias del racionalismo es el innatismo, que es por su
parte un complejo conjunto de nociones según el cual la mente está
equipada, desde el momento del nacimiento, con ciertos conceptos
fundamentales o con el conocimiento de determinadas verdades
fundamentales.
Otra tendencia del racionalismo consiste en el apriorismo, la creencia
en la posibilidad de llegar al conocimiento con independencia de los
sentidos.
El necesitarismo es otro de sus aspectos: según esta corriente, la
filosofía puede descubrir verdades necesarias acerca de la realidad..
II. LOS FUNDAMENTOS
CLÁSICOS.
Conocimiento y creencia en Platón.
El primer paso de cualquier explicación del conocimiento consiste en
distinguirlo de la creencia. Al parecer, el conocimiento es algo que
representa una mejora sobre la creencia verdadera, o argumenta por qué
es verdadera.: el conocimiento mejora la creencia verdadera ya que quien
conoce puede brindar determinada explicación de por qué es verdadera su
creencia.
En la “República” se afirma que el conocimiento no consiste únicamente
en la creencia verdadera apoyada por una explicación, sino que además es
infalible. El conocimiento está relacionado con lo que es, mientras que
la creencia se relaciona con lo que “es y no es”.
Cuando tenemos una creencia referente a un individuo bello o a una
acción justa, según Platón se plantea una dificultad, provocada por el
siguiente hecho: aquello que se supone bello o justo, puede resultar feo
o injusto desde otro punto de vista. Elena de Troya puede ser bella este
año, pero en un plazo de treinta años puede volverse fea; una acción
como por ejemplo devolver una propiedad prestada puede ser justa en
ciertos casos, pero en otros (devolver un arma a un demente peligroso)
puede ser injusta. De igual modo, dice Platón, “las cosas que son
grandes o pesadas, desde otro punto de vista pueden muy bien ser
llamadas pequeñas o ligeras”. Nuestras creencias convencionales acerca
del mundo, en opinión de Platón, padecen un defecto básico: cuando
asignamos determinada propiedad “F” a un objeto del mundo, puede muy
bien ocurrir que -aunque desde determinado punto de vista tal objeto es
“F”- desde otra perspectiva sea “no F”. Este argumento se propone
mostrar que las propiedades adscritas a los objetos de creencia están
sujetas siempre a revisión y a reevaluación. Tales objetos nunca poseen
sus propiedades de un modo absoluto e ilimitado.
A continuación hay que plantearse si es que existe algo que pueda
considerarse como ilimitadamente bello o justo, grande o pesado. Platón
responde a este interrogante con un “sí” convencido. Introduce las
llamadas “Formas”, las “realidades eternas, inmutables, absolutas”, que
en su opinión constituyen los verdaderos objetos del conocimiento.
Las formas: realidad inmutable y entendimiento puro.
Además y por encima de las diversas cosas particulares que son p.ej.
bellas, existe lo que Platón denomina “lo bello en sí mismo”, lo que es
bello de una manera eterna, inmutable y absoluta. Y esto -La forma de lo
bello, como opuesta a las cosas bellas particulares- es el objeto del
conocimiento filosófico.
Ahora se pone de manifiesto que un objeto como “lo bello en sí mismo”
-la belleza absoluta- no es algo que encontremos en nuestra vida
corriente de todos los días. No puede observarse mediante los sentidos,
sino que se trata de algo cuya naturaleza es completamente abstracta o
teórica, y que por lo tanto hay que captar de un modo puramente
intelectual, y no de manera visible o tangible. El auténtico
conocimiento insiste Platón, exige apartarse del mundo sensible para
pasar al mundo de lo “inteligible”. Aquí está presente un contraste
fundamental entre el mundo sensible -el mundo cotidiano que nos revela
los cinco sentidos- y un mundo separado donde están los intelligibilia,
un mundo en el cual los objetos deben ser captados únicamente por el
intelecto.
Detrás de estas analogías subyace un propósito que en parte es político.
El apriorismo de Platón.
El conocimiento verdadero no procede de la observación del mundo
visible, sino del razonamiento matemático abstracto. Los estudios
matemáticos se invocan de manera constante en tanto que factor decisivo
para lograr el tipo de razonamiento abstracto al cual debe acostumbrarse
un filósofo antes de lograr el conocimiento. Platón sostiene que el
conocimiento filosófico no versa sobre aquello que es, sino sobre lo que
no puede ser de otra manera.
Los problemas que plantea la concepción platónica del conocimiento.
1. Infalibilidad y necesidad.
Una cosa es afirmar que existe una conexión necesaria entre el
conocimiento y la verdad, y otra muy distinta es pretender que el
conocimiento tenga que referirse a la verdad necesaria.. Para que nos
demos cuenta de por qué es verdadera una proposición, tiene que
integrarse en el seno de una estructura teórica general. La realidad no
puede aprehenderse a trozos: el filósofo tiene que disponer de una
visión unificada de cómo se ajusta cada una de las partes dentro del
conjunto.
Aristóteles.
La contribución de Aristóteles es mucho más ambigua.
El conocimiento demostrativo según Aristóteles.
Con respecto al conocimiento a priori, empero, no puede afirmarse con
certidumbre que Aristóteles rechace la opinión platónica según la cual
la razón nos proporciona las verdades necesarias y esenciales acerca del
mundo. Aristóteles se encuentra muy influido por una concepción
axiomática o deductiva del conocimiento (Analíticos Posteriores). En vez
de insistir sobre los procedimientos inductivos basados en observaciones
sensibles -como hacen los empiristas posteriores, p. ej. Francis Bacon-,
Aristóteles sostiene que el verdadero conocimiento científico debe
implicar demostraciones lógicas estrictas, que se deriven de los
primeros principios. En consecuencia, una demostración es una deducción
(syllogismos) que se deriva de premisas necesarias.
Esto parece constituir una sólida adhesión a la tesis platónica según la
cual el conocimiento de la realidad es un conocimiento de verdades
necesarias. Aristóteles afirma de manera explícita que la ciencia versa
sobre “lo que no puede ser de otra manera”. En otras palabras, defiende
una visión sólidamente necesitarista de la verdad científica. Para
Aristóteles los principios últimos de la ciencia no son, como en la
opinión empirista habitual, “hechos en bruto”.
Aristóteles admite sin ambages que estos puntos de partida últimos no
pueden ser demostrados ellos mismos mediante una deducción lógica. En
los “Analíticos Posteriores” Aristóteles declara que los primeros
principios de la ciencia son conocidos mediante un proceso llamado“epagoge”.
Epagoge suele traducirse habitualmente como “inducción”, pero hay que
tener cuidado para no incurrir en una equivocación y achacarle a
Aristóteles la opinión de Francis Bacon según la cual la ciencia
establece sus resultados “induciendo” leyes generales a partir de
cuidadosas observaciones y experimentos que tienen lugar en casos
particulares. De hecho, en Aristóteles no encontramos nada que
corresponde al “método experimental” sistemático de la ciencia.
La noción fundamental de la epagoge aristotélica es que la mente nos
“conduce” de una a otra verdad. Aristóteles considera que los sentidos
poseen una función heurística en el establecimiento de los primeros
principios. Los sentidos pueden guiarnos en la dirección correcta, o
estimularnos hacia líneas fecundas de pensamiento. Sin embargo, por sí
mismos no pueden establecer la verdad de las proposiciones necesarias
(La epagogé, insiste Aristóteles, no puede conducirnos por sí sola al
conocimiento verdadero o episteme).
La solución aristotélica consiste en afirmar que conocemos los
principios científicos mediante la intuición racional, aquella facultad
que denomina nous, y que está íntimamente vinculada con el término
noesis, que Platón aplica a la aprehensión racional pura. El modelo de
conocimiento científico que elabora parece estar en estricta dependencia
del modelo a priori y necesitarista de Platón. Aristóteles recae con
frecuencia y a pesar suyo en la seductora visión platónica de la
filosofía como sistema jerárquico cuyos primeros principios han sido
establecidos mediante la luz de la razón.
III. LA EDAD DE ORO DEL
RACIONALISMO.
A. René Descartes (1596-1650).
La duda cartesiana y la forma de solucionarla..
Dentro de la concepción cartesiana, el filósofo debe partir de cero:
tiene que liberarse a sí mismo, de manera sistemática, de las
proposiciones que han sido acumuladas en el pasado y de las opiniones
preconcebidas que ha adquirido a través de sus padres y maestros. El
instrumento utilizado para esta operación de limpieza es la famosa “duda
metódica”.
Primero, se rechaza el testimonio de los sentidos. Luego, se rechazan
también los juicios acerca de la experiencia actual. Después, surge la
tercera clase de duda, la más devastadora: una deidad engañadora…. Hasta
llegar al punto de arranque del sistema filosófico de Descartes: el
conocimiento que tiene el individuo acerca de su propia existencia. Él
sabe que existe; sabe que es esencialmente una cosa pensante. Además, es
consciente de sus propias imperfecciones, y también es consciente de que
tiene en su interior la noción de un ser supremamente perfecto.
El rechazo de los sentidos.
Lo primero que llama la atención del lector en el método filosófico de
Descartes es su actitud notablemente individualista. Todo esto parece
muy alejado del gran proyecto racionalista de Platón (rechazo de la
particularidad, la afirmación de un reino de realidades impersonales y
objetivas que existen independientemente). Descartes, al igual que
Platón, insiste contantemente que la mente debe “apartarse de los
sentidos” para lograr un conocimiento verdadero.
La clave de este conocimiento puramente intelectual es la lux naturae o
“luz natural”: la capacidad innata que Dios otorgó a nuestro intelecto
con objeto de llegar a la verdad por medio de “ideas claras y
distintas”. Estas percepciones claras y distintas no tienen nada que ver
con las percepciones de los sentidos; al contrario, se trata de aquellas
percepciones puramente intelectuales que aparecen en nosotros cuando
contemplamos las proposiciones matemáticas, elementales y evidentes por
sí mismas. En realidad, las propiedades de la cera que percibimos clara
y distintamente (la extensión) son propiedades matemáticas, y más en
particular, propiedades geométricas; la cera es, por esencia, algo que
puede extenderse en tres dimensiones.
La función de la matemática.
“Supongamos que nos dedicamos a examinar la noción que tengamos acerca
de… una piedra, y que dejemos fuera todo lo que sabemos que no resulta
esencial para la naturaleza de un cuerpo. Antes que nada, excluiremos la
dureza porque si la piedra se funde o se pulveriza perderá su dureza
aunque no por ello deje de ser un cuerpo. A continuación, excluiremos el
color, porque a menudo hemos visto piedras tan transparentes que parecen
no tener color. Más tarde excluiremos el peso, porque aunque el fuego
sea extremadamente ligero sigue siendo considerado como un cuerpo; y
finalmente, excluiremos el frío, el calor y todas las cualidades de este
tipo, porque no se las considera presentes en la piedra, o porque, si
cambian, no por ello se piensa que la piedra ha perdido su naturaleza
corpórea. Después de todo esto, veremos que en la idea de piedra no
queda nada salvo que se trata de algo extendido en longitud, anchura y
profundidad”.
Descartes considera que toda modalidad de la extensión debe ser
cuantificable. El programa cartesiano de las ciencias físicas, por lo
tanto, consiste en “matematizarlas”. Descartes propone la eliminación
sistemática de las cualidades sensibles -junto con las obscuras fuerzas
ocultas como por ejemplo las “potencias” o “virtudes” simpáticas y
antipáticas de la ciencia medieval, substituyéndolas por las propiedades
del razonamiento matemático, estrictamente cuantificables.
En definitiva, la ciencia constituye para Descartes un proceso en dos
niveles. En el primer nivel, nuestras intuiciones a priori deben
utilizarse para construir un conjunto de primeros principios
fundamentales que proporcionan la base para una descripción matemática
exacta de las leyes de la naturaleza. Sin embargo, a este nivel de
generalización hay que añadir casi todos los detalles específicos. Para
llegar al detalle hemos de bajar a un nivel inferior, donde se trabaja
con algo mucho más cercano a un enfoque hipotético-deductivo. Aquí el
objetivo consiste en diseñar hipótesis de la máxima sencillez, que serán
juzgadas con relación al ámbito y la diversidad de los actuales
resultados empíricos que tales hipótesis logren explicar.
B. Baruch de Spinoza (1632-77)
La teoría monista de la substancia.
Aunque Spinoza se aparta radicalmente de la postura aristotélica, su
definición toma un elemento de la noción originaria de substancia que
propone Aristóteles: éste había indicado que una substancia, al ser
sujeto último de predicación, es algo que posee una existencia
independiente. Según Spinoza el universo en su conjunto -con toda su
complejidad- se convierte en manifestación de una única realidad.
La verdad como coherencia.
La noción de verdad que defiende Spinoza radica en lo que él denomina
una “idea adecuada”. Decir de una idea que es adecuada equivale a decir
que se halla en determinada relación lógica con otras ideas, lo cual -en
definitiva- significa que puede demostrarse su conexión necesaria con el
sistema en conjunto. Por tanto, la verdad es lo que Spinoza denomina una
propiedad “intrínseca” , y no “extrínseca”.
Su deductivismo, su planteamiento holista de la verdad y la explicación,
y su monismo metafísico, es lo que se suele denominar el “necesitarismo”
de Spinoza. Obviamente, esto tiene importantes implicaciones para la
noción de libertad humana, ya que existe la creencia generalizada
(compartida por muchos filósofos) de que actuamos libremente si -y
únicamente si- podríamos haber actuado de otra manera. Spinoza ataca
esta creencia, y afirma que es falsa nuestra concepción de nosotros
mismos como agentes no condicionados.
C. Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716)
Para Descartes sólo hay dos categorías de substancia (pensante y
extensa), y para Spinoza sólo una. Leibniz, en cambio, vuelve a la
antigua postura aristotélica, más acorde con el sentido común, según la
cual existe una pluralidad de substancias.
La teoría de las substancias individuales completas y contenidas en sí
mismas le plantea a Leibniz dos serios problemas. Primero, si las
mónadas están realmente contenidas en sí mismas ¿cómo explicará Leibniz
las conexiones causales que observamos a nuestro alrededor: el hecho de
que las cosas que hay en el mundo parecen actuar y reaccionar
recíprocamente de un modo regular? El segundo problema consiste en la
dificultad ya mencionada: si las mónadas están verdaderamente completas
(contienen de una vez para siempre todo lo que les ocurrirá en el
futuro), ¿cómo conservará Leibniz el carácter contingente de las
verdades de hecho? Resulta muy significativo que la solución de estos
dos problemas nos exija introducirnos en la teología leibniciana, y
depende en gran medida de la existencia de la Mónada Suprema.Dios.
La interacción causal.
Leibniz soluciona el problema de la interacción causal por medio de su
teoría de la armonía preestablecida. Al crear el universo, dios hizo que
todas las mónadas funcionen juntas con independencia, con objeto de
formar el conjunto más perfecto.
En tanto que científicos, hemos de suponer que existe una explicación en
algún lugar para todo lo que sucede. Leibniz sostiene que una indagación
acerca de la razón de un acontecimiento en particular haría que nos
viésemos implicados en una cadena de causas compleja e infinita.
Percibir la razón suficiente que hay detrás de cada acontecimiento es
algo que sólo le corresponde a Dios. Lo que Leibniz sí desea afirmar es
que detrás de cada acontecimiento -lo podamos descubrir o no- existe un
motivo racionalmente inteligible por el cual aquello ocurre de un modo
determinado, y no de otra manera. En definitiva, en el universo no se
dan “hechos en bruto”, correlaciones arbitrarias que sucedan de forma
accidental.
Surge ante nosotros una imagen del universo en la que toda afirmación
verdadera podría ser deducida a priori (al menos para una inteligencia
infinita), y en la que cada substancia particular contiene dentro de sí
misma, de una vez y para siempre, el germen de todo lo que hará.
(Problema de la libertad).
Libertad y necesidad.
Como defensor del teísmo cristiano, Leibniz compartía la doctrina de la
responsabilidad y del mérito personal, y por lo tanto, buscó un lugar
apropiado para la libertad humana dentro de su sistema filosófico. Trató
estos problemas con gran detalle en la obra más extensa que salió de su
pluma, la “Teodicea”:0 ”Ensayos sobre la Bondad de Dios, la Libertad del
Hombre y el Origen del Mal”. El interés de lo que en ella se dice acerca
del problema de la libertad consiste en anticiparse a la reflexión de
muchos modernos “conciliacionistas”, aquellos filósofos que tratan de
introducir la noción de libertad humana dentro del marco de un acusado
determinismo científico.
El propio Leibniz, como resultado lógico de su sistema de mónadas y de
armonía preestablecida, es -al igual que Spinoza- un determinista
convencido. Sostener que la libertad era posible dentro de este universo
completamente determinado representó una clara ruptura con la
insistencia cartesiana acerca del poder ilimitado e indeterminado de la
elección humana: “El señor Descartes exige una libertad que no es
necesaria, con su insistencia en que las acciones de la voluntad del
hombre se hallan por completo indeterminadas, cosa que nunca ocurre”
(“Disertación preliminar sobre la conformidad entre fe y razón”, par.
69. Sin embargo, en Descartes hay pasajes cuyo enfoque de la libertad
parece más cercano al de Leibniz; cf. “Cuarta Meditación, 31, VII, 59)
IV. LA CONTRARREVOLUCIÓN
EMPIRISTA
Y LA SÍNTESIS KANTIANA.
A. La crítica de Locke a las ideas innatas.
A finales del siglo XVII la teoría de las ideas innatas fue sometida a
la más escrupulosa de las investigaciones por el filósofo inglés John
Locke (1632-1704), cuyo “Ensayo sobre el entendimiento humano” (1690) es
uno de los textos que más han influido en la historia de la filosofía.
Consenso universal y conciencia.
La estrategia adoptada por Locke para rechazar la teoría de las ideas
innatas posee un lado negativo y otro positivo.
El argumento que utilizan más a menudo los defensores del innatismo es
el “argumento del consenso universal”: existen determinados principios
fundamentales que toda la humanidad acepta como verdaderos. Sin embargo,
afirma Locke, el consenso universal no demuestra nada.
La mente como “tabula rasa”
Todo conocimiento proviene de la experiencia; y para Locke, la
experiencia consiste primordialmente en la sensación: aquella conciencia
directa del mundo que nos rodea, y que la mente posee gracias a los
cinco sentidos. Además de las ideas procedentes de la sensación, Locke
admite la existencia de ideas de la “reflexión”, ideas que aparecen
cuando la mente reflexiona sobre su propio funcionamiento, y compara y
organiza sus impresiones sensoriales; sin embargo, las impresiones son
los elementos últimos que sirven para edificar todo el conocimiento.
Esta interpretación desecha de un plumazo la doctrina del innatismo.
La réplica de Leibniz a Locke.
Leibniz (“Essais sur l’entendement humain”, 1704) compara la mente
humana con el bloque de mármol de un escultor. No se trata de un bloque
uniforme, que se ajuste indistintamente a recibir cualquier figura que
le imponga el escultor, sino de un bloque que ya está veteado de un modo
determinado, de modo que lo único que tiene que hacer el escultor es dar
unos cuantos golpes y descubrir la vena, con objeto de revelar la forma
que hay debajo. Leibniz afirma que así surge el conocimiento, gracias a
una combinación de estímulos sensoriales (los golpes que da el escultor)
y un conjunto innato de “inclinaciones, disposiciones, hábitos o
potencias naturales” de la mente. Posteriormente, esta idea es recogida
por Kant y en nuestro siglo, por Noam Chomsky.
B. David Hume (1711-1776) y la idea de conexión necesaria.
En el “Tratado…” e “Investigación sobre el Entendimiento Humano” Hume
sostiene que, cuando decimos que A es causa de B, la relación entre A y
B se divide en tres elementos. Prioridad, contigüidad y conexión
necesaria. En primer lugar, si A es causa de B, A tiene que ser anterior
en el tiempo a B (porque ningún efecto puede proceder a su causa). En
segundo lugar, A tiene que estar en contacto con B (sin embargo, no se
aprecia con claridad que esta segunda condición se requiera en la
práctica: la luna, por ejemplo, puede causar cambios en las mareas sin
estar en contacto con ellas; y las causas mentales, p. ej. los deseos,
no parecen estar contiuguos a sus consecuencias, p. ej. las decisiones,
consideración que más adelante hizo que Hume abandonase el requisito de
la contigüidad. En tercer lugar, y lo más importante de todo, las
personas creen que existe una conexión necesaria entre causa y efecto:
si creemos que A es causa de B, creeremos que en cierto modo A “hace
que” ocurra B, o que, dado A, B está “obligado” a suceder, o que, dado
A, “debe” seguirse B.
¿De dónde sale nuestra noción de necesidad causal? No nace de la
observación. La clave de la postura de Hume es la siguiente: lo único
que observamos es una determinada repetición o regularidad de
acontecimientos. Siempre que se coloca el trozo de carbón en el fuego,
observamos que arde. Todo se reduce a esto. No existe ninguna
justificación o garantía empírica que sirva de base a otra noción de
“necesidad”: no se deriva de ninguna impresión sensible.
Hume extrae la revolucionaria conclusión de que en el mundo no hay
conexiones causales necesarias. Lo único que existe son simples
repeticiones de acontecimientos que provocan en la mente la aparición de
ciertas expectativas habituales, produciendo así en nosotros una
sensación de inevitabilidad que achacamos erróneamente al mundo real.
La importancia decisiva de la explicación causal que ofrece Hume reside
en el desafío escéptico que plantea a las pretensiones del racionalismo.
C. La síntesis kantiana
De acuerdo con el argumento de Kant ni siquiera estamos en condiciones
de reconocer que el conjunto “A, entonces B” es, antes que nada, un
acontecimiento, a no ser que exista una regla que convierta en necesario
un determinado orden -no modificable- de nuestras percepciones. En
resumen, la experiencia misma de un acontecimiento externo ya está
presuponiendo una comprensión de la necesidad causal.
V. EL RACIONALISMO EN EL
SIGLO XX.
A. La herencia de Hegel.
Nuestro conocimiento acerca del mundo presupone nuestro compromiso con
el mundo, en calidad de seres conscientes de sí mismos. Desde el punto
de vista de Hegel el filósofo no rechaza la experiencia sensible. La
marcha del proceso dialéctico revela las deficiencias de la confianza
empirista en la aprehensión pasiva de los datos particulares; sin
embargo, esta etapa de la conciencia sensible no se deja simplemente a
un lado en la búsqueda de un tipo de percepción incontaminada y
supuestamente “pura”. La conciencia sensible ordinaria es aufgehoben. Se
eliminan sus contradicciones pero sus elementos valiosos se conservan y
se “elevan”, reintegrándose a un tipo superior de conocimiento, más
sistemático.
Contra el deductivismo racionalista, Hegel nos ofrece un modelo de
combate mental ascendente y dinámico. En vez de ir hacia abajo,
garantizando las verdades que Dios implantó en la mente (como sucede en
el pensamiento cartesiano), para Hegel el filósofo arranca desde nuestra
conciencia ordinaria, y trata de solucionar sus limitaciones y de
integrarla en una perspectiva de nivel superior.
Hegel toma de Platón la noción de razonamiento dialéctico concebido como
lucha ascendente de la mente, en sus intentos progresivos de lograr la
definitiva comprensión filosófica. De la concepción “holista” del
conocimiento, formulada por Spinoza, Hegel toma la noción según la cual,
para comprender los acontecimientos y los objetos particulares,
necesitamos en último término integrarlos en un todo único, sistemático
y omnicomprensivo. Y de la brillante y sutil filosofía de Kant (de la
cual es deudor evidente y directo) Hegel toma la idea de “argumentación
trascendental”, es decir, una argumentación filosófica que no se inicia
a priori desde la experiencia exterior, sino que descubre las
estructuras del entendimiento que se presupone en la experiencia.
B: Ascenso y caída del empirismo moderno.
Russell y Wittgenstein
C. El racionalismo y la filosofía analítica.
El ataque de Quine al “dogma” de la analiticidad.
En “Dos dogmas del empirismo” (1951), Quine desarrolló un ataque radical
contra el “dogma de la analiticidad”, aquella idea según la cual existe
un abismo entre las proposiciones analíticas y las sintéticas. Su
estrategia consiste, primero, en mostrar que no se puede especificar con
propiedad la noción de lo analítico: todos los intentos de definir qué
es una proposición analítica caen inevitablemente en un círculo vicioso.
A continuación, Quine pasa a señalar que es insostenible la doctrina
predominante según la cual existen dos clases de verdad, la
verdad-en-virtud-del-significado y la verdad-en-virtud-del-hecho. (es un
dogma empírico de los empiristas,un metafísico artículo de fe).
La segunda parte de la estrategia de Quine consiste en atacar “el dogma
del reduccionismo”, la idea según la cual la significación de una
proposición puede entenderse -y establecerse su verdad o falsedad- de
manera aislada. Para Quine lo que hay que comparar con el mundo no es la
proposición individual, sino un sistema global de creencias y teorías.
“La totalidad de lo que llamamos conocimiento… desde las cuestiones más
superficiales de la geografía y la historia hasta las leyes más
profundas de la física atómica o incluso de la matemática y la lógica,
es un tejido fabricado por el hombre, cuyos bordes son lo único que
incide en la experiencia.
Algunas de nuestras creencias, las que se encuentran cercanas a la
periferia (en la zona B), son más susceptibles de modificarse a la luz
de la experiencia, y por lo tanto corresponden a lo que tradicionalmente
se ha calificado de “sintético”, mientras que es menos probable que se
abandonen las creencias pertenecientes a la zona A, más cerca del
centro. Sin embargo, esto es sólo una cuestión de grado; aquí no existe
una línea clara y tajante entre ambos tipos de verdad. Y si bien las
verdades “interiores” pueden incluir muchas de aquellas que
tradicionalmente se consideraban como analíticas, no disfrutan de un
estatuto privilegiado; no son verdades “puramente lingüísticas”, inmunes
a la revisión.
“Un conflicto con la experiencia en la periferia da lugar a reajustes en
el interior del campo… Una vez redistribuidos valores entre algunos
enunciados, hay que redistribuir también los de otros que pueden ser
enunciados lógicamente conectados con los primeros o incluso enunciados
de conexiones lógicas… Que hay mucho margen de elección en cuanto a los
enunciados que deben recibir valores nuevos a la luz de cada experiencia
contraria al anterior estado del sistema”.
Los argumentos de Quine, sin la menor duda, no constituyen una defensa
del racionalismo. El talante de la mayor parte de su filosofía es
claramente empirista. “como empirista, sigo pensando que el esquema
conceptual de la ciencia es una herramienta, en último término, para
predecir la experiencia futura a la luz de la experiencia pasada”. No
obstante, sus argumentos sí demuestran que un desprecio intransigente
hacia el racionalismo -como el que se da en Hume y en los positivistas-
sería algo excesivamente precipitado. Enarbolando la “horca de Hume” (a
priori: analíticas; a posteriori: sintéticas), los positivistas han
tratado de ensartar a los racionalistas en una de estas dos púas: sus
afirmaciones tienen que ser analíticas, en cuyo caso, aunque sean
cognoscibles a priori, acabarán convirtiéndose en tautologías vacías; o
bien han de ser sintéticas, en cuyo caso hay que desafiar a los
racionalistas a que demuestren cómo se confirma su verdad a posteriori
mediante la observación.
La imagen que nos brinda Quine, eliminando los dogmas de la analiticidad
y del reduccionismo, vuelve a abrir la posibilidad de que un proposición
filosófica que no se ajuste a la perfección a ninguna de las dos púas de
la horca de Hume aporte efectivamente algo a nuestro conocimiento.
Podría integrarse, junto a las proposiciones lógicas y científicas, en
un sistema global de creencias que examine el mundo en su conjunto, y no
a trozos. El resultado es una perspectiva del conocimiento que no se
muestra automáticamente hostil al tipo de sistema filosófico holista que
habían defendido un Spinoza o un Hegel, por ejemplo. Esto no equivale a
decir que Quine defienda tales empresas: nada estaría más lejos de la
verdad. Sin embargo, los argumentos que él expone sirven para lanzar un
reto al empirismo dogmático.
D. Conocimiento y lenguaje: El resurgimiento del innatismo.
La teoría de la adquisición del lenguaje de Chomsky.
El punto de arranque de Chomsky consiste en un ataque al modelo
empirista predominante con respecto a la adquisición del lenguaje, entre
cuyos adalides se cuenta el conductista B. F. Skinner (nacido en 1904).
Chomsky formula la siguiente hipótesis: todos los seres humanos han
nacido con un conocimiento innato de los principios de lo que él llama
“gramática universal”. A pesar de las diferencias superficiales, según
Chosmky existe una “estructura profunda” muy específica y compartida por
todos los idiomas humanos (esta estructura profunda es un “sistema de
categorías abstractas y de frases”, por ejemplo “sujeto lógico”, “frase
nominal”, “frase verbal”, etc.)
Para Leibniz los estímulos experimentales son como los golpes de
martillo que se limitan a descubrir una forma preexistente en la
estructura del mármol. De igual modo, Chomsky sostiene que los datos a
los que se ciñe el aprendiz del lenguaje no hacen otra cosas que “poner
en funcionamiento” las estructuras lingüísticas abstractas que están
programadas genéticamente en el cerebro de los miembros de nuestra
especie.
A pesar de todo, la utilización que hace Chomsky de la noción de
conocimiento innato es notablemente distinta de la de Platón, Descartes
o Leibniz. Estos filósofos entendían por “conocimiento innato” una
conciencia explícita de determinados conceptos y verdades (p. ej.
verdades y conceptos geométricos), o al menos la capacidad de lograr
esta conciencia, si se daban los estímulos sensibles adecuados. No
obstante, los principios de Chomsky no son innatos en el sentido de que
nosotros seamos explícitamente conscientes de ellos, ni tampoco en el
sentido de que tengamos una disposición para reconocer que son
obviamente verdaderos dentro de las circunstancias oportunas.
Sin embargo, en lo que respecta al estatuto filosófico de sus propias
teorías lingüísticas, Chomsky no es apriorista. Al contrario, pone de
manifiesto que su teoría de la gramática universal innata es una
hipótesis empírica que hay que comprobar con relación a los hechos
psicológicos (es decir, los datos acerca de la manera en que los niños
aprenden a hablar) y fisiológicos (es decir, los datos acerca de la
estructura y las conexiones propias de nuestros cerebros).
A pesar de todo, podemos considerar sin equivocarnos que Chomsky
pertenece al numeroso grupo de pensadores recientes que han reaccionado
en contra del exagerado y dogmático empirismo que predominó en la
filosofía y la ciencia durante buena parte de este siglo. Rechaza el
modelo psicológico mecanicista, que intenta explicar la conducta humana
apelando exclusivamente a las correlaciones observadas entre estímulos y
comportamientos, y se muestra partidario de una investigación sobre las
estructuras y los mecanismos que explican cómo aparece dicha conducta.
En un sentido general, cabe afirmar que Chomsky sintoniza con la
tradición aristotélica y leibniciana, que considera la ciencia como algo
que versa sobre la estructura interna esencial de las substancias, a
diferencia de la opinión de Hume, que reduce el conocimiento científico
a una serie de correlaciones observables.
Entre Chomsky y Descartes hay también una afinidad especial: la idea
según la cual nuestras capacidades lingüísticas indican un tipo de
libertad especial con respecto a los condicionantes ambientales de la
conducta.
E. El racionalismo en la ética.
El trasfondo del siglo XVIII
En nuestros días el término “racionalismo” se suele vincular a los temas
de filosofía teórica (por ejemplo la naturaleza y los orígenes del
conocimiento humano). Sin embargo, en el siglo XVIII era muy corriente
que los filósofos unificasen los principios teóricos y los prácticos.
Señalemos tres factores importantes en lo que se refiere al ámbito de la
ética:
Uno es el “objetivismo ético”, tesis según la cual las propiedades
morales están objetivamente “allí”, son “reales en las cosas mismas”. El
segundo elemento es la perspectiva necesitarista de la verdad ética,
según la cual los principios morales son “inalterables”. El tercer
factor consiste en el llamado apriorismo ético, según el cual se puede
llegar a los principios éticos con independencia de cualquier
aprendizaje o experiencia sobre el mundo.
La crítica de Hume al racionalismo ético.
David Hume mira con desdén al objetivismo y pasa a defender una forma de
subjetivismo ético, indicando que la maldad (o el “vicio”) sólo es
cuestión de una emoción o un “sentimiento de desaprobación en vuestro
propio pecho”. En segundo lugar, Hume ataca al necesitarianismo. Y por
último Hume ataca la tesis apriorista de que los principios morales
pueden ser descubiertos mediante la sola razón. La moralidad, en opinión
de Hume, es una cuestión que pertenece al ámbito de las pasiones, el
sentimiento o la emoción: “La razón es y debe ser únicamente la esclava
de las pasiones, y no pretender jamás llegar a ningún otro cargo que no
consista en servirlas y obedecerlas”..
La crítica de Hume al racionalismo ético ha sido una fuerza hegemónica
en la filosofía moral del siglo XX, al afirmar que los enunciados éticos
son expresiones de sentimientos y no proposiciones que expresen
cuestiones que puedan decidirse a través de la razón. Sin embargo, los
seguidores de Hume no han dominado por completo la situación.
El “imperativo categórico” de Kant.
Kant intenta defender una moralidad racionalista y objetivista. Una ley
moral ha de estar vigente “para todos los seres racionales”; y hay que
buscar el fundamento de la obligación “no en la naturaleza del hombre ni
en las circunstancias del mundo en que aquél está colocado, sino
únicamente a priori, en los conceptos de la razón pura”.. El imperativo
categórico es “una exigencia incondicionada que no permite a la voluntad
hacer lo contrario según su propio arbitrio”; nuestro deber es
obedecerlo en todos los casos: “actúa sólo de acuerdo con aquella máxima
que puedas desear que sirva al mismo tiempo como ley universal”, o
“actúa como si la máxima de tu acción fuera a convertirse en ley
universal de la naturaleza”
Considerar la universalización como fuente de moralidad plantea una
dificultad fundamental: es un requisito puramente formal. El raciocinio
tiene que arrancar de algún sitio; debe trabajar a partir de ciertos
supuestos o premisas; y a pesar de los esfuerzos de Kant no parece haber
forma alguna de mostrar que podemos extraer leyes morales esenciales a
partir de principios objetivamente válidos que exijan ser acatados por
un ser racional.
El naturalismo ético.
Aunque los principios morales no puedan ser descubiertos a priori, por
la “pura razón”, es posible empero que procedan de una investigación
acerca de determinados hechos referentes a la naturaleza humana o la
situación humana. Este enfoque, que puede ser calificado en sentido
amplio como un “naturalismo ético”, es el que Aristóteles adopta en su
“Ética a Nicómaco”, donde se nos ofrece una explicación sobre lo que es
bueno para el hombre, basada en un análisis de la naturaleza esencial de
éste.
Durante la mayor parte del siglo XX, sin embargo, las perspectivas del
naturalismo ético no han sido demasiado brillantes. El defensor de esta
doctrina ha tenido que enfrentarse con dos desafíos principales:
1. La falacia naturalista y la dicotomía entre hechos y valores.
El primer desafío lo plantea la llamada doctrina de la “falacia
naturalista”. Esta doctrina afirma que es ilegítimo cualquier intento de
extraer conclusiones morales o evaluativas a partir de premisas
“naturales”. También en este terreno la labor de Hume ha ejercido un
poderoso influjo. Hume fue el primero que cayó en la cuenta de la
dificultad que había para extraer una proposición que contenga un “debe”
a partir de una proposición o conjunto de proposiciones que contengan
afirmaciones meramente descriptivas.
En época reciente, sin embargo, un creciente número de filósofos ha
comenzado a atacar dicha doctrina señalando ante todo que la dicotomía
entre proposiciones fácticas y proposiciones evaluativas es
insostenible. Tales filósofos están muy influidos por los recientes
desarrollos de la filosofía de la ciencia, que han puesto en tela de
juicio la plausibilidad de la creencia -aparentemente, de sentido común-
según la cual el mundo consiste en “datos” o “hechos” neutrales que se
hallan a la espera de ser percibidos: “jamás somos neutrales, ni
siquiera en aquello que “vemos”; siempre tenemos que seleccionar,
interpretar y clasificar”.
2. El desafío del existencialismo.
Según Aristóteles, el rasgo típico del hombre es su racionalidad, y en
consecuencia la realización del hombre debe implicar el ejercicio de
este atributo y su desarrollo. Una “neo-naturalista” reciente, Mary
Midgley, adopta una estrategia semejante, y afirma que existen
determinadas características fundamentales que se nos aplican a nosotros
qua seres humanos. Se trata de ciertos “elementos estructurales
profundos, que constituyen nuestros propios caracteres”: “nuestro
repertorio básico de deseos es algo dado. No somos libres de crear o de
aniquilar deseos… Ningún ser humano puede salir en primera instancia a
la búsqueda de valores”.
Esta noción de una esencia humana fundamental que condiciona nuestra
elección ética es justamente lo que ha sido puesto en tela de juicio por
la filosofía existencialista. El principio sartriano “la existencia
precede a la esencia” significa que en los seres humanos no hay una
“esencia” o una “naturaleza” fija y determinada que limite nuestra
libertad. Una mera cosa, o être en soi, sólo puede hacer lo que está en
su naturaleza hacer; una máquina, o incluso un animal, está en posición
de existir dentro del marco de un conjunto predeterminado de
disposiciones y respuestas esenciales. Por el contrario, en un ser
humano, un être pour soi, la existencia viene primero; en otras
palabras, aquí en el mundo debemos elegir cómo vivir: no existen
factores “dados”. La creencia en la “naturaleza humana” como elemento
limitador que existe con anterioridad a nuestra elección es un caso de
“mala fe”. Nuestra opción es absolutamente libre y no se halla
restringida por ningún condicionante previo.
No obstante, es innegable que -antes que nada- el hombre es un ser
físico, tridimensional, sometido al igual que cualquier otro ser a
innumerables condicionamientos físicos, como por ejemplo la ley de la
gravedad. En segundo lugar, y aún más importante, es un animal, un
animal de sangre caliente con una herencia genética específica. Todo
esto, resulta tan manifiesto y tan obvio que el rechazo sartriano a
reconocer ninguna limitación a nuestra libertad parece una falacia o una
fatuidad. Sin embargo -y esto es lo que afirman los existencialistas-,
si se empuja a una persona al borde de un acantilado, dicha persona
caerá; pero esto ocurrirá con ella qua objeto físico, no qua persona.
Por supuesto, si se le priva de comida o de aire, ese sujeto morirá,
pero tal cosa ocurrirá con el qua animal. En la medida en que es un ser
humano, empero, no cabe predecir nada con seguridad.
E. Racionalismo, empirismo y método científico.
Karl Popper y la falsabilidad.
El pensamiento de muchos racionalistas (Spinoza constituye un ejemplo
clásico) ha estado influido por un modelo deductivo del conocimiento.
Las proposiciones se deducen paso a paso y con precisión a partir de
unos primeros principios, y su verdad queda garantizada por el hecho de
que sean una consecuencia necesaria de tales principios. La habitual
crítica empirista a este modelo afirma que la deducción lógica sólo nos
indica qué es lo que surge de qué. Si queremos averiguar en qué consiste
la realidad, necesitamos emplear la observación y no la deducción: el
científico infiere verdades generales a partir de observaciones y
experimentos particulares. Sin embargo, existe un serio problema con
respecto a la explicación inductivista de las ciencias: las
observaciones y los experimentos científicos deben limitarse
necesariamente a un número finito de casos. Justamente esta dificultad
es la que se propuso solucionar la teoría de la lógica de la ciencia
propuesta por Karl Popper.
Popper dudaba de que los científicos hubiesen llegado jamás de hecho a
una teoría mediante la “inducción” de leyes generales a partir de
observaciones particulares. Sin embargo, adujo que el tema referente a
cómo los científicos formulaban sus teorías era un asunto perteneciente
a la psicología, y no a la lógica. Lo importante, empero, no es cómo
llegar a las teorías, sino el problema de cómo se comprueban las
teorías, una vez propuestas. A este respecto Popper afirma que cabe
aplicar un razonamiento deductivo y estrictamente lógico. No se puede
garantizar lógicamente que las teorías científicas sean verdaderas, pero
su falsedad sí se puede probar desde el punto de vista lógico. A través
del principio lógico denominado modus tollens, si la teoría T implica la
proposición observable O, si O es falsa, entonces T tiene que ser falsa.
Según Popper se formula una teoría en calidad de hipótesis posible; las
consecuencias que se deducen de ella se comprueban en relación con la
experiencia; si las observaciones efectivamente realizadas no son
coherentes con las pronosticadas por la teoría, ésta queda refutada y se
abre la posibilidad a una nueva conjetura.
De este modo Popper rechazó el predominante dogma empirista del
verificacionismo, y en su lugar propuso el principio de la falsabilidad,
si bien no lo consideró como criterio de significación sino como
principio de demarcación que separa las teorías auténticamente
científicas de las que sólo son pseudociencia. La lógica de la falsación
fue descrita apelando a un razonamiento estrictamente deductivo.
Popper no puede ser situado de manera tajante en ninguno e los dos
bandos dentro de la dicotomía racionalista/empirista.
La reciente revolución en la filosofía de la ciencia.
A lo largo de los dos últimos decenios, sin embargo, se ha producido en
la filosofía de la ciencia una revolución que ha puesto seriamente en
duda la racionalidad de la ciencia y sus pretensiones de objetividad. Ha
sido una ruptura abrupta: en su forma extrema, rechaza al mismo tiempo
el modelo racionalista del conocimiento y el modelo empirista, como
básicamente erróneos.
Las dos figuras centrales de este nuevo enfoque son Thomas Kuhn y Paul
Feyerabend, cuyas obras más destacadas al respecto (el libro de Kuhn
“The Structure of Scientífic Revolutions” y el artículo “Explanation,
Reduction and Empiricism” de Feyerabend) aparecieron en 1962. Ambos
autores siguieron a Popper en su rechazo del modelo empirista del
científico como alguien que se dedica a “coleccionar hechos” o a
acumular gradualmente conocimientos a través de la observación y la
experimentación. Sin embargo, rechazaron la noción popperiana según la
cual las teorías pueden falsarse comprobando sus consecuencias ante la
experiencia.
Kuhn sostuvo que, una vez que una teoría o un modelo explicativo
determinado ha conquistado la hegemonía dentro de una comunidad
científica, los científicos no permitirán que sea falsado por unos
resultados anómalos. Los modelos hegemónicos o “paradigmas” que dominan
el pensamiento de una comunidad científica disfrutan de una protección
especial: “una vez que ha logrado el estatuto de paradigma, una teoría
científica sólo se declarará no válida si se dispone de una alternativa
que la substituya”. La ciencia normal es una rutinaria solución de
rompecabezas, que hay que efectuar dentro de los límites del paradigma
predominante. Sólo en períodos de crisis científica, cuando los
resultados anómalos se vuelven imposibles de manejar y se presenta por
sí mismo un paradigma alternativo, será cuando se modifique un paradigma
fundamental o cuando se produzca una revolución en el pensamiento
científico.
Kuhn y Feyerabend ponen en duda la noción según la cual una teoría puede
comprobarse en relación con determinados hechos. Según dichos autores,
no existe una distinción tajante entre las proposiciones teóricas y los
datos procedentes de la observación. Un “informe de observación” puede
estar repleto de teoría. En segundo lugar, cuando las teorías caen, para
Kuhn esto no significa que la nueva teoría sea mejor que la anterior
porque explique mejor datos empíricos que hasta ahora no podían
interpretarse. Lo que ocurre es un “cambio de Gestalt”: de forma súbita,
el mundo se contempla a través de una nueva perspectiva conceptual. El
nuevo paradigma y la teoría asociada a él generan nuevos “datos”: no
proporcionan un modo radicalmente distinto de ver las cosas. En tercer
lugar, y lo más decisivo de todo, tanto Kuhn como Feyerabend llegaron de
forma independiente a la conclusión de que las diferentes teorías
científicas son “inconmensurables”. Si las observaciones dependen de la
teoría, y en cierto sentido la teoría determina cómo interpretamos “el
mundo”, no hay una forma racional y objetiva de decidir entre dos
teorías científicas distintas. No existe una base común que nos permita
efectuar una evaluación neutral y objetiva acerca de cuál es la teoría
preferible. A esto se le ha calificado de “tesis de la
incomensurabilidad”.
Los tres elementos principales de la perspectiva de la ciencia tomados
en conjunto nos presentan un poderoso desafío a las pretensiones de
objetividad de cualquier cosmovisión científica o filosófica.
En Feyerabend este pensamiento llega hasta sus últimas consecuencias: la
moderna ciencia occidental no es más que una “ideología dominante”; es
una tradición entre muchas otras, que carece de una especial
justificación para obligarnos a compartirla. “Las ideologías hay que
interpretarlas como si fueses cuentos de hadas que… tienen cosas
interesantes que decir pero que también transmiten engañosas mentiras…
Los “hechos” científicos se enseñan a muy temprana edad, al igual que,
hace apenas cien años, se enseñaron los “hechos” religiosos. Es una
forma extrema de relativismo (algunos hablarían de “anarquismo”)
epistemológico en la que tanto las teorías en sí mismas como los
criterios metodológicos que se emplean para evaluarlas pierden toda
aspiración plausible a la corrección objetiva.
Richard Rorty en su celebrada obra “Phylosophy and Mirror of
Nature” (1980), rechaza la visión del filósofo como una especie de
“supervisor cultural que conoce el terreno común a todos”. En lugar de
la epistemología tradicional, Rorty propone que la filosofía debe
transformarse en “hermenéutica”. En otras palabras, en lugar de tratar
de establecer los “fundamentos de todo conocimiento”, tendría que
reconocer que toda comprensión ha de funcionar dentro de un determinado
marco conceptual.
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