"HUME: LA OBEDIENCIA UTIL"
J. M. Bermudo
Mientras el iusnaturalismo, Hobbes, Locke o Rousseau buscaban las
razones para obedecer o para sublevarse, el escocés se contentaba con
describir sin apasionamiento una hipótesis plausible que nos ayude a
comprender el hecho de la autoridad política, basada en un criterio tan
razonable como el de no más obediencia que la que sea útil.
Pensar la vida humana como posible al margen del Estado, y especialmente
pensarla como vida social, sobre todo si en ella cabe un hombre libre,
moral, justo, trabajador... implica de forma directa la relativización
del Estado como instrumento de vida, de paz, de prosperidad y de
moralidad. Ahora bien, desde estos supuestos se hace difícil pensar la
necesidad del orden político. Esta necesidad resplandece en el esquema
de Hobbes.
Locke parece necesitar las dos imágenes: una, la hobbesiana, para
justificar la necesidad del pacto político; la otra, iusnaturalista y
cristiana, para minimizar el poder del Estado. Y necesita dos "etapas",
ambas sociales, pero bien diferenciadas: una pre-política o pre-dinero y
otra política o propiamente mercantil.
El liberalismo establecía una jerarquía definitiva entre individuo,
sociedad civil y Estado o sociedad política. Y al mismo tiempo que se
debilitaba el status del Estado, y por tanto se restringía el deber de
obediencia al mismo, se ennoblecía dicho deber al dotarlo de carácter
moral. Una moralidad que procedía únicamente de su origen: un compromiso
libremente asumido por individuos libres y propietarios de sí mismos.
La voz de Hume se alzó como alternativa abierta a esta teoría del
consentimiento como fundamento del deber moral de obedecer al Gobierno,
via que, curiosamente, era más coherente con la filosofía empirista,
diseñada por el propio Locke. El reto que Hume se propuso fue el de
trazar una hipótesis plausible, razonable, que explicara como unos
hombres naturalmente egoístas, sin dejar de serlo, regulan este instinto
y llegan a aceptar la ley.
La naturaleza humana no es originariamente social, piensa Hume en línea
hobbesiana. Pero Hobbes, la considera siempre e inalterablemente
antisocial y la contrapone a las relaciones sociales como algo externo y
enfrentado a ella; Hobbes ve la obediencia como precio a pagar por
bienes más esenciales que la libertad (como la seguridad, la paz, la
vida, etc.). Hume, en cambio, aun reconociendo que esa tendencia natural
a preferir la satisfacción del deseo inmediato al interés remoto es
constante y supone siempre una resistencia a la vida social, pensará que
no es un obstáculo insalvable en la medida en que dicha tendencia puede
ser contrarrestada por otras, por hábitos "artificiales" que llegan a
fijarse en su naturaleza, a devenir naturales.
El obstáculo a vencer por Hume era el prejuicio antropológico de una
naturaleza humana primitiva pensada como abundante en ciegos instintos y
violentas pasiones. Tal imagen llevaba a poner en el origen los factores
(razón, sentimiento moral) capaces de controlar el deseo, vencer los
instintos e imponer normas de acción. Hobbes proyectó sobre el origen
las pasiones del hombre moderno, y así no era fácil explicar su sumisión
a la ley sino absolutizando el poder de la misma. Locke dotó al hombre
originario de una capacidad de reflexión y de distinción moral
exquisitas, pudiendo así imaginarlo capaz de controlar el deseo y de
optar por la ley.
El nivel de las pasiones humanas en una época le parece a Hume
proporcionado a la potencia de los controles de las mismas. Es obvio que
el crecimiento de las pasiones se da al ritmo de la posibilidad de
acumular riquezas y gozar placeres, y por tanto al mismo ritmo de la
complejidad social, o sea, de los medios (normas, leyes, coerciones...)
de control de las mismas.
Dentro de su concepción del hombre, Hume había diseñado una teoría audaz
sobre el deseo. Puesto que la razón es un fruto tardío de la génesis
humana y, además, dado que esta razón es impotente para crear o anular
las pasiones y débil para dirigir las mismas, Hume buscará la solución
en la "autoregulación de las pasiones". El mismo interés que lleva a los
individuos al enfrentamiento y la inseguridad debe ser el origen de las
leyes de justícia y del Gobierno. Estas bases filosóficas permiten a
Hume una respuesta coherente a la pregunta:Cómo un ser egoísta llega a
amar el bien público ? O bien: cómo el hombre puede llegar a preferir
el bien remoto al próximo, a anteponer el interés al placer. ?
Hume coincide frecuentemente con Locke en los objetivos políticos, es
decir en su "programa liberal". Esta coincidencia unas veces es real,
mientras otras solamente aparente. Un caso elocuente es el de la vida
social "prepolítica". Locke la usaba para debilitar la necesidad
absoluta del Gobierno y, así, justificar su carácter meramente
subordinado. Hume también la acepta, pero con mero espíritu descriptivo,
como parte de un modelo plausible de explicación genealógica del orden
político.
Acepta la fase social pre-política, pero como para Hume el "estado de
naturaleza" no es un canon, no la embellece ni la idealiza. El Estado no
es absolutamente necesario para la vida, pero sí para una vida social
compleja, una vida "humana", en la que se ha desarrollado la razón, las
instituciones, la moral, el bienestar. En consecuencia, tras la
aceptación de una fase prepolítica de la sociedad, con lo que conlleva
de relativización del Estado, en Locke y Hume se esconden presupuestos
muy distanciados. La misma "relativización" en Locke es metafísica y
moral, con el fin de rebajar su valor y dignidad; en Hume es
metodológica e histórica, con lo que el valor del Estado no se
subordina, pues lo que realmente se relativiza son sus contenidos, su
función, sus formas y sus límites.
Hume ha sentado la posibilidad de una sociedad sin Gobierno; no
obstante, considera impensable una sociedad sin justicia. Las leyes
naturales de la justicia rigen en la fase prepolítica de la sociedad,
pues dichas tres leyes son las que describen las condiciones de la
convivencia: propiedad individual, mercado y cumplimiento de los
contratos. Estas leyes son previas a la instauración del Gobierno, rigen
y son obligatorias antes de la aparición de toda autoridad. Antes de que
pueda plantearse la obediencia al Gobierno ya existe la obediencia a las
leyes de justicia.
De esta forma la obediencia no sólo quedaba fundamentada, sino
sacralizada como deber moral. Parecería razonable que, partiendo de una
sociedad donde rigen estas leyes de justicia así fundamentadas, al
plantearse la aparición del Gobierno, buscara su fundamento en: a) un
pacto de interés, cuya fuerza reside en b) obligación de cumplir las
promesas. Tal perspectiva sería plenamente utilitarista y encajaría en
el esquema genealógico de Hume, al que incluso completaría. Puesto que
la obligación de cumplir las promesas era ya sentida como útil y
moralmente buena, no sería difícil justificar la obediencia al Gobierno
como una extensión de aquella obediencia. Gobierno y justicia quedarían
así recíprocamente apoyados y fundamentados: el Gobierno sería un
complemento o garantía de las leyes de justicia y éstas le prestarían su
legitimidad al participar de su utilidad y su moralidad ya establecidas.
Tal cosa implicaría, en rigor, un fundamento distinto al del
liberalismo, dado que estas leyes de justicias perderían su carácter
abstracto y eterno, absoluto, para convertirse en conquistas históricas
de los hombres. No obstante, vigentes éstas en un momento dado, serían
una instancia plenamente legitimadora. En cambio, no le agradó a Hume
esta salida, teóricamente fácil. No le agradaba por ser inconsistente y
por ser ineficaz, ya que a su pesar cuestionaba la legitimidad de la
mayoría de los Gobiernos.
En general el origen de los Gobiernos ha sido frecuentemente más oscuro
y siniestro, teniendo casi siempre en su origen la violencia, la sangre,
la astucia... Hume asume esta experiencia y, desde ella, trata de
responder con moderado optimismo a la pregunta: entonces, dado su
origen, están todos los Gobiernos condenados a la ilegitimidad ?
Momentos constituyentes en base a los derechos que el liberalismo
atribuye al individuo han existido muy pocos; incluso éstos no son una
fundamentación definitiva, dado que el poder político puede haberse
alejado de las condiciones contractuales, o dado que las nuevas
generaciones no firmaron el contrato.
En cualquier caso, el consentimiento tácito encubre en el fondo la
sustitución del fundamento liberal del contrato por el utilitario: se
consiente, se obedece la ley, en tanto que permite una vida
razonablemente satisfactoria. O sea, al final, de forma solapada, se
recurre a la utilidad.
Y es aquí donde Hume toma distancias. Si es así, por qué no reconocer
la realidad y las verdaderas razones de nuestra sumisión? En el fondo
-viene a decir Hume- nadie ignora que nunca ha pactado las condiciones
políticas, y que incluso ante situaciones constituyentes excepcionales
los acuerdos son de interés, de equilibrios posibles, de correlaciones
de fuerzas, aunque se expresen en el lenguaje retórico de los derechos
del individuo. Hume viene a decir: sea cual sea el origen, a menudo
perdido en las grietas de la memoria de la historia, podemos aceptar su
legitimidad si funcionan como si hubieran tenido un origen legítimo, en
suma, si respetan y se subordinan a las leyes naturales de la justicia.
Reconocer esto es hacer público que el fundamento de nuestra obediencia
es la utilidad, no la promesa.
Con el fundamento liberal -dice Hume- todos los gobiernos del mundo son
ilegítimos y la obediencia a los mismos es arbitraria y accidental, si
no encubiertamente utilitaria. Por qué, pues, no reconocerlo así ?
Vemos que Hume podía derivar la obediencia al Gobierno directamente de
la obligación de cumplir las promesas, y que a un tiempo sancionaría la
moralidad del gobierno sin perder su raíz utilitaria, ya que la ley de
las promesas, como las demás leyes de justicia, tiene un origen natural
utilitario. En cambio no lo hace así, sino que opta por una vía en
paralelo. El Gobierno, como las leyes de Justicia, como las diversas
instituciones sociales, son respuestas del hombre en su lucha por la
vida, para satisfacer sus necesidades y deseos; respuestas que recogen
su experiencia, su imaginación.
Sin las leyes de justicia no hay sociedad; pero no eran antes que la
vida social: esta se fue constituyendo con aquellas, y aquellas se
fueron fijando apoyadas en las formas más primitivas de éstas. Sin
Gobierno no hay orden político; pero no hay Gobierno, fuera del orden
político. Igualmente aquí uno y otro se desarrollan lentamente en formas
sucesivas, con estrecha interdeterminación.
Hay una gran coherencia en la reflexión de Hume. Su razonamiento
implícito parece ser: si el deber moral fundamenta la obediencia
política, entonces, a) O dicho fundamento se entiende como determinación
de nuestra conciencia, y en tal caso de qué sirve el Gobierno ?, o b)
ese fundamento es, como todo deber moral, frágil y a menudo estéril, y
entonces, cómo considerarlo fundamento ? Hume es en esto muy clásico:
cree que, obligando a obedecer por la fuerza, se educa el carácter y se
acaba amando la obediencia. El Gobierno aparece ante la insuficiencia de
la obligación moral: expresa su carencia. La política refleja la
indigencia de la moral.
La teoría de la naturaleza humana y su método son distintos del
liberalismo. Para el liberalismo el principio fundamental es el
individuo libre que, como tal, puede comprometerse, pactar, optar... La
libertad de sus compromisos fundan la moralidad del cumplimiento de las
promesas y la propiedad de su persona funda su derecho de propiedad
sobre el producto de su trabajo... Para Hume ese individuo es un ser
natural que evoluciona, que se autodetermina, que siempre piensa y actúa
en el seno de la determinación natural. Desde aquí el cumplimiento de
las promesas, el respeto de la propiedad o la instauración y obediencia
al gobierno son otros tantos mecanismos, de igual rango, de los que se
dota por interés. Y en la medida en que satisfacen ese interés y se
generaliza esta experiencia se convierten en normas universales que son
vividas como buenas.
Dice Hume que, aunque no existieran en el mundo las promesas, el
gobierno seguiría siendo necesario " en toda sociedad numerosa y
civilizada"; aunque estuviera ausente el sentimiento moral, el deber de
cumplir las leyes de justicia, existiría el hábito y la norma de
obedecer al Gobierno. En el fondo implica que en los órdenes políticos
cuyo origen no es el contrato -y, por tanto, no ha habido promesa-, no
por eso la obligación de obediencia se relaja. Sigue teniendo el mismo
fundamento: el interés. Y aunque, quien lo duda!, sea más hermoso creer
que obedecemos libremente, no es desesperante el mensaje humeano de que
obedecemos obligatoriamente, dado que la necesidad la pone nuestra
utilidad.
"Platón y Hume, cercanos en lo importante"
J. M. Bermudo
GENEALOGIA DE LA SOCIEDAD.
Hume había instaurado una antropología en la que reinaba, de forma
exclusiva y excluyente, la necesidad natural. De ella sólo puede
inferirse razonablemente la obligación natural, es decir, la inevitable
tendencia a buscar el placer o evitar el dolor. Desde este presupuesto
antropológico debía explicar la génesis de la sociedad, es decir, de la
justicia, pues para Hume ésta es la condición de posibilidad de todo
orden social. Puesto que la justicia, y, por tanto la sociedad, son
"artificios", las primeras preguntas que surgen serán las referentes a
cómo se han establecido sus reglas ? Cómo se ha llegado a atribuir a
dichas reglas un valor moral ?, es decir, cómo se pasa de la simple
obligación natural a la obligación moral o deber.?
Para Hume el hombre es el ser natural más imperfecto, es decir, el peor
tratado por la sabia Naturaleza. La desproporción en él entre sus
necesidades y los medios o poderes naturales con que cuenta para
satisfacerlas es sensiblemente mayor que en cualquier otra especie. El
hombre en un ser sumamente necesitado, sumamente indefenso, sumamente
débil y sumamente indigente; pero al mismo tiempo, es un ser sumamente
apasionado, sujeto de infinitas pasiones infinitas. Y, en consecuencia,
un ser insatisfecho.
De todas formas, si sobrevive es porque, a pesar de todo, no es
absolutamente imperfecto. La naturaleza del hombre es aquello que le
hace ser; por tanto, encierra alguna perfección. La carencia esencial
que caracteriza la naturaleza humana encierra la clave de su éxito, como
si fuera la condición de su superación. Efectivamente, esa carencia está
en el origen de la sociedad, que no es sino un mecanismo de solución de
sus problemas. Las imperfecciones naturales del hombre encuentran su
solución en la sociedad, especialmente como cooperación y división del
trabajo. La sociedad es simplemente el medio de potenciar su fuerza, su
capacidad y su seguridad.
JUSTICIA Y AUTOREGULACION DE LAS PASIONES
Para Hume el campo de lo real es el dominio del deseo. Por tanto, hay
que explicar cómo la sociedad llega a ser deseada. Porque, en rigor, su
existencia ha sido muy anterior al momento en que los hombres han sido
capaces de pensar su necesidad racional. La sociedad estable es el
resultado del deseo y su metamorfosis. Hume se centra en tres pasiones,
aunque no son las únicas que confluyen en la sociedad humana. El apetito
sexual, como fuerza que empuja a la compañía, el afecto natural, que la
familia genera entre sus miembros; en tercer lugar, el propio egoísmo,
que le lleva a buscar en la cooperación la maximización de sus
beneficios.
Así, a diferencia de Hobbes, debilita la hegemonía de la pasión de
posesión y pone a su lado con relevancia el deseo sexual. Le parece,
incluso, más fundamental por más originaria, pues no requiere del
cálculo. El eros que tanto preocupaba a Platón, también inquieta a Hume,
si bien sin tanto dramatismo. Si el deseo es causa y obstáculo, origen y
riesgo de la sociedad, Hume se ve obligado a pensar las pasiones
dialécticamente.
Este afecto, que puede extenderse a familiares, amigos y vecinos, por
ser particular y selectivo devendrá un obstáculo para la igualdad y
universalidad que exige la justicia, condición de estabilidad de la
sociedad. Los deseos de los hombres, reparten casi por igual sus efectos
sociales y antisociales. Así, pues, el egoísmo no es absolutamente malo,
pues está en la base de la unión social; los hombres se unen en
sociedades en tanto en cuanto se benefician de ello.
En la perspectiva de comparar a Hume con Platón, hay una profunda
diferencia entre Platón, tratando de silenciar al eros, y Hume, que
partiendo de la imposibilidad de tal control asume la tarea de deducir
del deseo la aparición de la justicia. Pero, aunque la estrategia sea
diferente, hay una importante y esencial coincidencia entre los dos: la
conciencia de la impotencia de la razón en el control del deseo.
El pesimismo de Platón proviene de su conciencia de la debilidad de la
razón para controlar al eros, lo que le llevará a buscar en la
determinación social, en su propuesta comunista, una fuerza consoladora. Hume, en cambio, al aceptar también que el dominio de la razón se reduce
al reino de las ideas (aunque, ciertamente, no sean las platónicas)
deposita la esperanza del orden social en la propia autodeterminación de
las pasiones, especialmente de aquella socialmente más peligrosa, el
deseo de posesión.
De los bienes que los hombres poseen los hay de tres tipos: las
cualidades de su mente, las de su cuerpo y las posesiones materiales.
Los bienes materiales son los problemáticos: éstos sirven a cualquier
poseedor. Son para Hume, la circunstancia clave de nuestra sociedad. El
deseo de poseer bienes materiales es en él infinito, insaciable; ese
egoísmo, que a otro nivel le hace buscar la sociedad para satisfacerse,
dialécticamente, se matamorfosea en pasión antisocial. El obstáculo de
la justicia y, por tanto, de la sociedad, reside en ese deseo de
posesión.
Es el egoísmo, unido a la escasez, la base de la justicia.
En el fondo se trata de satisfacer el deseo de posesión de todos los
hombres. Cómo conseguirlo? Fijando la posesión en propiedad,
garantizando en goce pacífico por cada uno de los bienes que "pudo
conseguir gracias a su laboriosidad o su suerte".
Ahora bien, fijar la posesión no es una solución absolutamente
satisfactoria, en cuanto que cualquier fijación concreta, histórica,
deja insatisfechos a la mayoría, por carecer de bienes, por posesión
escasa.
La reflexión de Hume es razonable y de sentido práctico. Una vez
establecida y acordada la estabilidad de la posesión, surge el problema
de como separar las posesiones y asignar a cada uno una parte de forma
inalterable. O sea, en el momento de constitución de la sociedad, se ha
de partir de cero o se deben respetar las posesiones adquiridas antes de
la autolimitación de la pasión?
Para Hume la génesis de la sociedad pasaría por el progresivo
reconocimiento de la posesión "inmediata" o natural como propiedad, o
sea, posesión reconocida y consentida por los demás. Ahora bien, como no
es posible regresar al punto cero, la ley de estabilidad de la posesión
se vuelve profundamente conservadora y genera resultados contrarios a
los perseguidos: el descontento de los desposeídos.
De ahí que se le ocurra la siguiente ingeniosa solución, como segunda
ley: transferencia de la propiedad por consentimiento, o sea, propiedad
estable excepto cuando el propietario consienta en la transacción. Pues
si no reparte la propiedad al menos abre para cada uno la posibilidad
abstracta de acceso a la misma.
Estas leyes, junto a la del cumplimiento de las promesas, con el tiempo
acaban siendo formas generales del comportamiento, tan habituales que
acaban generando obligación moral, deber, en forma de mala conciencia
por parte de quienes no las cumplen. Por tanto, la justicia es un
artificio, pero con su raíz en una obligación natural.
En definitiva, la posibilidad de la justicia radica en la autolimitación
de las pasiones, en especial del deseo de posesión. Se trata, como en
Platón, del control del eros, si bien en Hume, que dispone de una teoría
antropológica y psicológica -de una "Teoría de la naturaleza humana"-
más adecuada al caso, esta misión de educar al eros se confía a la
experiencia histórica y al propio juego del principio egoísta en claves
utilitaristas, mientras que en Platón se opta sucesivamente por la
educación y, ante la sospecha de la insuficiencia de la misma, por la
política.
NECESIDAD DE LA FICCION.
Cómo es posible que hombres sometidos inexorablemente al deseo de
posesión puedan ser justos, equitativos ? Hume concibe el Gobierno como
el Gran Pedagogo.
Deducida la posibilidad, y aún la necesidad, de una sociedad regida por
las leyes naturales de la justicia, por qué es necesario el gobierno ?
En la tradición racionalista, la respuesta inmediata era obvia: "porque
hay desórdenes". El Gobierno, en ese esquema, era un medio bélico de la
razón para consolidar su dominio y hacer triunfar sus efectos: libertad,
justicia, bienestar, progreso...
Pero Hume había despojado a la razón del monopolio del bien y de la
verdad, al tiempo que había establecido su impotencia para determinar al
deseo. Simultáneamente había mostrado la posibilidad de pensar la
génesis de la moralidad, de la sociedad y de las propias reglas de
justicia (estabilidad de la posesión, transferibilidad de la propiedad y
cumplimiento de las promesas) como un proceso natural de génesis y
autorregulación de las pasiones; había formulado su teoría según la cual
la obligación natural surge como efecto del deseo, de ella nacen los
hábitos, que arraigan y se universalizan progresivamente por mediación
de la experiencia, que dichos hábitos acaban por ser expresados en
máximas o reglas universales, las cuales acaban por inducir un
sentimiento moral que fuerza un deber u obligación moral. Y lo había
llevado a cabo en un esquema sumamente rígido, en el que el deseo de los
hombres no se aparta fácilmente de su interés, y en el que éste se
satisface más perfectamente en la vigencia de las reglas de justicia.
A pesar de su rígido mecanicismo, el desorden cabe en la antropología
humeana. Hume, en su naturalismo, acepta como "natural" la perversión.
Las deformaciones o degeneraciones monstruosas forman parte de la
Naturaleza, en animales y plantas; las pasiones pueden pervertirse, y la
perversión es el desorden.
Por otro lado, Hume ha subrayado el carácter dialéctico de las pasiones;
el egoísmo es fundamento de la sociedad, pero deviene en determinadas
circunstancias antisocial. Por tanto, todas las pasiones, o la mayor
parte de ellas, en circunstancias determinadas son antisociales. En
consecuencia, el desorden es probable.
El carácter necesario del desorden se desprende de la propia teoría
humeana de las pasiones como impresiones. Si la fuerza de ésta depende
de la imaginación y de la proximidad espacio-temporal del objeto, es
comprensible que una situación real y actual genere pasiones más vivas y
fuertes que una situación presuntamente alejada y potencial. El deseo
provocado por algo presente será siempre más fuerte que el posible mal
lejano derivado de la violación de la ley. Los hombres son tentados a
satisfacer sus deseos de forma concreta y actual. La pasión que les
empuja a transgredir la ley es muy fuerte por esa concreción y
proximidad del objeto del deseo. En cambio, la ley solamente tiene a
favor el miedo a los efectos que se derivarán del regreso a la anarquía:
pero ese miedo es débil al situarse dichos efectos alejados en el tiempo
y, además, sin concreción alguna.
En coherencia, debe inferir la necesidad del Gobierno a partir del
deseo. Debe explicar la metamorfosis de la pasión de factor del desorden
a fundamento del orden; debe responder a las preguntas, "cómo se llega
a desear el Gobierno?, cómo se llega a amar la Ley?".
Porque, si le es imposible al hombre preferir lo remoto y general, si
siempre se mueve por determinaciones próximas y concretas, no le será
ajeno e imposible someterse a la ley?
Aunque reconoce que el hombre tenderá con frecuencia y de modo natural a
la transgresión, como muestra la experiencia, cree que no obstante puede
cumplir la ley sin ser sometido a ninguna violencia, cosa que también
avala la experiencia. Si cumple la ley es porque desea cumplirla. Puede
que sea débil, interesado y condicionable, pero al fin es amor a la ley.
Hume ve el remedio en la enfermedad misma, recurriendo una vez más a esa
dialéctica de las pasiones condenadas a autorregularse e invertirse para
satisfacerse.
La distancia del objeto implica la debilidad de la pasión: por tanto,
podemos poner el distanciamiento como condición de enunciación de la
moralidad. Así, en la distancia, cuando las pasiones callan, se origina
"lo que propiamente llamamos razón", que en el fondo es la paz del
deseo. La distancia y abstracción ponen las condiciones de posibilidad
del reconocimiento del bien y del mal, de lo justo y lo injusto. Ese
reconocimiento de lo justo es ya un gran paso, aunque no suficiente.
La respuesta de Hume a este problema es invertir la relación, es decir,
conseguir que lo remoto y general se vuelva concreto y presenta, y a la
inversa. Esta alternativa, que parece arte de encantamiento, es la que
Hume cree posible. Hume considera que esta ha sido la vía adoptada por
los hombres de forma espontánea.
Se tratará, por consiguiente, de conseguir que esos objetos generales y
remotos se conviertan para nosotros, para los hombres, en concretos y
presentes, en sus urgentes objetos de deseo, en su interés vital
natural. Esto es difícil, pero no impensable. Es imposible, por
antinatural, para todos los hombres, pero no lo es para unos pocos, que
acaban por ver en el cumplimiento de la justicia su interés, la
condición de su sobrevivencia:
"Estas son las personas a las que llamamos magistrados civiles, reyes,
ministros, gobernantes y legisladores..."
El "gobierno civil" equivale para Hume a la aparición de un estamento
profesional de la justicia (en general, de la administración), sin
vínculos económicos con la sociedad civil, que encuentran en su
profesión la condición de su sobrevivencia y que, así, invierten el
orden de los intereses.
Ese "cuerpo" de funcionarios civiles y militares", siguiendo su interés
particular, se convierten en el baluarte de la justicia, es decir, de
los intereses generales, obligando a los miembros de la sociedad civil a
cumplir unas normas que desapasionadamente reconocer justas pero que
apasionadamente se ven empujados a transgredir. Curiosamente, la
sociedad política es como una artimaña de la sociedad civil para curar
su propia enfermedad, para prevenir la tendencia suicida de su
naturaleza.
De este modo curioso, el origen del gobierno no tiene la escenografía
grandiosa de un pacto entre pueblo y soberano, o de la asamblea del
pueblo delegando o renunciando a su soberanía...
La reflexión es sumamente ingeniosa: no exige la superación del carácter
pasional del hombre, acepta como gobernantes a hombres "sujetos a todas
las flaquezas humanas", pero "en virtud de una de las más finas y
sutiles invenciones imaginables se convierte en un cuerpo completo que
en alguna medida se halla libre de todas esas flaquezas". No puede creer
que los hombres salten sobre su propia naturaleza, pero sí que pueden
"engañarla". En cualquier caso, tiene la audacia de Platón: buscar en la
estructura, en la ordenación social, el control o sublimación del eros.
LA POSICION COMUN
Ni Hume ni Platón, ciertamente por motivos diversos, se adhieren al
contractualismo. A Platón le repugnaba el relativismo utilitarista de
los sofistas y Hume, ante la ingenuidad lockeana, sospechaba que la
naturaleza era excesivamente sabia para dejar en manos de la veleidad de
la razón las cosas importantes.
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